Ahogarse tiene que ser la peor sensación del mundo. Es para morirse de miedo. Tratas de respirar y no puedes, y el dolor es cada vez más grande, parece que un globo te fuera a explotar dentro del pecho.

De verdad pensé que me moría. Pero, claro, un momento después estaba bien. Todavía me sentía un poco mareada y temblaba, pero casi me había recuperado.

Ellen insistió en que una chica del equipo me acompañara al vestuario. Judith se ofreció voluntaria. ¿Quién si no? Y mientras nos íbamos se disculpó. Dijo que había sido sin querer, un accidente.

Yo no contesté. No quería que se disculpara, no quería ni dirigirle la palabra. Sólo quería estrangularla. Esta vez del todo.

Es que la paciencia tiene un límite. Judith me había hecho la zancadilla en clase de matemáticas, en clase de cocina me había volcado un asqueroso budín de tapioca en mis botas nuevas y en el entrenamiento me había dejado inconsciente de un rodillazo. ¿Y ahora tenía yo que aceptar sus disculpas con una sonrisa? ¡Ni hablar! ¡De ninguna manera!

Entré en silencio en el vestuario, con la cabeza gacha. Al ver que no iba a aceptar sus hipócritas disculpas, Judith se enfadó. ¡Era increíble! ¡Me hunde el pecho de un rodillazo y encima se enfada!

—¡Vete a la porra, Byrd! —me vomitó, y volvió corriendo a la pista.

Yo me cambié sin ducharme, cogí mis cosas y salí a coger mi bici. «Esto ha sido ya el colmo», pensé, mientras le quitaba la cadena al manillar.

Media hora más tarde, el cielo estaba encapotado y gris. Sentí unas gotas de lluvia en la cabeza. «El colmo de los colmos», me dije.

Yo vivo a dos manzanas del colegio, pero no me apetecía ir a casa. Tenía ganas de pedalear y pedalear, y no volver nunca. Estaba enfadada, fuera de mí y temblaba. Pero sobre todo muy enfadada.

Sin hacer caso de la lluvia, me alejé en dirección contraria a mi casa. Los jardines y las casas pasaban por mi lado a toda velocidad. Ni los veía. No veía nada.

Pedaleaba cada vez más rápido. Era estupendo alejarse del colegio, alejarse de Judith.

De pronto se puso a llover más, pero no me importó. Alcé la cara al cielo sin dejar de pedalear. La lluvia resultaba muy refrescante.

Cuando bajé la vista vi que había llegado al bosque de Jeffers, una extensa arboleda que viene a ser la frontera de mi barrio. Un estrecho carril de bicicletas serpentea entre los altos árboles, que ahora en invierno estaban desnudos; parecían tristes y solitarios sin sus hojas. A veces cogía ese camino para ver lo deprisa que podía ir entre sus curvas y baches.

El cielo estaba cada vez más oscuro y los nubarrones eran cada vez más negros. De pronto vi el destello de un rayo y decidí que era mejor volver a casa.

Pero al dar media vuelta, apareció alguien ante mí. ¡Una mujer! Yo di un respingo, sorprendida de que hubiera alguien en aquel camino desierto, y la miré detenidamente. La lluvia era cada vez más intensa.

La mujer no era ni joven ni vieja. Tenía los ojos tan oscuros como dos carbones, y la cara muy, muy blanca. Su pelo negro ondeaba al viento. Llevaba una ropa bastante pasada de moda: una falda negra que le llegaba a los tobillos y un grueso chal de lana roja sobre los hombros.

Sus ojos oscuros se iluminaron al encontrarse con los míos. La mujer parecía desconcertada. Yo tenía que haber salido corriendo, dado media vuelta y alejarme de ella a toda prisa. Si hubiera sabido…

Pero no me marché, no huí, no.

—¿Puedo ayudarla? —pregunté con una sonrisa.