ALÍ

Pocos meses antes del regreso de Sara, Nura, mi hermana mayor, convenció a mi padre de que Sara y yo debíamos ver el mundo exterior. Ninguna de nosotras había podido sacar a Sara de su crónica depresión, y Nura creyó que un viaje sería la mejor medicina. Yo había estado dos veces en España como turista, aunque era tan pequeña que mis experiencias no contaban como viajes.

Casada con uno de los nietos de nuestro primer rey, Nura gustaba a nuestro padre por su boda y por su sosegada y plácida visión de la vida. Nura iba por la vida como le habían enseñado, sin hacer preguntas. Con el paso de los años, a nuestro padre le cayó cada vez mejor, pues, de las demás hijas, pocas tenían las cualidades complacientes de Nura. Desde el divorcio de Sara nuestro padre ponía a Nura como ejemplo para las demás. Nura se había casado con un extraño y su matrimonio había resultado satisfactorio; la auténtica razón de ello era, claro, que su marido era atento y considerado.

Mi padre creía que, Sara había provocado a las claras a su marido para su conducta perversa. En Oriente Medio, la culpa nunca es del hombre. Si mata a su mujer, el hombre puede hallar para su acción cualesquiera razones válidas que otros hombres aceptan sin más. He visto en mi país artículos de periódico que elogiaban a algún hombre por haber matado a su esposa o a su hija por el crimen de «conducta indecente». La sola sospecha de acciones sexuales impropias, tales como besos, le pueden acarrear la muerte a una muchacha. Y además los sacerdotes felicitarán públicamente al padre por su «notable» acción, al hacer cumplir los mandamientos del Profeta.

Nura y Ahmed se hallaban en plena construcción de un palacio y ella quería ira a Europa para comprar muebles italianos. De camino nos detendríamos en Egipto para que los pequeños de Nura pudiesen ver las pirámides.

Con veintidós hijas de cuatro esposas, a mi padre se lo solía oír murmurar «las mujeres son la maldición de los hombres». Y no ayudaba a sosegarlo que sus hijas menores se hallasen en una especie de rebelión contra el reinado absoluto de los hombres. Nuestras charlas y nuestros actos no tenían antecedentes y fueron incomprendidos. Aunque sabíamos demasiado bien que nunca alcanzaríamos las alturas a que aspirábamos, sólo nuestras conversaciones eran ya una victoria, pues ninguna mujer saudí se había planteado siquiera los temas que discutíamos con tanta libertad.

Nura quería que mamá fuese al extranjero con nosotras, pero ésta se había mostrado sospechosamente silenciosa desde el regreso de Sara. Era como si su gran rebelión contra la autoridad de mi padre la hubiera dejado exangüe. Ella apoyó la idea del viaje, pues quería que Sara conociese Italia; aunque creía que yo era demasiado joven y debería quedarme en casa. Pero, como de costumbre, una de mis rabietas temperamentales obtuvo el resultado deseado. Sara mostraba escaso interés, pese a poder ver las maravillas artísticas de Italia, pero yo no cabía en mí de felicidad.

Mi alegría se desvaneció ante el vanidoso anuncio de Alí de que iba a ir con nosotras. Nuestro padre estimó que yo necesitaba una carabina. Al instante perdí la cabeza ante la idea de la traicionera presencia de Alí para arruinarme las vacaciones, y decidí injuriarlo del peor modo posible. Y, agarrando su ghutra (el típico tocado árabe) y su igaal (cordón negro que se pone alrededor de la ghutra), salí corriendo por la casa hasta el baño. No tenía ni idea de lo que iba a hacer con aquello, pero los hombres saudís se sienten gravemente ofendidos si alguien se atreve siquiera a tocar su ghutra; y yo sentía una gran necesidad de herir a Alí del modo más rápido.

Y cuando Alí me siguió hasta allí gritando que se lo iba a contar a nuestro padre, le estampé la puerta en las narices. Él se magulló la mano y, por llevar sandalias, se rompió el dedo gordo del pie. Por sus gritos y lamentos los criados creyeron que lo estaba matando, aunque ninguno acudió en su ayuda.

Y no sé lo que me pasó, quizá fueran las voces de aquel gran matón lamentándose y suplicando compasión: eché su gorro al retrete y pulsé el botón. Al igaal no se lo tragó el agua, ni siquiera cuando lo empujé frenéticamente con el cepillo. ¡El empapado cordón quedó atascado en el retrete! Cuando Alí vio lo que había hecho, me atacó. Ambos nos hallábamos peleando enzarzados en el suelo cuando descubrí lo mejor que podía hacerle: tirar de su dedo roto y retorcérselo. Al oír sus gritos de agonía, mamá intervino, salvándolo de mis años de rabia impotente.

Sabía que me encontraba en un gran apuro. Pensé fríamente que mi situación no podía ser peor, por lo que cuando mamá y Omar se llevaron a Alí a la clínica para que le enyesaran el dedo, me deslicé en su habitación y reuní su lote de tesoros secretos, que estaban prohibidos a la vez por nuestra religión y nuestras leyes.

Aquellos «tesoros» eran los típicos objetos que guardan los chicos de todo el mundo, pero cuya posesión es un grave delito bajo nuestras leyes religiosas en Arabia. Mucho antes ya había descubierto su colección de Playboy, Penthouse y otras revistas parecidas. Últimamente le había encontrado además un juego de diapositivas. Me las había llevado a mi habitación; las pasé, perpleja, con el proyector; hombres y mujeres desnudos hacían toda clase de cosas raras; algunas mostraban incluso a mujeres con animales. Alí, obviamente, se las había prestado a otros muchachos alguna que otra vez, pues había estampado claramente su nombre en cada uno de los artículos prohibidos.

Por aquel tiempo era demasiado inocente para saber con exactitud el significado de todo aquello, pero sabía que aquellos «tesoros» eran malos porque él había guardado siempre su escondrijo secreto en la misma vieja caja andrajosa, bajo la etiqueta «notas del colegio». Me conocía muy bien sus pertenencias, después de tantos años de curiosear entre sus cosas. Así que fui y me llevé cuidadosamente todas las revistas junto con las diapositivas. Encontré incluso siete botellitas de alcohol que Alí se había traído de un viaje de fin de semana a Bahrain. Y sonreí pensando en mis planes mientras metía todo aquello en una bolsa de papel.

En Arabia se construyen mezquitas en todos los barrios, pues el gobierno ha declarado prioritaria la construcción de mezquitas a tiro de piedra de todo musulmán varón. La obligación de orar cinco veces al día resulta mucho más fácil de cumplir si uno se halla a corta distancia de una mezquita. Y aun cuando los rezos se puedan decir en cualquier lugar siempre que se digan de cara a La Meca, se cree que es preferible hacerlo en una mezquita.

Por vivir en uno de los barrios de mayor riqueza, disponíamos de una mezquita enorme construida de blanco mármol opalescente. Y debido a que eran las dos de la tarde, sabía que los fieles de mediodía la habrían abandonado ya; podría llevar a cabo mi plan sin ser vista. Y con el caluroso clima de Arabia, incluso los sacerdotes estarían haciendo la siesta.

Abrí la puerta de la mezquita, asustada, y atisbé cuidadosamente su interior antes de entrar. Y no llevando aún el velo, pensé que mi presencia quizá no despertase mucha curiosidad. Tenía preparada mi historia, por si me pillaban. Si me preguntaban, diría que iba a la caza de mi gatito que había estado deambulando por la escalinata de la mezquita.

Ésta se hallaba sorprendentemente fresca y acogedora. Yo nunca había estado en su interior, aunque había seguido muchas veces a mi padre y a Alí cuando iban a orar. A Alí le habían inculcado desde los seis años el hábito de orar las cinco veces diarias. Noté que mi respiración se agudizaba al recordar el dolor que sentía cuando observaba el orgullo con que mi padre lo llevaba de la mano y cruzaba con él la gran entrada de la mezquita… mientras yo me quedaba contemplándolos, siempre apenada y rabiosa, desde la calle.

En mi país, a las mujeres les está prohibida la entrada en las mezquitas. Aun cuando el Profeta Mahoma no les prohibió orar públicamente en ellas, sí dijo que sería preferible que rezasen en la intimidad de sus hogares. Y el resultado es que, en Arabia Saudí, a ninguna mujer se le ha permitido jamás entrar en una mezquita.

No había nadie por los alrededores. Aceleré el paso sobre aquel suelo de mármol, y el taconeo de mis sandalias sonaba muy fuerte y raro. Coloqué la bolsa que contenía los artículos prohibidos de Alí en el hueco de la escalera que llevaba al minarete, desde donde los altavoces propagan las palabras del Profeta Mahoma sobre nuestras ciudades cinco veces al día. Al pensar en los cantos del muecín llamando a los fieles a la oración, empecé a sentirme culpable por mi travesura. Luego recordé la mueca de superioridad de Alí cuando me decía que nuestro padre me mandaría azotar y que él, Alí, reclamaría el placer de hacerlo personalmente. Y volví a casa con una sonrisa de satisfacción. ¡Para empezar, que se librara de ésta, si podía!

Por la noche, antes de que mi padre regresara de su despacho, tres mutawas (o sacerdotes) llegaron a nuestra puerta. Atisbando por una de las ventanas del piso superior, yo (y tres sirvientas filipinas) los vimos gritarle a Omar y gesticular furiosamente a los cielos, señalando luego unos libros y revistas que sostenían con evidente asco. Aunque tenía ganas de reír, seguí mirando al frente muy seria.

A todos los extranjeros y a la mayoría de los saudís les atemorizan los mutawas, pues tienen machismo poder y siempre están buscando señales de debilidad en los demás. Incluso los miembros de la realeza tratan de evitar su atención.

Dos semanas atrás, una de nuestras criadas filipinas había encolerizado a los mutawas por ir al zoco con una falda que le llegaba por las rodillas. Un grupo de sacerdotes la había golpeado con unos bastones y le había cubierto las piernas de pintura roja. Aunque el gobierno de Arabia Saudí no permite que vengan turistas al país, muchas mujeres trabajan en nuestras ciudades más importantes como enfermeras, secretarias o asistentes domésticas. Y muchas de esas mujeres sienten la cólera de quienes hablan de Dios pero desprecian a las de nuestro sexo. Si una mujer es tan recia como para desafiar nuestras tradiciones exponiendo a la vista brazos o piernas descubiertas, corre el riesgo de ser apaleada y cubierta de pintura.

La criada había tratado de quitarse la pintura de las piernas, pero éstas seguían tan coloradas que parecían hallarse en carne viva. Estaba convencida de que la policía religiosa le había seguido el rastro hasta su residencia y de que ahora venían a buscarla para meterla en la cárcel. Y corrió a esconderse debajo de mi cama. Yo hubiera querido revelarle el motivo de su visita, pero tenía que guardar el secreto, incluso ante las criadas filipinas.

Omar estaba muy pálido cuando apareció en la casa buscando a gritos a Alí. Vi que mi hermano se alejaba por el pasillo apoyando sólo el talón del pie derecho y tratando de no perder el equilibrio. Los seguí y me reuní con mamá y Alí en el salón, en donde Omar se hallaba marcando el número de teléfono del despacho de mi padre. Los mutawas se habían ido, llenando a Omar de muestras del contrabando delictivo; una revista, varias diapositivas y una botellita de licor. Conservaron el resto como prueba de la culpabilidad de Alí. Le miré la cara a éste, y lo vi palidecer al ver sus «tesoros secretos» esparcidos sobre las rodillas de Omar.

Al advertir mi presencia, Omar me pidió que me fuera, pero yo me pegué a las faldas de mi madre, quien me dio unas palmadas en la cabeza. Mamá odiaba el modo en que Omar trataba a sus hijas, y aguantó desafiante su mirada. Omar decidió ignorarme, y le dijo a Alí que se sentara, que nuestro padre se encontraba camino a casa y los mutawas habían ido a dar parte a la policía. Iban a detener a Alí, dijo con rotunda seguridad.

El silencio en la sala era como la calma antes de la tempestad. Por un instante quedé aterrorizada, pero Alí recobró enseguida su compostura y prácticamente escupió a Omar al afirmar:

—No pueden detenerme; yo soy un príncipe. Esos sacerdotes fanáticos no son más que unos pesados mosquitos en mis tobillos.

Y de pronto pensé que la cárcel quizá no le doliera a Alí.

Un chirrido de frenos señaló la llegada de mi padre. Entrando como una tromba en la estancia y conteniendo a duras penas su cólera, agarró los artículos prohibidos uno tras otro. Al hojear la revista le echó a Alí una dura mirada. Apartó el whisky a un lado, despectivo, pues todos los príncipes tienen whisky en sus casas. Pero cuando levantó la diapositiva hacia la lámpara para verla a contraluz, nos gritó a mamá y a mí que abandonásemos la estancia. Y oímos cómo le pegaba a Alí con fuerza.

En conjunto aquél había sido un mal día para mi hermano.

Pero los mutawas debieron de pensar dos veces aquello de acudir a la policía para que detuvieran a uno de los miembros de la realeza, pues volvieron a las pocas horas con cierta piadosa cólera, pero sin mucha convicción. Aun cuando hasta nuestro padre tuvo sus dificultades para excusar ante los mutawas las diapositivas de mujeres copulando con animales.

Corría el año 1968 y el rey Faisal no era tan tolerante con las fechorías de los jóvenes príncipes como lo había sido su hermano Saud. Los mutawas se sentían en una situación de poder, pues todos, mi padre y ellos, sabían que su tío el rey se sentiría muy ofendido si el contenido de las diapositivas llegaba a ser de dominio público. Eran bien conocidos los temores de los mutawas ante el curso de modernización de nuestro país. El rey Faisal advertía continuamente a sus hermanos y primos que controlasen a sus hijos para evitar que la cólera de los sacerdotes cayera sobre las cabezas de los hombres que gobernaban. El rey aseguraba a los fieles de más edad que él llevaba al país a la modernización necesaria, no a una occidentalización degenerada. Los mutawas veían la prueba de la decadencia de Occidente en la conducta de la realeza. Y la colección de diapositivas de Alí no tranquilizó sus mentes con respecto a la comentada decadencia de la propia familia real.

Hasta bien entrada la noche oímos que los mutawas buscaban el castigo adecuado para el hijo de un príncipe. Alí tenía suerte de ser un miembro de la familia saudí. Los mutawas sabían que, salvo que el rey diera su aprobación, con el actual sistema jurídico ningún príncipe podía ser acusado en nuestro país. Rara vez había ocurrido tal cosa, por no decir ninguna. Pero si Alí hubiera sido miembro de los saudís comunes, o de la comunidad de extranjeros, habría sido condenado a una larga pena de cárcel.

En casa conocíamos demasiado bien la triste historia del hermano de uno de nuestros choferes filipinos. Aquel hombre, que trabajaba para una empresa constructora italiana de Riyadh, había sido detenido cuatro años atrás por poseer una película pornográfica. Ahora se hallaba cumpliendo una condena de siete años de cárcel, y no sólo languidecía allí sino que además lo habían condenado a recibir diez latigazos todos los viernes. Y nuestro chofer, que lo visitaba los sábados, lloraba al contarle a Alí que cada vez que iba a ver a su pobre hermano lo encontraba ennegrecido de la cabeza a los pies como consecuencia de los latigazos del día anterior. Temía que no llegara vivo al año siguiente.

Por desgracia para Alí, su culpabilidad fue establecida sin sombra de duda y estamparon su nombre en cada uno de los artículos prohibidos. Finalmente se llegó a un compromiso entre las partes: mi padre donó una gran suma de dinero a la mezquita y a Alí se lo obligó a ir a ella cinco veces al día para apaciguar a los hombres de Dios, a la vez que al mismo Dios. Los mutawas sabían que muy pocos de los príncipes se molestaban en ir a orar, y que para Alí le sería especialmente fastidioso un castigo como aquél. Se le anunció que en los doce meses siguientes tendría que presentarse al sumo sacerdote de nuestra mezquita en cada rezo. Su única excusa sería hallarse ausente de la ciudad. Y puesto que Alí dormía casi siempre hasta las nueve de la mañana, se puso muy ceñudo ante la sola idea de la oración del alba. Y además tendría que escribir mil veces en papel sellado «Dios es grande, y yo lo he ofendido corriendo tras las costumbres corruptas e inmorales del Occidente ateo». Como última condición, se lo obligaba a revelar el nombre de la persona que le había facilitado las revistas y las diapositivas. Resultó que las revistas, Alí las había introducido en el país al volver de sus viajes al extranjero, pues en la aduana a los príncipes sólo les echan una ojeada de cortesía. Pero las diapositivas se las había vendido un extranjero occidental a quien había conocido en una fiesta y con quien había hecho amistad; y Alí, deseoso de cargarle el muerto a un villano occidental, se apresuró a facilitar a los mutawas el nombre y las señas laborales de éste. Más tarde nos enteramos de que aquel tipo había sido detenido, azotado y expulsado del país.

Lo pasé muy mal. Mi estúpida travesura había deshonrado a mi familia con una dolorosa humillación. No creo que la lección le doliera a Alí, pero sé que a mis padres les afectó en gran manera y que perjudicaría a seres inocentes. Y me avergüenza confesarlo: me aterraba que se descubriese mi culpabilidad. Le prometía a Dios que si me dejaba salir indemne aquella vez, a partir de entonces me portaría bien.

Omar acompañó a los mutawas a la puerta. Mamá y yo aguardamos a que mi padre y Alí volviesen al salón. Respirando ruidosamente, mi padre asió a su hijo por un brazo y lo empujó hacia la escalera. Alí miraba hacia donde me hallaba yo y nuestras miradas se encontraron. Y en un instante caí en la cuenta de que él había comprendido que yo era la culpable de aquello. Observé con tristeza que él parecía más dolorido que encolerizado.

Y empecé a sollozar, pues sentía el peso de la terrible acción que había cometido. Mi padre me miró compadecido y le gritó a Alí, entre empujones, que había molestado a toda la familia, incluso a los niños inocentes. Por primera vez en la vida mi padre se acercó a mí y, tomándome en sus brazos, me dijo que no me preocupara.

Y entonces me sentí muy mal. El gesto cariñoso que había deseado toda la vida… y la alegría con la cual tantas veces había soñado la destruyó aquel esquivo premio conseguido de un modo tan artero.

Y sin embargo mi fechoría había logrado su objetivo. Jamás se habló del dedo roto de Alí, ni del retrete atascado con su igaal. Un pecado había compensado al otro de tal modo que habían terminado por borrarse mutuamente.