Pese a la reciente tempestad familiar, el viaje a Egipto y a Italia seguía adelante, aunque mi corazón no sentía ya ninguna alegría. Estaba preparando las valijas y haciendo las listas cuando vi que Alí pasaba con recelo y cautela ante la puerta de mi dormitorio. Anteriormente, Alí me habría dedicado muy poca atención. Se burlaba de mí por ser chica, alguien con quien pelear o a quien empujar a veces, una persona que no valía la pena. Pero ahora me miraba de un modo distinto, pues descubrió sorprendido que yo, una simple chica y la más pequeña de la familia, era una contrincante valiosa y peligrosa.
El día de nuestra partida se necesitaron seis limusinas para trasladarnos al aeropuerto. Once de nosotros viajaríamos durante cuatro semanas: Nura y Ahmed, con tres de sus cinco hijos; dos de nuestras doncellas filipinas; Sara y yo; y Alí y su amigo Hadi.
Hadi le llevaba dos años a mi hermano y estudiaba en el Instituto Religioso, un colegio de Riyadh par a los chicos que aspiraban a convertirse en mutawas. Hadi impresionaba a los adultos citando el Corán y actuando de un modo muy piadoso en su presencia. Mi padre confiaba en que Hadi ejerciera una buena influencia en sus hijos. Hadi contaba a todo el que quisiera escucharlo su punto de vista acerca de las mujeres: todas ellas deberían ser confinadas en su hogar; le dijo a Alí que las mujeres eran la causa de todo los males de la tierra.
Parecía que aquél iba a ser un viaje muy agradable, teniendo a Alí y Hadi con nosotras.
Mamá no nos acompañó al aeropuerto; en los días anteriores se había hallado triste y decaída: supongo que las «travesuras» de Alí la dejaron muy preocupada. Nos deseó buen viaje en el jardín y nos hizo ademanes de despedida desde la verja principal. Llevaba el velo, pero yo sabía que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Presentía que algo andaba mal, aunque no tenía tiempo para analizar el caso mientras tuviéramos ante nosotras las perspectivas de aquel emocionante viaje.
Ahmed acababa de comprarse un nuevo avión, por lo que el vuelo fue un asunto estrictamente familiar. Observé a los pilotos para ver si eran los que nos habían llevado a mamá y a mí a Jiddah; vi con pesar que no eran ellos. En la cabina se hallaban dos pilotos británicos y parecían muy amistosos. La familia real tenía contratado un buen número de ciudadanos estadounidenses y británicos como pilotos privados. Ahmed conferenciaba con los dos hombres mientras Nura y las criadas se instalaban con sus tres pequeñas. Sara se había quitado el velo y, abrigándose en una manta, asía sus preciosos libros. Hadi la miró con disgusto y le cuchicheó algo a Alí, furioso, quien a su vez mandó a Sara cubrirse con el velo hasta que abandonásemos Arabia. Ella le replicó que no podía leer a través del tupido velo, y que si fuera listo cerraría su horrible boca.
Antes aún de emprender el vuelo ya habíamos tenido nuestra pelea familiar. Intenté pisarle el dedo malo a Alí, pero fallé; Alí trató de darme un coscorrón: yo bajé la cabeza y él falló. Por ser la mayor autoridad masculina, Ahmed gritó que todo el mundo tomara asiento y guardara silencio. Nura y él intercambiaron una mirada; comprendí que ya se estaban preguntando si habrían acertado con su generosa invitación.
Los tres lugares sagrados del Islam son La Meca, Medina y Jerusalén. La primera es la que cautiva el corazón de mil millones de musulmanes repartidos por todo el mundo, pues fue allí donde Alá le reveló su voluntad a su Profeta Mahoma. Los fundamentos de nuestra religión son cinco ritos obligatorios llamados los «pilares de la religión». Y uno de éstos requiere que todo musulmán con medios suficientes debe cumplir con el Haj. Ningún musulmán que se precie se sentirá completo sin haber efectuado su peregrinación a La Meca al menos una vez en su vida.
Nuestro segundo lugar santo, Medina, considerada la «ciudad del Profeta», es el sitio donde sepultaron a Mahoma.
Y Jerusalén es nuestra tercera ciudad sagrada, pues fue allí donde Dios llevó a Mahoma al cielo sobre la cúpula de la Gran Roca, de la Kaaba. A los musulmanes se les saltan las lágrimas a la sola mención de Jerusalén, pues ahora es una ciudad ocupada; ya no es libre, ni abierta a nuestra gente.
Si La Meca, Medina y Jerusalén son las fuentes espirituales de los musulmanes, El Cairo es la coronación de la propia estimación de todo musulmán. El Cairo representa cincuenta siglos de titánica supervivencia y obsequia a los árabes con la maravilla de una de las mayores civilizaciones que han aparecido sobre la tierra. Egipto es una fuente de orgullo para los árabes. Las gestas, el poder y la riqueza de los antiguos egipcios hace que la riqueza petrolera de los árabes modernos parezca endeble y frágil. Y fue en El Cairo, en esa ciudad que estalla de vida desde el principio de los tiempos, donde yo me convertí en mujer. En la cultura árabe, que tanta importancia le da al paso de la niñez a la edad adulta en la mujer, todas las niñas aguardan con una mezcla de miedo y profunda satisfacción la aparición de la primera menstruación. Cuando mis amigas occidentales me contaron que al ver su primera menstruación no sabían lo que les ocurría y que muchas creyeron que iban a morir, me quedé atónita. En el mundo musulmán la llegada del primer período de las mujeres es tema de charlas agradables. En ese momento una niña se transforma, de súbito, en un ser adulto. Ya no hay posible regreso al cálido capullo de la inocencia infantil.
En Arabia Saudí la aparición del primer período significa que ha llegado la hora de seleccionar el primer velo y el abaaya con el mayor cuidado. Incluso los tenderos musulmanes indios o paquistanís se interesan sin incomodidad y con todo respeto por todo lo relativo al tiempo en que las niñas se convierten en mujeres. El tendero sonreirá indulgente, dentro de la mayor seriedad, y procederá a seleccionar el abaaya y el velo que mejor sentarán a la niña.
Aun cuando el único color de los velos es el negro, hay un gran surtido de telas de distintos géneros y espesores. El velo puede ser de una tela muy transparente que permita al mundo vislumbrar el rostro prohibido. Una tela ligeramente más tupida es más práctica, pues se alcanza a ver algo a través de la gasa sin llegar a provocar miradas groseras o comentarios hirientes por parte de los valedores de la fe. Cuando una mujer elige la tradicional tela negra muy tupida, ningún hombre puede imaginar sus rasgos bajo una máscara que se niega a moverse ni con la mayor de las brisas. Claro que tal elección hace que sea imposible examinar las joyas en las tiendas del zoco, ni ver pasar a los coches por la noche. Y algunas de esas mujeres conservadoras deciden llevar, además de su tradicional velo negro grueso, gruesos guantes negros y gruesas medias negras para que el mundo no pueda vislumbrar ni un destello de carne.
Para las mujeres que sienten el deseo de expresar su individualidad y sentido de la moda hay maneras de evitar ese mar infinito de conformismo en el vestir por medio del diseño original. Muchas compran pañuelos adornados con pedrería cuyo movimiento o tintineo hace volver la cabeza a los hombres. Y a menudo a los costados y al dorso de un abaaya se le cosen costosos adornos que atraen las miradas.
Las mujeres más jóvenes, en especial, pugnan por distinguirse comprando modelos exclusivos. El vendedor masculino le presentará los últimos modelos en velos y abaayas y mostrará a la muchacha la última manera de echarse el chal sobre la cabeza para dar la imagen de elegancia en el vestir. Se discute con todo detalle la forma de atarse el abaaya para mostrar la exacta cantidad de pie permitida sin que se considere arriesgado. Todas las chicas ensayan diversas maneras para dar con su propio modo de llevar el abaaya con talento.
En la tienda entra una niña, pero sale una mujer con su velo y, a partir de entonces, casadera. Su vida cambia durante aquel segundo de ruptura. Los hombres de Arabia apenas echarán una mirada a la niña que entra en la tienda, pero tan pronto lleve su velo y su abaaya unas discretas ojeadas saldrán a su encuentro. Ahora los hombres tratarán de vislumbrar el prohibido y, de súbito, erótico tobillo. Con el velo nosotras, las mujeres árabes, nos convertimos en irresistiblemente seductoras y deseables a los ojos de los árabes. Pero ahora yo me hallaba en El Cairo y no en casa, en Arabia, por lo que el pleno descubrimiento de mi primera menstruación hizo poco más que irritarme. Sara y Nura me enseñaron todo lo que debe hacer una mujer. Ambas me advirtieron que no se lo dijera a Alí, como si yo hubiera podido querer eso, pues él habría tratado de que me pusieran el velo enseguida, pese a hallarnos en El Cairo. Sara me contempló con gran tristeza y me dio un fuerte abrazo. Sabía que a partir de entonces iba a ser tenida por una amenaza y un peligro para todos los hombres hasta que estuviera debidamente casada y recluida tras unos muros.
Ahmed poseía en El Cairo una lujosa suite que ocupaba tres pisos muy céntricos. Para mayor intimidad, Nura y Ahmed ocupaban el último piso. Las dos criadas filipinas, los tres críos de Nura, y Sara y yo ocupábamos el segundo piso. Alí, Hadi y el guardaespaldas se instalaron en el primer piso. Sara y yo nos abrazamos alborozadas al advertir que un piso entero nos separaba de Alí y de Hadi.
La primera noche planeamos ir con Ahmed, Nura, Alí y Hadi a un night club a ver la danza del vientre, Ahmed creía que Sara y yo debíamos quedarnos en casa con los críos y las criadas filipinas. Sara no hizo la menor señal de protesta, pero yo defendí nuestro caso con tanta elocuencia que Ahmed acabó por ceder.
A mis catorce años, había surgido a la vida en la tierra de los faraones, y muy contenta escogí a El Cairo como mi ciudad predilecta. Y esa predilección nunca ha flaqueado. La emoción por esa ciudad me inflamó con una pasión que yo no había sentido con anterioridad, y que no he sabido explicarme todavía. Hombres y mujeres de todos los credos y razas pululan por las calles en busca de su ocasión. Reconocí que mi vida anterior había sido yerma y falta de estímulo, pues comprendí que El Cairo era lo opuesto a nuestras ciudades árabes que, a mis jóvenes ojos, eran todas estériles y carentes de vida.
La pobreza agobiadora me parecía inquietante, y sin embargo no era desalentadora, pues en ella vi una fuente profunda de vida. La pobreza puede convertir a una persona en una antorcha en llamas que encienda cambios y revoluciones, sin las que la humanidad acabaría en el marasmo. Pensé de nuevo en Arabia Saudí y me dije que en nuestras vidas debería filtrarse un poco de pobreza o de necesidad para obligarnos a renovar nuestra vida espiritual.
Sí, en mi país hay muchas clases de gente, desde los distintos niveles de riqueza de la familia real hasta asalariados de sueldos bajos. Pero no hay nadie, ni siquiera los trabajadores extranjeros, que no tenga cubiertas las necesidades elementales de la vida. Nuestro gobierno asegura el bienestar de todos los saudís. A todo ciudadano árabe se le garantiza un hogar, sanidad, educación, un empleo en alguna empresa donde ganarse la vida, créditos sin interés, incluso dinero para comida si fuese necesario. Y a las ciudadanas les facilitan todo eso los varones de sus familias, trátese del padre, del marido, de un hermano o un primo.
El resultado de tener cubiertas las necesidades elementales es que nuestro país carece de esa chispa de vida que generan los deseos materiales. Y por eso desespero de que las páginas de la Historia vuelvan algún día a él. Nosotros, los saudís, somos demasiado ricos para cambiar, estamos excesivamente asentados en nuestra apatía. Mientras nuestro coche recorría la bulliciosa ciudad de El Cairo mencioné esas ideas a mi familia, aunque vi que sólo Sara escuchaba y entendía la esencia de mis pensamientos.
En aquellos momentos se estaba poniendo el sol y detrás del recortado perfil de las pirámides el cielo se había convertido en oro puro. El generoso y lento Nilo imbuía de vida a toda la ciudad e incluso al desierto. Contemplando aquello sentía la vida correr por mis venas.
Alí y Hadi estaban furiosos porque a Sara y a mí, dos chicas solteras, se nos hubiese permitido ir a un night club. Hadi habló mucho y muy gravemente con Alí acerca del deterioro de los valores en nuestra familia. Con vanidosa satisfacción afirmó que todas sus hermanas se habían casado a la edad de catorce años y que por ellas habían velado cuidadosamente los hombres de su familia. Dijo que como sacerdote tendría que quejarse de aquello a nuestro padre al regreso de nuestro viaje. Envalentonadas por la distancia que nos separaba de Riyadh, Sara y yo le dirigimos muecas burlonas y le dijimos que él aún no era sacerdote. Y con un argot aprendido en las películas le aconsejamos que «cortase el rollo».
Hadi devoraba a las bailarinas con los ojos e hizo comentarios vulgares sobre partes de sus cuerpos, aunque a Alí le aseguró que no eran más que unas prostitutas, y que si por él fuera las mandaría lapidar. Hadi no era más que un asno pomposo; el propio Alí, harto ya de aquella actitud que parecía decir «soy más santo que tú», empezó a repiquetear los dedos en la mesa con impaciencia y a mirar distraído en derredor.
Después de los comentarios y actitudes de Hadi, al día siguiente me sentía como si me faltase el aire.
Ahmed alquiló una limusina con chofer para que nos llevase de compras a Nura, a Sara y a mí. Él tenía que ver a un hombre de negocios. El guardaespaldas, que hacía además de chofer, llevó a las dos filipinas y a los dos críos a la piscina del Hotel Mena. Cuando dejábamos el departamento vimos deambular por los salones a Alí y Hadi, exhaustos por haberse acostado tan tarde la noche anterior.
El sofocante calor de la ciudad fatigó muy pronto a Sara, y yo sugerí volver al apartamento con ella y hacerle compañía hasta que Nura terminase sus compras. Nura aceptó y mandó al chofer que nos llevase. Luego volvería a recoger a Nura.
Al entrar en el departamento oímos unos sollozos sofocados. Sara y yo rastreamos el ruido hasta la habitación de Hadi y Alí. La puerta no estaba cerrada y súbitamente advertimos lo que ocurría ante nuestros ojos. Hadi estaba violando a una niña no mayor de ocho años y Alí la sujetaba. Había sangre por todas partes. Hadi y nuestro hermano se reían.
A la vista de aquella escena traumática, Sara se puso histérica: empezó a gritar y salió corriendo. El rostro de Alí se convirtió en una máscara de rabia al empujarme fuera de la habitación y arrojarme al suelo. Corrí detrás de Sara y ambas nos recluimos en nuestro dormitorio.
Cuando no pude soportar por más tiempo los gritos de terror que seguían filtrándose hasta nuestro piso, salí y bajé silenciosamente la escalera. Desesperadamente trataba de pensar en el curso de acción a seguir, cuando de pronto sonó el timbre de la puerta. Y vi que Alí salía a atender a una egipcia de unos cuarenta años; le dio quince libras egipcias y le preguntó si tenía más hijas. Ella le replicó que sí y que volvería al día siguiente. Hadi condujo a la puerta a la llorosa niña. Sin mostrar la menor emoción, la madre la tomó de la mano (la niña cojeaba y las lágrimas le resbalaban por las mejillas) y cerró la puerta tras ella.
Ahmed no pareció sorprenderse cuando Nura, furiosa, le contó la historia. Apretando los labios, él dijo que averiguaría los detalles. Más tarde le contó a Nura que la propia madre había vendido a su hija y que él no podía hacer nada.
Pese a haber sido pillados en aquel acto vergonzoso, Alí y Hadi actuaban como si no hubiera ocurrido nada. Cuando yo me mofé de Hadi y le pregunté cómo podía ser sacerdote, él se rio en mis narices.
Volviéndome hacia Alí le dije que le contaría a nuestro padre que atacaba a las niñas, y él se rio con más fuerza que Hadi. E inclinándose hacia mí replicó:
—¡Díselo, no me importa!
Dijo que nuestro padre le había dado el nombre de un tipo a quien podría contactar para que le hiciese aquella clase de servicios. Sonreía al decir que las muchachas son la mar de divertidas y que además nuestro padre hacía siempre ese tipo de cosas cuando venía a El Cairo.
Sentí como si me hubiesen electrocutado; el cerebro me ardía, la quijada me colgaba y me quedé mirando a mi hermano sin verlo. Llegaba al conocimiento de que todos los hombres eran malos. Quería destruir mis recuerdos de aquel día para sumirme de nuevo en la inocencia nebulosa de mi infancia. Me alejé en silencio. Empecé a temer el próximo hallazgo del cruel mundo de los hombres.
Seguía queriendo a El Cairo como ciudad culta que era, pero la decadencia que le aportaba la pobreza me llevó a reconsiderar mis anteriores ideas. Aquella misma semana volví a ver a la madre egipcia llamando a las puertas de aquel edificio con otra niña a remolque. Deseaba hacerle algunas preguntas, quería saber cómo puede una madre vender a su propia hija. Al ver mi decidido aire inquisidor, ella escapó.
Con Nura y Sara hablamos muchas horas de aquel fenómeno; suspirando, Nura dijo que Ahmed le había contado que en la mayor parte del mundo aquel era un modo de vivir. Cuando, indignada, grité que preferiría morir de hambre antes que vender a mis hijos, Nura convino en ello, pero añadió que era fácil decir esas cosas mientras una no siente calambres en el estómago.
Dejamos atrás El Cairo y sus penas. Finalmente Sara iba a tener la oportunidad de vivir sus sueños sobre Italia. Su radiante aspecto, ¿no valía el trabajo que había costado librarla para venir hasta aquí? Embriagada, proclamaba que la realidad superaba sus fantasías.
Recorrimos las ciudades de Venecia, Florencia y Roma. Aún resuenan en mis oídos la alegría y las risas de los italianos. Creo que su amor por la vida es una de las mayores bendiciones de la tierra, sobrepasando con mucho su contribución a la pintura y a la arquitectura. Nacida en un país de oscurantismo, me consolaba que una nación no se tomara a sí misma demasiado en serio.
En Milán, en cuestión de días, Nura gastó más dinero que el que la mayoría de la gente gana en toda su vida. Se diría que Ahmed y ella hacían frenéticas compras movidos por un profundo deseo de llenar algún solitario vacío de sus vidas.
Alí y Hadi se pasaban el tiempo comprando mujeres, pues día y noche las calles de Italia están llenas de hermosas chicas a disposición de quienes pueden pagárselas. Vi que Alí era como siempre lo había visto yo: un muchacho egoísta a quien sólo preocupaba su placer. Pero vi también que Hadi era mucho peor que él, pues compraba mujeres pero las condenaba por su participación en el acto. Él las deseaba, aunque las odiaba, a ellas y al sistema que las dejaba en libertad de hacer lo que querían. Para mí, su hipocresía era la esencia de la perversa naturaleza de los hombres.
Cuando nuestro avión tocó tierra en Riyadh, me preparé para soportar más cosas desagradables. Sabía que ahora, a mis catorce años, iba a ser considerada una mujer, y que me aguardaba un duro destino. Por muy precaria que hubiera sido mi infancia, sentí un súbito deseo de asirla con fuerza y no soltarla jamás. No me cabía duda de que mi vida de mujer iba a ser una constante lucha contra el orden social de mi tierra, que sacrifica a las de mi sexo.
Pronto mis temores con respecto al futuro iban a palidecer por las desdichas del presente. Llegué a casa para descubrir que mi madre agonizaba.