Cuatro timbrazos y sin respuesta.
—Se ha ido —dije en voz alta, sacudida por un escalofrío. Pero antes de que sonara el teléfono por quinta vez, oí un «clic». Alguien había cogido el auricular.
—¿Diga?
—¡Judith!
—¿Diga? ¿Quién es?
Colgué de golpe. El corazón me iba a cien y tenía las manos sudorosas. Pero suspiré. De alivio. Era Judith. Estaba ahí, no había desaparecido de la faz de la tierra. Además, me di cuenta de que su voz volvía a ser normal. Ya no sonaba débil ni ronca. Sonaba tan antipática como siempre.
¿Qué significaba aquello? Me levanté de un brinco y me puse a dar vueltas otra vez, intentando aclarar aquel asunto. Pero no podía aclarar nada. Lo único que sabía es que mi segundo deseo no se había hecho realidad.
Descansada, me metí en la cama y enseguida me quedé profundamente dormida.
Abrí primero un ojo y luego el otro. El pálido sol de la mañana entraba por la ventana de la habitación. Gruñí y me incorporé. Aún estaba soñolienta.
Miré el reloj de la mesilla. ¿Veía bien? ¿Las ocho y diez? Me froté los ojos y volví a mirar. Sí, las ocho y diez.
—¿Eh? —carraspeé.
Mi madre me despierta todos los días a las siete porque entro en el colegio a las ocho y media.
¿Qué había pasado? Llegaría tarde de todas todas.
—¡Mamá! —grité—. ¡Mamá! —Me levanté de un salto, pero mis largas piernas se enredaron en las mantas y casi me caigo.
«Empezamos bien el día —me dije—. ¡La primera en la frente!»
—¡Mamá! —grité desde la puerta de la habitación—. ¿Qué ha pasado? ¡Voy a llegar tarde!
Al ver que no me contestaba me puse la bata y busqué en el armario precipitadamente algo para ponerme. Era viernes, día de colada, así que mi ropa preferida estaba sucia.
—Oye, mamá… ¿Mamá? ¿Ron? ¿Hay alguien en casa?
Mi padre se va todas las mañanas al trabajo a las siete. Casi siempre le oigo andar por la casa, pero esa mañana ni un ruido.
Me puse unos tejanos gastados y un suéter verde. Luego me peiné frente al espejo, todavía muerta de sueño.
—¿Hay alguien despierto? —grité—. ¿Por qué no me habéis despertado? Hoy no es fiesta, ¿verdad?
Escuché con atención mientras me ponía las Doc Martens.
La radio de la cocina no estaba encendida. «Qué raro», pensé. Mi madre oye las noticias de la radio todas las mañanas. Siempre discutimos por eso: ella quiere oír las noticias y yo quiero música.
Pero ese día no se oía nada de nada.
«¿Qué pasará?»
—¡Eh, no tengo tiempo de desayunar! —grité asomándome por la barandilla de las escaleras—. Llego tarde.
Silencio.
Me eché un último vistazo en el espejo, me aparté un mechón de pelo de la frente y salí corriendo al pasillo.
La habitación de mi hermano, que está junto a la mía, tenía la puerta cerrada.
«Oh, oh. Ron también se ha quedado dormido».
Llamé a la puerta.
—¿Ron? Ron, ¿estás despierto?
No hubo respuesta.
—¿Ron? —Abrí la puerta. La habitación estaba a oscuras excepto por la pálida luz que entraba por la ventana. La cama estaba hecha.
¿Se habría marchado ya? ¿Y había hecho la cama? Sería la primera vez en su vida.
—¡Mamá!
Bajé corriendo por las escaleras. A medio camino tropecé y estuve a punto de caerme. Segundo traspié. No estaba mal, para ser tan temprano.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Es ya sábado? ¿He dormido todo el viernes?
La cocina estaba vacía. Ni mi madre, ni Ron ni desayuno.
¿Se habrían ido ya todos? ¿Tan temprano?
Miré en la puerta de la nevera por si había alguna nota.
Nada.
Qué extraño. Eché un vistazo al reloj. Eran casi las ocho y media. De fijo que llegaba tarde.
¿Por qué no me habían despertado? ¿Por qué se habían marchado todos tan temprano?
Me pellizqué, de verdad, pensando que tal vez estaba soñando.
Pero no cayó esa breva.
—Eh, ¿no hay nadie? —Mi voz resonó en la casa vacía.
Fui corriendo al armario de la entrada a coger mi chaqueta. Tenía que ir al colegio. Estaba segura de que el misterio se aclararía más tarde.
Me puse el abrigo a toda prisa y agarré mi mochila. El estómago me gruñía. Estoy acostumbrada a desayunar un zumo y cereales, por lo menos.
«Bueno —me consolé—, ya comeré algo en el colegio».
Un instante después salí de la casa y fui hacia el garaje para coger la bicicleta. Entonces me quedé de piedra.
El coche de mi padre seguía en el garaje. No se había ido a trabajar.
Entonces, ¿dónde estaban todos?