—¿Qué quieres decir?

—Todas estamos enfermas menos tú —contestó Judith—. Anna está fatal, y Arlene y Krista también.

—Bueno, pero eso no significa que…

—Yo creo que nos has hechizado —me interrumpió.

¿Estaría bromeando? No había forma de saberlo.

—Yo llamaba para decirte que te mejores pronto —murmuré torpemente.

En ese momento oí que la señora Bellwood le decía a Judith que colgara, de modo que me despedí. Agradecía que hubiera sido una conversación tan corta, pero no podía saber si Judith había hablado en broma o no. Tenía la voz apagada.

De pronto me enfadé. Me había echado la culpa, siempre se metía conmigo. Era tan típico de Judith… Siempre encontraba la forma de enfurecerme, aunque yo intentara ser amable.

Pero también me sentía culpable, porque la verdad era que sí las había embrujado. Ahora tenía que encontrar la manera de deshacer el hechizo.

Al día siguiente, en clase seguía habiendo dos sitios vacíos. Judith y Anna seguían sin venir.

Durante el almuerzo, pregunté a Cory si después del colegio quería ir conmigo a buscar a la extraña mujer.

—¡Ni hablar! —exclamó, negando con la cabeza—. ¡Seguro que me convierte en una rana o algo así!

—Cory, ¿es que no te lo puedes tomar en serio? —grité.

Varios chicos se volvieron a mirarme.

—Déjame en paz —masculló Cory poniéndose colorado.

—Bueno, lo siento. Es que estoy muy nerviosa.

Pero Cory no quiso acompañarme, me dio la excusa de que tenía que ayudar a su madre a limpiar la piscina.

¿Quién limpia la piscina en mitad del invierno? Cory fingía no creer mi historia sobre la mujer y los tres deseos, pero a mí me daba la impresión de que tenía un poco de miedo.

Yo también lo tenía, la verdad, pero era miedo de no encontrarla.

Después del colegio me fui en la bici hacia el bosque de Jeffers. Era un día gris y ventoso. Enormes nubarrones surcaban el cielo, amenazando lluvia o tal vez nieve. «Es muy parecido al día en que encontré a la Dama de la Esfera Mágica», pensé. No sé por qué, pero aquello me dio ánimos.

Unas chicas de la clase me saludaron cuando pasé a su lado, pero yo me incliné sobre el manillar y cambié la marcha para coger velocidad.

Pocos minutos después dejaba atrás las casas de la avenida Montrose y delante de mí apareció el bosque de Jeffers. Los árboles desnudos formaban una oscura empalizada, aún más oscura que los nubarrones que empezaban a ocultar el cielo.

—Tiene que estar, tiene que estar —repetía yo al ritmo de los pedales.

Casi se me sale el corazón del pecho al verla, acurrucada en el lindero del bosque. Esperándome.

—Hola —grité—. ¡Hola! ¡Soy yo!