FIN DEL VIAJE

Nuestra única certeza en la vida es la muerte. Como fiel creyente en las palabras del Profeta Mahoma, mi madre no sentía miedo al llegar al final del viaje de su vida. Había seguido la casta existencia de una buena musulmana y sabía que le aguardaba su justo premio. Y entrelazaba su pesadumbre con los temores por sus hijas solteras. Ella era nuestra fuerza, nuestro único apoyo, y sabía que al desaparecer quedaríamos a la deriva.

Nos confesó haber notado que su vida se apagaba en cuanto nosotros salimos de viaje. Para decir aquello no poseía base alguna, más que tres visiones extraordinarias que la habían asaltado en sueños.

Los padres de mamá habían muerto de las fiebres cuando ella contaba ocho años. Por ser la única hija, mamá había cuidado de sus padres durante su corta enfermedad. Parecía que ambos se recobraban cuando, en medio de los furiosos remolinos de una cegadora tormenta de arena, su padre se levantó sobre los codos y, tras mirar sonriente a los cielos, pronunció cuatro palabras:

—Ya veo el jardín. —Y murió.

Poco después moría su madre, sin revelar ni un ápice de lo que creía que le esperaba. Y a mamá, dejada al cuidado de sus cuatro hermanos varones, mayores que ella, la casaron con mi padre a temprana edad.

El padre de mamá fue un hombre amable y compasivo. Quiso a su hija como había querido a sus hijos. Cuando otros hombres de su tribu se enfurruñaban ante el nacimiento de una hija, el abuelo se reía y les decía que agradecieran a Dios aquel toque de ternura en sus casas. Mamá siempre decía que no la habrían casado a una edad tan tierna si su padre hubiera vivido. Creía que él le habría dado algunos años de la libertad de la infancia para sí misma.

Sara y yo estábamos sentadas junto a su lecho, mientras mamá nos confiaba, vacilante, sus inquietantes sueños. La primera de sus visiones la tuvo cuatro noches antes de enterarnos del intento de suicidio de Sara.

—Me hallaba en una tienda de beduinos; era como la tienda de mi familia, la de mi niñez. Me sorprendió ver a mis padres, jóvenes y sanos, sentados al amor de la lumbre. A lo lejos oí que mis hermanos traían las ovejas después de un día de apacentarlas. Corrí hacia mis padres, pero ellos no me vieron, ni me oyeron cuando los llamé a grandes voces.

»Dos de mis hermanos, que ahora están muertos, entraron en la tienda y se sentaron con mis padres. Mi hermano bebía a sorbos tibia leche de camella en una tacitas, mientras mi padre molía los granos de café. Y el sueño terminaba cuando mi padre recitaba un poema suyo sobre el Paraíso que aguardaba a los buenos musulmanes. Aunque muy sencillos, los versos reconfortaban mi corazón. Decían:

Discurren los ríos más agradables

y los árboles filtran el oro del sol,

los frutos abundan a tus pies

y la leche y la miel no se acaban jamás.

Los seres queridos aguardan

a quienes siguen atrapados en la tierra.

El sueño terminaba. Mamá dijo que no le había dado más importancia que la de que podía ser un mensaje de ánimo de Dios para darle la seguridad de que sus padres y demás familiares se hallaban en el Paraíso.

Una semana después de que Sara volviera a casa, mamá tuvo una segunda visión. Aquella vez todos sus parientes fallecidos se hallaban sentados a la sombra de una palmera. Comían unos manjares maravillosos en vajilla de plata. Pero esa vez ellos la vieron, y su padre se levantó y acudió a saludarla. Y tomándola de la mano intentó conseguir que se sentara y comiera con ellos.

Mamá nos dijo que en el sueño se asustó mucho y trató de huir, pero que la mano de su padre la retuvo. Mamá recordaba que ella tenía que cuidarse sus pequeñas y que había suplicado a su padre que la dejase marchar, que no tenía tiempo de sentarse a comer con ellos. Contó que su madre se puso de pie y dándole una palmada en el hombro le dijo:

—Fadila, Dios cuidará de tus hijas. Ha llegado el momento de que las dejes a Su cuidado.

Mamá despertó de su sueño. Dijo que en aquel instante comprendió que su vida en la tierra terminaba y que muy pronto se reuniría con quienes partieron antes que ella.

Y dos semanas después de que saliéramos de viaje, mamá empezó a sentir dolores en la espalda y en la nuca. Se sintió enferma del estómago y mareada. El dolor era un mensaje: comprendía que su tiempo se acababa. Y fue a ver a un médico y le contó sus sueños y sus nuevos achaques. Él rechazó los primeros con un ademán, pero se puso muy serio ante la descripción del dolor. Unas pruebas especiales no tardaron en indicar que mamá padecía un tumor de médula inoperable.

El sueño más reciente de mamá tuvo lugar la noche en que el médico le confirmó su mortal enfermedad. En el sueño ella se sentaba con su familia celestial, y comía y bebía con gran alegría y abandono. Se hallaba en compañía de sus padres, abuelos, hermanos y primos muertos muchos años antes. Mamá se sonrió al ver que unos pequeños retozaban por el campo y perseguían mariposas por la pradera. Su madre le dijo sonriendo:

—Fadila, ¿por qué no prestas atención a tus bebés? ¿No reconoces a los de tu propia sangre?

De súbito, mamá cayó en la cuenta de que los pequeños eran realmente suyos, los que había perdido siendo muy niños. Ellos se subieron sobre sus rodillas, aquellos cinco bebés celestiales, y ella empezó a acunarlos y a estrecharlos contra su pecho.

Mamá iba a reunirse con los niños perdidos, y a perder los que había conocido. Iba a dejarnos.

A Dios gracias sufrió poco al morir. Me gusta creer que Dios sabía que ella había pasado las graves pruebas de la vida como persona de gran santidad y que no sintió ninguna necesidad de causarle más dolor haciéndola sufrir al morir.

Sus hijas rodeaban cada centímetro del lecho de muerte; ella yacía arropada por el amor de los de su propia carne y sangre. Sus ojos se demoraron en cada una de nosotras; no mediaron palabras, aunque percibimos su despedida. Cuando su mirada descansó en mi faz, noté que su preocupación se acumulaba como una tormenta, pues ella sabía que, si no me inclinaba ante el vendaval, la vida se me haría más dura que a la mayoría.

El cadáver de mi madre fue lavado y preparado por las viejas tías de la familia para su retorno a la tierra. La vi cuando envolvían con el blanco sudario su delgado cuerpo, agotado por los partos y la enfermedad. Su expresión, libre de las preocupaciones terrenales, era ahora de paz. Pensé que mamá parecía más joven muerta que en vida. Se me hacía difícil creer que hubiera dado vida a dieciséis hijos, de los cuales habían sobrevivido once.

Nuestros parientes más próximos, junto con las esposas de mi padre y sus hijos, acudieron a nuestra casa; leyeron un versículo del Corán para consolarnos. Luego el cadáver amortajado de mamá fue depositado en el asiento trasero de una limusina negra que, conducida por Omar, se lo llevó.

Nuestras costumbres prohíben a las mujeres estar presentes en los entierros, pero mis hermanas y yo formamos un inquebrantable frente común ante nuestro padre; y él cedió ante la promesa de que nosotras no nos lamentaríamos en voz alta ni nos arrancaríamos el cabello. Y así fue como la familia completa siguió al coche fúnebre, una caravana del desierto, triste pero silenciosa.

En el Islam, mostrar dolor por la muerte de un ser querido indica contrariedad ante la voluntad de Dios. Además, nuestra familia procede de la región de Arabia llamada Najd, cuya gente no llora en público la muerte de sus parientes.

Nuestros criados sudaneses acababan de cavar una tumba en el desierto sin fin de nuestro país. El cuerpo de nuestra madre fue bajado con ternura y Alí, su único hijo varón, le quitó el blanco sudario que cubría su rostro. Mis hermanas se apiñaron lejos de la última morada de mamá, pero mis ojos no podían dejar de mirar la tumba. Yo era la última hija nacida de aquel cuerpo; e iba a permanecer junto a sus despojos terrenales hasta el último momento. Vacilé al ver que los esclavos empujaban la roja arena sacada del hoyo sobre la faz y el cuerpo de mamá.

Y viendo cubrir de arena el cuerpo de alguien a quien había adorado tanto, recordé de pronto un bello poema de gran filósofo libanés Jalil Gibrán: «Quizás un entierro entre humanos sea una fiesta nupcial entre los ángeles». Imaginé a mamá junto a sus padres, con sus propios hijos entre sus brazos. Y ante la certeza de que, otro día, iba a sentir la amorosa caricia de mi madre, dejé de llorar y me reuní con mis hermanas, a quienes asombré con mi serena y alegre sonrisa. Les cité el enérgico poema que Dios había enviado para calmar mi dolor y mis hermanas asintieron, comprendiendo perfectamente las sabias palabras de Jalil Gibrán.

Estábamos dejando a nuestra madre atrás, en el inmenso vacío del desierto, pero me dije que ya no importaba que ninguna piedra señalase su presencia allí, ni que ningún servicio religioso hubiera hablado de aquella sencilla mujer que había sido una llama de amor durante su estancia en la tierra. Su recompensa era la de que ahora ella se hallaba con sus otros seres queridos y que nos esperaba.

Por una vez, Alí parecía perdido, y yo sabía que su dolor era también muy agudo. Nuestro padre tenía poco que decir y evitó nuestra villa después de la muerte de mamá. Nos mandaba sus misivas por medio de su segunda esposa, que ahora había reemplazado a mamá como cabeza de sus mujeres.

Antes de un mes supimos por Alí que nuestro padre iba a casarse otra vez, pues en mi país cuatro esposas es algo común a los muy ricos y a los beduinos muy pobres. Dice el Corán que cada esposa debe ser tratada como las demás. Los saudís acaudalados no tienen dificultad en dar un trato de igualdad a sus esposas. Los pobres beduinos sólo tienen que erigir cuatro tiendas y facilitar lo mínimo para subsistir. Por esas razones uno ve que muchos de los musulmanes más ricos y más pobres tienen cuatro mujeres. No es más que el saudí de clase media quien tiene que contentarse con una sola esposa, pues a él le es imposible hallar los fondos necesarios para sostener con los niveles de su clase a cuatro familias distintas.

Nuestro padre planeaba casarse con Randa, una de sus reales primas, una chica con quien yo había compartido juegos infantiles en una vida que me parecía ya muy anterior. La nueva novia de mi padre tenía quince años y era sólo un año mayor que yo, la menor de las hijas de mamá.

Cuatro meses después de enterrar a mi madre yo aguardaba la boda de mi padre. Arisca, me negaba a asistir a las festividades; me embargaban contenidas emociones de animosidad. Después de haberle dado dieciséis hijos y de muchos años de obediente servidumbre, me dije que a mi padre no le había costado ningún esfuerzo borrar el recuerdo de mamá.

No sólo estaba furiosa con mi padre, sino que odiaba con todo mi corazón a Randami antigua compañera de juegos, que ahora iba a convertirse en la cuarta esposa, llenando así el vacío dejado por la muerte de mamá.

La boda fue fastuosa: la novia era joven y bella. Y mi odio por Randa se esfumó cuando mi padre la condujo de la enorme sala de baile al lecho nupcial. Se me desorbitaron los ojos al observar su asustada expresión. ¡Sus labios temblaban de miedo! Igual que una gran hoguera puede extinguirse en un instante, la obvia desesperación de Randa calmó mi pasión, transformándola de odio tenebroso en tierna conmiseración. Me avergoncé de mi hostilidad hacia ella, pues vi que, como todas nosotras, se hallaba desamparada ante la encumbrada y dominante masculinidad saudí.

Con su virginal novia, mi padre efectuó un viaje de luna de miel que los llevó a París y a Montecarlo. En mi favorable cambio de emociones, yo anhelaba ahora el regreso de Randa y, pensando en él, me juraba despertar a la nueva esposa de mi padre para que tomara la senda de un solo objetivo: libertad para las mujeres de nuestro país. No sólo porque quería darle a Randa nuevos retos y sueños de poder, sino porque sabía que el despertar político y espiritual de su joven esposa heriría a mi padre. No podía perdonarle que hubiera olvidado tan fácilmente a la maravillosa mujer que fue mi madre.