EXTRANJERAS

Tras la súbita marcha de Randa, la boda de Wafa y la muerte de Nadia, me sumí en una existencia mínima. Recuerdo que creía que mi cuerpo ya no necesitaba el fresco aliento de la vida. Soñaba con permanecer hibernada y deseaba experimentar la somera respiración y el lento latir del corazón a que se someten algunas criaturas salvajes durante meses. Echada en la cama, me tapaba la nariz con los dedos y mantenía la boca cerrada apretándome los labios con los dientes. Y sólo cuando los pulmones me forzaban a expulsar el aire, reconocía a regañadientes que tenía muy poco control sobre mis funciones vitales.

Las criadas de la casa sentían mi pena vivamente, pues me tenían por el miembro más sensible de la familia y por quien más se había interesado siempre por su situación. Las exiguas sumas de dinero que les entregaba Omar todos los meses parecían un precio muy alto para ellas para verse separadas ahora de aquellos a quienes querían.

En un esfuerzo por mejorar mi interés por la vida, mi criada filipina Marci empezó a hacer revivir mis ideas contándome relatos de la gente de su país. Nuestras largas charlas sirvieron para deshelar la impersonal relación que existe entre dueña y criada.

Un día me reveló tímidamente la ambición de su vida. Trabajando de criada para mi familia, quería ahorrar el dinero necesario para estudiar, de enfermera al volver a su país. Las enfermeras filipinas son muy solicitadas en todo el mundo y en las Filipinas esa carrera está considerada como una profesión muy lucrativa para las mujeres.

Marci decía que en cuanto se graduase volvería a Arabia para trabajar en uno de nuestros modernos hospitales. Me dijo, sonriendo, que las enfermeras filipinas ganaban un salario mensual de 3800 riyales, unos mil dólares (contra los doscientos que ganaba como criada nuestra). Con un sueldo así, decía, podía mantener a toda su familia de las Filipinas.

Cuando Marci contaba sólo tres años, su padre murió en un accidente en una mina. Su madre se hallaba en el séptimo mes de embarazo de su segundo hijo. Sus vidas tenían sombrías perspectivas, aunque la abuela de Marci atendía a los niños mientras su madre trabajaba dos turnos de criada en los hoteles de la zona. La madre de Marci solía repetir que el saber era la única solución para la pobreza, y con su vida frugal ahorraba para que sus hijos recibieran una educación.

Dos años antes de que Marci ingresara en una escuela de enfermería, Tony, su hermano menor, fue atropellado por un automóvil y sufrió heridas de consideración. Las piernas resultaron tan dañadas que tuvieron que amputárselas. Los gastos clínicos se llevaron hasta el último centavo de los ahorros reservados para el colegio de Marci.

Oyendo la vida de Marci, yo derramaba amargas lágrimas. Le pregunté cómo, día tras día y semana tras semana, podía mantener aquella sonrisa feliz. Marci esbozó una ancha sonrisa. Le resultaba fácil, dijo, pues ella tenía un sueño y además el modo de convertirlo en realidad.

La infancia que había vivido en una de las zonas de mayor miseria de las Filipinas la llevaron a sentirse muy afortunada por contar con un empleo y poder llenar el plato tres veces al día. En realidad, subrayó, no era que la gente de su pueblo muriera de hambre, sino de una nutrición deficiente que los dejaba sin defensas ante enfermedades que no se hubieran propagado entre una comunidad sana.

Marci te contaba aquellos relatos con tal viveza que me sentía parte de ellos, de su tierra, de su rica cultura. Vi que había menospreciado a Marci y a otras filipinas, pues hasta entonces había pensado muy poco en ellas, creyendo sólo que carecían de ambiciones. ¡Qué equivocada estaba!

Algunas semanas después Marci se armó de valor para hablarme de su amiga Madeline. Al hablarme de Madeline abría un interrogante sobre los valores morales de mi país. Y por ella me enteré de que en mi propio país, Arabia, mujeres de países del Tercer Mundo eran mantenidas en esclavitud sexual.

Marci y Madeline eran amigas desde niñas. Pese a lo muy pobre que era la familia de Marci, la de Madeline lo era más aún. Ella y sus siete hermanos solían pedir limosna en la carretera que conectaba su provincia a Manila. A veces se detenía el cochazo de algún extranjero y unas enormes manos blancas dejaban caer unas monedas en las extendidas palmas de las suyas. Y mientras Marci acudía a sus clases, Madeline salía en busca de comida.

A una edad muy temprana Madeline tuvo un sueño, y planeó el modo de hacer que ese sueño pudiera convertirse en realidad. A los dieciocho años se hizo un vestido con el viejo abrigo del colegio de Marci para poder ir a Manila; y a Manila se fue. Y allí contrató los servicios de una agencia que empleaba a filipinas en el extranjero; Madeline pidió un empleo de criada. Era tan menuda y bonita que el dueño, un libanés, le sugirió taimadamente que podría encontrarle un trabajo en un burdel de Manila. Que podría ganar unas sumas de dinero que las criadas no podían ni imaginar. Aunque hubiera crecido en la miseria, Madeline era una devota católica; su reacción en contra convenció al libanés de que ella no iba a vender su cuerpo. Y con un suspiro de pena, el tipo le dijo que llenara su solicitud y que aguardase la respuesta.

El libanés le dijo que acababa de recibir un contrato para mandar a más de tres mil filipinos a la zona del Golfo Pérsico y que iba a darle prioridad en la lista de criadas, pues los árabes ricos pedían siempre criadas bonitas. Y guiñándole el ojo le dio una palmada en el trasero al despedirla.

Cuando recibió la confirmación de un empleo de criada en Arabia Saudí, en Riyadh, Madeline se sintió a la vez emocionada y asustada. Casi por aquel entonces los planes de Marci de ir a una escuela de enfermería se habían venido abajo, por lo que ésta decidió seguir los pasos de Madeline y buscar un empleo en el extranjero. Cuando Madeline salió para Arabia, Marci bromeó acerca de que no iba a quedarse atrás por mucho tiempo. Y ambas amigas se despidieron entre abrazos, prometiendo escribirse.

Cuatro meses después, cuando se enteró Marci de que también ella iba a trabajar en Arabia, todavía no había tenido noticias de Madeline. Y una vez allí no sabría dónde encontrar a su amiga, si no era en la ciudad de Riyadh. Y puesto que Marci iba a trabajar con una familia en la misma ciudad, estaba decidida a encontrarla.

Me acuerdo de la noche que Marci llegó a casa. Mamá era la encargada de la marcha de la casa y la distribución del servicio. Recuerdo que Marci parecía una cosita asustada que se pegó de inmediato a la mayor de nuestras criadas filipinas.

Puesto que teníamos más de veinte criadas en la villa, a Marci se la notó muy poco. Como criada de diecinueve años y sin experiencia se le asignó el trabajo de limpiar las habitaciones de las dos hijas menores de la casa, Sara y yo. Durante los dieciséis meses en que ella, paciente y silenciosamente, me había seguido por la villa preguntándome si necesitaba alguna cosa, yo le había prestado escasa atención.

Me sorprendió al confesarme que otras criadas filipinas creían que había tenido muchísima suerte en su trabajo, pues ni Sara ni yo la habíamos golpeado jamás y ni siquiera le habíamos levantado la voz para reprocharle algo. Mis ojos echaron chispas cuando le pregunté si en nuestra casa se golpeaba a la gente. Y solté un suspiro de alivio al contestarme ella que no, que en nuestra villa no. Dijo, no obstante, que a Alí sí se le tenía por un chico difícil que hablaba siempre a voces y con aire insultante. Pero su única acción violenta había sido pegarle a Omar en la barbilla varias veces. Me reí, pues no sentía gran simpatía por Omar.

Marci hablaba en susurros al contarme los chismes de la servidumbre. Me dijo que la segunda esposa de mi padre, mujer de uno de los estados del Golfo vecinos, golpeaba a sus criadas todos los días. Una pobre chica paquistaní sufrió una lesión cerebral al ser empujada por las escaleras. Le había dicho que no trabajaba bastante rápido, y ella corrió al cuarto de baño con un cesto de toallas y sábanas sucias. Cuando se topó por accidente con la mujer de mi padre, ésta se puso tan furiosa que la golpeó en el estómago, haciéndole caer por la escalera dando tumbos. Y mientras la chica yacía gimiendo en el suelo, la vieja bajó la escalera para patearla y gritarle que terminara su trabajo. Y al no moverse ésta, la acusó de estar fingiendo. Al final tuvieron que llevarla al médico; y aún no se había recobrado, pues siempre se estaba llevando las manos a la cabeza y soltando risitas.

Siguiendo instrucciones de la esposa de mi padre, el médico de palacio llenó el formulario alegando que la chica se había caído y sufría una contusión. En cuanto pudiera viajar iba a ser devuelta a Paquistán. Se le negaron los dos últimos salarios y fue enviada a casa de sus padres con sólo cincuenta riyales saudís, unos quince dólares.

Marci quiso saber por qué me sorprendía tanto aquello. En mi país se maltrataba a muchas criadas, y nuestra villa era sólo una rara excepción. Le recordé que yo había estado en las casas de muchas de mis amigas y aunque debía admitir que a las criadas se les tenía poca consideración, nunca fui testigo de que les pegasen. Había visto a algunas de mis amigas insultar a sus criadas, pero le presté escasa atención, pues ninguna fue atacada físicamente.

Marci suspiró con cansancio, y dijo que los ataques físicos y sexuales solían cometerse a escondidas. Me recordó que yo vivía a sólo unos metros de un palacio que ocultaba los sufrimientos de muchas chicas y que sin embargo no sabía nada de ello. Me dijo que mantuviese los ojos abiertos para ver lo que les ocurría a las mujeres de otras tierras en mi país; asentí abatida.

Después de aquellas charlas, Marci rae más consciente de mi naturaleza compasiva. Y decidió ser absolutamente franca conmigo y contarme toda la historia de su amiga Madeline. Recuerdo esa conversación como si hubiera tenido lugar ayer. El intercambio de palabras está muy claro en mi mente. Puedo ver aún la seriedad de su rostro ante mí.

—Señora, quiero que sepa la verdad sobre Madeline, mi mejor amiga. Usted es una princesa: quizá llegue el día en que pueda ayudar a las pobres filipinas.

Aquella mañana me hallaba sola y el aburrimiento me rondaba, por lo que acepté de buen grado una sesión matinal de chismorreo revelador, aunque proviniera de una filipina. Me eché en la cama; atenta, Marci me puso unas almohadas bajo la cabeza, exactamente como ella sabía que me gustaban. Y le dije:

—Antes de empezar tu relato, ve a buscarme una fuente de fruta y un vaso de labán.

El labán es un batido de leche y manteca, bebida muy común en los países de Oriente Medio. Y cuando ella volvió con una fuente de fruta y mi bebida fría, saqué los pies de debajo de la colcha y le pedía Marci que me los frotara mientras me contaba lo de esa Madeline amiga suya.

Al volver la mirada atrás me ruborizo de vergüenza recordando mis modales de niña egoísta. Me intrigaba la idea de un relato trágico, pero no me contentaba con sentarme a escuchar hasta que el menor de mis deseos fuera satisfecho. Ahora, ya mayor y con más conocimientos, sólo puedo contemplar con pesar los hábitos aprendidos de la cultura saudí. Ningún saudí de los que yo conozco ha mostrado jamás el menor interés por la vida de un criado: por el número de miembros de su familia, por sus sueños y aspiraciones. Las personas del Tercer Mundo se hallaban allí para servirnos, a nosotros, los saudís ricos, y eso era todo. E incluso mi madre, que era amable y gentil, rara vez expresó su interés por los problemas personales de la servidumbre; aunque yo deba atribuir eso a su aplastante responsabilidad de llevar adelante una gran mansión y satisfacer además a mi exigente padre. Pero yo no tenía una excusa así. Me siento muy mezquina al caer en la cuenta de que Marci y las demás criadas fueron para mí poco más que robots que estaban allí para cumplir mis órdenes. ¡Y pensar que a ellas les parecí amable por ser la única que se interesó por sus vidas! Es un duro recuerdo para quien se tenía por un ser sensible.

Pensativa, sin la menor expresión en el rostro, Marci empezó a frotarme los pies y a contarme el relato:

—Señora, antes de dejar mi país mendigué de aquel libanés las señas de los que contrataron a Madeline. Me replicó que no, que no estaba permitido. Y yo le mentí, señora. Le dije que llevaba a mi amiga unos objetos de parte de su madre. Y tanto insistí que él finalmente aceptó, y me dio el número de teléfono y el nombre del barrio de Riyadh en que trabajaba Madeline.

—Su señor, ¿es un príncipe?

—No, señora. Vive en el distrito llamado Al Malaz, a unos treinta minutos de aquí en coche.

Nuestro palacio se hallaba en el barrio de Al Nasriyá, una zona residencial habitada por muchos miembros de la realeza; es el distrito residencial de Riyadh con la gente más acaudalada. Yo había estado en el barrio de Al Malaz en una ocasión, hacía muchos años, y recordaba muchos palacios hermosos de la mejor clase empresarial saudí.

Sabía que a Marci le estaba prohibido salir del recinto del palacio más que para las salidas mensuales que organizaba Omar para las criadas. Y como nuestras sirvientas, al igual que la mayor parte del servicio doméstico de Arabia, trabajaba un brutal calendario de siete días por semana y cincuenta y dos semanas al año, yo me preguntaba cuándo habría podido escaparse para ver a su amiga.

—¿Y cómo te las arreglaste para ir a Al Malaz? —dije, expresando mi curiosidad.

Marci vaciló unos instantes.

—Bueno, señora, ¿conoce a Antoine, el chofer filipino?

Nosotros tenemos cuatro choferes, dos filipinos y dos egipcios. A mí solía llevarme Omar o el otro egipcio. A los filipinos se los utilizaba para las compras del mercado y para los recados.

—¿Antoine, el muchacho que siempre sonríe?

—Sí, señora. Ése. Bueno, nos gustábamos y él aceptó buscar conmigo a mi amiga.

—¡Marci, tienes novio! —le dije entre risas—. ¿Y Omar? ¿Cómo te las arreglaste para no tener problemas con Omar?

—Esperamos a que Omar se fuese con la familia a Al Táif, y entonces aprovechamos la oportunidad. —Y Marci sonreía ante mi aspecto satisfecho. Ella sabía que nada me producía mayor placer que jugársela bien a los hombres de la familia—. Lo primero que hicimos fue llamar al teléfono que me habían dado en las Filipinas. Nadie quería autorizarme a hablar con Madeline; les dije que tenía un recado de su madre para ella. Después de un gran esfuerzo para convencerlos, me dieron la descripción y la situación de la villa. Antoine fue en coche a aquel barrio, localizó el lugar y le dejó una carta a Madeline, que recogió un yemení. Dos semanas después recibí una llamada de mi amiga que apenas conseguí entender, pues hablaba en susurros por temor a ser descubierta charlando por teléfono. Me dijo que se hallaba en un difícil trance, que fuera a ayudarla, por lo que más quisiera. Y por teléfono trazamos un plan.

Dejé a un lado la comida, para poder dedicar a Marci mi total atención. Y le dije que dejara de frotarme los pies. El peligro del encuentro entre ellas acrecentó mi interés por aquella valiente filipina a la que no conocía.

—Pasaron dos meses; sabíamos que los tórridos meses de verano nos darían la ocasión de vernos. Temíamos que pudieran llevarse a Madeline a Europa, con la familia de su señor, pero finalmente le ordenaron quedarse en Riyadh. Cuando vuestra familia abandonó, con Omar, la ciudad, me oculté en el asiento posterior del Mercedes negro y Antoine me llevó a ver a Madeline. —Y con la voz rota por la emoción, Marci me describió el problema de Madeline—. Cuando Antoine llamó a la puerta de la villa, me senté en el coche. Y mientras aguardaba no pude menos que advertir el estado del muro de la casa. La pintura caía descascarada, la verja se hallaba oxidada y las pocas plantas que colgaban de las paredes de la casa estaban muriendo por falta de agua. Se notaba que era un mal lugar. Percibí que mi amiga se hallaba en peligro, si tenía que trabajar en un sitio como aquel.

»No había entrado aún, y ya me sentía muy deprimida. Antoine tuvo que pulsar el timbre cuatro o cinco veces antes de que oyésemos alguna actividad en el interior cuando acudieron a atender la llamada. Todo ocurría como Madeline había dicho. ¡Era horrible! Abrió la puerta un viejo yemení que llevaba una falda escocesa. Parecía haber estado durmiendo; su feo rostro nos dijo que no estaba muy contento de que hubiéramos interrumpido su siesta.

«Antoine y yo nos asustamos y oí un temblor en su voz cuando le dijo que por favor anunciara a miss Madeline la llegada de los filipinos. El yemení apenas hablaba inglés, pero Antoine tenía una ligera idea de árabe. Entre ambos lograron entenderse lo suficiente para que el yemení nos negara la entrada. Nos despidió agitando la mano, y empezaba a cerrar la puerta cuando yo bajé de un salto del asiento posterior y empecé a llorar. Le dije entre lágrimas que Madeline era mi hermana. Que acababa de llegar a Riyadh y que trabajaba en el palacio de uno de los príncipes saudís. Pensé que eso podía asustarlo, pero su expresión no cambió. Agité ante él un sobre recién llegado de Filipinas. Nuestra madre estaba gravemente enferma. Tenía que hablar unos instantes con Madeline para transmitirle el último mensaje de nuestra agonizante madre.

»¡Le rogué a Dios que no me castigara por aquellas mentiras! Y creo que Dios me escuchó, pues el yemení pareció cambiar de idea al oír la palabra árabe que significa “madre”. Vi que estaba meditando. Miró primero a Antoine y luego a mí; y finalmente nos pidió que aguardásemos unos instantes. Cerró la puerta y oímos el taconeo de sus sandalias en su camino de vuelta a la villa.

»Comprendimos que el yemení iba a interrogar a Madeline, a pedirle que describiese a su hermana. Sonreí débilmente a Antoine. Parecía que nuestro plan podía funcionar.

Marci hizo una pausa, recordando aquel día.

—Señora, aquel yemení daba miedo. Su aspecto era el de un malhechor; llevaba una cimitarra al cinto. Antoine y yo estuvimos a punto de volver al coche y regresar al palacio. Sólo recobré un poco las fuerzas al pensar en mi pobre amiga.

»Madeline me había dicho que custodiaban la villa dos guardias yemenís. Vigilaban a las mujeres de la casa. Ni a una sola de las criadas se le permitía dejar su empleo. Madeline me había contado por teléfono que el joven yemení no tenía buen corazón y que no iba a permitir que nadie acudiera a la puerta, ni por la propia madre moribunda. Pensó que quizá tuviéramos suerte con el viejo.

»Puesto que la familia completa se hallaba de vacaciones en Europa, al yemení más joven le habían dado dos semanas de descanso, y había vuelto al Yemen para casarse. En aquellos momentos, los únicos hombres de la casa eran el viejo yemení y un jardinero paquistaní.

»Yo comprobé la hora y también lo hizo Antoine. Por fin oímos confusamente unos pasos al regresar el viejo. La puerta crujió al abrirse lentamente. Me estremecí, pues tuve la sensación de que estaba cruzando las puertas del infierno. El viejo yemení gruñó algo y con la mano le indicó a Antoine que se quedara fuera, en el coche. Sólo me iban a dejar entrar a mí.

Sentí frío al pensar en el temor que habría pasado Marci.

—¿Cómo se atrevieron? Deberían haber llamado a la policía.

—La policía no ayuda a los filipinos en este país —dijo Marci, negando con la cabeza—. Lo hubieran comunicado a nuestros patrones y luego nos hubieran expulsado del país o metido en la cárcel, según lo que hubiera querido su padre. La policía de este país está con los fuertes, no con los débiles.

Sabía que decía la verdad. Los filipinos estaban aún por debajo de nosotras, las mujeres. Y yo, toda una princesa, jamás recibiría ayuda de la policía si eso significara ir contra los deseos de los hombres de mi familia. Pero ahora no quería pensar en mis problemas; me hallaba muy metida en la aventura de Marci.

—Prosigue, dime, ¿qué descubriste en el interior? —dije imaginando las maquinaciones del monstruo de un Frankenstein saudí.

Habiendo captado todo el interés de su ama, Marci se fue animando y empezó a hacer muecas más expresivas y a describir su experiencia con entusiasmo.

—Siguiendo sus lentos pasos, pude echar una ojeada a lo que me rodeaba. Los bloques de cemento jamás habían sido pintados. Una pequeña construcción vecina carecía de puertas, sólo eran unos huecos cubiertos por viejas esteras deshilachadas colgadas de sus dinteles. A juzgar por el caos de esteras sucias, latas vacías y olores a basura, comprendí que el viejo yemení debía de vivir allí. Pasamos junto a la piscina familiar, aunque estaba vacía, con sólo unos residuos de aguas negras en el fondo. Tres pequeños esqueletos (que parecían los restos de unos gatitos) yacían en la parte menos profunda de la piscina.

—¿Gatitos? ¡Oh, Dios mío! —Marci sabía cuánto quería yo a esos animalitos—. ¡Qué muerte más horrible!

—Parecían gatitos. Supuse que habían nacido en la piscina vacía y que su madre no pudo sacarlos de allí.

Me estremecí, desesperada, mientras Marci continuaba:

—La villa era grande, aunque tenía el mismo aspecto desolado del muro. La pintura la habían echado sobre los bloques en algún pasado remoto, pero las tormentas de arena los había dejado muy feos. Existía un jardín, pero todas las plantas habían muerto por falta de agua. En una jaula que colgaba de un árbol muy alto, vi cuatro o cinco pájaros; estaban flacos y tristes, sin canciones que cantar en su corazón.

»Desde la puerta de entrada el yemení gritó algo en árabe a alguien a quien no veíamos; con la cabeza señaló hacia mí y me indicó que entrara. Vacilé en el umbral, cuando me saltó el mal olor. Temblorosa y llena de temor, pronuncié en voz alta el nombre de Madeline. El yemení me dio la espalda y volvió a su interrumpida siesta.

»Por un largo pasillo oscuro Madeline avanzaba hacia mí. La luz era muy tenue y, después del brillante sol del exterior, apenas podía verla acercarse a mí. Y ella empezó a correr al comprobar que realmente se trataba de su vieja amiga Marci. Ambas nos abrazamos con fuerza, y me sorprendió encontrarla tan limpia y con tan buen olor. ¡Estaba más delgada que la última vez que la vi, pero viva!

Me invadió una sensación de alivio, pues había esperado que Marci dijera que había encontrado a su amiga medio muerta, tumbada sobre una sucia estera, esforzándose por dar las últimas instrucciones para que llevasen su cuerpo a Manila.

—¿Y qué ocurrió entonces? —Ardía en deseos de conocer el final de la historia de Marci.

La voz de ésta volvió a adquirir su tono susurrante, como si sus recuerdos fuesen demasiado penosos para revivirlos.

—Cuando terminamos de abrazarnos y de saludarnos, Madeline me llevó con ella por el largo pasillo. Me condujo de la mano a un saloncito que quedaba a la derecha. Y tras acompañarme hasta un sofá, tomó asiento en el suelo frente a mí.

»Tan pronto como nos quedamos a solas, rompió a llorar. Y al hundir su rostro en mi regazo, le acaricié el cabello y le susurré que me contara lo que le había ocurrido. Cuando hubo dominado sus lágrimas, me contó su vida desde que dejara Manila, un año antes.

«En el aeropuerto la habían recibido dos criados yemenís. Sostenían una pancarta con su nombre escrito en inglés. Ella siguió a los dos hombres, pues no supo qué otra cosa podía hacer. La alarmó el salvaje aspecto de aquellos hombres y dijo que temió por su vida mientras corrían a toda velocidad por la ciudad. Era bien entrada la noche cuando llegaron a la villa; no había luz alguna, por lo que no pudo darse cuenta del descuidado aspecto de los jardines.

»Por aquellos días la familia había ido a La Meca para el peregrinaje del Haj. Una vieja criada árabe que no sabía inglés la condujo a su habitación. Le dio a comer dátiles y pastas y le sirvió un té. Al dejar la estancia, la vieja le entregó una nota que decía que al día siguiente la instruirían en sus deberes.

—La vieja debía de ser la abuela —dije.

—Quizá… Madeline no me lo dijo. De cualquier modo, no lo sé. El corazón de la pobre Madeline se encogió cuando la luz del día le dio a ver su nueva morada. Dio un brinco al ver la cama donde había dormido, pues las sábanas estaban sucísimas. Por el vaso y el plato de la noche anterior pululaban las cucarachas.

»Con el corazón en un puño, Madeline encontró un cuarto de baño, sólo para descubrir que la ducha no funcionaba. Intentó lavarse en la bañera con unos restos de jabón sucio y agua tibia, anhelando en vano que Dios calmara su desbocado corazón. Y entonces la vieja llamó a la puerta.

«No tuvo más remedio que seguir a la mujer a la cocina, en donde ésta le dio una lista de obligaciones. Madeline leyó aquella nota escrita precipitadamente y vio que tendría que ayudar a la cocinera, hacer de ama de llaves y cuidar de los niños. La vieja le indicó que se preparase algo de comer. Después del desayuno, empezó a fregar y limpiar las cacerolas.

»Además de Madeline había otras tres empleadas; una vieja cocinera india, una atractiva doncella cingalesa y una criada de Bangladesh; la cocinera tenía sesenta años por lo menos; las otras dos andarían por los veintitantos.

«La cocinera se negaba a hablar con cualquiera; iba a regresar a la India antes de dos meses y sólo soñaba con su casa y su libertad. La criada soportaba en silencio su desgracia pues le faltaba más de un año para cumplir su contrato. La bonita doncella de Sri Lanka trabajaba muy poco y pasaba la mayor parte del tiempo mirándose al espejo. Decía estar deseando que regresara la familia. A las claras dejó entrever a Madeline que le gustaba mucho al dueño de la casa. Esperaba que a su regreso de La Meca le compraría un collar de oro.

»Madeline dijo que quedó sorprendida cuando la doncella le mandó que se diese la vuelta para poder ver su figura. Y entonces, poniéndose las manos en las caderas, la doncella dijo sonriendo que Madeline le parecería demasiado flaca al amo, aunque quizá le gustara a alguno de sus hijos. Madeline no entendió lo que aquello implicaba y siguió con su interminable limpieza.

«Cuatro días más tarde la familia regresó de La Meca. Madeline vio en seguida que sus señores eran una familia de humilde condición. Eran mal educados y tenían malos modales, y su conducta le demostró muy pronto que su juicio había sido acertado. Se habían hecho ricos repentinamente y sin el menor esfuerzo de su parte, y su única educación les venía del Corán que, en su ignorancia, tergiversaban de acuerdo con sus necesidades.

»La condición secundaria de la mujer que indica el Corán, el jefe de la familia la entendía como esclavitud. A cualquier mujer que no fuera musulmana la consideraba una prostituta; y no ayudaba en nada que cuatro veces al año él y sus hijos fuesen a Tailandia a visitar los burdeles de Bangkok y gozar de los servicios de jóvenes y bellas tailandesas. Al saber que muchas mujeres orientales se vendían, la familia se convenció de que podía conseguirse cualquier mujer que no perteneciera a la fe musulmana. Y al contratar a una criada se daba por supuesto que podía utilizársela como una esclava sometida al capricho de los hombres de la casa.

«Por la madre supo enseguida Madeline que había sido empleada para solaz sexual de los dos hijos adolescentes. Aquélla le dijo a Madeline que debería turnarse diariamente entre sus hijos Basel y Faris. Y para desesperación de Madeline aquello le fue dicho sin la menor emoción.

»Al padre, para asombro de la doncella sexy, Madeline le pareció de su agrado. Y les dijo a sus hijos que podrían dormir con la nueva chica después de gozarla él.

Contuve un grito y la respiración; sabía lo que iba a contarme Marci; y habría preferido no oírlo.

—Señora Sultana, la primera noche tras el regreso de la familia, ¡el padre violó a Madeline!

—Marci lloraba. —¡Y aquello fue sólo el comienzo, pues el padre decidió que ella le gustaba tanto que la violaría a diario!

—¿Y por qué no se escapó? ¿Le pidió ayuda a alguien?

—Lo intentó, señora. Les suplicó a las otras criadas que la ayudasen. Ni la cocinera ni la criada fea quisieron verse envueltas en aquel asunto que podría costarles el empleo. La doncella bonita odiaba a Madeline y la acusaba de ser la razón de que no le hubiesen regalado el collar de oro. En cuanto a la esposa y a la vieja, también ellas recibían malos tratos del dueño. No le hicieron el menor caso, alegando que había sido contratada para solaz de los hombres de la casa.

—¡Yo habría intentado saltar por la ventana y escapar!

—Intentó escapar, y muchas veces. Pero fue atrapada y ordenaron a todos los de la casa que la vigilaran. En cierta ocasión, cuando todo el mundo dormía, se subió a la azotea y dejó caer unas notas a la calle pidiendo auxilio. ¡Unos vecinos saudís entregaron esas notas a los yemenís, y a ella le valió una paliza!

—¿Y qué pasó después de que la encontraras?

La expresión de Marci era de tristeza y resignación al proseguir:

—Yo lo intenté muchas veces. Llamé a nuestra embajada en Jiddah. El hombre que contestó me dijo que recibía muchas quejas como aquellas, pero que era muy poco lo que podían hacer. Nuestro país necesita el dinero que le mandan sus trabajadores desde el extranjero; nuestro gobierno no quiere ponerse a mal con el gobierno saudí acogiendo reclamaciones de ese tipo. ¿Dónde andaría el pobre pueblo filipino sin los recursos extranjeros?

»Antoine tanteó con alguno de los choferes la posibilidad de ir a la policía, pero le dijeron que ésta siempre creería la historia que le contasen los hombres saudís, y que Madeline quizá terminara por caer en una situación aún peor.

—¡Marci! ¿Qué podría ser peor que eso?

—Nada, señora. Nada. Yo no sabía qué hacer. Antoine se asustó y dijo que no podíamos hacer nada más. Finalmente escribí a la madre de Madeline explicándole la situación y ella fue a la agencia de empleo de Manila y allí la mandaron a paseo. Fue luego a ver al alcalde de la ciudad, y éste le dijo que estaba impotente para actuar. Nadie quiso mezclarse en el asunto.

—¿Y dónde está tu amiga ahora?

—Recibí carta de ella hace sólo un mes. Estoy contenta de que la mandasen de vuelta a Filipinas al finalizar su contrato de dos años. La han sustituido dos filipinas más jóvenes que ella. ¿Y puede creerlo, señora? Madeline está enojada conmigo. Cree que la abandoné y que no intenté ayudarla.

»Créame si le digo que hice cuanto pude. Le escribí explicándole todo lo que ha pasado; todavía no he recibido su respuesta.

Yo no pude decir palabra en defensa de mis paisanos. Y me quedé contemplando su rostro con la mirada perdida. Por fin ella rompió el silencio:

—Y esto, señora, es lo que le ocurrió a mi amiga en este país.

Podría asegurar que a Marci lo de su amiga le había roto el corazón. A mí me embargaba la tristeza. ¿Qué se podía contestar a un relato de horror como aquél? Yo no supe. Avergonzada por los hombres de mi país, ya no pude sentirme superior a la chica que sólo unos momentos antes era mi criada, una inferior. Sumida en el remordimiento, hundí la cara en la almohada y despedí a Marci chasqueando los dedos. Durante muchos días permanecí retirada y en silencio, pensando en la miríada de casos de malos tratos que torturan las mentes de saudís y extranjeros en esta tierra que llamo mi patria.

¿Cuántas Madelines tratarán de echar una mano a los desamparados para descubrir el vacío que se esconde bajo el uniforme oficial de quienes cobran por hacerlo? Y los de Filipinas, la tierra de Marci, no eran mucho mejor que los de mi país, pues rehuyeron toda implicación personal en el asunto.

Al despertar de mi inquietante sueño de mortificación empecé a interrogar a mis amigas y a descubrir su pasividad en lo relativo a la suerte de sus criadas. Mi tenacidad me inundó de relatos de primera mano sobre los actos viles y nefandos que cometen los hombres de mi cultura contra mujeres de todas las naciones.

Me enteré de lo de Shakuntale, una india que a los trece años fue vendida por su familia por 600 riyales (170 dólares); la hacían trabajar durante el día y la forzaban por la noche, de forma muy parecida a la confiada Madeline. Pero a Shakuntale la habían vendido. Era una propiedad que nadie debía devolver: Shakuntale jamás podría volver a su tierra. Era propiedad de sus amos.

Horrorizada escuché lo de la señora que rechazó entre risas las quejas de su criada tailandesa a quien violó su hijo a placer. Le dijo que su hijo necesitaba sexo y que la santidad de las mujeres saudís obligaba a la familia a buscarle una mujer para él. A las orientales, dijo con aplomo, no les importa con quién se acuestan. A los ojos de sus madres, los chicos son reyes.

Advirtiendo de pronto toda la maldad que nos impregnaba, le pregunté a Alí por qué él y mi padre iban a Tailandia y a las Filipinas tres veces al año. Entre burlas me contestó que no era cosa de mi incumbencia. Pero yo sabía la respuesta, pues muchos de los padres y hermanos de mis amigas hacen el mismo viaje a las bellas tierras que venden a sus muchachas y a sus mujeres a cualquier bruto que disponga de dinero.

Descubrí que sabía muy poco de los hombres y de su apetito sexual. La vida, vista por fuera, no es más que una fachada; con un poco de esfuerzo pude descubrir la maldad que se agazapa entre los sexos bajo una delgada costra de urbanidad.

Por primera vez en mi joven vida comprendí el impenetrable cometido con que se enfrentaban las de nuestro sexo. Vi que mi meta de conseguir la igualdad para la mujer era desesperada, pues al fin advertía que el mundo de los hombres contiene un enfermizo estado de exagerada indulgencia para sí mismo. Nosotras, las mujeres, somos sus vasallas, y los muros de nuestras cárceles son insalvables, puesto que esta ridícula enfermedad de preeminencia vive en el esperma de los hombres y se transmite de generación en generación; una incurable y mortal enfermedad cuyo huésped es el hombre, y su víctima la mujer.

La propiedad de mi cuerpo, así como la de mi alma, iban a pasar muy pronto de mi padre a un extraño al que llamaría mi marido, pues mi padre me había informado que me casaría tres meses después de mi decimosexto cumpleaños. Sentí que las cadenas de la tradición me envolvían estrechamente; sólo me quedaban seis meses de libertad que saborear. Aguardaba a que mi destino se desplegase ante mí, criatura tan desvalida como el insecto atrapado en una dañina tela de araña.