—¿Qué pasa, chicas? —nos interrogó Ellen con cara de preocupación.
Anna se desplomó en el suelo. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Judith se apoyó contra la valla de las gradas. Jadeaba y tenía la cara pálida y empapada de sudor.
—A ver si le ponemos un poco de energía —nos apremió Ellen, dando una palmada—. ¡Creía que queríais ganar el partido!
—Me falta el aire —se quejó una.
—Yo estoy agotada —dijo otra con la lengua fuera.
—A lo mejor algo nos ha sentado mal —sugirió Anna.
—¿Tú también te encuentras mal? —me preguntó Ellen.
—No, yo estoy bien.
Judith gimió e intentó levantarse. El árbitro, un chico mayor vestido con una camiseta de rayas blancas y negras que le venía grande, tocó el silbato y nos hizo señas para que volviéramos a la pista.
—No lo entiendo —suspiró Ellen, moviendo la cabeza. Ayudó a Anna a ponerse en pie—. No entiendo nada.
Yo sí que lo entendía. Lo entendía perfectamente. Mi deseo se había hecho realidad. ¡Era increíble! ¡Aquella extraña mujer tenía poderes mágicos de verdad! ¡Y me había concedido mi deseo!
Pero no como yo me había imaginado.
Recordé exactamente mis palabras. Había deseado ser la jugadora más eficaz del equipo de baloncesto. Eso significaba que quería ser la mejor jugadora. ¡Pero esa mujer había hecho que todas las demás fueran unas inútiles!
Yo jugaba tan mal como siempre, seguía sin saber driblar, pasar ni encestar. ¡Pero era la jugadora más eficaz del equipo!
¿Cómo podía haber sido tan tonta?, me reprendí a mí misma mientras volvía a la cancha. Los deseos nunca se cumplen tal como uno quiere.
Al llegar al centro de la pista di media vuelta y vi que Judith, Anna y las demás se aproximaban con los hombros caídos, casi no se tenían en pie.
Tengo que admitir que disfruté un poquito. Yo me encontraba la mar de bien y ellas estaban tan débiles que daban pena. Judith y Anna se lo merecían. Intenté no sonreír al ver cómo se arrastraban hasta sus posiciones. Bueno, la verdad es que no pude reprimir una risita.
El árbitro tocó el silbato y se dispuso a lanzar la pelota para dar comienzo a la segunda parte. Judith y una jugadora del Jefferson iban a saltar para disputar el balón.
La bola se elevó en el aire. La jugadora del Jefferson saltó muy alto. Judith hizo un verdadero esfuerzo, se le notaba en la cara, pero apenas levantó los pies del suelo.
La jugadora contraria palmeó la pelota hacia una de sus compañeras y entonces se lanzaron al ataque. Yo salí tras ellas, corriendo a más no poder, pero el resto de mi equipo sólo podía caminar.
Encestaron con toda facilidad.
—¡Venga, Judith, que podemos con ellas! —grité alegremente dando una palmada.
Judith me miró. Estaba asfixiada. Sus ojos verdes parecían apagados, como desvaídos.
—¡Ánimo! ¡Ánimo! ¡Vamos! —las animé.
La verdad es que me lo estaba pasando pipa.
Judith apenas podía botar la pelota. Yo la cogí y driblé a la chica que me marcaba. Al ir a tirar, una jugadora contraria me empujó por detrás.
Dos tiros libres.
Mis compañeras tardaron una eternidad en acercarse al área. Yo, naturalmente, fallé los dos tiros, pero no me importó.
—¡Venga! ¡Venga! —les grité batiendo palmas—. ¡Defensa! ¡Defensa!
Me había convenido en la líder de mis compañeras. Estaba disfrutando como una loca. Era la jugadora más completa del equipo. ¡Lo mejor de todo era ver a Judith y Anna arrastrarse de un lado a otro agotadas! ¡Era de lo más guay!
Perdimos el partido por veinticuatro puntos. Judith y las demás parecían contentas de que hubiera terminado. Yo fui al vestuario a paso ligero, con una enorme sonrisa dibujada en la cara.
Ya casi me había cambiado cuando entraron mis compañeras. Judith se me acercó y se apoyó contra mi taquilla. Me dirigió una mirada de mosqueo.
—¿Cómo es que tienes tanta marcha?
Yo me encogí de hombros.
—No lo sé. Yo me encuentro como siempre.
Judith tenía la cara surcada por el sudor, el pelo pegado a la cabeza.
—¿Qué nos pasa? —dijo bostezando—. No lo entiendo.
—A lo mejor has cogido la gripe o algo así —contesté, intentando disimular lo bien que me lo estaba pasando.
¡Aquello era genial!
—¡Ay! Estoy agotada —gimió Anna.
—Seguro que mañana estáis mejor —dije haciéndome la buena.
—Todo esto es muy raro —murmuró Judith. Quiso clavarme la mirada, pero estaba tan cansada que no podía.
—¡Hasta mañana! —dije cogiendo mis cosas—. ¡Que os mejoréis!
Y salí del vestuario. «Mañana estarán mejor —me tranquilicé—. Mañana estarán bien. No se van a quedar así, ¿verdad?»
Al día siguiente me quedé de pasta de boniato.