El partido fue extraño desde el principio.
El equipo del Jefferson lo formaban en su mayoría alumnas del curso inferior al nuestro. Eran más pequeñas, pero estaban bien entrenadas. Se las veía con mucha energía y espíritu de equipo.
Cuando se acercaron corriendo al centro de la pista para el primer saque, yo tenía el estómago revuelto y la sensación de pesar cien kilos.
Era el miedo. Sabía que lo iba a estropear todo y que Judith y Anna se ocuparían de echarme en cara que había fallado al equipo. Así que cuando el juego empezó me temblaban las piernas.
El árbitro lanzó la pelota al aire. Y la pelota me vino a las manos. Yo la cogí y salí corriendo con ella… ¡Hacia nuestra canasta!
Por suerte Anna me avisó antes de que pudiera meter una canasta para el Jefferson. Las jugadoras del otro equipo se reían. Y las del mío. Miré entonces hacia la línea de banda y vi que las dos entrenadoras también se estaban riendo.
Me puse colorada como un tomate. Quería que me tragase la tierra. Pero, para mi sorpresa, todavía tenía la pelota.
Intenté pasársela a Judith, pero lancé demasiado bajo y la cogió una chica del Jefferson, que echó a correr hacia nuestra canasta.
¡No llevábamos ni diez segundos de partido y yo ya había cometido dos errores! No hacía más que repetirme que sólo era un juego, pero la verdad es que eso no me consolaba. Cada vez que oía alguna risa sabía que se estaban riendo de mí.
La primera vez que miré los marcadores, íbamos seis a cero. A favor del Jefferson.
De pronto la pelota vino hacia mí como aparecida de la nada. Yo intenté cogerla, pero se me escapó de las manos. La cogió una de mis compañeras, dio unos botes y me la volvió a pasar.
Entonces lancé a canasta por primera vez. La pelota golpeó en el tablero —¡todo un triunfo para mí!—, pero ni siquiera se acercó al aro. El rebote fue para el Jefferson.
Pocos segundos después el tanteo era de ocho a cero.
«¡Peor imposible!», gemí para mis adentros. Judith me fulminaba con la mirada desde el otro extremo de la pista.
Retrocedí y me quedé en una esquina, lejos de la canasta. Decidí mantenerme apartada del juego en la medida de lo posible. Tal vez de esa forma no hiciera el ridículo.
A los cinco minutos de la primera parte, empezaron a pasar cosas raras.
Íbamos doce a dos a favor del Jefferson. Judith lanzó la pelota a Anna, pero el pase fue tan débil que la bola fue a parar a una jugadora del Jefferson, rubia y bajita. Judith salió corriendo tras ella, pero… iba bostezando.
Un instante más tarde, la rubia perdió la pelota. Anna intentó cogerla, pero era como si se moviera a cámara lenta. La jugadora pelirroja del Jefferson se le adelantó.
Anna se la quedó mirando. Jadeaba y tenía la frente perlada de sudor. Yo me quedé pasmada. Anna parecía exhausta, y eso que sólo llevábamos jugando cinco minutos.
El equipo del Jefferson recorrió toda la pista; era imparable. Las jugadoras se pasaban la pelota unas a otras mientras las nuestras las miraban sin hacer nada.
—¡Vamos! —gritó Judith intentando animar. Vi que bostezaba otra vez cuando se acercó a la línea de fondo para sacar la pelota.
—¡Venga, chicas! ¡Moveos! ¡Moveos! —gritaba Ellen, utilizando las manos a modo de megáfono—. ¡Corre, Judith, corre! ¡Parece que estéis dormidas!
Judith lanzó otro débil pase. La pelota rozó a una jugadora del Jefferson. Yo la cogí y eché a correr. Me detuve justo en el borde del área y me giré buscando a alguien a quien pasársela. Pero, para mi sorpresa, todas mis compañeras estaban muy lejos, caminando exhaustas en mi dirección.
Al ver que las jugadoras contrarias me rodeaban, lancé a canasta. La pelota golpeó en el aro y me vino directamente a los dedos. Tiré de nuevo y volví a fallar.
Judith levantó los brazos, muy despacio, para coger el rebote, pero la pelota le pasó entre las manos. Frunció el ceño, sorprendida, pero no hizo ademán de ir tras ella.
Entonces cogí yo la pelota, hice dos regates, a punto estuve de tropezar, y lancé.
Por increíble que parezca, la pelota rebotó en el aro y se metió dentro.
—¡Así se hace, Sam! —gritó Ellen desde la línea de banda.
Mis compañeras lanzaron débiles vítores. Yo las veía perseguir a las jugadoras del Jefferson, bostezando y moviéndose a cámara lenta, como adormiladas.
—¡Ánimo! ¡Ánimo! —gritaba Ellen.
Pero no sirvió de nada. Judith tropezó, cayó de rodillas y ni siquiera trató de levantarse. Yo me la quedé mirando, perpleja. Anna bostezaba con toda la boca y, en vez de correr, arrastraba los pies. Las otras dos jugadoras de mi equipo también parecían aturdidas, se movían como tortugas y prácticamente no defendían nuestra canasta.
El Jefferson marcó con toda facilidad.
Judith seguía de rodillas, con los ojos cerrados. «¿Qué demonios está pasando?», me pregunté. En ese instante el silbato interrumpió mis pensamientos. Tardé un momento en darme cuenta de que Ellen había pedido tiempo muerto.
—¡Chicas, moveos! ¡Moveos! —nos gritó Ellen, mientras hacía señales de que nos acercáramos.
Yo acudí corriendo, pero al darme la vuelta vi que las demás venían bostezando y como cayéndose a pedazos.
Entonces me di cuenta. Estaba alucinada. Mi deseo se había hecho realidad.