FAMILIA

Animada por Iffat, la esposa del rey Faisal, y pese a la resistencia de mi padre, mamá se las compuso para dar una educación a sus hijas. Durante muchos años mi padre se negó a considerar siquiera esa posibilidad. Mis cinco hermanas mayores no recibieron otra educación escolar que la de una institutriz que venía a casa, y sólo para hacerles memorizar el Corán. Seis tardes por semana, dedicaban dos horas a repetir las palabras de la profesora egipcia, Fátima, una mujer severa de unos cuarenta y cinco años. En una ocasión, ella pidió permiso a mis padres para ampliar la educación de mis hermanas a fin de que incluyese ciencias, historia y matemática. Mi padre respondió con un rotundo no, y el recital de las palabras del Profeta, y sólo sus palabras, continuó resonando por toda la casa.

Conforme pasaban los años, mi padre vio que muchas de las familias de la nobleza empezaron a permitir a sus hijas los beneficios de la educación. Con la llegada de la gran riqueza del petróleo, que liberó a casi todas las mujeres saudís (excepto campesinas y beduinas) de cualquier tipo de trabajo, el ocio y el aburrimiento se convirtieron en un problema nacional. Aunque los miembros de la nobleza fueran más ricos que la mayoría de los árabes, la riqueza propiciada por el petróleo facilitó a todos los hogares el tener criados venidos del este y de otras regiones pobres.

Los niños necesitan que se los estimule, pero mis hermanas y yo teníamos poco o nada que hacer, aparte de jugar en nuestras habitaciones o vagar por los jardines de las mujeres. No había dónde ir ni nada en que entretenerse, pues cuando yo era niña la ciudad ni siquiera tenía parques públicos ni zoológico.

Agotada por aquellas cinco hijas llenas de energía, mamá pensó que el colegio le daría un descanso, al tiempo que ampliaba nuestros horizontes. Y al fin, con la ayuda de tía Iffat, mamá consiguió que mi padre lo aceptase. Como consecuencia de ello las cinco hijas menores de nuestra familia, incluidas Sara y yo, disfrutamos de la nueva era de educación para las mujeres, aunque se nos brindara a regañadientes.

Las primeras clases nos las dieron en casa de una prima, miembro de la realeza. Siete familias saudís empleaban a una muchacha de Abu Dhabi, una ciudad de los Emiratos. Nuestro pequeño grupo de alumnas, dieciséis en total, se llamaba en aquella época Kutab, un entonces popular método de enseñanza de grupo para chicas. Todos los días nos reuníamos en casa de nuestra noble prima desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde, de sábado a jueves.

Fue allí donde mi hermana predilecta, Sara, mostró por vez primera su inteligencia. Era mucho más rápida que las chicas que la doblaban en edad. Incluso la profesora le preguntó si tenía estudios primarios, e hizo ademanes de admiración al enterarse de que carecía de ellos.

Nuestra institutriz había tenido la suerte de contar con un padre de ideas modernas que la mandó a estudiar a Inglaterra. A causa de su deformidad, pues era coja, no había encontrado a nadie que quisiera casarse con ella, por lo que eligió el camino de la libertad y de la independencia. Nos decía sonriendo que su pie deforme fue para ella un don de Dios para asegurarse de que su mente no se deformara también. Aun cuando vivía con nuestra real prima (era en Arabia) y sigue siendo impensable que una mujer viva sola, ganaba un salario y tomaba decisiones vitales sin influencia ajena.

Me gustaba, sencillamente porque era paciente y gentil cuando me olvidaba de hacer los deberes. A diferencia de Sara, yo no era una alumna modelo, y me encantaba que la profesora no mostrase gran disgusto por mis defectos. Me interesaba mucho más el dibujo que las matemáticas, y cantar más que rezar mis oraciones. A veces Sara me pellizcaba si me portaba mal, pero cuando yo aullaba mi desesperación interrumpiendo por completo la clase, ella me abandonaba a mis extravagancias. Desde luego, la institutriz se adaptaba a la perfección al nombre que le pusieran veintisiete años antes, Saquina, que en árabe significa «tranquilidad».

La señorita Saquina le dijo a mamá que Sara era la alumna más inteligente que jamás había tenido. Y al empezar yo a dar saltos y preguntarle a voces qué pensaba de mí, ella se tomó un largo tiempo para pensarlo antes de contestar; al fin, sonriendo abiertamente, replicó:

—Y Sultana seguro que será muy famosa.

Aquella noche, en la cena, mamá le contó con orgullo la anécdota a mi padre. Éste, visiblemente ufano, sonrió a Sara. Mamá resplandecía de contenta, pero entonces mi padre le preguntó, con gran crueldad, cómo era posible que una chica nacida de sus entrañas llegara a aprender. Tampoco le concedía ninguna contribución en el talento de Alí, que era el primero de su clase en un moderno instituto de enseñanza media de la ciudad. Sin duda, las proezas intelectuales de sus hijos las habían heredado únicamente de él.

Aún hoy, me estremezco de espanto al ver sumar o restar a mis hermanas mayores. Y le dedico una corta plegaria de gratitud a tía Iffat por haber cambiado la vida de tantas mujeres saudís.

En el verano de 193 2, tío Faisal viajó a Turquía, donde se enamoró de una muchacha extraordinaria que se llamaba Iffat al Zunayán. Al oír ésta que el joven príncipe saudí estaba visitando Constantinopla, su madre y ella acudieron a él para hablarle de una finca que había sido de su padre, ya muerto, y cuya propiedad se hallaba en litigio. (Originariamente los Zunayán eran saudís, pero habían pasado a manos turcas durante el largo dominio de la zona por los otomanos). Impresionado por la belleza de Iffat, Faisal los invitó, a ella y a su madre, a visitar Arabia para resolver el malentendido acerca de la finca. Y no sólo le dio la propiedad, sino que se casó con ella. Mi madre decía que tío Faisal había ido de mujer en mujer como un poseso hasta que conoció a Iffat.

Durante el reinado de tío Faisal, Iffat fue el motor para conseguir la educación de las muchachas. Sin su esfuerzo, hoy a las mujeres todavía no se las admitiría en las aulas de Arabia. Yo sentía admiración por su fuerte carácter y afirmaba que quería llegar a ser como ella. Incluso tuvo el valor de contratar una institutriz inglesa para sus hijas, quienes, pese a su sangre real, resultaron ser las menos apegadas a las riquezas.

Por desgracia, a muchos de sus nobles primos los arrastró la súbita riada de la prosperidad. Mamá solía decir que los beduinos habían sobrevivido al desnudo vacío del desierto, pero que no sobreviviríamos a la enorme riqueza de los campos petrolíferos. Para la mayoría de los saudís más jóvenes, las calladas gestas de la mente y las piadosas creencias religiosas de sus padres no poseían ningún atractivo. Estoy convencida de que la vida fácil ha significado la decadencia de los muchachos de aquella generación, y que sus grandes fortunas les han quitado la ambición y las satisfacciones verdaderas. Seguramente la debilidad de nuestra monarquía, la de Arabia Saudí, se deba a nuestro apego por el despilfarro. Temo que éste sea nuestra perdición.

La mayor parte de mi infancia la pasé viajando por mi tierra, de una ciudad a otra. Por las venas de todos los saudís corre la nómada sangre beduina y en cuanto regresan de un viaje empiezan a preparar el siguiente. Nosotros, los saudís, aunque ya no poseamos ovejas a las que apacentar, no podemos dejar de buscar pastos más verdes.

Riyadh era la sede del gobierno, aunque a ningún miembro de la familia saudí le gustaba particularmente la ciudad: sus quejas acerca de la monotonía de la vida en Riyadh no tenían fin. Era demasiado seca y calurosa; los religiosos se tomaban demasiado en serio a sí mismos y las noches eran demasiado frías. La mayor parte de la familia prefería Jiddah o Al Táif. Jiddah, con sus viejos puertos, estaba más abierta a los cambios y a la moderación. Allí, con las brisas marinas, todos respirábamos mejor.

Los meses de diciembre a febrero generalmente los pasábamos en Jiddah. A Riyadh regresábamos para los meses de marzo, abril y mayo. Los calores de los meses veraniegos nos llevaban a los montes de At Táif de junio a setiembre; entonces se producía la vuelta a Riyadh para pasar allí octubre y noviembre. Y, naturalmente, pasábamos el mes del Ramadán y dos semanas del Haj en La Meca, nuestra ciudad santa.

En 1968, año en que cumplí los doce, mi padre se había convertido en un hombre extraordinariamente rico. Pese a su riqueza, era uno de los saudís menos despilfarradores. Aunque eso no le impidió edificar, para cada una de sus cuatro familias, cuatro palacios, en Riyadh, Jiddah, At Táif y España. Los palacios eran exactamente iguales, incluso en los muebles y en el color de sus alfombras. Mi padre odiaba los cambios y quería sentirse como si siguiera en el mismo hogar aún después de viajar de una ciudad a otra. Recuerdo que a mamá le ordenó comprar cada cosa por cuadruplicado, incluso la ropa interior de sus hijos. No quería que los suyos tuvieran que molestarse en hacer las maletas. Entrar en mis habitaciones de Jiddah o At Táif y ver que eran las mismas de Riyadh, con ropas idénticas colgando en armarios idénticos, me parecía mágico. De todos mis libros y juguetes se compraban cuatro ejemplares, y se dejaba uno en cada uno de los palacios.

Mamá rara vez se quejaba, pero cuando mi padre le compró cuatro Porches rojos idénticos a mi hermano Alí, que por aquel entonces tenía sólo catorce años, declaró a voces que era una vergüenza aquel despilfarro habiendo tantos pobres en el mundo. Pero en lo que se refería a Alí no se ahorró jamás.

Cuando cumplió los diez años, Alí recibió su primer reloj de oro Rolex. Aquello me disgustó de un modo especial, pues yo le había pedido a mi padre una gruesa pulsera de oro que vi en el zoco, y él había rechazado ásperamente mi petición. Dos semanas después de que Alí recibiera su Rolex, vi que lo había dejado en una mesa junto a la piscina. Llevada por los celos, hice añicos el reloj con una piedra.

Por una vez no se descubrió mi travesura, y sentí una gran satisfacción viendo que mi padre soltaba una reprimenda a Alí por no ser cuidadoso con sus pertenencias. Ala semana o poco más, naturalmente, le regalaron a Alí otro Rolex de oro, y volvió mi resentimiento infantil y mis ganas de vengarme.

A menudo me habló mamá de mi odio por mi hermano. Mujer sagaz, veía el fuego en mis ojos incluso cuando yo me sometía a lo inevitable. Por ser la menor de la familia, fui yo a quien mamá, mis hermanas y los demás parientes mimaron más. Cuando lo pienso, me cuesta negar que me malcriaron más allá de lo imaginable. Porque era menuda para mi edad, en contraste con el resto de mis hermanas, que eran altas y robustas, toda mi infancia fui tratada como un bebé. Mis hermanas eran silenciosas y contenidas, como correspondía a las princesas saudís. Yo era escandalosa y desobediente, y me importaba muy poco mi imagen real. ¡Cómo habré puesto a prueba su paciencia! Pero, incluso hoy, a la menor señal de peligro, cualquiera de mis hermanas saldría inmediatamente en mi ayuda.

Por contraste, para mi padre yo sólo representaba uno más de sus muchos disgustos. Por consiguiente pasé mi niñez tratando de ganarme su afecto. Y finalmente, perdida la esperanza de conquistar su amor, quise atraer ruidosamente su atención como fuera, incluso en forma de castigo por mis travesuras. Imaginé que si me miraba muchas veces, al fin reconocería mis rasgos singulares y acabaría por querer a su hija aunque siguiese amando a Alí. Pero resultó que mis maneras pendencieras aseguraron el pase de la indiferencia a la franca antipatía.

Mamá aceptaba el hecho de que la tierra donde habíamos nacido estuviese destinada a la separación de los sexos. Niña aún, con el mundo abriéndose ante mí, yo todavía tenía que llegar a esa conclusión.

Pensándolo ahora supongo que Alí habrá tenido, junto a su lado malo, un aspecto bueno, aunque entonces me resultara muy difícil ver otra cosa que su gran defecto: Alí era cruel. Yo lo veía burlarse de Sami, un hijo anormal del jardinero. El pobrecito tenía unos brazos larguísimos y piernas deformes. Al andar quedaba realmente muy ridículo. A menudo, cuando los amiguitos de Alí venían a casa, él llamaba al pobre Sami y le mandaba andar con su «paso de mono». Nunca se fijó en la patética expresión de Sami ni en las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

Cuando Alí se topaba con garitos, los encerraba lejos de la gata madre y aullaba de satisfacción al ver que ésta intentaba en vano alcanzarlos. En casa nadie se atrevía a castigar a Alí, pues nuestro padre no veía mal alguno en sus crueles maneras.

Tras una charla especialmente conmovedora con mamá, rogué por mis sentimientos por Alí y decidí tratar de manejar a mi hermano a la manera «saudí», en vez de enfrentarme a él. Además, mamá utilizaba los deseos de Dios como trampolín, y utilizar a Dios siempre ha sido una fórmula admirable para convencer a los niños de que cambien. En los ojos de mamá vi finalmente que mis métodos desembocarían en una senda espinosa.

Pero antes de que transcurriera una semana mis buenas intenciones se vieron frustradas por el ruin comportamiento de Alí. Mis hermanas y yo encontramos un cachorro que evidentemente había perdido a su madre y lloriqueaba de hambre. Embargadas de emoción por nuestro hallazgo, corrimos a recoger y calentar leche de cabra y nos turnamos para alimentarlo. A los pocos días el cachorro estaba gordo y robusto. Lo envolvimos en trapos e incluso le enseñamos a sentarse en nuestro cochecito.

Aunque es verdad que a la mayoría de los musulmanes no les gustan los perros, es raro hallar a alguien capaz de hacerle daño a una cría, de la especie que sea. E incluso una devota musulmana como nuestra madre sonreía ante las bufonadas del cachorro.

Una tarde llevábamos a Basem (que en árabe significa «rostro sonriente») en un cochecito, cuando acertó a pasar Alí con sus amigos. Notando la excitación de éstos al ver al perrito, Alí decidió que el cachorro fuese suyo. Mis hermanas y yo luchamos y gritamos cuando él trató de arrancárnoslo de las manos. Al oír la conmoción, nuestro padre salió de su estudio y, cuando Alí le dijo que quería el cachorro, él ordenó que se lo entregásemos. Nada de cuanto dijimos o hicimos pudo cambiar la decisión de nuestro padre; Alí quiso el cachorro y Alí tuvo el cachorro. Las lágrimas corrían por nuestras mejillas cuando Alí se alejó muy contento con Basem pegado a sus pies. Se había perdido para siempre la posibilidad de amar a mi hermano, y mi odio se endureció al enterarme de que enseguida se hartó de los lloriqueos de Basem y que, yendo un día en coche a ver a unos amigos, había arrojado al cachorro por la ventana en plena marcha.