AMIGAS

A la vuelta de su viaje de novios, mi padre y Randa se instalaron en nuestra villa. Aunque mamá ya no vivía en ella, sus hijas más pequeñas seguían residiendo en la villa de nuestro padre y se esperaba que la nueva esposa asumiera los deberes de una madre. Y puesto que yo era la más pequeña, sólo un año menor que Randa, en nuestra situación la costumbre parecía ridícula. Sin embargo, en Arabia no hay espacio de maniobra para mejorar las condiciones de los individuos, por lo que Randa se instaló en nuestra casa; era una niña disfrazada de mujer y dueña de nuestro caserón.

De su luna de miel Randa volvió silenciosa, casi quebrada. No hablaba apenas, nunca sonreía y deambulaba lentamente por la villa, como si temiera causar algún daño. Nuestro padre parecía feliz con su nueva posesión, pues pasaba muchas horas recluido en sus alojamientos con su jovencísima novia.

Después de la tercera semana de esas atenciones indivisas a Randa, Alí contó, entre carcajadas, un chiste sobre las proezas sexuales de nuestro padre. Le pregunté a mi hermano cuáles creía que serían los sentimientos de Randa en aquel asunto… que la casaran con un hombre mucho mayor a quien no conocía ni quería. La vacía expresión de Alí me dijo muy a las claras no sólo que la pregunta no había pasado nunca por su cabeza, sino que jamás iba a encontrar terreno abonado en el estrecho reino de su mente. Aquello me recordaba a las claras que nada penetraría nunca en ese océano oscuro de materia egoísta que es la mente de los hombres saudís.

Randa y yo sustentábamos distintas filosofías. Ella creía que «lo que está escrito en tu frente, lo verán sólo tus ojos». Y yo, que «la imagen que lleva una en la mente será la fotografía de tu vida». Y, además, Randa era terriblemente tímida, mientras que yo recibía a la vida con un cierto ardor.

Veía a Randa estudiando el movimiento de las manecillas del reloj; ella empezaba a impacientarse mucho antes de la hora de llegada acostumbrada de mi padre. Había recibido órdenes suyas de almorzar y cenar antes de su llegada y luego ducharse y prepararse para él.

Todos los días, a medio día, indicaba a la cocinera que le sirviera el almuerzo. Apenas comía y se retiraba a sus alojamientos. Generalmente mi padre llegaba a casa a la una, almorzaba y luego visitaba a su nueva esposa. Abandonaba la villa sobre las cinco para volver a su despacho. (En Arabia, los días laborables están divididos en dos turnos; de 9 a 1 y, tras una interrupción de 4 horas, de 5 a 8 de la tarde).

Viendo el aire cansado de Randa, pensé preguntarle a mi padre por las enseñanzas del Corán acerca de que Dios ha ordenado que todo buen musulmán divida sus días y noches entre cuatro esposas. Desde el día en que se casó con Randa, virtualmente había ignorado a sus otras tres mujeres. Aunque, después de pensarlo mejor, no lo hice.

Y así las cenas eran una repetición de los almuerzos. Randa pedía su cena para las ocho, cenaba y se retiraba a sus habitaciones para tomar un baño y prepararse para su marido. Por lo general no volvía a verla hasta después de que mi padre se hubiera ido a trabajar a la mañana siguiente. Ella tenía órdenes de esperar en el dormitorio hasta que él se hubiera ido.

Mi preocupación al ver la sombría expresión de Randa me empujó a cometer una tontería. Yo tenía dos amigas que me asustaban incluso a mí con su atrevimiento. Su vivacidad quizás animara a Randa a hacer que la tuviesen en más. Poco imaginaba yo las fuerzas que había desatado al formar un «club de chicas», con Randa, mis dos indómitas amigas y yo como únicos miembros.

Llamamos a nuestro club «lenguas vivas», pues nuestra meta era hablar con valentía para combatir la silenciosa aceptación del papel de las mujeres en nuestra sociedad. Y prometimos solemnemente perseguir las siguientes metas:

1. Dejar que fuese el espíritu de los derechos de la mujer el que en todas las ocasiones moviese nuestros labios y guiase nuestra lengua.

2. Cada miembro se esforzaría en traer otro nuevo miembro cada mes.

3. Nuestro primer objetivo iba a ser terminar con los matrimonios de chicas jóvenes con hombres viejos.

Nosotras, las mujeres de Arabia, sabíamos que los hombres de nuestra tierra no buscarían jamás cambios sociales para las de nuestro sexo, que nosotras tendríamos que forzar ese cambio. En tanto las mujeres saudís aceptasen su autoridad, mandarían los hombres. Supusimos que era responsabilidad de toda mujer hacer fermentar el deseo de que su propia vida y la de otras mujeres de su pequeño círculo la dominase sólo una misma. Nuestras mujeres están tan vencidas por siglos y siglos de malos tratos, que el movimiento tenía que empezar por despertar el espíritu.

Mis dos amigas, Nadia y Wafa, no pertenecían a la realeza, aunque eran hijas de familias prominentes de la ciudad de Riyadh.

El padre de Nadia tenía una gran empresa de construcción de obras públicas. Por su habilidad en repartir de buen grado grandes comisiones a diversos príncipes, su compañía se veía recompensada con importantes contratas de construcción de gobierno. Empleaba a miles de trabajadores extranjeros de Sri Lanka, Filipinas y Yemen. El padre de Nadia era casi tan rico como los miembros de la realeza; mantenía cómodamente a tres esposas y catorce hijos. Nadia era la cuarta de sus siete hijas. Había visto consternada cómo casaban a sus tres hermanas mayores en matrimonios de conveniencia.

Sorprendentemente, los tres matrimonios habían resultado un acierto para sus hermanas, y ellas vivían felices con sus maridos. Nadia decía que una suerte como aquella no podía continuar. Tenía el presentimiento cada vez más pesimista de que terminaría casada con un marido viejo, horrible y cruel.

Nadia era más afortunada que la mayoría de las mujeres saudís; su padre había decidido que podría continuar su educación; le había dicho que no tendría que casarse hasta cumplir los veintiuno. La imposición de esta fecha límite movió a Nadia a la acción. Afirmaba que puesto que sólo le quedaban cuatro años de libertad, iba a probar todos los aspectos de la vida durante este tiempo con objeto de hacer acopio de sueños para pasar el resto de su aburrida vida de casada con un viejo.

El padre de Wafa era un importante mutawa, y sus extremismos habían inspirado a su hija los suyos propios.

Su padre tenía sólo una esposa, la madre de Wafa, pero él era un hombre vicioso y cruel. Wafa juraba que ella no quería saber nada de una religión que nombraba líderes a hombres como su padre. Wafa creía en Dios y en que Mahoma era su mensajero, pero pensaba que de algún modo sus mensajes habían sido enunciados incorrectamente por sus seguidores, pues ningún dios querría que las mujeres, la mitad de la población mundial, sufrieran tan grandes aflicciones.

Wafa no precisaba mirar fuera de su propio hogar. A su madre no le habían permitido salir nunca de su casa; era una virtual presa, esclavizada por un sacerdote. Tenía seis hijos, de los cuales cinco eran varones adultos. Para sus padres, Wafa había sido una tardía sorpresa, y su padre quedó tan disgustado por tener una hija, que prácticamente la había ignorado salvo para darle órdenes. Le habían mandado que permaneciese en casa y aprendiera cocina y costura. Desde los siete años la habían obligado a vestir un abaaya y a cubrirse el cabello. Y desde los nueve, su padre le preguntaba todas las mañanas si había tenido ya su primera menstruación. Le alarmaba que su hija pudiera salir de la casa con el rostro descubierto después de que Dios la hubiera clasificado como mujer.

Y no le permitieron tener muchos amigos. Los pocos que tenía desaparecieron al poco tiempo, pues su padre adquirió la costumbre de inquirir brutalmente por su primera menstruación en su presencia.

Cansada, exhausta por las rígidas reglas de su marido, su madre había decidido, tarde en su vida, desafiar silenciosamente sus peticiones. Ayudaba a su hija a deslizarse fuera de la casa, y le decía a su marido que la niña dormía o estudiaba el Corán cuando él preguntaba a voces dónde se hallaba Wafa.

Yo me había creído rebelde y atrevida, pero Nadia y Wafa hacían que mi lucha por la mujer pareciese impotente y endeble. Decían que lo único que yo hacía era suministrar estimulación inteligente… que mi respuesta al problema era hablar de él hasta la muerte… aunque mis esfuerzos para ayudar a las mujeres eran ineficaces. Al fin y al cabo, mi vida no había cambiado. Comprendí que estaban en lo cierto. Nunca olvidaré un incidente que ocurrió en un céntrico estacionamiento subterráneo cercano al zoco, no lejos del lugar que los extranjeros llaman «plaza carnicera», pues es allí donde nuestros delincuentes pierden sus manos o su cabeza los viernes, nuestro día de fiesta religiosa semanal.

Yo le había ocultado a mi padre mi primera menstruación, pues no tenía prisa alguna en envolverme en las negras vestiduras de nuestras mujeres. Por desgracia Nura y Ahmed decidieron que ya había demorado bastante lo inevitable. Nura me dijo que si no se lo contaba yo inmediatamente a mi padre, lo haría ella. Así que reuní junto a mí a mis amigas, incluyendo a Randa, y nos dimos el encargo de comprar el nuevo uniforme de mi vida: chal negro sobre velo negro sobre negro abaaya.

Omar nos llevó a la entrada del zoco y nosotras, cuatro chicas jóvenes, desembarcamos tras quedar en encontrarnos dos horas después en el mismo sitio. Omar siempre nos acompañaba por el zoco, para montar una vigilancia especial con las mujeres de la familia, pero aquel día él tenía un encargo especial que cumplir y aprovechó la ocasión mientras nosotras íbamos de compras. Además, la nueva esposa de mi padre acompañaba a su hija, y a Omar le tranquilizó la voluntaria presencia de Randa con nosotras. No había atisbado aún ninguna señal de su lento despertar tras la larga y gris somnolencia de la sumisión.

Nos apiñamos en los puestos y examinamos con nuestras manos los variados pañuelos, abaayas y velos. Yo quería algo especial, una manera de ser original en aquel océano de mujeres de negro. Me maldije por no poseer ya un abaaya hecho en Italia, de la seda italiana más fina, con intrincados dibujos de algún artista, para que cuando yo pasara despreocupadamente la gente supiera que bajo aquellas envolturas negras había una individualidad, alguien con estilo y clase.

Todo el mundo llevaba velo menos yo y, mientras nos adentrábamos en el zoco para continuar nuestra búsqueda, advertí que Wafa y Nadia cuchicheaban y soltaban risitas con las cabezas muy pegadas. Randa y yo aceleramos el paso y les pregunté qué era aquello tan divertido. Mirando hacia mí, Nadia me dijo a través del velo que estaban recordando a un hombre que vieron en su último recorrido por el zoco.

¿Un hombre? Me volví a mirar a Randa. Ambas nos hallábamos confusas por lo que aquello significaba.

Sólo nos llevó una hora encontrar el abaaya, el pañuelo y el velo adecuados; la selección parecía más bien limitada.

La vida cambiaba muy rápido. Yo había entrado en la zona del zoco como una individualidad llena de vitalidad, que expresaba a la gente sus emociones con el rostro. Y la abandonaba cubierta de la cabeza a los pies, convertida en una extraña figura negra sin rostro.

Debo admitir que los primeros momentos de llevar velo tuvieron su emoción. El velo era una novedad para mí, y me volvía a mirar con gran interés cuando los adolescentes saudís me echaban una ojeada, a mí, convertida ahora en una misteriosa figura negra. Sabía que estaban deseosos de que un soplo de brisa levantara mi velo para poder vislumbrar mi prohibida piel. Por unos instantes me supe un objeto de belleza, una cosa tan adorable que tenía que ir tapada para proteger a los hombres de sus incontrolables deseos.

Pero la novedad de llevar velo y abaaya fue muy efímera. En cuanto abandonamos la zona fresca del zoco y nos metimos en la del sol abrasador, empecé a dar boqueadas para respirar y a sorber aire con furia a través de la fina tela negra. El aire sabía muy rancio y seco al filtrarse por la leve gasa. Había comprado el velo más ligero que podía adquirirse, y sin embargo, me parecía estar viendo la vida a través de una tupida pantalla. ¿Cómo podrían ver las mujeres a través de velos hechos de una tela más gruesa? El cielo ya no era azul, el brillo del sol palidecía; se me encogió el estómago al comprender que a partir de aquel momento, fuera de mi casa, no viviría la vida como es en realidad, con todo su colorido. Y de pronto el mundo me pareció un lugar gris; ¡y además peligroso!, iba dando traspiés por la acera llena de grietas y baches, con el temor de torcerme un tobillo o romperme una pierna.

Mis amigas estallaron en carcajadas ante la torpeza de mis movimientos y mis vanos esfuerzos por ajustarme el velo. Tropecé con varios niños de una beduina y contemplé con envidia la libertad de su velo. Las beduinas llevan unos velos que les cubren sólo la nariz, dejándoles los ojos libres para examinar lo que las rodea. ¡Cómo me hubiese gustado ser beduina! Me cubriría el rostro alegremente, con sólo que pudiera dejar mis ojos libres para ver los infinitos cambios de la vida a mí alrededor.

Llegamos muy pronto al lugar de encuentro indicado por Omar. Randa miró su reloj; tendríamos que esperar casi una hora. Y sugirió que volviéramos al zoco, pues bajo aquel sol ardiente hacía demasiado calor. Nadia y Wafa nos preguntaron si queríamos divertirnos un poco. Sin dudarlo dije que por supuesto. Randa pasaba el peso de su cuerpo de un pie al otro, esperando a Omar; juraría que se sentía incómoda ante la sola palabra «divertirse». Con mi maravilloso poder de convicción convencí a Randa de seguir a Nadia y Wafa. Sentía gran curiosidad, por no haber roto jamás ninguna de las normas establecidas para las mujeres. La pobre Randa no tuvo más remedio que acomodarse sencillamente a una voluntad más fuerte que la suya.

Las dos muchachas intercambiaron una mirada y nos dijeron que las siguiéramos. Y se dirigieron al estacionamiento subterráneo de un nuevo edificio de oficinas cercano al zoco. Allí estacionaban sus coches los hombres que trabajaban en aquel edificio y en las tiendas de los alrededores.

Y nosotros, cuatro chicas solas, cruzamos con dificultad la transitada calle. Randa dio un grito y me golpeó la mano cuando me levanté el velo para poder ver el tráfico sin impedimentos. ¡Y advertí demasiado tarde que había expuesto mi rostro a todos los hombres de la calle! Los hombres parecieron sorprenderse por su buena estrella, pues habían visto un rostro de mujer en un lugar público. Y al instante me di cuenta de que era mejor ser arrollada por un veloz automóvil que mostrarse al público en una acción como aquélla.

Cuando llegamos a los ascensores del estacionamiento, vacilé ante la actitud de mis amigas. Nadia y Wafa se acercaron a un extranjero, un sirio muy atractivo. Le preguntaron si quería divertirse un poco. Por un momento pareció que el hombre iba a echar a correr; y tras mirar a derecha e izquierda pulsó el botón del ascensor. Finalmente lo pensó mejor, sin duda al considerar lo difícil que era, en Arabia Saudí, dar con mujeres disponibles y seguramente bellas. Preguntó qué clase de diversión. Wafa le preguntó si disponía de coche y departamento privado. Él dijo que sí, que tenía un departamento y un compañero de habitación, un libanés. Nadia le preguntó si a su compañero le gustaría una amiga, y el sirio, sonriendo, le replicó que sí, que les gustaría a ambos.

Randa y yo nos habíamos recobrado bastante como para empezar a movernos y, tomando nuestros abaayas, salimos corriendo del estacionamiento, temiendo por nuestras vidas. Por el camino perdí mi chal; al volverme para recogerlo, Randa se dio de bruces contra mí. Cayó de espaldas y quedó despatarrada sobre la arena exponiendo a la vista sus piernas prohibidas.

Cuando Nadia y Wafa dieron con nosotras, respirábamos con dificultad apoyadas contra la vidriera de una tienda. Ellas se apoyaban la una contra la otra, riendo abiertamente. Habían estado observando cómo yo me esforzaba en ayudar a Randa a levantarse.

Les susurramos palabras coléricas. ¿Cómo habían podido hacer una idiotez como aquélla? ¡Seducir a extranjeros! Y, de todos modos, ¿qué clase de diversión habían planeado? ¿No se les había ocurrido que a Randa la paralizaría la sorpresa, y que podíamos acabar en la cárcel? Una cosa era pasarlo bien, ¡pero lo que habían planeado era un suicidio!

Wafa y Nadia se limitaron a soltar una carcajada y a encogerse de hombros ante nuestro enojo. Sabían que si las pillaban serían castigadas, pero no les preocupaba. Para ellas, su inminente futuro era tan desolador que valía la pena arriesgarse. Además, quizá se topasen con un extranjero amable que se casara con ellas. ¡Cualquier hombre sería mejor que un saudís!

Creí que Randa iba a desmayarse. Corrió a la calle y oteó a derecha e izquierda en busca de Omar. Sabía que si la sorprendían en una situación como aquella mi padre no tendría clemencia. ¡Estaba aterrorizada!

Cauto y perspicaz, Omar nos preguntó qué había ocurrido. Muy agitada, Randa empezó a hablar, pero yo la interrumpí para contarle a Omar una historia acerca de que habíamos visto a un muchacho robar un collar de una joyería del zoco. Que el joyero lo había apaleado y que un policía se lo había llevado a la cárcel casi a rastras. Me tembló la voz al decirle a Omar que nos había afectado por ser tan joven el ladrón y saber que su acción podía costarle la mano. Metiendo la suya bajo mis negros hábitos, Randa me abrazó, agradecida.

Más tarde averigüé, por Nadia y Wafa, a qué llamaban ellas «diversión». Procuraban toparse con extranjeros, por lo general de países vecinos de Arabia, y alguna que otra vez estadounidenses o británicos, en los ascensores de algún estacionamiento, y elegían a hombres atractivos, a tipos que ellas pudiesen amar. A veces los hombres se atemorizaban y desaparecían en los ascensores, largándose a otra planta. Pero otras veces aquello les interesaba; y si mostraban estar intrigados, Nadia y Wafa concertaban una cita con ellos para más tarde, en los mismos ascensores. Les pedían que, para recogerlas, se agenciaran una furgoneta y no un coche. Luego, en la fecha y a la hora convenidas, las chicas pretenderían ir con ellos de compras. El conductor las llevaba al zoco, ellas hacían algunas compras y después se reunían en el lugar indicado. A veces los hombres se mostraban recelosos y no aparecían; otras veces las aguardaban muy nerviosos. Si habían conseguido una furgoneta, las muchachas se aseguraban de que no hubiese nadie por los alrededores, y luego se metían ágilmente en la parte trasera. Los hombres las conducían con gran discreción a su casa y, con la misma discreción, las colarían en su departamento. Si los agarraban, la condena podía ser muy severa, probablemente la muerte para todos los implicados.

La razón de que pidiesen una furgoneta era sencilla. En Arabia no se permite que hombres y mujeres viajen en el mismo coche, salvo en caso de tratarse de parientes próximos. Si los mutawas entran en sospechas, obligarán a detenerse al vehículo y los harán identificarse. Además los solteros no pueden tener mujeres en sus departamentos. A la menor sospecha de irregularidad, no es raro que los mutawas rodeen la casa de algún extranjero y se lleven a cuantos hallen en su interior, hombres y mujeres, a la cárcel.

Yo temía por mis amigas. Una y otra vez les advertí de las posibles consecuencias. Eran jóvenes, imprudentes, y les aburría su vida. Entre carcajadas me contaron otras cosas que hacían para divertirse. Marcaban números de teléfono al azar hasta dar con algún extranjero que contestara. Cualquier hombre servía, si no era, claro, saudí o yemení. Le preguntaban si se hallaba solo y deseaba compañía femenina. Por lo común les contestaban que sí, pues a muy pocas mujeres se les permite la entrada en Arabia, y la mayoría de extranjeros trabajan allí con visas de solteros. Una vez establecida la elegibilidad de un hombre, las chicas le pedían que describiera su cuerpo. Halagado, el hombre solía hacerlo de modo muy gráfico, y luego les pedía que hicieran lo mismo ellas. Y así Nadia y Wafa describían sus cuerpos de la cabeza a los pies, sin olvidar detalle. Lo pasaban en grande, dijeron, y a veces se veían luego, como con los amantes de los estacionamientos.

Pregunté hasta dónde habían intimado mis amigas con esos amantes recogidos por ahí. Me asombré oír que lo hacían todo, salvo la penetración. No podían arriesgarse a perder la virginidad, pues se daban cuenta de las consecuencias que tendrían que arrostrar en su noche de bodas. Sus maridos las devolverían a sus padres y éstos las echarían de casa. Los mutawas harían averiguaciones. Les podía costar la vida; y si la salvaban, quizá no tuvieran dónde vivir.

Wafa dijo que en sus encuentros con esos hombres, ni Nadia ni ella se quitaban jamás el velo. Quizá se quitasen toda la ropa, pero mantenían sus velos intactos. Los hombres les suplicaban y les rogaban que se los quitaran y, a veces trataban de conseguirlo por la fuerza, pero las chicas decían que sólo se sentían seguras en tanto ningún hombre les viera el rostro. Dijeron que si alguno hubiese ido en serio con ellas, quizás hubieran considerado la posibilidad de mostrarles la cara; pero ninguno lo hizo, claro. Para ellos también se trataba sólo de diversión. Mis amigas, a la desesperada, intentaban hallar un escapada de un futuro que se levantaba amenazadoramente ante ellas como una sombría noche sin fin.

Randa y yo lloramos al comentar entre nosotras la conducta de nuestras amigas. El odio a las costumbres de mi país se me atragantaba. La absoluta falta de control sobre nuestro propio sexo, la falta de libertad sexual, impulsaba a chicas como Nadia y Wafa a cometer acciones desesperadas. Y eran actos que sabían podía costarles la vida si eran descubiertas.

Antes de finalizar el año, Nadia y Wafa fueron detenidas. Por desgracia para ellas, miembros del autoproclamado Comité de Moralidad Pública que infestaban las calles de Riyadh en un esfuerzo por sorprender a gente que cometiese actos prohibidos por el Corán, se habían enterado de sus actividades. En el preciso momento en que Nadia y Wafa se metían en la parte trasera de una camioneta, un grupo de jóvenes fanáticos llegados en un coche se abalanzaron sobre el vehículo, bloqueándolo. Llevaban semanas espiando la zona, hasta que uno de los miembros del comité oyó que un palestino hablaba de dos mujeres veladas que le habían hecho proposiciones en los ascensores.

Ambas salvaron la vida gracias a que sus hímenes se hallaban intactos. Ni el Comité de Moralidad, ni el Consejo de Sacerdotes, ni mucho menos sus padres creyeron su dudosa explicación de que ellas se habían limitado a pedir a aquellos hombres que las llevaran en coche al ver que sus choferes se retrasaban. Supongo que era la mejor historia que pudieron pergeñar, teniendo en cuenta las circunstancias.

El Consejo de Sacerdotes preguntó a todos los hombres que trabajaban en aquel barrio y encontró a un total de catorce que dijeron que un par de mujeres veladas les habían hecho proposiciones. Ninguno confesó haber participado luego en algún tipo de actividad con ellas.

Después de tres meses de lóbrega cárcel, y debido a la falta de pruebas concretas de alguna actividad sexual, el comité libró a ambas a sus padres para el castigo correspondiente.

Por raro que parezca, el padre de Wafa, aquel inflexible religioso, se sentó junto a su hija para preguntarle por las razones de su fea conducta. Cuando ella, llorando, le expuso sus sentimientos de rechazo y desesperación, él le expresó su pesar por su infelicidad. Pero pese a su dolor y a su compasión, le comunicó que había decidido apartarla de cualquier nueva tentación. Se le aconsejó que estudiase el Corán y que aceptase la sencilla vida planeada para las mujeres, muy lejos de la ciudad. Luego se apresuró a arreglarle una boda con un beduino mutawa de una pequeña ciudad. Éste tenía cincuenta y tres años y Wafa, con diecisiete, sería su tercera esposa.

Y, oh ironías de la vida, fue el padre de Nadia quien reaccionó con una rabia espantosa. Se negó a hablar con su hija y la confinó en sus habitaciones hasta tomar una decisión acerca de su castigo.

Pocos días después, mi padre volvió temprano a casa y nos convocó a Randa y a mí en su salón. Nos sentamos sin poder creer lo que oíamos cuando él nos comunicó que a la mañana siguiente, a las diez, Nadia iba a ser ahogada por su propio padre en la piscina familiar. Dijo que toda la familia de Nadia presenciaría la ejecución.

El corazón se me encogió de temor cuando mi padre le preguntó a Randa si ella o yo habíamos acompañado alguna vez a Nadia o a Wafa en sus vergonzosas empresas. Me adelanté y empecé a vocear mi negación absoluta, cuando él me gritó y de un empujón hizo que me sentara de nuevo en el sofá. Randa rompió a llorar y le contó la historia de aquel día ya tan lejano en que compramos mi primer velo y mi primer abaaya. Mi padre permaneció inmóvil, sin pestañear, hasta que Randa hubo terminado. Entonces nos interrogó acerca de nuestro club de mujeres, el que llevaba el nombre de «Lenguas vivas». Dijo que él también podía haber contado aquella verdad, que hacía días que Nadia había confesado todas nuestras actividades. Al atragantársele a Randa las palabras, mi padre sacó de su maletín los papeles de nuestro club. Había registrado mi dormitorio y había encontrado nuestras fichas con las listas de miembros. Por primera vez en mi vida tenía la boca seca y los labios cerrados como bajo candado.

Mi padre devolvió los papeles al maletín con gran calma y mirando a Randa directamente a los ojos le dijo:

—Hoy me he divorciado de ti; tu padre mandará un coche a recogerte dentro de una hora para llevarte a su casa. Y te queda prohibido ver a mis hijos.

Y lo contemplé horrorizada cuando se volvió después hacia mí.

—Tú eres hija mía, y tu madre fue una buena mujer. Pero aun así, si hubieras tomado parte en esas actividades con Nadia y Wafa, cumpliría las enseñanzas del Corán y vería cómo te metían en la tumba. Que no tenga que decirte nada más; te dedicarás sólo a tus lecciones, mientras te busco el matrimonio adecuado. —Y tras una pausa se me acercó más aún y clavó sus duros ojos en los míos—. Sultana, acepta el futuro como una persona obediente; no te queda otra salida.

Mi padre recogió su maletín y abandonó la estancia sin volver a dirigirnos la mirada ni a Randa ni a mí.

Humillada, seguí a Randa a su dormitorio, y la contemplé, petrificada, mientras ella recogía sus joyas, ropas y libros y los dejaba en un informe montón sobre la cama. Su rostro no reflejaba ninguna emoción. Yo no conseguía formar las palabras que se habían extraviado en mi cabeza. El timbre de la puerta sonó demasiado pronto, y yo me vi ayudando apresurada a las criadas a llevar sus cosas al coche. Sin una palabra de despedida, Randa se fue de mi casa, aunque no de mi corazón.

Alas diez de la mañana siguiente me hallaba sola, mirando sin ver desde el balcón de mi dormitorio. Pensaba en Nadia y la imaginaba cargada de pesadas cadenas, con la cabeza cubierta por una oscura caperuza; la izaban por encima de la piscina familiar, colgada de sus manos atadas, para hundirla después en las aguas verde-azuladas. Si cerraba los ojos veía su cuerpo convulsionándose, sus boqueadas en busca de aire y los pulmones clamando por un alivio en las bocanadas de agua.

Recordaba sus brillantes ojos castaños y el especial modo con que levantaba la barbilla al llenar la estancia con sus risas. Y el suave contacto de su linda piel. Y pensé, con una mueca de horror, en el rápido trabajo que haría la cruel naturaleza en aquella tersura. Y al mirar la hora vi que eran las diez y diez, y sentí que se me paralizaba el corazón al saber que Nadia no volvería a reír nunca más. Fue la hora más dramática de mi juventud, pues sabía que la idea que tenían mis amigas de lo que fuese la diversión, por equivocada y triste que fuera, no debería haber sido causa ni de la muerte de Nadia ni de la prematura boda de Wafa. Aquellos actos crueles eran el mejor comentario sobre la cultura de los hombres, que consumen y destrozan las vidas y los sueños de sus mujeres con la más fría de las indiferencias.