Aquello empezaba a ser una lata. No había forma de que Judith me dejara en paz. La tenía pegada a los talones todo el santo día. Si me levantaba a sacar punta al lápiz, ella me seguía y sacaba punta también. Y así todo.
Durante un examen de ortografía me quedé con la boca seca y le pregunté a la profesora si podía ir a la fuente. Mientras estaba inclinada, bebiendo, vi de reojo que Judith estaba detrás de mí.
—Yo también tengo la garganta seca —explicó. Y fingió aclararse la garganta.
Más tarde, en la hora de lectura, Sharon tuvo que separarnos porque Judith no paraba de hablar.
En el almuerzo me senté, como siempre, enfrente de Cory y justo estaba contándole lo de la nueva actitud de Judith cuando ella apareció.
—¿Puedes hacerme sitio? —le preguntó al chico que se sentaba a mi lado—. Quiero ponerme junto a Sam.
El chico se apartó y Judith dejó su bandeja en la mesa y se sentó.
—¿Quieres que nos cambiemos el almuerzo? —me propuso—. El tuyo tiene muy buena pinta.
Mi bocadillo estaba aplastado y chorreaba aceite.
—¿Esto? —dije, cogiéndolo como si mordiera. La mitad del atún se cayó al suelo.
—¡Pero qué buena pinta! Te lo cambio por mi pizza, Sam. Toma. —Me puso su bandeja delante—. Siempre traes unos almuerzos increíbles. Ojalá mi madre me los preparase igual.
Noté que Cory me miraba con los ojos desorbitados por la incredulidad. La verdad es que yo tampoco podía creer lo que estaba pasando. ¡Lo que Judith más deseaba en el mundo era ser exactamente como yo!
Anna estaba unas mesas más allá, en un extremo, sola. Estaba que echaba humo. Vi que nos miraba con el ceño fruncido, pero al instante volvió a fijar la vista en su almuerzo.
Después de comer Judith me siguió a mi taquilla, me ayudó con mis cosas y se ofreció para llevarme la mochila.
Al principio me había parecido gracioso, pero me estaba empezando a mosquear. La verdad es que aquello era un agobio.
Vi que unas chicas se reían de nosotras. Dos chicos de la clase nos siguieron por el pasillo entre risitas y oí que en los corros hablaban de Judith y de mí. Se callaron cuando pasábamos por delante, pero nos miraban con sonrisas burlonas.
«Me está haciendo quedar en ridículo. ¡Todo el colegio se ríe de nosotras!»
—Me han dicho que te van a poner alambres en los dientes —comentó Judith mientras íbamos hacia la clase.
—Sí —gruñí yo.
—¡Va a ser tope! ¡A mí también!
Después de clase fui corriendo a la pista, quería jugar al baloncesto. Con toda la movida de los deseos se me había olvidado que teníamos un partido esa tarde.
Las niñas del equipo del colegio Edgemont ya estaban calentando. La mayoría de sus lanzamientos entraban. Eran chicas altas, fuertes, y habíamos oído que jugaban de miedo.
Me cambié rápidamente y salí del vestuario. Mis compañeras estaban reunidas en torno a Ellen, recibiendo las instrucciones de última hora. Al acercarme a ellas crucé los dedos y recé para no hacer el ridículo durante el partido.
Judith me sonrió y de pronto gritó:
—¡Tranquilas! ¡Ahí viene nuestra estrella!
¡Qué vergüenza! ¡Me quería morir! Anna y las otras se rieron, claro, pero sus risas se desvanecieron de golpe cuando Judith volvió a interrumpir a Ellen.
—Antes de que empiece el partido, creo que deberíamos nombrar a Sam capitana del equipo.
—Pero, ¡qué dices! —protestó Anna.
Más risas. Ellen tenía los ojos a cuadros.
—La capitana debería ser la mejor jugadora —insistió Judith con toda seriedad—. Así que el puesto le pertenece a Sam, no a mí. Las que estén a favor que levanten la mano.
Judith alzó la suya, nadie la imitó.
—Pero, ¿qué te pasa? —le preguntó Anna de mal humor—. ¿Qué quieres, Judith, buscarnos la ruina?
Judith y Anna se pusieron a discutir a gritos y Ellen tuvo que separarlas. La entrenadora se quedó mirando a Judith como si pensara que estaba mal de la cabeza o algo así.
—Ya veremos luego quién es la capitana —dijo—. Ahora vamos a salir a jugar lo mejor que sabemos, ¿de acuerdo?
El partido fue un desastre.
Judith imitaba todo lo que yo hacía. Si yo intentaba regatear y tropezaba, Judith regateaba y tropezaba también. Si yo lanzaba un pase que era interceptado, Judith hacía lo mismo.
Cuando fallé un tiro muy fácil, sola ante la canasta, Judith me imitó, tirando mal deliberadamente cuando tuvo ocasión.
Fue una pifia detrás de otra; además por partida doble, porque Judith no hacía más que imitarme. Y todo el tiempo batía palmas y gritaba para animarme:
—¡Muy bien, Sam! ¡Buen tiro, Sam! ¡Eres la mejor, Sam!
Me estaba comenzando a agobiar.
Las chicas del equipo del Edgemont se burlaban de nosotras y estallaron en carcajadas cuando Judith chocó contra las vallas sólo porque yo lo había hecho unos minutos antes.
Las que no se reían eran las otras jugadoras de mi equipo. Echaban chispas.
—¡Estás fallando a propósito! —acusó Anna a Judith a mitad del partido.
—¡No es verdad! —chilló la otra.
—¿Por qué imitas a la patosa de Sam? —oí que preguntaba Anna.
Judith la tiró al suelo y se pusieron a pelear como leonas. Ellen necesitó la ayuda del árbitro para separarlas. Luego les soltó un sermón sobre deportividad y las mandó al vestuario.
A mí me hizo sentar en el banquillo. Yo me alegré. La verdad es que no me apetecía seguir jugando.
Me quedé allí el resto del partido, pero no seguía el juego. No dejaba de pensar en mi tercer y último deseo. Había vuelto a meter la pata.
Me di cuenta, horrorizada, de que la admiración de Judith era mucho peor que su odio. ¡Por lo menos cuando me odiaba a ratos me dejaba en paz!
Había formulado tres deseos y cada uno de ellos se había convertido en una pesadilla. Ahora Judith me seguía por todas partes, pendiente de cada una de mis palabras, alabando constantemente todo lo que yo hacía y haciéndome fiestas como a un perrito. ¡Mira que era plasta!
La verdad es que echaba de menos los días en que me dejaba en ridículo delante de toda la clase, cuando me decía: «¿Por qué no levantas el vuelo? ¿Eh, Zancuda?»
Pero, ¿qué podía hacer? Ya había formulado mis tres deseos. ¿Estaría condenada a soportar a Judith hasta el fin de mis días?
Perdimos el partido por quince o dieciséis puntos, no presté mucha atención al marcador. Sólo quería marcharme.
Cuando entré en el vestuario, Judith me estaba esperando. Me ofreció una toalla.
—¡Buen partido! —exclamó, dándome unas palmaditas en el hombro.
—¿Eh?
—¿Quieres que estudiemos juntas esta tarde? —me propuso—. Por favor. Podrías ayudarme con el álgebra. Se te da mucho mejor que a mí. Tú eres un genio con las matemáticas.
Por suerte esa tarde tenía que ir a ver a mi tía con mis padres, lo cual me brindó una buena excusa para no estudiar con Judith.
Pero, ¿cuál sería mi excusa la tarde siguiente? ¿Y la otra? ¿Y la otra…?
Mi tía no se encontraba bien, y el propósito de nuestra visita era animarla un poco, pero me temo que no fui de gran ayuda. Apenas dije una palabra.
No podía dejar de pensar en Judith. ¿Qué iba a hacer? Podía decirle que me dejara en paz, pero sabía que no serviría de nada. Había deseado que pensara que yo era la persona más perfecta del mundo y ahora Judith estaba hechizada, bajo el poder de la bola mágica. Por mucho que le dijera que me dejara tranquila no iba a cambiar de actitud.
¿Y si la ignoraba? No sería fácil. Se había convertido en mi sombra y no dejaba de hacerme preguntas y de comportarse como si fuera mi esclava.
¿Qué podía hacer?
Estuve meditándolo todo el trayecto de vuelta a casa. Hasta mis padres advirtieron que estaba absorta.
—¿Te pasa algo, Sam? —preguntó mi madre cuando llegamos.
—No, nada —mentí—. Estaba pensando en los deberes del colegio.
En el contestador automático había cuatro mensajes para mí, todos de Judith. Mi madre me miró con curiosidad.
—Tiene gracia, yo no recuerdo que fuerais amigas.
—Sí, es una chica de mi clase. —No iba a explicar nada. No podía.
Subí corriendo a mi habitación. Estaba cansadísima, supongo que de tanto preocuparme. Me puse el camisón, apagué la luz y me metí en la cama.
Me quedé un rato mirando el techo, viendo moverse las sombras que allí dibujaba el árbol que hay junto a mi ventana. Intenté dejar la mente en blanco. Luego comencé a contar ovejitas, me las imaginaba saltando sobre esponjosas nubes muy blancas.
Justo empezaba a dormirme cuando oí un crujido. Abrí de golpe los ojos y pese a la oscuridad vi una sombra negra perfilada contra mi armario.
Me asusté. Había alguien en mi habitación. Pero antes de que pudiera hacer nada, una mano me cogió del brazo.