Me quedé de piedra, pero cuando la diminuta figura emergió de la oscuridad, me eché a reír.
—¡Punkin! —exclamé—. ¿Qué haces aquí fuera?
Estaba tan contenta de verlo, tan contenta de que fuera él y no Ron, que le di un abrazo. Con las patas me puso perdida de barro, pero me dio igual.
«Sam, tienes que tranquilizarte —me aconsejé a mí misma—. Ese deseo no podía hacerse realidad porque la Dama de la Esfera no está aquí con su bola mágica».
—¿Qué hace aquí Punkin? ¿Cómo ha podido salir? —preguntó Ron, que ya se acercaba con la pelota.
—Se ha debido escapar —contesté encogiéndome de hombros.
Jugamos un rato más, pero hacía frío y el suelo estaba demasiado mojado. No era nada divertido, sobre todo para mí. No metí ni una sola canasta. Al final terminamos jugando a tiros libres. Ron me ganó con toda facilidad.
Mientras volvíamos a casa, Ron me dio unas palmaditas en la espalda.
—¿No has pensado en dedicarte a otra cosa? Al parchís, a lo mejor…
Rezongué entre dientes. Y de repente tuve el súbito impulso de contarle por qué estaba tan decepcionada, de hablarle de aquella chiflada y de los tres deseos. A mis padres tampoco les había dicho nada. La verdad es que toda la historia era una auténtica estupidez, pero se me ocurrió que a mi hermano le podía hacer gracia.
—Tengo que contarte una cosa —le dije mientras nos quitábamos las zapatillas mojadas en la cocina—. No vas a creer lo que me ha pasado. Estaba…
—Luego —dijo él quitándose los calcetines húmedos—. Ahora tengo que hacer los deberes.
Ron desapareció camino de su habitación y yo fui a la mía, pero en ese momento sonó el teléfono. Lo cogí al instante. Era Cory, que quería saber cómo me había ido el entrenamiento.
—Genial —contesté con sarcasmo—. Genial. Jugué tan bien que van a retirar mi número.
—Tú no tienes número —me recordó Cory.
Vaya amigo.
Judith trató de ponerme la zancadilla al día siguiente en el comedor, pero esta vez conseguí esquivar su pie. Pasé de largo y encontré a Cory en un rincón, cerca de los cubos de basura, como si se escondiera. Ya había sacado su almuerzo. Tenía cara de asco.
—¡No me lo digas! ¡Queso fundido otra vez! —exclamé, dejando en la mesa la bolsa de mi almuerzo. Me senté enfrente de él.
—Queso fundido otra vez —murmuró—. Y mira qué pinta tiene. Parece de plástico. Con lo bueno que es el de verdad.
Yo abrí mi tetrabrik de cacao y acerqué más la silla. Un grupo se reía a carcajadas al otro lado del comedor, se estaban pasando una muñeca punki con el pelo rosa. La muñeca aterrizó en la sopa de alguien y se armó la bulla.
Cuando cogí mi bocadillo, una sombra se dibujó en la mesa. Había alguien a mis espaldas.
—¡Judith! —exclamé.
Ella me miró con desdén. Llevaba un jersey verde y blanco y unos pantalones de pana.
—¿Hoy vas a jugar, Byrd? —me preguntó fríamente.
Yo dejé el bocadillo.
—Sí, claro —contesté, sorprendida por la pregunta.
—Pues qué mal —dijo ella con el ceño fruncido—. No tendremos la más mínima posibilidad de ganar.
De pronto apareció Anna, la amiga de Judith.
—¿No podrías ponerte enferma o algo así?
—¡Oye, dejad en paz a Sam! —les espetó Cory enfadado.
—Queremos ganar a las del Jefferson —dijo Anna sin hacerle caso. Tenía una mancha de carmín en la barbilla. Anna llevaba más carmín que todas las chicas del curso juntas.
—Lo haré lo mejor que pueda —contesté rechinando los dientes.
Las dos se echaron a reír como si hubiera contado un chiste y luego se marcharon meneando la cabeza.
«¡Si mi deseo se hiciera realidad!», pensé con rabia. Pero yo sabía que era imposible. Al acabar el partido no sabría dónde meterme. De la vergüenza.
No tenía ni idea de lo que iba a pasar.