—¡Judith! ¡Tu pelo! —exclamé asombrada.

—¿Te gusta? —preguntó ella ansiosa por oír mi respuesta.

Lo llevaba más corto que yo y se lo había recogido en una coleta, a un lado… ¡Igual que el mío!

—Pues… sí —balbucí.

Ella suspiró aliviada y me sonrió.

—¡Menos mal que te gusta! —suspiró agradecida—. Es como el tuyo, ¿verdad? ¿O me lo he cortado demasiado? ¿Crees que debería habérmelo dejado más largo? —Observó mi pelo—. Creo que tú lo llevas más largo.

—No, no. Te queda muy bien, Judith —le aseguré, retrocediendo hacia mi taquilla.

—Claro que no es tan bonito como el tuyo —prosiguió ella, mirándome la coleta—. No tengo el pelo tan bonito como tú. No es tan fino ni tan rubio.

¡Era increíble!

—A mí me gusta —le dije por ser educada.

Colgué mi chaqueta en la taquilla y me agaché para coger mi mochila.

—Deja, ya te la llevo yo —se ofreció Judith, casi quitándomela de las manos—. No me importa, de verdad, Sam.

Yo quise protestar, pero Anna nos interrumpió.

—¿Qué haces? —le preguntó a Judith. Y me miró por encima del hombro—. Vamos a clase.

—Ve tú sola —contestó Judith—. Yo quiero llevarle a Sam la mochila.

—¿Eh? —Anna se quedó estupefacta—. ¿Te has vuelto loca?

Judith ignoró la pregunta y se volvió hacia mí.

—Me encanta esa camiseta, Sam. Es de algodón, ¿no? ¿Dónde la has comprado, en Gap? Allí me compré yo la mía. Ves, es como la tuya.

Me la quedé mirando. Alucinaba por un tubo. Era verdad: Judith llevaba una camiseta como la mía.

—Pero, ¿qué te pasa, Judith? —preguntó Anna, mientras se ponía la décima capa de carmín en los labios—. ¿Y qué te has hecho en el pelo? —exclamó al darse cuenta del nuevo peinado.

—¿Verdad que es como el de Sam? —dijo Judith, tocándose la coleta.

Anna puso los ojos en blanco.

—Judith, ¿qué te pasa?

—Déjame en paz —le espetó su amiga—. Estoy hablando con Sam.

—¿Eh? —Anna le puso la mano en la frente, para ver si tenía fiebre.

—Deja… oye, mira, nos vemos luego —le contestó Judith.

Anna suspiró y se marchó enfadada. Judith se volvió hacia mí.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Claro. ¿Qué quieres?

Ella se puso mi mochila sobre el hombro izquierdo. La suya la llevaba en el derecho.

—¿Podrías enseñarme a lanzar tiros libres?

Pensé que no la había oído bien. Me la quedé mirando con la boca abierta.

—Anda —suplicó—. Me gustaría tirar como tú. Seguro que controlo mucho mejor la pelota si tú me enseñas.

¡Aquello era demasiado! Miré a Judith y vi en sus ojos que me admiraba. ¡Ella era la mejor lanzadora del equipo y me estaba suplicando que la enseñara a tirar! ¡Con lo torpe que soy!

—Sí, bueno, intentaré ayudarte.

—¡Gracias, Sam! —Judith estaba encantada—. ¡Eres una buena amiga! Oye, ¿me podrías dejar luego tus apuntes de sociales? Los míos son un desastre.

—Bueno… —Mis apuntes eran tal caos que ni yo misma los entendía.

—Los copiaré y te los devolveré enseguida, te lo prometo. —Lo dijo resoplando. El peso de las dos mochilas empezaba a poder con ella.

—Vale, te los dejaré.

—¿Dónde te has comprado las Martens? —quiso saber—. Me voy a comprar unas botas iguales.

«¡Qué pasada! —me dije muy orgullosa—. ¡Qué alucine!» El cambio de Judith era para morirse de risa y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no estallar en carcajadas.

Lejos estaba yo de saber que mi risa se transformaría en terror.