Entonces me di cuenta de que estaba loca.

Me quedé mirando sus ojos negros. El agua le chorreaba por el pelo y trazaba pequeños surcos en su cara. Yo sentía el frío de su mano, a pesar de la manga del anorak.

«Esta mujer está loca», pensé. Llevaba veinte minutos caminando bajo la lluvia con una loca.

—Tres deseos —repitió la mujer, bajando la voz como si no quisiera que la oyeran.

—No, gracias. Tengo que irme a casa, de verdad.

Me solté de su mano; yo quería subirme a la bici y salir escopeteada.

—Te concedo tres deseos —volvió a decir—. Cualquier cosa que desees se hará realidad. —Cogió su bolso de color morado y sacó algo con mucho cuidado. Era una bola de cristal del tamaño de un pomelo grande y de un brillante color rojo. La bola relucía a pesar de la oscuridad que nos rodeaba.

—Es usted muy amable —dije yo, y quité con la mano el agua del sillín de la bici—, pero la verdad es que ahora mismo no tengo ningún deseo.

—Por favor, deja que te compense por el detalle que has tenido —insistió ella. Levantó la bola roja. Tenía la mano pequeña y huesuda, tan pálida como la cara—. Quiero compensarte, de verdad.

—Mi… mi madre estará preocupada —balbucí, mirando a un lado y otro de la calle.

No había nadie a la vista. Nadie podía protegerme de aquella lunática si resultaba ser peligrosa. ¿Estaría muy loca?, me pregunté. ¿Y si se enfadaba al ver que no le seguía la corriente, que no pedía ningún deseo?

—No es una broma —dijo ella, viendo la desconfianza en mis ojos—. Tus deseos se harán realidad, te lo prometo. —Cerró los ojos y de repente la bola roja brilló más—. Pide tu primer deseo, Samantha.

Yo la miré, tratando de aclarar mis ideas. Estaba empapada, tenía frío y hambre… y un poco de miedo. Sólo quería volver a casa y ponerme ropa seca. ¿Y si no me dejaba marchar? ¿Y si no podía librarme de ella? ¿Y si me seguía hasta mi casa?

Volví a mirar la calle. La mayoría de las casas tenían las luces encendidas. Podría salir corriendo hacia la más cercana y pedir ayuda en caso de necesidad. Pero decidí que sería más fácil seguirle la corriente a aquella loca. Tal vez entonces se diera por satisfecha y me dejara en paz.

—¿Cuál es tu primer deseo, Samantha? —me preguntó. Sus ojos oscuros se iban tornando del mismo color rojo que la bola que sostenía en la mano.

De pronto me pareció una mujer muy vieja, como de otra época. Su piel era tan pálida y fina, que se le notaban los huesos. Me quedé petrificada, no podía ni pensar.

—¡Deseo —me oí decir— ser la jugadora más eficaz de mi equipo de baloncesto!

No sé por qué dije eso. Supongo que porque estaba nerviosa y aún tenía en la cabeza a Judith y todo lo que había pasado aquel día.

En fin, el caso es que aquél fue mi deseo y, claro, al momento me sentí como una idiota. De todas las cosas que se pueden desear en este mundo, sólo a mí se me podía ocurrir ésa.

Pero la mujer no pareció nada sorprendida. Asintió con la cabeza y se concentró unos instantes. La bola roja se iluminó aún más, y más, hasta que la intensa luz escarlata pareció envolverme. Luego el brillo se fue desvaneciendo.

La Dama de la Esfera Mágica me dio las gracias otra vez, guardó la bola en el bolso de color morado y se marchó. Yo respiré aliviada. ¡Menos mal que se había ido!

Monté de un salto en la bici y me puse a pedalear con todas mis fuerzas en dirección a mi casa. «Un final perfecto para un día ideal», pensé caminando bajo la lluvia con una loca.

¿Y lo del deseo? Sabía que había sido una estupidez. No tenía que volver a pensar en ello.