Judith Bellwood me puso la zancadilla en clase de matemáticas. Vi cómo sacaba el pie al pasillo, pero demasiado tarde.

Me había tocado salir a la pizarra para resolver un problema. Yo iba mirando el enunciado que la profesora acababa de dictar. La verdad es que no tengo muy buena letra.

Cuando vi la zapatilla deportiva aparecer de repente en el pasillo, ya no podía detenerme. Tropecé y me caí de bruces. Las anillas de mi libreta se abrieron y las hojas se desparramaron por el suelo.

En la clase se armó un jaleo espantoso. Todos se reían y gritaban mientras yo intentaba levantarme. Judith y su amiga, Anna Frost, se tronchaban de risa.

Al caer me había golpeado en el codo; el dolor parecía recorrerme todo el cuerpo. Me puse en cuclillas y empecé a recoger los papeles, con la cara roja como un tomate.

—¡Muy bien, Sam! —dijo Anna con una enorme sonrisa.

—¡Que se repita! ¡Que se repita! —gritó alguien.

Al alzar la cara vi un brillo triunfal en los ojos verdes de Judith.

Soy la más alta de mi clase. Mido por lo menos cinco centímetros más que mi amigo, Cory Blinn, y eso que es el chico más alto.

También soy la persona más patosa que ha pisado la faz de la tierra. Y aunque soy alta, y delgada, eso no significa que sea ágil. En absoluto.

Pero, ¿por qué se organizan jaleos tan tremendos cuando tropiezo con una papelera, o tiro la bandeja del almuerzo, o me caigo en clase de matemáticas?

Judith y Anna son unas estúpidas, eso es lo que pasa. Aunque mi nombre es Samantha Byrd, ellas me llaman la Zancuda. Judith siempre se está burlando de mí. «¿Por qué no levantas el vuelo? ¿Eh, Zancuda?», me dice continuamente. Y Anna y ella se mondan de risa, como si fuera el chiste más gracioso del mundo.

Ja ja. Menuda gracia.

Cory dice que Judith me tiene envidia, pero eso es una tontería. ¿Por qué me iba a tener envidia? Ella no mide casi dos metros, ella mide uno sesenta, perfecto para una niña de doce años. Judith tiene gracia, es atlética y muy guapa, la piel de porcelana, grandes ojos verdes y un pelo cobrizo y ondulado que le cae por la espalda.

¿Por qué me iba a tener envidia? Yo creo que Cory sólo intenta consolarme, pero se le da fatal.

En fin, el caso es que recogí las hojas y volví a ponerlas en las anillas. Sharon me preguntó si me había hecho daño. Sharon es mi profesora. Aquí, en el colegio de Montrose, todos tuteamos a los profesores. Yo le dije que no, aunque el codo me dolía un montón. Y me puse a resolver el problema en la pizarra.

La tiza chirrió y todo el mundo empezó a quejarse. No puedo evitarlo. No soy capaz de escribir en la pizarra sin que rechine la tiza. Tampoco es para tanto, ¿no?

Oí que Judith le decía algo de mí a Anna, pero no lo entendí bien. Me giré y vi que las dos me miraban y se reían.

Como era de esperar, no supe resolver el problema. Me había equivocado en algún paso de la ecuación y no veía dónde.

Sharon se me acercó por detrás, cruzó sus bracitos sobre su horroroso jersey verde, y empezó a repasar las operaciones, intentando ver dónde estaba el error.

Y entonces, estaba cantado, Judith levantó la mano y dijo:

—Yo sé cuál es el problema, Sharon. Byrd no sabe sumar. Cuatro y dos son seis, no cinco.

Noté que me ponía colorada otra vez. ¿Qué haría yo si no estuviera Judith para señalar mis errores en público? La clase estalló en carcajadas de nuevo. Hasta a Sharon le pareció gracioso. Yo me tuve que quedar allí, delante de todo el mundo, aguantando el chaparrón. La torpe de Samantha Byrd, la tonta de la clase.

Borré mi estúpida equivocación y escribí bien los números pese a que la mano me temblaba. Estaba furiosa con Judith y conmigo misma, pero aguanté el tipo mientras volvía —con pies de plomo— a mi sitio. Ni siquiera miré a Judith cuando pasé a su lado.

Aguanté el tipo hasta la clase de cocina. Entonces se armó la gorda.