No sé cuánto tiempo estuve sentada en el bordillo, abrazada, con la cabeza gacha y muerta de miedo. Podría haberme quedado allí una eternidad, escuchando los golpes de las contraventanas y el silbido del viento en la calle desierta… pero mi estómago empezó a gruñir.
Me levanté, recordando que no había desayunado.
—Sam, estás sola en el mundo, ¿cómo puedes pensar en comer? —me pregunté en voz alta.
La verdad es que era un alivio oír una voz humana, aunque fuera la mía.
—¡Me muero de hambreeeeee! —grité.
Escuché por si oía una respuesta. Sé que no tenía sentido, pero me negaba a perder las esperanzas.
—Todo es por culpa de Judith —mascullé mientras cogía mi bicicleta.
Fui a casa por las calles desiertas, fijándome en los jardines y los edificios por si veía a alguien. Al pasar por delante de la casa de los Cárter, en mi misma manzana, esperé que su pequeño terrier blanco saliera ladrando detrás de mi bici, como hacía siempre.
Pero no quedaban perros en el mundo. Ni siquiera mi pobre Punkin. Sólo estaba yo, Samantha Byrd. La última persona del planeta.
En cuanto llegué, fui corriendo a la cocina y me hice un bocadillo de mantequilla de cacahuete. Mientras lo engullía miré el tarro. Estaba casi vacío.
—¿Qué voy a hacer cuando se acabe la comida? —me pregunté en voz alta.
Fui a servirme un vaso de zumo de naranja. Dudé un momento y decidí llenarlo sólo a la mitad.
«¿Tendré que ir a robar al supermercado? —pensé—. Podría coger sólo la comida que necesitase». ¿Sería en realidad un robo si no quedaba nadie en ninguna parte? ¿Tenía sentido plantearse esa pregunta, dadas las circunstancias? ¿Tiene sentido algo cuando uno está solo?
—¿Cómo voy a cuidar de mí? ¡Sólo tengo doce años! —grité.
Por primera vez tuve ganas de llorar, pero le di otro mordisco al bocadillo y me esforcé por contener las lágrimas.
Entonces me puse a pensar en Judith, y de la tristeza pasé al enfado.
Si Judith no se hubiera burlado de mí, si no me hubiese dejado en ridículo, si no me hubiera hecho la vida imposible y no me hubiese dicho las cosas horribles que me decía, yo jamás le habría deseado nada malo y ahora no estaría sola.
—¡Te odio, Judith!
Me comí el resto del bocadillo, pero no pude ni masticarlo. Se me puso la piel de gallina.
Se oía algo.
Pasos. Alguien andaba en el salón.