Eran las diez de la noche del 12 de enero de 1972 y mis nueve hermanas y yo nos hallábamos escuchando hechizadas a nuestra vieja esclava sudanesa Huda, que nos contaba el futuro de Sara. Desde sus traumáticos matrimonio y divorcio, a Sara le había dado por estudiar astrología y estaba convencida de que la luna y las estrellas habían jugado un papel determinante en su vida. Huda, que desde la más temprana edad había llenado nuestros oídos de relatos de magia negra, estaba encantada de ser el centro de atención y de facilitar distracciones contra la monotonía de la vida en la aburrida Riyadh.
Todas nosotras sabíamos que en 1899, a la edad de ocho años, Huda, que se había extraviado de su madre, ocupada en recoger batatas para la cena de la familia, había sido capturada por unos mercaderes árabes de esclavos. En nuestra juventud, Huda había entretenido a los niños de la casa durante incontables horas con el relato de su captura y prisión.
Para nuestra mayor felicidad, ella mejoraba siempre su captura con gran talento, sin importar las veces que tuviera que repetir la narración. Se agazapaba junto al sofá y canturreaba suavemente, fingiendo jugar con la arena. Tras un chillido salvaje, sacaba un almohadón de detrás de su espalda y se lo ponía sobre la cabeza, mordiendo y soltando patadas a sus imaginarios verdugos. Se lamentaba, se lanzaba al suelo y pateaba reclamando a su madre entre llantos. Finalmente se subía de un brinco a la mesa de café y, oteando por las ventanas del salón, describía las azules aguas del Mar Rojo que surcó el buque en que la llevaron desde el Sudán a los desiertos de Arabia.
Los ojos se le salían de las órbitas al luchar con imaginarios ladrones que asaltaban su escasa comida. Entonces arrebataba un durazno o una pera del frutero y lo engullía sin dejar más que el carozo o las semillas. Luego caminaba solemnemente por la estancia con las manos a la espalda, pidiendo a Alá la liberación cuando la llevaban al mercado de esclavos.
Vendida a cambio de una escopeta a un miembro del clan Raschid de Riyadh andaba tambaleándose entre cegadoras tormentas de arena cuando la conducían por las calles de Jiddah hacia la fortaleza de Mismaak, la guarnición del clan Raschid en la capital.
Ahora, al representarlo de nuevo, Huda se iba agazapando detrás de cada mueble; y nos echábamos a reír cuando ella saltaba de un lado a otro esquivando las balas de nuestra gente, el joven Abdul Aziz y sus sesenta hombres, cuando atacaron la guarnición, derrotaron a los Raschid y reclamaron el país para los Al Saud. Ella arrojaba su gordo cuerpo sobre una silla y luchaba por protegerse mientras los guerreros del desierto acababan con sus enemigos. Nos contaba que la había rescatado el padre de mi padre, y finalizaba la representación arrastrando al suelo a la más cercana de nosotras y cubriéndola de besos, jurándonos que besó a nuestro abuelo por haberla rescatado. Y así es como entró Huda en nuestra familia.
Al hacernos mayores, ella nos distrajo de nuestras tragedias asustándonos con sobrenaturales afirmaciones de brujería. Mamá solía despachar con una sonrisa esas proclamaciones de Huda, pero cuando, llorando a gritos, desperté de sueños de brujas y pociones, le prohibió a Huda divulgar sus creencias entre las niñas más pequeñas. Ahora que mamá ya no estaba con nosotras, Huda volvía a sus antiguos hábitos con delectación.
La contemplábamos fascinadas cuando le seguía a Sara los surcos de la palma de la mano y entrecerraba sus redondos ojos negros, como si viera desplegarse ante ella la vida de Sara como una visión.
A Sara aquello no parecía impresionarle mucho, como si aguardara precisamente aquellas palabras; pero Huda le dijo solemnemente que no conseguiría ver realizadas las ambiciones de su vida. Yo solté un quejido y me agaché tras ella en cuclillas; tenía tantas ganas de que Sara hallase la felicidad que merecía, que me enojé con Huda y rechacé a voces sus profecías, tratándolas de supercherías. Nadie me prestó la menor atención, al seguir Huda con el examen de las líneas de la vida de Sara. La anciana restregó su barbilla contra la palma de la mano de Sara, murmurando:
—Hum, Sarita. Ahí leo que vas a casarte muy pronto.
Soltando un chillido, Sara desasió su mano de la de Huda. La pesadilla de otra boda no era lo que ella deseaba oír.
Huda rio suavemente y le dijo a Sara que no huyera de su futuro. Le dijo que iba a conocer un matrimonio con amor y que bendeciría al país con seis pequeños que le darían una gran felicidad.
Sara frunció el entrecejo, preocupada, aunque luego se encogió de hombros, apartando de sí lo que no podía controlar. Mirando hacia donde yo estaba, sonrió de un modo extraño. Y le pidió a Huda que leyera mi mano, asegurando que si era capaz de predecir las acciones que su imprevisible hermana pudiera cometer, ella, Sara, creería fielmente en los poderes de Huda hasta el fin de los tiempos. Mis otras hermanas se revolcaban de risa y estaban de acuerdo con Sara, aunque por sus miradas puedo asegurar que querían con tierno orgullo a su hermana más pequeña, aquella que ponía a prueba su paciencia.
Levanté la cabeza con una displicencia que no sentía y me dejé caer pesadamente en un sillón frente a Huda. Mostrándole las palmas de mis manos, le pedí con modales altaneros y mandones que me dijera qué haría yo exactamente dentro de un año.
Huda no hizo caso de mis malos modos infantiles y examinó la palma de mi mano durante lo que me parecieron horas antes de anunciar mi destino. Nos sorprendió a todas con sus gestos: agitó la cabeza, murmuró para sí unas palabras y gimió en voz alta mientras consideraba mi futuro. Por fin fijó su mirada en mi rostro y proclamó sus augurios con tal confianza que me asustó su predicción y sentí el siniestro viento cálido de la magia en las palabras que dijo. Con una inesperada voz profunda Huda me anunció que nuestro padre me comunicaría muy pronto mi próxima boda. Que yo hallaría desgracia y felicidad en un único hombre. Que derramaría destrucción sobre quienes me rodearan. Que mis futuras acciones traerían bienes y males a la familia que amaba. Que sería la destinataria de un gran amor y de un profundo odio. Que había en mí la fuerza del bien y del mal. Que sería un enigma para todo aquel que me quisiera.
Con un grito desgarrador, Huda echó las manos al cielo y le pidió a Alá que interviniera en mi vida para protegerme de mí misma. Tras acercarse lentamente me levantó y, estrechándome entre sus brazos, dejó escapar un alto y salvaje aullido que era un lamento. Nura se puso en pie de un salto y me rescató del sofocante abrazo de Huda. Y mientras Nura se llevaba de la estancia a Huda, que susurraba que Alá protegiese la vida de la hija menor de su querida Fadila, mis hermanas trataron de tranquilizarme.
Temblaba aún por la conmoción de los augurios de Huda. Empecé a sollozar y dejé escapar que en una ocasión Huda había alardeado ante mí de ser una bruja; que antes que ella lo había sido su madre, y que los poderes se los había transmitido con la leche materna cuando Huda era una niña de pecho. ¡Precisamente, me levanté, sólo una bruja podría haber reconocido a alguien tan perversa como yo!
Una de mis hermanas mayores, Tahani, me dijo que me callara, que un juego tonto había salido mal y que no había necesidad de dramatizar. En un intento por mejorar el humor general, Sara me secó las lágrimas diciendo que mis penas se debían a la preocupación por no sentirme capaz de vivir según las salvajes predicciones de Huda.
Uniéndose a los esfuerzos de Sara, las demás hermanas empezaron a bromear y a acordarse entre ataques de risa de algunas de las travesuras que, a lo largo de los años, le gasté a Alí. Y me recordaron una de las favoritas, que en aquel momento de camaradería comentamos entre nosotras una vez más.
La travesura empezó cuando le pedí a una de mis amigas que llamara a Alí y fingiera haber sucumbido a sus encantos. Durante horas permanecimos escuchando las tonterías que él balbuceaba al teléfono y los precisos planos que debería seguir el chófer de la chica para encontrarse con él detrás de una cercana villa en construcción.
La muchacha lo convenció de que debía llevar un chivito atado a una correa para que su chofer pudiera identificarlo. Le contó que sus padres se hallaban fuera de la ciudad; que le resultaría más seguro seguir a su chofer hasta su casa para tener un encuentro secreto.
La casa en construcción se hallaba frente a donde vivía mi amiga, y mi hermana y yo nos reunimos con ella tras las celosías de su dormitorio. Casi nos descompusimos de tanto reír, viendo el plantón de horas del pobre Alí, que no soltaba la correa del chivito y que no hacía más que alargar el cuello en busca de señales del chofer. ¡Y para mayor diversión, la chica se las arregló para poner a Alí en aquel trance, no una vez, sino en tres ocasiones! Con sus ganas de encontrar una chica, Alí perdía el juicio. ¡Recuerdo que pensé que aquel tonto asunto de poner velos funcionaba en ambas direcciones!
Envalentonada con las risas y la confianza de mis hermanas, conseguí apartar de mi mente las cavernosas predicciones de Huda. Al fin y al cabo ella ya había cumplido los ochenta y era muy probable que chocheara.
La consternación se abatió de nuevo sobre mí al visitarnos nuestro padre aquella noche para comunicarme que me había hallado un marido adecuado. Con el corazón encogido, sólo pude pensar que la primera de las predicciones de Huda había resultado cierta. En mi terror olvidé preguntarle a mi padre el nombre de mi prometido y abandoné la estancia con los ojos velados y con amargura en la garganta. Permanecí despierta casi toda la noche recordando las palabras de Huda. Por primera vez en mi corta vida me asustaba el futuro.
Nura regresó a la villa a la mañana siguiente para decirme que me iba a casar con Karim, uno de mis reales primos. De niña yo había jugado con la hermana de ese primo, aunque no me acordaba de casi nada de lo que había contado de él, salvo que era un mandón. Ahora él tenía veintiocho años y yo iba a ser su primera esposa. Nura me dijo que había visto una fotografía de él y que era excepcionalmente buen mozo. Y no sólo eso: había estudiado leyes en Londres, era abogado. Y todavía más insólito; se distinguía de la mayoría de sus reales primos en que se había labrado una auténtica posición en el mundo de los negocios, recientemente había abierto su propio e importante bufete de abogados en Riyadh. Nura añadió que yo era una chica muy afortunada, pues Karim ya le había dicho a mi padre que deseaba que yo completara mis estudios antes de formar una familia. Que no quería una mujer con quien no pudiese discutir las ideas.
Al no sentirme con ánimos de ser tratada con condescendencia, me cubrí la cabeza con la colcha. Nura soltó un gran suspiro cuando le grité que la afortunada no era yo; en todo caso, lo sería mi primo Karim.
En cuanto Nura se fue llamé a la hermana de Karim, a quien conocía muy poco, y le dije que le aconsejara a su hermano que haría mejor en reconsiderar lo de casarse conmigo. La amenacé con que si se casaba conmigo no podría tomar otras esposas, o las envenenaría a la primera oportunidad. Además, le dije, a mi padre le había resultado muy difícil hallarme marido, pues yo había sufrido un accidente en el laboratorio del colegio. Y al preguntarme la hermana de Karim qué había sucedido, me las di de inocente para terminar admitiendo que había dejado caer tontamente un frasco de ácido y que el resultado era que mi rostro tenía unas cicatrices horrorosas. Solté una gran carcajada cuando ella se apresuró a colgar para contárselo a su hermano.
Aquella misma tarde, poco después, mi padre se plantó furioso en la villa llevando a remolque a dos de las tías de Karim, y tuve que permanecer en actitud firme mientras me examinaban en busca de cicatrices faciales o de miembros deformes. Me encolericé de tal manera con aquella inspección que abrí la boca y les dije que me examinasen también la dentadura, si se atrevían. E inclinándome hacia ellas simulé masticar ruidosamente. Y cuando relinché como un caballo y les mostré la suela de mi zapato como dándoles una coz, que en el mundo árabe es un tremendo insulto, ellas se apresuraron a abandonar la habitación mirándome, consternadas, por encima del hombro.
Mi padre me contempló en silencio durante un buen rato. Parecía que trataba de contener sus emociones y entonces, para mi completo asombro, agitó la cabeza y empezó a reír. Había esperado un cachete o un sermón… ni loca habría podido imaginar que se riera ahora. Noté que asomaba una temblorosa sonrisa a mi rostro y luego también yo estallé en convulsas carcajadas. Llevados por la curiosidad, Sara y Alí aparecieron en la habitación y se quedaron mirándonos con unas sonrisas interrogativas en sus caras.
Mi padre se derrumbó en el sofá, secándose las lágrimas con el dobladillo de su zobe. Y mirándome, exclamó:
—Sultana, ¿te fijaste en las caras que pusieron cuando trataste de morderlas? ¡Una de ellas sí que parecía un caballo! ¡Chica, eres de miedo! Por tu primo Karim no sé si sentir envidia o compasión.
—Y se sonrió. —¡Lo que es seguro es que la vida contigo será un asunto tempestuoso!
Sintiéndome embriagada por la aprobación de mi padre, me senté en el suelo ante él y me recliné sobre sus rodillas. Quería retener aquel momento para siempre, cuando él, apretujándome los hombros, dirigió una franca sonrisa a su divertida hija. Aprovechándome de aquella escena tan íntima, me envalentoné y le pregunté a mi padre si podría ver a Karim antes de la boda.
Volviéndose, él miró a Sara; algo en su expresión lo emocionó. Y dando unas palmadas al sofá, le pidió que se sentase allí. No hubo palabras entre los tres, pero nos comunicamos a través del vínculo generacional.
Asombrado por la atención que se dispensaba a las mujeres de la familia, Alí se apoyó en el marco de la puerta con la boca abierta en un círculo perfecto; ¡se había quedado mudo!