Vuelvo los ojos hacia la pantalla, donde la presencia de la nave que nos caza pasa de ser un punto luminoso a convertirse en un sol granate y ambiguo, demasiado amenazador para que podamos considerarlo hermoso. La sombra crece y crece hasta manchar todo el espacio, como si pretendiera coparlo entero con la tenaza de su cola. Es la Scorpion, desde luego, y las lágrimas de luz de las estrellas se van cubriendo muy despacio por la oscuridad que su filo representa.
Un escalofrío de angustia nos recorre, porque el rompehielos trae bordada en su proa nuestra sentencia de muerte, la orden que permitirá por fin que el circo al cual damos vida se interne definitivamente en los senderos de la noche. La Scorpion. Un hombre rubio parecido a mí mismo, dolorosamente deforme, la conduce. Puedo imaginarlo a la perfección sobre el punte de mando, como si estuviera en los dos lugares al mismo tiempo, perseguido y perseguidor, las piernas abiertas en un gesto viciado e inútil por conservar el equilibrio, el único ojo chino turbio y fijo, descontando los minutos que habrán de precipitarle a nuestro último reencuentro. Orfeo. Más que nunca ahora juega a ser el capitán Ahab. Más que nunca anteriormente nuestra Banshee parece recordar el espectro de una ballena transparente.
—Estoy recibiendo un mensaje, Hamlet —martillea la voz de Ismaíl, tan afectada por la tensión del acople que casi no logro apreciar el miedo que la inunda—. Nos conminan a que nos entreguemos. Dicen que cesemos toda resistencia y que estemos preparados para ser abordados por su rayo tractor. Advierten que tienen orden de capturarnos vivos, pero que no dudarán en disparar contra nosotros si desobedecemos.
—Vaya, ¿no pretenden nada más? —intento hacerme oír por encima del murmullo de voces y lamentos—. Bueno, Ismail, ya conoces nuestra respuesta. Comunícala.
—La he transmitido ya, Hamlet. Me he tomado la libertad de enviarlos al infierno.
—Bien hecho.
Resulta inútil bromear ahora. Todos comprenden que la situación no puede ser salvada meramente con palabras, y yo no conseguiré convencerles de lo contrario recurriendo a mi sentido del humor; no me quedan ya fuerzas. La Scorpion, mientras tanto, sin olvidar su decidido empeño, se sitúa a nuestras espaldas, cada vez más cercana, cada vez más mortífera, simulando ser un águila negra a punto de rozarnos con la espina de sus garras. En su proa relucen dos ojos extraños, dos pozos de color del fuego en medio de la noche eterna. Lásers. Las descargas no encuentran el blanco que ofrecemos, pero yo sé que se debe más a un acto de última consideración, a un ultimátum, que a nuestra habilidad para burlarlos. La próxima vez no fallarán el objetivo.
—Van a alcanzarnos, Hamlet. Ese maldito monstruo es más rápido que todos nosotros —demanda la voz de metal de mi piloto—. Dentro de un par de minutos estaremos a merced de su rayo tractor, si no nos han hecho pedazos antes, y entonces no podremos escaparnos. Tú eres el jefe, maldita sea. Ordéname algo.
Nuevamente el peso de la responsabilidad se troca en espolón hiriente alrededor de mis hombros. ¿Una orden para salir de esta pesadilla? Ninguna, excepto rezar, y no creo tampoco que esto vaya a servir de mucho. La nave de la Corporación está tan cerca que parece que pudiéramos sentir el aliento de los guardias de asalto detrás de nosotros. Y nos quieren vivos, no cabe duda, porque de lo contrario ya habrían lanzado contra nosotros su interceptores monoplazas y el circo habría quedado reducido por su ataque a un puñado de escoria, basura al pairo. Un segundo haz de luces raya la quietud de la garganta sin fin, y esta vez la Cu Chulain, que huye a nuestro costado, recibe el impacto y cabecea a uno y otro lado, poniendo en peligro la seguridad del resto del convoy.
—Distanciaos. Dile a los otros que se separen todo lo que puedan, Ismail —ordeno desde mi asiento, luchando por soltar las barras de plástico que me sujetan; misión imposible—. Break. Break. Despejad el campo. Romped la formación. Abríos en abanico, condenado seas. Tal vez así exista la posibilidad de que alguno escape, después de todo.
Me obedecen. Aunque hubiera ordenado la estupidez más inconcebible lo habrían hecho, pues no hay tiempo material para elegir y tampoco se asoma ninguna otra alternativa que venga a auxiliarnos. El convoy del circo se deshace, se desdibuja en un camino triple con la esperanza de confundir a los soldados. Miro a la pantalla y ya no puedo ver a las otras naves detrás. Han salido del radio de acción de la cámara, lo que significa que han adelantado a la Banshee en nuestra loca cabalgada y somos la cola del cometa que la nave de la Corporación persigue.
Una segunda mirada al visor me convence de que he actuado correctamente, a pesar de que la suerte no quiera acompañarnos. Quien nos acosa enfila directamente contra nuestra nave, olvidando la presencia de las otras dos, dispuesto a dejarlas escapar con tal de atraparnos. Deben saber que somos la nave insignia. Cu Chulain y Fergus tal vez tengan la oportunidad de burlarlos, pero nosotros no. La Scorpion ha desviado su trayectoria y viene directamente hacia la Banshee, porque Moby Dick constituye siempre un bocado más apetitoso.
Algo nos empuja violentamente, y la sacudida se repite a continuación dispuesta a no concedernos ninguna tregua, ningún descanso. Nos están dando alcance. Nos tienen dentro de su ángulo de tiro. Esa masa inmensa que tapona el cielo se nos echa encima, anegándonos con sus destellos. No pasará mucho tiempo antes de que nuestros deflectores se vean incapaces de repeler el aguijoneo de sus lásers y entonces, por fin, saltaremos sin darnos cuenta hasta el reino de la muerte.
—Lo siento, Hamlet. No me gusta nada lo que voy a hacer, pero no nos queda otra opción —dice la voz de Ismail mientras oigo cómo algo se cierra herméticamente, y yo no logro comprender al principio el significado de sus palabras—. Ya lo he comunicado a los demás. Os recogerán en cuanto el peligro haya pasado, si todo sale bien. Adiós, jefe. Buena suerte.
—¡Ismail, no!
Demasiado tarde, las bandas que me atan al asiento no me permiten siquiera levantarme, igual que la primera vez que salí al espacio, hace ya tantos años. Sin embargo, dudo incluso que estando libre hubiera podido impedir su acto. Las luces parpadean, los paneles de metal se descorren uno a uno con sonidos metálicos muy familiares, y comprendo que Ismail se está sacrificando por todos nosotros. La cremallera termina de descorrerse y el eyector nos expulsa como una bala salida de la recámara. Noto en seguida que estamos deteniéndonos, perdida la aceleración que nos impelía un segundo antes.
Miro otra vez la superficie lisa de la pantalla. La señal llega menos nítida, pero todavía puede apreciarse lo que ahí afuera está sucediendo. La Banshee, libre de toda carga, a salvo del engorro de los pasajeros, enfila directamente contra la inmensa mole oscura de la Scorpion. Brillan leves brotes de luz, cabecean como con miedo las dos naves y de pronto Moby Dick toma su venganza en Ahab y mientras la comunicación se corta el resplandor de la explosión que sigue anuncia que la Banshee ha entonado su última canción de sangre.