Me pasé toda la tarde pensando en ello. Apenas me enteraba de lo que me decían. Al final de la tarde teníamos un examen de vocabulario y yo me quedé mirando las palabras como si estuvieran en chino.

Al cabo de un rato oí que Lisa, la profesora, me llamaba. Estaba justo delante de mí, pero creo que no me enteré hasta que hubo pronunciado mi nombre seis veces.

—¿Te encuentras bien, Samantha? —me preguntó inclinándose. Seguro que quería saber por qué no había empezado el examen.

—Estoy un poco mareada —dije en voz baja—. Pero no es nada.

«¡No será nada si encuentro a esa extraña mujer y consigo que deshaga el hechizo!» ¿Pero dónde podría encontrarla? ¿Dónde?

Después de clase fui a la pista de baloncesto, pero como todas las de mi equipo habían faltado, se anuló el entrenamiento.

Habían faltado por mi culpa…

Fui a mi taquilla y saqué mi chaqueta. Justo al cerrar la puerta se me ocurrió una idea.

«El bosque. El bosque de Jeffers. Allí fue donde encontré a la Dama de la Esfera Mágica». Allí la encontraría otra vez.

«A lo mejor es su escondite secreto —pensé—. A lo mejor me está esperando.

»¡Claro que sí!», me dije para levantarme la moral. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Era perfecto. Eché a correr. El pasillo estaba casi vacío y yo frené en seco al ver a una figura conocida en la puerta principal.

—¡Mamá!

—Hola, Sam. —Me saludó con la mano aunque ya estaba justo delante de mí. Llevaba un gorro de lana rojo y blanco y el gastado anorak rojo de siempre. Hace años que no esquía, pero le encanta vestirse así.

—Mamá, ¿qué haces aquí? —Quedó un poco grosero, pero es que estaba deseando coger la bici para ir al bosque de Jeffers. ¡Sólo me faltaba que apareciera mi madre!

—¿Se te ha olvidado que tienes hora con el doctor Stone? —me recordó haciendo tintinear las llaves del coche.

—¿El dentista? ¿Hoy? ¡No puedo!

—Tienes que ir —dijo mi madre con tono severo y tirándome del brazo de la chaqueta—. Ya sabes lo difícil que es conseguir hora con él.

—¡No quiero que me ponga alambres! —Me di cuenta de que parecía una niña pequeña.

—A lo mejor no los necesitas. —Mi madre seguía tirando de mí—. Pero se hará lo que diga el dentista.

—Pero, mamá, yo… yo… —Busqué desesperadamente una excusa—. No puedo ir contigo. ¡No puedo dejar la bici aquí!

—La meteremos en la furgoneta.

No había más remedio, tenía que ir. Salí por la puerta resoplando y me fui corriendo a por la bicicleta.

Me enteré de que iba a llevar alambres en los dientes durante seis meses; por lo menos. Dentro de una semana tenía hora otra vez con el dentista para que me los pusiera. Lo normal sería que estuviera de muy mal humor, pero era muy difícil pensar en los alambres teniendo en la cabeza a Judith y a las otras chicas.

Seguía imaginándome que se iban consumiendo, que se quedaban cada vez más y más flacas, cada vez más débiles. No podía quitarme de la cabeza esa horrible imagen. Me imaginé en la pista, botando la pelota y avanzando, mientras Judith y las demás estaban tumbadas en el suelo, intentando mirar pero tan débiles que no podían ni levantar la cabeza.

Esa noche, después de cenar, me sentía tan culpable que llamé a Judith para ver cómo se encontraba. Creo que era la primera vez en la vida que la telefoneaba.

Contestó su madre, la señora Bellwood, que parecía cansada y tensa.

—¿Dígame?

Tuve el súbito impulso de colgar, pero respondí:

—Soy Samantha Byrd, una amiga del colegio.

Sí, sí, una amiga.

—No creo que Judith pueda ponerse. No se encuentra muy bien.

—¿Ha dicho el médico qué…?

—Voy a preguntarle a Judith si quiere hablar contigo —me interrumpió la señora Bellwood. El hermano pequeño de Judith estaba gritando. A lo lejos se oía música de dibujos animados—. Pero no estéis mucho rato —me indicó.

—¿Diga? —contestó Judith con un hilillo de voz.

—Hola, Judith, soy yo, Sam —dije, haciendo un esfuerzo para que no se me notaran los nervios.

—¿Sam? —se extrañó.

—Sam Byrd —balbucí—. Es… es que quería saber cómo estabas.

—Sam, ¿nos has embrujado?

Me quedé sin aliento. ¿Cómo lo sabía?