DIVORCIO

Nuestro padre nos prohibió ver a Sara durante los tres primeros meses de su matrimonio. Sara necesitaba tiempo para hacerse a su nueva vida y responsabilidades, dijo, y ver a su familia sólo serviría para inflamar sus deseos de volver a una inútil vida de sueños. Nuestra ruidosa aflicción por su esclavitud no originó más que impasibles ademanes de rechazo. A los ojos de nuestro padre, Sara estaba haciendo aquello para lo que han nacido las mujeres: servir al varón, proporcionarle placer y darle hijos.

Sara no se había llevado nada de sus habitaciones. Quizás entendiera que la presencia de sus libros y otros objetos de su deleite sólo serviría para hacer más sombría su realidad actual. Para mí era como si Sara hubiera muerto; su desaparición dejó un hueco insondable en mi vida. Yo lamentaba su ausencia pasando largas horas en sus habitaciones, con sus pertenencias. Empecé a interesarme en sus pasatiempos y me hallé adoptando facetas de su personalidad. Leí su diario, y viví sus sueños como míos; lloré con la rabia de quienes ponen en tela de juicio la sabiduría de un Dios que permite que la maldad venza contra la inocencia.

Por haberme encontrado en la cama de Sara con su camisón puesto y leyendo sus libros de pintura, mamá ordenó que en adelante sus habitaciones permaneciesen cerradas bajo llave.

No tuvimos que sufrir los tres meses de espera impuestos por nuestro padre para ver a Sara. Cinco semanas después de la boda ella intentó suicidarse.

Yo me hallaba en los jardines hablando en idioma animal con algunos de los animales de nuestro recién construido zoo privado, cuando de pronto vi que Omar tropezaba y perdía sus sandalias en su apuro por entrar por la puerta principal. Omar que tenía la piel muy morena, estaba blanco como el papel. Tras sacudirse el polvo de la camisa y quitarse la arena de las sandalias junto al muro, me dijo que corriéramos a buscar a mamá.

Mi madre, que poseía un sexto sentido con sus hijos, en cuanto vio a Omar le preguntó qué le pasaba a Sara.

Ningún árabe le contaría la verdad a un pariente cuando un miembro de su familia se halla enfermo, agonizando o muerto. Sencillamente, somos un pueblo que no sabe arreglárselas para transmitir malas noticias. Si un niño muere, la desafortunada persona a quien le corresponde la misión de comunicárselo a la familia empezará por decir que el niño no se encuentra bien. Tras ser interrogada, la persona dirá que fue necesario llevarlo al médico, y luego admitirá que se halla en el hospital. Después de intensos requerimientos por parte de los miembros de la familia de que amplíe la información, el mensajero acabará finalmente por decir que la enfermedad es grave y que la familia haría bien en disponer el viaje para trasladarse junto al lecho del ser querido. Lo más lejos que irá un árabe al dar malas noticias es preparar a la familia para recibir las peores del médico.

Omar le contó a mamá que Sara había ingerido carne en malas condiciones y que en aquellos momentos estaba hospitalizada en una clínica privada de Jiddah. Que nuestro padre iba a llevar allí a mamá en un avión particular antes de una hora. Apretando los dientes, mamá se dio vuelta como una exhalación para recoger el velo y la capa.

Me eché a llorar pegada a sus faldas, por lo que moderó el paso para permitirme ir con ella… si prometía no hacer una escena en la clínica en el caso de que Sara se hallase sin esperanzas de salvación. Se lo prometí y corrí a las habitaciones de Sara, y aporreé y pateé las cerradas puertas hasta que una de las criadas dio con la llave. Quería llevarle a Sara su libro de pintura favorito.

Omar nos llevó en coche a la oficina de nuestro padre, pues había olvidado recoger nuestro permiso para viajar. En Arabia un hombre debe escribir una carta permitiendo el viaje a las mujeres de su familia. Sin ella, podían detenernos en la aduana y denegarnos el permiso de subir a bordo del avión. Nuestro padre nos mandó también los pasaportes pues, como le dijo a mamá, quizá resultara necesario llevar a Sara a Londres para seguir allí su tratamiento. ¿Carne en mal estado? ¿Londres? Yo sabía lo que se hallaba en mal estado, y era la historia de nuestro padre. Pensé que seguramente mi hermana había muerto.

Volamos a Jiddah en un pequeño avión particular. El vuelo fue tranquilo aunque el ambiente en el interior del aparato estuvo cargado de tensión. Mi madre apenas habló, y mantuvo los ojos cerrados durante la mayor parte del vuelo. No hacía muchos años que había efectuado ella su primer viaje en coche. En aquel momento, al ver que movía los labios, supe que le estaba mandando a Dios dos plegarias distintas: la primera, para que Sara se hallara con vida, y la segunda para que el aeroplano nos dejara sanas y salvas junto a Sara.

Tanto el piloto como el copiloto eran estadounidenses, y enseguida me sentí atraída por sus maneras, amistosas y abiertas. Me preguntaron si quería sentarme en la cabina con ellos. Mamá asintió a regañadientes ante mi frenético pataleo y los movimientos de mis manos. Jamás me había sentado en la cabina con anterioridad. Y Alí siempre se sentaba en ella.

Al principio me sentí atemorizada a la vista del cielo abierto, y el avión me pareció un juguete entre las nubes y el duro suelo. Solté un gritito de alarma y retrocedí. John, el más alto de los hombres, me dirigió una sonrisa tranquilizadora y me explicó pacientemente las funciones de los diferentes botones y artilugios. Para sorpresa mía me veía allí, inclinada sobre su hombro, completamente a mis anchas. Una de las raras ocasiones en mi corta vida en que me sentía tranquila y cómoda en presencia de hombres. Es triste decirlo, pero mi padre me daba miedo. Y a Alí y a mis hermanastros los detestaba. Y esta nueva sensación era extraña, pues me sentía embriagada al saber que los hombres, a quienes había sido educada para tener por dioses, podían ser tan normales y tan poco amenazadores. Aquello era algo nuevo sobre lo que había que pensar.

Al mirar por la ventanilla comprendí lo que embarga el corazón de las águilas cuando planean sobre nosotros y experimenté una maravillosa sensación de libertad. Mis pensamientos derivaron hacia Sara y la sorprendente comprobación de que las aves y los animales eran más libres que mi hermana. Me juré a mí misma que yo sería la única dueña de mi vida, sin importar las cosas que tuviera que hacer ni las penas que tuviese que soportar.

Me reuní con mamá para el aterrizaje del avión; ella me tomó en sus amantes brazos y me retuvo tiernamente mientras el aparato se deslizaba hacia la terminal. Y aun cuando se cubría con el velo, yo conocía todas sus expresiones y la oí soltar un largo y atormentado suspiro.

Me despedí de los amables estadounidenses. Confiaba en que nos llevasen de vuelta a Riyadh, pues ya sentía una camaradería con los dos hombres que habían prestado tanta importancia a las tontas y febriles preguntas de una chica.

Ya en la clínica, oímos llantos y lamentos al recorrer el largo pasillo. Mamá aceleró el paso y me estrechó la mano con tal fuerza que tuve ganas de quejarme.

Sara seguía con vida, pero ésta pendía de un hilo. Nos turbó sobremanera averiguar que había tratado de poner fin a su vida metiendo la cabeza en el horno de gas. Estaba muy quieta y mortalmente pálida. Su marido no se encontraba allí, aunque había mandado a su madre con ella. Y ahora la anciana empezó a regañarla duramente y en voz muy alta por molestar así a su hijo y a su familia. Era una bruja vieja y despreciable. Sentí ganas de arañarle el rostro para verla salir corriendo, pero me acordé de la promesa que le hice a mamá. Así que me contuve, respirando con dificultad a causa de mi cólera, palmeé las suave e inertes manos de Sara.

Echándose el velo sobre la cabeza, mamá se encaró con la vieja. A mamá le habían angustiado muchas posibilidades, pero el descubrimiento de que su hija hubiera tratado de suicidarse fue inesperado y aplastante. Y al ver que la asaltaba una fría cólera contra la madre del marido sentí deseos de animarla aplaudiéndola. Cortó en seco a la mujer al preguntarle qué habría hecho su hijo para que una chica tan joven deseara quitarse la vida. Y le ordenó apartarse del lecho de Sara, pues aquél no era lugar para gente malvada. La anciana se fue sin siquiera ponerse el velo. Pudimos oír su voz subiendo de tono cuando a gritos le pedía compasión a Dios.

Al volverse hacia mí, mamá vio mi sonrisa de admiración. Yo le temía a su cólera y por un breve y cegador instante creí que Dios no iba a abandonarnos. Sara se salvaría. Pero sabía que la vida de mamá iba a ser horrible cuando mi padre se enterase de sus palabras.

Conociéndolo, él sentiría cólera, no compasión, por el desesperado acto de Sara, y con toda seguridad iba a ponerse furioso con mamá por defender a su hija. En Arabia los ancianos son reverenciados de verdad. No importa lo que digan o hagan, ni su conducta; nadie se atreve a enfrentarse a un anciano. Al enfrentar a la vieja mi madre había sido una tigresa protegiendo a su cría. Sentí que el corazón me estallaba en el pecho, de orgullo por su valor.

Después de tres días de no llamar ni una sola vez, el marido de Sara se presentó en la Clínica a reclamar propiedad. Para cuando llegó, mamá había descubierto la fuente de la desesperación de Sara. Y se enfrentó a su yerno con desprecio. El flamante marido de Sara era sádico. Había sometido a ésta a unas tremendas brutalidades sexuales, hasta que ella creyó que la única escapatoria era la muerte. Incluso nuestro padre sintió repugnancia al enterarse de los padecimientos de su hija. Aunque estuvo de acuerdo con su yerno en que la esposa pertenece al marido. El de Sara le prometió a mi padre que sus relaciones con ella no se saldrían de lo normal.

Las manos de mamá temblaron y sus labios soltaron un aullido cuando nuestro padre le comunicó su decisión. Sara empezó a llorar y trató de abandonar la cama diciendo que no quería vivir. Amenazó con cortase las venas si la obligaban a volver con su marido. Mamá protegió a Sara como una montaña y por primera vez en su vida desafió a su marido. Le dijo a mi padre que Sara no volvería jamás a la casa de un monstruo; que ella, su madre, iría con aquella historia al rey y al Consejo de Sacerdotes y que ni uno ni otro permitirían que siguiera adelante una cosa así. Mi padre amenazó a mamá con el divorcio, pero ella se mantuvo firme y le replicó que hiciera lo que quisiera, pero que no volverían a sumir a su hija en aquella depravación.

Mi padre aguantó sin pestañear. Seguramente se daba cuenta de que con toda probabilidad los sacerdotes obligarían a Sara a volver con su marido. Si había precedentes, advertirían al marido que tratara a su esposa en los términos establecidos por el Corán, y luego le darían la espalda a aquella situación tan desagradable. Mi padre aguantó firme la mirada, analizando la resolución de mamá. Pero temeroso ante su clara determinación y con el deseo de evitar la pública interferencia en los asuntos de familia, cedió por única vez en su vida de casado.

Y puesto que éramos de la realeza, y como no quería romper los lazos con mi padre, el marido aceptó a regañadientes divorciarse de Sara.

El Islam le da al hombre el derecho a divorciarse sin motivos ni preguntas. Y sin embargo a una mujer le resulta muy difícil divorciarse de su marido. Si Sara se hubiera visto forzada a presentar la demanda contra su marido, hubiesen surgido muchos inconvenientes pues las autoridades religiosas podrían haber sentenciado que quizá le estuviera desagradando una cosa que Alá había ideado para su propio bien, obligando a Sara a quedarse con su marido. Pero éste cedió y al fin pronunció tres veces las palabras «yo me separo de ti» en presencia de dos testigos varones. El divorcio sería definitivo en cuestión de segundos.

¡Sara era libre y volvía a casa!

Cada trastorno es una transición. Mi mundo juvenil resultó transformado con la boda de Sara, con el intento de suicidio y con su divorcio. Nuevos pensamientos, nuevas ideas empezaron a tomar cuerpo en mi mente; nunca volvería ya a pensar como una niña.

Pasé horas meditando las tradiciones primitivas que rodeaban al matrimonio en mi tierra. Numerosos factores determinan la nupcialidad de una chica en Arabia Saudita: su apellido, la fortuna de su familia, carecer de deformidades; y su belleza. Salir con chicas es tabú, con lo que el hombre tiene que depender de la vista de lince de su madre y hermanas, que constantemente buscan parejas adecuadas para él. Incluso después de que la boda se haya concertado y se haya fijado su fecha, rara es la vez que una chica ve a su futuro marido antes de la ceremonia. Aunque algunas veces las familias permiten el intercambio de fotografías.

Si la chica es de buena familia y carece de defectos físicos, disfrutará de buen número de proposiciones. Si posee una gran belleza, muchos hombres mandarán a sus madres o a sus padres a mendigar la boda, pues en Arabia la belleza es un gran bien para las mujeres. Y no debe manchar su reputación ningún escándalo, naturalmente; de lo contrario, la atracción por su belleza se marchitaría. Una chica así enseguida se vería casada como tercera o cuarta esposa de un viejo de algún pueblo lejano.

Para los matrimonios de sus hijas, muchos hombres saudís dejan la decisión final a sus esposas, sabiendo que ellas concertarán la mejor boda posible para la familia; aunque muchas veces también la madre insistirá en una boda no deseada, incluso contra las protestas de la hija. Al fin y al cabo la madre se casó con un hombre temido y su vida siguió adelante sin que se cumpliesen el horror y dolor que había imaginado. La madre enseñará a su hija que el amor y el afecto no duran; que es mejor casarse con un miembro de una familia que conozcamos. Y también hay hombres, como mi padre, que basan las decisiones sobre el matrimonio de sus hijas en razones de ganancias económicas o personales, y no existe una instancia superior ante quien apelar el veredicto. Pese a sus sueños íntimos, a su belleza y a su inteligencia, Sara no fue al fin más que un peón en los planes de mi padre para mejorar su fortuna. Haber visto de cerca las penas de mi adorada hermana me llenó de una nueva determinación: mi idea era la de que nosotras, las mujeres deberíamos tener voz y voto en la decisión última de unos asuntos que alteraban nuestra vida para siempre. Y a partir de entonces empecé a vivir, respirar y conspirar para conseguir en mi tierra los derechos de las mujeres, a fin de que pudiésemos vivir con dignidad y realizarnos plenamente, cosas a las que el varón tiene derecho desde el nacimiento.