Alí me arrojó al suelo de un bofetón, pero yo me negué a entregarle la reluciente manzana roja que acababa de darme la cocinera paquistaní. El rostro de Alí empezó a congestionarse de cólera al echarme yo sobre la manzana y comenzar a darle grandes mordiscos, bocados que tragaba sin masticar. Al negarme a ceder a su masculina prerrogativa de superioridad había cometido una grave falta y sabía que muy pronto iba a sufrir las consecuencias. Alí me propinó un par de puntapiés y corrió en busca del chofer de mi padre, el egipcio Omar. Mis hermanas temían a Omar casi tanto como a Alí o a mi padre, por lo que desaparecieron, dejando que me enfrentase sola a la cólera combinada de los hombres de la casa.
Poco después apareció Omar, seguido de Alí, y ambos cruzaron a la carrera la verja lateral. Sabía que iban a ganar ellos, pues mi corta vida era ya rica en precedentes. A edad muy temprana había aprendido que cualquier deseo de Alí tenía que ser satisfecho sin demora. Y sin embargo engullí el último bocado de manzana al tiempo que dirigía a mi hermano una mirada de triunfo.
Debatiéndome inútilmente en las enormes manos de Omar, fui llevada en vilo al estudio de mi padre. Éste apartó a regañadientes su mirada del negro libro mayor y la dirigió irritado a su omnipresente e indeseada hija, a la vez que le abría los brazos a su primogénito, aquel tesoro incomparable.
Y a Alí le fue permitido hablar, mientras que a mí se me prohibió replicar. Transida del deseo de ganarme el amor y la aprobación de mi padre, mi valor renació de pronto. Y proclamé a voces la verdad sobre el incidente. Mi padre y mi hermano quedaron atónitos y mudos ante mi arrebato, pues las mujeres de mi tierra se han resignado a un mundo severo que las censura cuando ellas exponen sus opiniones. A temprana edad aprenden que es preferible la manipulación al enfrentamiento. Ya se ha extinguido el fuego en los corazones de las antaño orgullosas y feroces beduinas, en su lugar sólo quedan una mujeres débiles que poco se les parecen.
Al oír el sonido de mi propia voz, sentí un retortijón de miedo. Cuando mi padre se levantó de la silla me temblaron las piernas y vi el movimiento de su mano, aunque no sentí la bofetada en mi rostro.
Como castigo, a Alí le dieron todos mis juguetes. Y para que yo aprendiera que los hombres eran mis dueños, mi padre ordenó que Alí sería el único que podría llenarme el plato en las comidas. El victorioso Alí me daba las raciones más pequeñas y los peores trozos de carne. Todas las noches me acostaba hambrienta, pues Alí dispuso que apostaran un guardia ante mi puerta con la orden de que no me dejase recibir comida de mi madre ni de mis hermanas. Para mofarse de mí, mi hermano entraba en mi habitación a media noche cargado de humeantes fuentes que emanaban un delicioso olor a pollo asado y a arroz caliente.
Al fin Alí se hartó de atormentarme, pero desde entonces (él tenía nueve años) fue mi enemigo predilecto. Aunque yo sólo tuviera siete, a consecuencia del «incidente de la manzana» advertí por primera vez que yo era una hembra encadenada a varones libres del peso de una conciencia. Vi cuán alicaídas andaban mi madre y mis hermanas, pero seguí fiel a mi optimismo y jamás dudé de que algún día triunfaría y mi dolor se vería recompensado con la auténtica justicia. Por tal determinación fui, desde mi más tierna edad, la causa de los problemas de la familia.
Pero en mi infancia también hubo alegrías. Las horas más felices las pasé en casa de una tía de mi madre, entonces ya viuda y demasiado mayor para merecer la atención de los hombres; una mujer dichosa y rebosante de maravillosos relatos de su juventud sobre los días de las batallas tribales. Había sido testigo del nacimiento de nuestra nación y nos hipnotizaba con los relatos del valor del rey Abdul Aziz y sus seguidores. Sentadas con las piernas cruzadas sobre alfombras orientales de incalculable valor, mis hermanas y yo picoteábamos en fuentes llenas de dulces de dátil y pasteles de almendras, sumidas en la rememoración de las grandes victorias de nuestros antepasados. Contando el valor de los saudís en la batalla, mi tía inspiraba en mí un nuevo orgullo familiar.
En 1891 la familia de mi madre había acompañado a los saudís en su huida de Riyadh, cuando fueron derrotados por el clan de los Raschid. Diez años después, los hombres de su familia volvieron con Abdul Aziz para recobrar sus tierras. El hermano de mi tía luchó junto a Abdul Aziz; aquella muestra de lealtad aseguró la entrada de mi familia en el seno de la realeza con el matrimonio de sus hijas. El escenario estaba preparado para mi destino de princesa.
En mi infancia, la mía era una familia privilegiada, aunque no rica. Las rentas de la producción del petróleo aseguraban comida abundante y cuidados médicos, cosa que en aquellos tiempos parecían el mayor de los lujos de nuestra historia.
Vivíamos en una gran villa hecha de bloques de cemento, blancos como la nieve. Todos los años las tormentas de arena convertían el blanco en ocre, pero los esclavos de mi padre volvían a pintar debidamente de blanco los bloques oscurecidos. Los muros de diez metros de altura que rodeaban nuestros jardines se conservaban del mismo modo. Creí sin más que el hogar de mi infancia era una casa de nivel occidental, aunque al mirar atrás ahora la vea sólo como una morada sencilla, en vista de la actual posición económica de la familia real saudí.
Cuando niña creía que nuestra casa era demasiado grande para contener calor de hogar. Los largos pasillos eran oscuros e inhóspitos; a ellos daban habitaciones de todos los tamaños y formas que ocultaban los secretos de nuestras vidas. Mi padre y Alí vivían en los alojamientos de los hombres, en el segundo piso. Yo solía asomar por ellos con la curiosidad propia de la niña que era. Unas cortinas de terciopelo granate ocultaban la luz del sol. El olor a tabaco turco y a whisky impregnaba el pesado ambiente. Una ojeada tímida, y luego, a la carrera, debía regresar a los alojamientos de las mujeres, en la planta baja, donde mis hermanas y yo ocupábamos una gran ala. La habitación que compartía con Sara quedaba frente al jardín privado de las mujeres. Mamá había mandado pintar la habitación de un tono amarillo brillante, por lo que tenía el brillo de la vida, lo que la diferenciaba del resto de la villa.
Los criados y esclavos de la familia vivían en un edificio aparte, al fondo del jardín, en pequeños aposentos faltos de aire. Aunque nuestra casa disponía de aire acondicionado, los alojamientos del servicio estaban mal equipados para soportar el caluroso clima del desierto. Recuerdo que las doncellas y los choferes extranjeros solían hablar de su temor a la hora de dormir. Su único alivio para el calor era la leve brisa generada por pequeños ventiladores eléctricos. Papá decía que si dotaba sus alojamientos de aire acondicionado querrían dormir todo el día.
Sólo Omar dormía en un cuartito del edificio principal. Un largo cordón dorado pendía en la entrada principal de nuestra casa. Ese cordón se hallaba conectado a un cencerro dispuesto en la habitación de Omar. Cuando lo necesitaban, lo llamaba el repiqueteo de aquella campanilla; su tañido, de día o de noche, hacía que Omar se levantara y acudiera a la puerta de mi padre. Debo admitir que en muchas ocasiones toqué la campanilla durante las siestas de Omar, o en plena noche. Y luego, con los pulmones a punto de estallarme, corría a echarme en mi cama y permanecía muy quieta, como una niña inocente profundamente dormida. Una noche, cuando corría hacia la cama, mi madre me aguardaba. Con el disgusto grabado en el rostro por las fechorías de su hija más pequeña, me retorció las orejas y me amenazó con contárselo a papá. Pero nunca lo hizo.
Desde los tiempos de mi abuelo poseíamos una familia de esclavos sudaneses. Nuestra población esclava crecía de año en año con nuevos niños esclavos cuando papá volvía del Haj, la anual peregrinación a La Meca que hacen los musulmanes. Peregrinos de Sudán y Nigeria que asistían al Haj vendían sus hijos a saudís ricos para pagarse el viaje de regreso a su país. Una vez dejados al cuidado de mi padre, los esclavos no se compraban ni vendían al modo de los esclavos estadounidenses; participaban en nuestra vida hogareña y en los negocios de mi padre como si fueran suyos. Los niños eran nuestros compañeros de juegos y no se sentían siervos a la fuerza. En 1962, cuando el Gobierno liberó a los esclavos, nuestra familia sudanesa lloró de veras y suplicó a mi padre que los retuviera. Y siguen viviendo en la casa paterna.
Mi padre mantuvo vivo el recuerdo de nuestro bienamado rey Abdul Aziz. Hablaba de aquel gran hombre como si lo viera todos los días. A los ocho años, me impresionó vivamente enterarme de que el anciano rey hubiera muerto en 1953; ¡tres años antes de nacer yo!
Tras la muerte de nuestro primer monarca, el reino corrió un gran peligro, pues su hijo Saud, el sucesor nombrado por aquél, carecía, desgraciadamente, de las cualidades de un líder y dilapidó en palacios, coches y baratijas para sus esposas la mayor parte de la riqueza fruto del petróleo del país. El resultado fue que nuestra nueva nación se deslizó hacia el caos económico y político.
Recuerdo una ocasión, en 1963, en que los miembros de la familia gobernante se reunieron en nuestra casa. Por aquel tiempo yo era una niña de siete años, muy curiosa. Omar, el chofer de mi padre, apareció en el jardín dándose muchos aires y empezó a gritarles a las mujeres ordenándoles que subieran a sus habitaciones. Agitaba las manos hacia nosotras, como conjurando la casa para librarla de alimañas, y nos condujo literalmente como a un rebaño a un saloncito del fondo de las escaleras, Sara, la hermana que me precedía, iba rogándole a mamá que le permitiera ocultarse tras las celosías para entrever a nuestros gobernantes en pleno trabajo. Pues aun cuando solíamos ver a nuestros poderosos tíos y primos en reuniones familiares casuales, nunca nos hallábamos presentes cuando trataban importantes asuntos de Estado. Y durante el período menstrual y el correspondiente retiro, la separación de cualquier varón que no fuese el padre o los hermanos era instantánea y absoluta, naturalmente.
Vivíamos tan enclaustradas y tan aburridas que incluso mamá se compadecía de nosotras. Aquel día se unió a sus hijas, que espiaban desde el suelo del pasillo y a través de las celosías y escuchaban a los hombres que se hallaban en la gran sala del piso inferior. Por ser la menor, yo me senté en la falda de mi madre. Por precaución, ella me puso los dedos en los labios. Si nos hubieran sorprendido allí, mi padre se habría puesto furioso.
A mis hermanas y a mí nos cautivó el desfile de hijos, sobrinos y nietos del fallecido rey. Hombres altos con túnicas de mucho vuelo que se reunían en silencio, muy serios y con gran dignidad. La estoica faz del príncipe heredero Faisal atrajo nuestra atención. Incluso a mis infantiles ojos parecía triste y terriblemente agobiado. En 1963 todos los saudís eran conscientes de que el príncipe Faisal dirigía el país con gran tino, mientras que el rey Saud lo gobernaba con absoluta incompetencia. Se murmuraba que el reinado de Saud era sólo un símbolo de la unidad familiar ferozmente protegida. Se lo tenía por un arreglo anómalo, desleal con el país y con el príncipe Faisal, y de improbable duración.
El príncipe Faisal se mantenía apartado del grupo. Su voz habitualmente baja, se elevó por encima del clamor para preguntar si le permitirían hablar de asuntos graves para la familia y para el país. El príncipe temía que perdiéramos en muy poco tiempo el trono conquistado con tanto esfuerzo. Dijo que la gente de la calle se estaba hartando de los excesos de la familia real; que se hablaba no sólo de desposeer a su hermano Saud por decadente, sino de arrinconar a todo el clan saudí y elegir como sustituto en el liderazgo a un religioso.
El príncipe Faisal dirigió una severa mirada a los príncipes más jóvenes al afirmar que el abandono del estilo de vida tradicional de beduinos creyentes acabaría derribando el trono. Dijo que su corazón se hallaba sumido en la tristeza, pues pocos jóvenes de la familia real querían trabajar y la mayoría se contentaba con vivir de sus emolumentos mensuales procedentes del petróleo. Siguió una gran pausa mientras él aguardaba los comentarios de sus hermanos y demás parientes. Y al ver que no iba a haberlos, añadió que si él, Faisal, controlase la riqueza que proporcionaba el petróleo, les cortaría el chorro de dinero a los príncipes para que buscaran un trabajo honroso. Y señalando con la cabeza a su hermano Mohammed tomó asiento tras un suspiro. A través de la celosía observé el nervioso desasosiego de varios primos jóvenes. Y aunque la mejor mensualidad sólo fuera de diez mil dólares, los hombres saudís se enriquecían cada vez más a costa del país. Arabia es un país muy extenso y la mayoría de las propiedades pertenece a nuestra familia. Además, no se firma un solo contrato de construcción que no beneficie a alguno de nosotros.
El príncipe Mohammed, el tercero en edad de los hermanos vivos, empezó a hablar; por lo que pudimos colegir, el rey Saud se empeñaba en recobrar el poder absoluto que le habían quitado en 1958. Se rumoreaba que se hallaba en el campo, y que levantaba la voz contra su hermano Faisal. Era un momento desintegrador para la familia saudí, pues sus miembros siempre habían mostrado un frente común ante el pueblo árabe.
Recuerdo cuando mi padre contó el relato de por qué en la sucesión del trono se saltaron a Mohammed, el mayor de los hermanos después de Faisal. El viejo rey había dicho que si el temperamento de Mohammed se veía apoyado por el poder de la corona morían muchos hombres, pues de todos era conocido su carácter violento.
Mi atención volvió a la reunión a tiempo de oírle decir al príncipe Mohammed que la propia monarquía se hallaba en peligro; que entreveía la posibilidad de derrocar al rey y poner en su lugar al príncipe Faisal. El resoplido de asombro que dio Faisal fue tan fuerte que sofocó la voz de Mohammed. Faisal parecía llorar cuando habló quedamente. Dijo que le había prometido a su bienamado padre en el lecho de muerte que jamás se opondría a que gobernase su hermano y que no consideraría romper aquella promesa por ningún concepto, ni aun en el caso de que los saudís llevaran al país a la bancarrota. Si las conversaciones para derrocar a su hermano iban a ser el tema central de la reunión, entonces él, Faisal, se vería obligado a abandonarla.
Se oyó un zumbido de voces cuando los hombres de nuestra familia acordaron que Mohammed, el mayor de los hermanos después de Faisal, tratase de hacer entrar en razón a nuestro rey. Vimos a los hombres juguetear con sus tazas de café mientras hacían votos de lealtad al deseo de su padre de que todos los hijos de Abdul Aziz formaran un frente unido ante el mundo. Y, tras el tradicional intercambio de despedidas, vimos que los hombres abandonaban la sala con el mismo silencio con que habían entrado en ella.
Yo no podía imaginar que aquella reunión fuera el principio del fin del reinado de mi tío, el rey Saud. Cuando la historia salió a la luz, la familia contempló tristemente, con nuestros paisanos, cómo los hijos de Abdul Aziz se veían obligados a exiliar del país a uno de los suyos. Mi tío Saud había llegado a tal grado de desesperación que al fin mandó una nota amenazadora a su hermano el príncipe Faisal. Y esa acción selló su suerte, pues era absolutamente impensable que un hermano pudiese insultar o amenazar a otro. En las leyes no escritas de los beduinos los hermanos nunca se enfrentan entre sí.
Y una crisis febril hizo erupción en el seno de la familia y en todo el país. Aunque más tarde supimos que los prudentes planteamientos del príncipe heredero habían evitado la revolución buscada por el tío Saud. Él se había hecho a un lado con objeto de dejar a sus hermanos y al sacerdote decidir el mejor curso de acción para nuestro joven país. Y al hacerlo así le quitó hierro al drama personal, de modo que a los hombres de estado les resultó menos explosivo adoptar las decisiones apropiadas.
Dos días después nos enteramos, por una de las esposas de mi tío de la abdicación de Saud, pues aquellos días mi padre había estado fuera con sus hermanos y sus primos. Una de nuestras tías favoritas, casada con el rey Saud, irrumpió muy agitada en nuestra casa. Quedé estupefacta al ver que se levantaba el velo que le cubría el rostro ante nuestros sirvientes varones. Acababa de llegar de Nasriyah el palacio de desierto de tío Saud (un edificio que a mis ojos era el colmo de lo que se puede conseguir con dinero sin medida, y el ruinoso ejemplo de lo que iba mal en nuestro país).
Mis hermanas y yo nos apiñamos alrededor de mamá, pues la tía había perdido los estribos y acusaba a gritos a toda la familia. Se mostró singularmente colérica con el príncipe heredero, a quien culpó de la caída de su marido. Nos dijo que sus cuñados habían conspirado para apoderarse del trono que su padre le había dado a uno de su elección, a Saud. A voces nos dijo que el Ulema, el Consejo de Sacerdotes, se había presentado en palacio aquella misma mañana para informar a su marido que debía dejar sus funciones de rey.
Me sentía arrebatada por la escena que se desarrollaba ante mí, pues en nuestro mundo casi nunca presenciamos altercados. Lo nuestro es hablar suavemente y mostrarnos de acuerdo con quienes tenemos delante, y manejar después las dificultades en privado. Cuando nuestra tía, que era una mujer muy bella, de largos rizos negros empezó a tirarse del cabello y a destrozar los valiosos collares de perlas que adornaban su cuello, comprendí que se trataba de un asunto muy serio. Por fin mamá pudo calmarla lo suficiente para conducirla al salón y ofrecerle una taza de balsámico té. Mis hermanas se apiñaron ante la cerrada puerta tratando de oír sus cuchicheos. Yo me agaché para recoger las perlas, grandes y suaves. Y al ver que había puñados de ellas, las dejé en una jarra vacía del vestíbulo para que no se perdieran.
Mamá acompañó a nuestra llorosa tía a su Mercedes negro, y todas las observamos hasta que su chofer se llevó velozmente a su inconsolable pasajera. No volvimos a ver a nuestra tía jamás, pues acompañó a tío Saud y a su séquito al exilio. Pero mamá no olvidó advertirnos que no nos sintiéramos enojadas con tío Faisal, que nuestra tía hablaba de aquel modo porque estaba enamorada de un hombre amable y generoso, aunque un ser así no sea siempre el mejor gobernante. Nos dijo que tío Faisal iba a proporcionar a nuestro país años de prosperidad y estabilidad y que, al hacer eso, se ganaba el odio de los menos capacitados. Aunque según los niveles occidentales mi madre apenas había recibido educación, en verdad era una mujer muy sabia.