Pero en la cena me puse a darle vueltas al tema. No podía olvidar la extraña luz roja que emitía la bola de cristal.
Mamá intentaba que me sirviera más puré de patatas, pero me negué. Era puré de sobre y la verdad es que no sabía a nada.
—Sam, tienes que comer más para crecer —dijo mi madre, poniéndome la fuente de puré en las narices.
—¡Todavía más! —le repliqué—. ¡Ya soy más alta que tú y eso que sólo tengo doce años!
—No grites, por favor —me regañó mi padre mientras se servía las judías. Judías de lata, claro. Mamá llega muy tarde del trabajo y no tiene tiempo para preparar comida de verdad.
—Yo también era alta a los doce años —comentó mi madre muy seria; y pasó el puré a mi padre.
—¡Y luego te encogiste! —soltó Ron con una risita. Ron es mi hermano mayor. Ya os lo había dicho antes. Se cree muy gracioso.
—Quiero decir que era alta para mi edad —se explicó mi madre.
—Bueno, pues yo no sólo soy demasiado alta para mi edad —gruñí—. ¡Soy demasiado alta para cualquier edad!
—Dentro de unos años no dirás lo mismo —aseguró entonces mi madre.
Cuando ella no miraba, metí la mano debajo de la mesa para darle unas judías a Punkin, un perro pequeño de raza indefinida que se lo come absolutamente todo.
—¿Quedan albóndigas? —preguntó mi padre. Sabía muy bien que sí, pero quería que mi madre las fuera a buscar—. ¿Qué tal el entrenamiento de baloncesto? —dijo dirigiéndose a mí.
Hice una mueca y señalé con el pulgar hacia abajo.
—Es demasiado alta para jugar al baloncesto —masculló Ron con la boca llena.
—Para el baloncesto lo que hace falta es temple y reciedumbre —afirmó papá.
La verdad es que no entiendo la mitad de las cosas que dice mi padre. ¿Qué se podía contestar a eso? De pronto me acordé de la loca y de mi deseo.
—Oye, Ron, ¿quieres que hagamos unas canastas después de cenar? —le propuse mientras jugueteaba con el tenedor y las judías.
Encima de la puerta del garaje tenemos una canasta y también hay unos focos para iluminar la entrada. Ron y yo jugamos a veces un poco por la tarde, para despejarnos antes de hacer los deberes.
Ron miró por la ventana.
—¿Ha parado de llover?
—Sí, hace media hora —le contesté.
—Pero estará todo empapado.
—¡Huy! ¡Sí que es delicada la estrella del baloncesto! —dije echándome a reír.
Ron juega al baloncesto de miedo. Es un deportista nato y, claro, no se divierte jugando conmigo. Prefiere quedarse leyendo en su habitación.
—Tengo muchos deberes —me respondió subiéndose las gafas.
—Sólo un ratito —supliqué—. Por practicar un poco.
—Ayuda a tu hermana —terció mi padre—. Le puedes enseñar.
Ron accedió de mala gana.
—Pero sólo un rato. —Volvió a mirar por la ventana—. Si es que no saldrían ni los patos.
—Ya te compraré una toalla —bromeé.
—Que no salga Punkin —dijo mi madre—. Si se moja las patas, me lo pone todo perdido.
—Jo, qué rollo —gruñó Ron.
Yo sabía que era una tontería, pero quería ver si mi deseo se había hecho realidad. ¿Me habría convertido en una gran jugadora de baloncesto? ¿Sería capaz de ganar a Ron? ¿Podría encestar pelotas? ¿Podría botarla sin tropezar y pasarla en la dirección que yo quisiera? ¿Y cogerla sin que me rebotara en el pecho?
Me regañé a mí misma por pensar en el deseo. Era una tontería. «Mira que eres boba. Una chiflada te asegura que te va a conceder tres deseos —me dije—, y tú te crees que de pronto te vas a convertir en Michael Jordan».
Pero me moría de ganas de jugar con Ron. A lo mejor me llevaba una sorpresa.