MI HERMANA SARA

Me sentía muy desgraciada, porque Sara, mi hermana predilecta, estaba llorando en los brazos de mamá. Es la novena hija viva de mis padres y me lleva tres años. Sólo nos separa Alí. Era el decimosexto cumpleaños de Sara y debía haber irradiado felicidad, pero mamá acababa de comunicarnos las malas noticias dadas por nuestro padre.

Sara llevaba velo desde su primer período, hacía dos años. El velo la marcaba como no-persona y ella pronto dejó de hablar de los sueños de su infancia de llegar a ser alguien en la vida. Y se fue distanciando de mí, su hermana menor, pues todavía faltaba algún tiempo para que yo me pusiera el velo. El frío distanciamiento de Sara hizo vagar mi imaginación por los felices recuerdos de la infancia que compartí con ella. Y de súbito me resultó evidente que la felicidad sólo se aprecia en contraste con la desgracia, pues nunca supe lo felices que habíamos sido hasta que tuve que enfrentarme con la desgracia de Sara.

Ella era hermosa, mucho más bonita que yo o que cualquiera de sus otras hermanas. Su gran belleza se había convertido en una maldición, pues muchos hombres habían sabido de ella por sus madres o sus hermanas y ahora querían casarse con ella. Sara era alta y delgada, y su cutis, blanco y sedoso. Sus grandes ojos castaños brillaban sabiendo que todos cuantos la veían admiraban su belleza. Y su larga cabellera negra era la envidia de sus hermanas.

Pese a su belleza natural era genuinamente dulce, y todos los que la conocían la querían. Por desgracia, Sara no sólo se ganó la maldición que va unida a la gran belleza, sino que además era excepcionalmente inteligente. En nuestro país, las mujeres inteligentes tienen asegurado un futuro de pesar, pues no tienen en qué emplear la inteligencia.

Sara deseaba estudiar arte en Italia y ser la primera en abrir una galería de arte en Jiddah; había estado trabajando por este objetivo desde los doce años. Su habitación estaba abarrotada de libros sobre los grandes maestros. Sara hacía volar mi imaginación con sus descripciones del magnífico arte europeo. Justo antes del anuncio de su boda, cuando me hallaba saqueando en secreto sus habitaciones, vi una lista de los lugares que planeaba visitar en Florencia, Venecia y Milán.

Con mucho pesar me enteré de que los sueños de Sara no se cumplirían jamás. Y aun cuando es cierto que en mi país la mayoría de los matrimonios los traman en las familias las mujeres de más edad, en la nuestra quien tomaba las decisiones en todos los terrenos era mi padre. Mucho tiempo atrás había decidido que su hija más bella se casaría con un hombre de gran alcurnia y riqueza.

Y el hombre con quien había decidido casar a su hija más deseable era miembro de una familia prominente de comerciantes de Jiddah que quería beneficiarse de la influencia financiera de nuestra familia.

El novio fue escogido sólo por negocios del pasado y del futuro. Tenía sesenta y dos años y Sara iba a ser su tercera esposa. Aunque ella no había visto jamás al viejo, él se había enterado de su gran belleza por las mujeres de su familia y estaba ansioso por fijar la fecha de la boda. Mamá había intentado intervenir en favor de Sara pero, como siempre, la respuesta de mi padre careció de emoción alguna por las lágrimas de su hija.

Y ahora Sara se había enterado de que iban a casarla. Mamá me había ordenado abandonar la estancia, pero me había dado la espalda y la engañé haciendo ruido de pasos y dando un portazo. Me deslicé dentro del armario y lloré en silencio mientras mi hermana insultaba a nuestro padre, nuestra tierra y nuestras costumbres. Gritaba tanto que me perdí muchas de sus palabras, aunque la entendí muy bien cuando dijo que estaba segura de que la sacrificaban como una oveja.

Mamá lloraba también, pero no tenía palabras de consuelo para Sara, pues sabía que su marido tenía el pleno derecho de disponer de sus hijas para casarlas con quien quisiera. De sus diez hijas, seis ya se habían casado con hombres no elegidos por ellas, y mamá sabía que las cuatro restantes seguirían aquel sombrío destino; que no había poder en la tierra capaz de impedirlo.

Mamá me oyó lloriquear en el armario. Al verme, agitó la cabeza entrecerrando los ojos, aunque no hizo ningún esfuerzo para que saliera. Me dijo que trajera toallas frías y luego su atención volvió a centrarse en Sara. A mi regreso le aplicó las toallas en la cabeza a Sara, calmándola para que durmiera.

Después tomó asiento y contempló a su hija menor durante muchos minutos; finalmente se levantó y con un triste y largo suspiro, me tomó de la mano y me llevó a la cocina. Aunque no era hora de comer y la cocinera dormía la siesta, mamá me preparó un pedazo de tarta y un vaso de leche fría. En aquel tiempo yo tenía trece años, aunque era menuda para mi edad, y ella me acunó un buen rato.

Por desgracia las lágrimas de Sara sólo sirvieron para endurecer el corazón de mi padre. La sorprendí suplicándole. En su dolor, estaba tan fuera de sí que acusó a nuestro padre de odiar a las mujeres. Y le escupió un verso de Buda: «La victoria alimenta el odio, pues los vencidos no son felices…». Nuestro padre, rígido de cólera, se dio vuelta y abandonó la habitación. Ella se lamentó a su espalda clamando que hubiera sido mejor no haber nacido, que su pena era una carga excesiva. Con una voz horrible, nuestro padre respondió diciendo que adelantaría la fecha de la boda para acortar su dolor.

Por lo general, nuestro padre venía a nuestra villa una noche de cada cuatro. Los hombres de fe musulmana casados con varias esposas pernoctan alternadamente en cada una de sus casas para dedicar a cada una de sus esposas y familias el mismo tiempo. Y cuando un hombre se niega a ver a su esposa e hijos se produce una situación muy seria, una especie de castigo. Nuestra casa se hallaba en tal estado de alboroto por los sufrimientos de Sara, que nuestro padre instruyó a mamá —que era la primera mujer y, por lo tanto, la esposa con mando—, para que notificara a sus otras tres esposas que él visitaría en rotación sus casas (y no la nuestra) cada tres noches.

Antes de abandonar nuestra casa le dijo secamente a mamá que curase a su hija de sus febriles enojos y que la guiase pacíficamente a su destino, que en palabras de él era el de «una obediente esposa y buena madre».

Apenas recuerdo las bodas de mis otras hermanas. Me acuerdo vagamente de sus lágrimas, pero era tan pequeña que el trauma emocional del matrimonio con un extraño no había podido entrar en mi cabeza. Pero aún hoy puedo cerrar los ojos y traer a mi mente todos los detalles de los acontecimientos que ocurrieron los meses anteriores a la boda de Sara, de la boda en sí, y de los tristes sucesos que se desarrollaron durante las semanas siguientes.

Yo tenía la reputación de ser una niña difícil, la hija que con mayor frecuencia ponía a prueba la paciencia de mis padres. Deliberada y temerariamente, creaba estragos en casa. Era quien echaba arena al motor del Mercedes nuevo de Alí; quien birlaba dinero de la billetera de mi padre; quien enterraba la colección de monedas de oro de Alí en el patio trasero; quien liberaba de sus vasijas a unas serpientes verdes y unos espantosos lagartos para soltarlos en la piscina familiar mientras Alí flotaba sobre ella dormitando en su colchoneta.

Sara era la hija perfecta, de silenciosa obediencia, y en los trabajos escolares había obtenido las mejores notas. Aun cuando a mí, pese a quererla con locura, me parecía débil. Pero Sara nos sorprendió a todos durante las semanas que precedieron a su boda. Al parecer tenía una fuerza oculta para el valor, pues visitó a diario el despacho de nuestro padre llevándole anuncios de que no iba a casarse. Incluso llegó a llamar a la oficina del hombre con quien habían programado casarla, y le había dejado a su secretaria india un tremendo mensaje que decía que ella, Sara, lo tenía por un viejo desagradable, y que debería casarse con mujeres y no con niñas. Naturalmente, la secretaria india creyó que era mejor no entregarle aquel mensaje a su jefe, en ningún concepto. ¡Pero Sara, muy decidida, volvió a llamar y quiso hablar personalmente con él! Le dijeron que no estaba en el despacho, y que pasaría varias semanas en París. Harto de la conducta de Sara, nuestro padre mandó desconectar los teléfonos y Sara fue confinada a sus habitaciones.

Y la sombría realidad que aguardaba a Sara se abrió ante ella; y llegó el día de la boda. Los días de lamentarse inquieta no habían disminuido en nada su belleza. Si acaso parecía más bella, casi traslúcida, como una criatura celestial que no hubiera sido hecha para este mundo. Como había adelgazado los negros ojos, cuyos rasgos parecían cincelados, le dominaban el rostro; la profundidad de su mirada no tenía fin y a través de sus enormes pupilas negras pude verle el alma. Y vi miedo en ella.

Nuestras hermanas mayores y algunas primas y tías llegaron muy temprano el día de la boda para preparar a la novia para el novio. Mi indeseada presencia escapó a la atención de las mujeres, pues permanecí como de piedra en un rincón del gran vestidor que había sido convertido en la habitación donde preparaban a la novia.

Había allí no menos de quince mujeres atendiendo los menores detalles de la boda. La primera ceremonia, el halawa, la ofició mamá con la tía de más edad. A Sara tuvieron que depilarle todo el pelo del cuerpo, salvo el cabello y las cejas, una mezcla especial de azúcar, agua de rosas y zumo de limón con la que deberían rociarle el cuerpo hervía ahora en la cocina a fuego lento. Cuando la fina mezcla secara sobre su cuerpo se la arrancarían, y el vello de Sara saldría pegado a la mezcla. El aroma era muy dulce, pero los aullidos de dolor de Sara me hicieron estremecer.

Prepararon la alheña para la última aspersión sobre los exuberantes rizos de Sara a fin de que su pelo brillase con bellísimos reflejos. Las uñas se las pintaron de un rojo brillante (el color de la sangre, reflexioné sombría). El vestido de novia, de encaje rosa, colgaba junto a la puerta. El indispensable collar de diamantes y la pulsera y los pendientes haciendo juego estaban apilados sobre el tocador. Aunque hacía varias semanas que el novio había mandado las joyas como presente de boda, Sara ni siquiera había abierto los estuches.

Cuando una novia saudí es feliz, su vestidor se llena de risas y de animados comentarios sobre el acontecimiento. En la boda de Sara el humor era sombrío; quienes la atendían, igual podrían haberse hallado preparando su cuerpo para la tumba. Todo el mundo hablaba en susurros y no había respuestas de Sara. La vi muy hundida, en contraste con las fogosas reacciones de las semanas anteriores. Más tarde entendería su actitud, aquel estado de trance.

Temeroso de que la novia deshonrase el nombre de la familia gritando sus objeciones o, incluso, insultando al novio, mi padre había dado órdenes a uno de los médicos paquistanís de palacio para que inyectase a Sara durante todo el día fuertes sedantes. Luego averiguamos que el mismo médico le había dado al novio píldoras sedantes para Sara. Le contaron al novio que Sara era muy nerviosa y que estaba muy emocionada por la boda, y que aquel medicamento era para el estómago. Y ya que el novio nunca había visto a Sara, en los siguientes días debió suponer que se trataba de una muchacha inusualmente dócil y silenciosa. Aunque en mi país muchos viejos se casan con chicas muy jóvenes y estoy segura de que están acostumbrados al terror de sus jóvenes novias.

Un redoble de tambores señaló la llegada de los primeros invitados. Por fin las mujeres había terminado con Sara. Le habían deslizado la delicada túnica por la cabeza, subido el cierre y calzado las babuchas rosas. Mamá le colocó el collar de diamantes alrededor del cuello. En voz alta comenté que el collar parecía un nudo corredizo. Una de mis tías me dio un chirlo y otra me retorció la oreja, pero Sara no dejó escapar ni un sonido. Todas la miramos en asustado silencio; sabíamos que ninguna novia podía haber sido más bonita.

En el patio trasero habían levantado una gran carpa para la ceremonia. Los jardines estaban inundados de flores traídas de Holanda. Las miles de lámparas de colores suspendidas hacían que los jardines quedasen realmente espectaculares. Ante tanto esplendor olvidé por unos momentos lo sombrío de la situación.

La carpa rebosaba ya de invitados. Mujeres de la realeza, que literalmente se doblaban bajo el peso de sus diamantes, rubíes y esmeraldas, compartían un acontecimiento de sociedad con los plebeyos, algo poco común. A las mujeres saudís de clase humilde se les permite ver nuestras bodas siempre que se cubran el rostro con el velo y no confraternicen con los personajes de sangre real. Una de mis amigas me contó que a veces los hombres se cubren con un velo y se unen a esas mujeres para poder contemplar nuestros rostros prohibidos. Por supuesto, a los invitados varones se los atendía en un importante hotel de la ciudad y disfrutaban de unos festejos iguales a los de las invitadas: podían comer, charlar y bailar.

En Arabia Saudí los hombres celebran las fiestas en un local y las mujeres en otro. Los únicos hombres a quienes se permitía reunirse con las mujeres en las fiestas eran el novio, su padre, el padre de la novia y un sacerdote para que oficiara la breve ceremonia. En este caso el padre del novio había fallecido, por lo que, llegado el momento, sólo nuestro padre acompañaría al novio para que éste pudiese pedirle la novia.

De súbito los sirvientes y los esclavos empezaron a destapar los alimentos. Hubo rápidos desplazamientos hacia el festín. Las invitadas con velo fueron las primeras en asaltar las viandas; aquellas pobres mujeres engullían la comida bajo sus velos. Otras invitadas empezaron a probar salmón ahumando de Noruega, caviar ruso, huevos de codorniz y otras exquisiteces de gourmet. Cuatro mesas enormes temblaban bajo el peso de los manjares: el aperitivo se hallaba a la izquierda, los platos fuertes en el centro y los postres a la derecha, y aparte, a un lado, los refrescos. Naturalmente, no había alcohol a la vista, aunque muchas invitadas de la realeza llevaban unos enjoyados frasquitos en sus bolsos. De vez en cuando se retiraban entre risas a los servicios para echar un traguito.

Unas bailarinas de la danza del vientre venidas de Egipto se desplazaron al centro de la carpa. La multitud de mujeres de todas las edades guardó silencio y contempló los movimientos de las bailarinas con intereses encontrados. Ésa era mi parte predilecta de las bodas, pero muchas de las mujeres parecían hallarse incómodas ante aquella exhibición erótica. Nosotros, los saudís, nos lo tomamos todo demasiado en serio, y contemplamos con suspicacia la diversión y las risas. Pero quedé muy sorprendida cuando una de mis tías de más edad, plantándose en medio del gentío, se unió a los meneos de las bailarinas. Era sorprendentemente hábil, aunque oí el murmullo de desaprobación de muchas de mis parientas.

Una vez más el redoble de los tambores llenó el aire y comprendí que le tocaba aparecer a Sara. Todas las invitadas miraron hacia la entrada de la villa con expectación. No hacía mucho que las verjas se habían abierto por completo y Sara, acompañada por nuestra madre a un lado y una tía al otro, fue escoltada hasta el pabellón.

Desde la última vez que había visto a mi hermana, habían dispuesto sobre su rostro un velo como una nube rosa, que sujetaba en su lugar una tiara de rosadas perlas. El diáfano velo no hacía más que realzar su extremada belleza; se oyó un rumor cuando las invitadas manifestaron su aprobación por su aspecto debidamente angustiado. Al fin y al cabo, una joven novia virgen debe aparentar su papel: estar asustada hasta lo más íntimo de su ser.

Docenas de parientes invitadas seguían tras ella, llenando el aire del sonido del desierto para las algazaras y las fiestas: el chillido tembloroso que las mujeres producen chasqueando la lengua contra el paladar. Otras mujeres se unieron al coro con sus chillidos. Sara se tambaleaba, aunque mamá la mantenía en pie.

Mi padre y el novio no tardaron en hacer su aparición. Yo ya sabía que el novio era mayor que mi padre, pero a la primera ojeada sentí que me rebelaba decididamente. A mis ojos infantiles me pareció un anciano, y pensé que se parecía mucho a una comadreja. Y se me encogió el estómago ante la idea de sus contactos físicos con mi tímida y sensible hermana.

El novio tenía una expresión lasciva al levantar el velo de Sara. Ella estaba demasiado drogada para reaccionar; y permaneció inmóvil frente a su nuevo dueño. La auténtica ceremonia de la boda había tenido lugar muchas semanas antes; y ninguna mujer estuvo presente. En aquella ceremonia nupcial sólo habían tomado parte hombres, pues se trataba de la firma de contratos de dote e intercambio de documentos legales. Hoy se dirían las pocas palabras que completarían el rito de la boda.

El sacerdote miraba a mi padre al pronunciar las palabras rituales diciendo que Sara se casaba con el novio en compensación de la dote convenida. Luego miró al novio que, en respuesta, replicó que aceptaba a Sara por esposa y que a partir de aquel momento ella se hallaría bajo su protección y cuidado. Ninguno de los hombres miró ni una sola vez a la novia durante la ceremonia.

Con la lectura de algunos pasajes del Corán el sacerdote bendijo entonces el enlace de mi hermana. De pronto las mujeres se pusieron a chillar y producir con sus lenguas el ululante sonido del desierto. ¡Sara estaba casada! Los hombres se miraron, contentos y sonrientes. Sara permanecía inmóvil, y el novio sacó una bolsita del bolsillo de su adornada camisa y arrojó monedas de oro a los invitados. Me estremecí al verle aceptar con aire satisfecho las felicitaciones por su boda con una mujer tan bella. Luego asió el brazo de mi hermana y se apresuró a sacarla de allí.

Los ojos de Sara se me quedaron mirando al cruzarse ella en mi camino; yo comprendía que alguien tenía que ayudarla, aunque estaba segura de que nadie iba a hacerlo. Y de súbito recordé las palabras de Sara a nuestro padre: «la victoria alimenta el odio, pues los vencidos no son felices». En mi doloridamente no hallé consuelo sabiendo que el novio no encontraría jamás la felicidad en una unión tan amargamente injusta. Ningún castigo podía ser suficiente para él.