Judith y Anna faltaron a clase.

Me quedé mirando sus sitios vacíos mientras me acercaba a mi silla, en la primera fila, y me pasé la clase mirando hacia atrás para ver si estaban. Pero cuando sonó el timbre todavía no habían llegado.

No vino ninguna de las dos. Me pregunté si también faltarían las otras jugadoras del equipo y un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Estarían aún tan cansadas que ni podían venir al colegio?

De pronto tuve una idea que me asustó: ¿Y si no se ponían bien nunca? ¿Y si la magia duraba siempre? Luego se me ocurrió algo todavía peor: ¿Y si Judith y las otras se ponían cada vez más débiles? ¿Y si al final acababan muriéndose?

Sería por mi culpa. Por mi culpa.

Me quedé helada. Me pinchan con una aguja y ni me entero. Nunca en mi vida me había sentido tan culpable; era una sensación horrible.

Intenté apartar esas ideas de mi mente, pero no pude. No podía dejar de pensar que podían morirse por culpa de mi deseo. «Seré una asesina», me dije. Y me recorrió un escalofrío. Una asesina.

Sharon, nuestra profesora, estaba justo delante de mí, hablando de algo, pero yo no podía oír ni una palabra. No hacía más que girarme y mirar los dos asientos vacíos.

«Judith, Anna… ¿Qué os he hecho?»

En el almuerzo le conté toda la historia a Cory.

Él, claro, se rió de mí. Tenía la boca llena de queso fundido y casi se atraganta.

—¿También crees en el ratoncito Pérez? —me preguntó.

Pero yo no estaba de humor para bromas. Estaba muy preocupada. Me quedé mirando mi almuerzo, no podía comer.

—Por favor, créetelo, Cory —supliqué—. Ya sé que parece una locura, pero…

—¿Quieres decir que hablas en serio? —Cory me miró detenidamente—. Pensaba que estabas de broma, Sam. Creí que te habías inventado esa historia para una redacción o algo así.

Yo negué con la cabeza.

—Escucha, Cory, si hubieras estado ayer en el partido, sabrías que no es ninguna broma. —Me incliné sobre la mesa y susurré—: Se arrastraban por la pista como si fueran zombis. ¡Era espeluznante!

Estaba tan nerviosa que mis piernas parecían campanillas. Me llevé las manos a la cara. Tenía ganas de llorar.

—Vale, vamos a pensar un poco —sugirió Cory. Su graciosa sonrisa se desvaneció en una expresión pensativa. Por fin había decidido tomarme en serio.

—Yo llevo dándole vueltas toda la mañana —le dije, intentando todavía contener el llanto—. ¿Y si me convierto en una asesina, Cory? ¿Y si se mueren?

—Sam, por favor. —Cory me miró fijamente con sus ojos oscuros—. Seguro que Judith y Anna no están ni siquiera enfermas. Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Seguro que están perfectamente.

—No me lo creo —dije agachando la cabeza.

—¡Ya sé! —Cory chasqueó los dedos—. Podemos preguntarle a Audrey.

—¿Audrey?

Audrey era la enfermera del colegio. Tardé un momento en comprenderlo, pero al final caí en la cuenta. Tenía razón. Cuando alguien faltaba al colegio, sus padres debían avisar a Audrey. Audrey nos podría decir por qué Judith y Anna se habían ausentado.

Me levanté de un brinco, casi vuelco la silla.

—¡Buena idea, Cory! —exclamé. Eché a correr hacia la puerta.

—¡Espera! ¡Voy contigo!

Corrimos por el largo pasillo que llevaba a la enfermería. Nuestros pasos retumbaban en el suelo. Cuando llegamos, Audrey estaba cerrando la puerta.

Es una mujer baja y regordeta, de unos cuarenta años, más o menos. Siempre se recoge el pelo en un moño, y va con tejanos amplios y suéteres muy grandes; nunca se pone el uniforme de enfermera.

—Es la hora de comer —nos dijo al vernos—. ¿Qué pasa? Iba a comer. Estoy muerta de hambre.

—Audrey, ¿sabes por qué no han venido al colegio Judith y Anna? —pregunté yo sin aliento.

—¿Eh? —Le había hablado tan deprisa, por los nervios, que no me entendió.

—Judith Bellwood y Anna Frost —dije con el corazón acelerado—. ¿Por qué no han venido hoy?

La pena se reflejó en sus pálidos ojos grises. Entonces bajó la cabeza.

—Judith y Anna no pueden venir —dijo tristemente.