La segunda venida de Orfeo tuvo lugar la noche de un lunes muy frío, ocho meses después del accidente sufrido por Wimdyl, y el significado de su presencia añadió un nuevo problema al conjunto que acarreaba el circo desde entonces. Demasiado agotado para esperar despierto el momento de la gran parada final, yo regresaba al camerino una vez cumplida mi actuación, y allí me lo encontré. Estaba de pie, las dos manos cruzadas a la espalda en un gesto hosco y marcial, contemplando su propia imagen reflejada en la superficie del espejo. Me sorprendí al ver un militar de la Corporación en aquel lugar, pero cuando advertí quién era me eché a temblar, pues dicen —y yo había tenido ocasión de comprobarlo anteriormente— que el encuentro con el doble siempre supone un presagio de muerte.
—Buenas noches, Hamlet —comentó él, tallando una sonrisa forzada en su cara deforme—. Me alegro de verte. Celebro comprobar que esta vez has encontrado un disfraz más apropiado.
Había un claro matiz sarcástico en su voz, un matiz que no preludiaba nada bueno. Correspondí a su saludo con otra sonrisa y le invité a tomar asiento; no quise recordarle que la principal labor del escribidor que tanto él como yo habíamos pretendido ser consiste, precisamente, en travestirse en función de sus personajes.
—¿Me reconociste? —pregunté; resultaba inútil pretender que no sabía de qué estaba hablando: su alusión a nuestro anterior encuentro y a las ropas de payaso que actualmente me adornaban había sido demasiado directa, demasiado clara.
—Oh, no, claro que no. Supiste engatusarme bastante bien, tengo que felicitarte. Pero tus dos amigos fueron muy locuaces.
—Lo supongo. ¿Qué ha sido de ellos?
Orfeo se encogió de hombros. Con gesto dubitativo, dio unos cuantos pasos por la habitación, los suficientes para cavilar una respuesta. Entonces me di cuenta de que lucía los galones rojos de capitán. Las cosas no le habían ido mal a mi doble clónico.
—¿Quién puede decirlo? —contestó, mirando con expresión ausente como yo me quitaba el maquillaje de la cara—. Me limité a detenerles y a hacerles confesar sus crímenes porque así me lo obligaba mi deber. Luego los entregué a mis superiores y ya no he vuelto a tener noticias de ellos. Tal vez hayan sido reeducados y ahora interpreten felizmente obras más dignas al servicio de la Corporación, o quizá estén pudriéndose bajo cualquier sol, a la sombra de un árbol, insepultos según su propio deseo, no puedo asegurártelo. ¿Sabes que no has cambiado apenas nada desde la última vez que nos vimos? La última vez en la Tierra, quiero decir. Parece que todavía no tengas treinta años, Hamlet, y si mis cálculos no fallan debes estar rozando los cuarenta.
—Muchas gracias. Lamento no poder decir lo mismo de ti.
—¿Verdad que no? Últimamente ando convertido en un tejido de cicatrices, pero incluso esto tiene a veces su compensación. ¿Ves esta mano? —levantó la izquierda y me mostró los dedos anular y meñique, donde dos cilindros de metal orgánico sustituían la carne diseminada posiblemente por un disparo; una nueva marca que venía a añadirse a su particular versión del capitán Ahab—. Gracias a ella pude regresar a casa, a la Tierra. Me concedieron el ascenso a capitán y una licencia temporal hasta que me repusiera como pago a mis servicios.
—¿Todavía sigue la Tierra allí? Teníamos la convicción de que hacía tiempo que había pegado un estallido.
—Oh, aún le queda mucho tiempo de vida, no creas todas esas cosas que dicen, esas patrañas. Cierto que ya no es lo que era, pero todavía continúa siendo uno de los puntos claves de la Corporación, el santuario en el que se inició la labor de Conquista. Nuestra vieja ciudad, desgraciadamente, ya casi no existe. Estuve en ella un par de días, y eso me bastó para no querer regresar en todo lo que me resta de vida. Han suprimido la Factoría; la han trasladado a otro lugar, al norte, y el poco florecimiento industrial que había se ha venido abajo. Ahora solamente sobreviven casas a medio destruir y cimientos llenos de polvo. No te gustaría nada ver la porquería que queda.
—No creo tampoco que vaya a tener una oportunidad de acercarme hasta allí para comprobarlo. ¿Viste a alguien conocido?
—Intenté buscar a tu familia para comunicarles lo poco que sabía de ti, pero ya no estaban en la ciudad. Mis propios padres habían desaparecido sin dejar huellas; ni el mismo Nueva York sería capaz de localizarlos, al menos en tan poco tiempo como yo dispuse. Encontré a Gnel, casi por casualidad. No vas a creerlo, pero ese viejo cretino se ha hecho rico con los despojos de la ciudad que no son desmantelados para su traslado o arrojados al espacio. Tiene un negocio que marcha muy bien y no aparenta más arrugas que tú; ya sabes, se encarga de visitar constantemente al especialista en cirugía plástica. Enrit se suicidó, eso me han dicho. Demasiadas mujeres y más deudas de juego de las que pudo soportar le impulsaron a tomar la solución fácil. Lo lamenté por él, no era un mal chico. No encontré a nadie más del Círculo. Supongo que andarán dando tumbos de factoría en factoría, como tú y yo lo hemos estado haciendo de estrella en estrella.
Lo miré otra vez de hito en hito, con desconfianza, desarmado ante su ataque de franqueza, reconociéndome a mí mismo en sus rasgos desdibujados. Orfeo Hamilton, mi yo perverso. Comprendí que el paso del tiempo también había obrado sobre él, convirtiéndole poco a poco en una versión estilizada de la criatura que yo era; dos caminos nos separaban para conducirnos al mismo punto de destino. Orfeo. Hablaba y hablaba de nombres vagamente familiares cuyos rostros se me tornaban completos desconocidos. Enrit, Gnel, la Factoría, la ciudad en la Tierra, incluso el Hamlet Evans al que él se refería, el Hamlet Evans que había sido yo mismo parecían entes extraños, muchachitos distintos que posiblemente jamás existieron. Orfeo. El único ojo chino que le identificaba con el pasado se me antojó más solitario, menos desequilibrado, menos frío, como si el también se sintiera descontento de su rol en el mundo y de la misión de sangre que le traía, sin duda, a este nuestro penúltimo reencuentro.
—¿Qué es lo que buscas? —acusé, molesto por su presencia, irritado por sus maneras, conociendo de antemano lo que sucedía—. No creo que hayas venido a verme únicamente para compadecerte de mí y charlar de los viejos tiempos.
—No, desde luego, tienes razón. No estoy aquí meramente por placer. Debo reincorporarme al mando de mi nave en un par de semanas. Mientras llega ese momento, me han ordenado que encuentre al responsable de este circo. Espero que me conduzcas ante él.
—No hará falta. El responsable soy yo.
La voz de Paddy se asomó a la puerta, y el viejo payaso lo hizo a continuación. Wimdyl ya estaba dentro del camerino, contemplando a Orfeo con los ojos inundados de extrañeza. Me miró, interrogándome sin palabras, y yo confirmé sus temores con un movimiento de cabeza. Le había hablado muchas veces de Orfeo, las suficientes para que ella lo reconociese al encontrarlo, y éste, aunque deforme y gigantesco, todavía simulaba ser mi doble exacto.
—¿Charles O'Shaugnessy? Soy el capitán Orfeo Hamilton, de la nave Scorpion, al servicio de la Corporación. Tengo orden de llevarle conmigo.
Paddy acogió la noticia sin alterar los rasgos de su cara; quizá, simplemente, los endureció un poco. Wimdyl se había acercado a mí, y al tomar su mano noté que tenía los dedos fríos, como de escarcha. Desesperada, apretó mi contacto hasta hacerme daño.
—¿De qué se me acusa?
—No se le acusa de nada, señor; al menos que yo sepa. Unicamente me han encomendado que le acompañe hasta el núcleo central de este planeta. Pura rutina. Una simple inspección. La Corporación se dispone a reestructurar todo este sector. Ya sabe: Hay demasiadas compañías parateatrales en esta parte, la mayoría de ellas plagadas de desertores, de indeseables enemigos de la Conquista o de simples vagabundos, como mi hermano Hamlet. Se le requiere en la ciudad terminal para resolver unas cuantas cuestiones económicas relacionadas con su circo.
—Entiendo —dijo Paddy, y Orfeo no alcanzó a comprender hasta qué punto lo hacía—. ¿He de acompañarle yo solo?
—Eso es. El circo puede continuar sus representaciones en este mismo lugar. Les colocaré una escolta de dos hombres para impedir cualquier posible alboroto hasta que usted vuelva.
—Déjeme pensar. Este circo no es gran cosa sin mí, ya lo supone usted —mintió mi maestro, dibujando en su mirada una curiosa mezcla de candidez y picardía—. Si me voy ahora, es seguro que los números van a ser presentados en el más completo desorden. ¿Va a tardar mucho tiempo esa entrevista?
—En tres o cuatro días estará usted de vuelta.
—Bien, le acompañaré, puesto que no me queda otro remedio. Si me disculpa, tengo que ir a mi camerino a cambiarme de ropas. No crea que voy todo el día vistiendo los harapos de payaso.
—Por supuesto que no. Le esperaré aquí.
—¿Me acompañas, Hamlet? Hay un par de instrucciones que tengo que darte para que esto no se vuelva un caos en mi ausencia, y no es cosa de aburrir con nuestros tecnicismos al capitán.
Me volví hacia Orfeo, solicitando su permiso para acompañar al payaso. El me lo concedió con una inclinación de cabeza y seguí a Paddy con toda la rapidez que fui capaz de imprimir a mis piernas. Comprendí que tenía que comunicarme algo muy importante, algo de lo que Orfeo no debía enterarse, porque su camerino y el mío eran el mismo. Entre bastidores, empezó a circular la noticia de que Paddy había sido detenido y el circo estaba a punto de ser excomulgado.
—Bueno, muchacho, parece que esos rumores sobre la prohibición eran ciertos, después de todo —comentó el payaso, una vez estuvimos a salvo en el camerino de Wimdyl—. No hay mucho tiempo para discutir. El círculo se estrecha, como vengo esperando desde hace treinta años. Atiende a lo que voy a decirte y no interrumpas demasiado, porque es importante. En cuanto hayamos desaparecido tu amigo el capitán y yo rumbo a la ciudad terminal, ordena recoger todas las cosas y marchaos.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco, Paddy? —me sorprendí yo, pues esperaba cualquier consejo menos ése. Una sensación extraña, como el filo de una navaja, me atenazó en mitad del estómago y empezó a crecer hacia lo alto—. Dios santo, debes haber recibido un golpe en la cabeza durante la pantomima, ahí fuera. ¿Cómo demonios vamos a hacer una cosa así? ¡Ellos te matarán en cuanto adviertan que nos escapamos!
—Escucha, cabeza dura. Ordena que los muchachos estén listos para marchar de aquí apenas llegue el amanecer. No creas que lo que ha dicho tu amigo es cierto. Sé que no voy a regresar. ¿Una simple inspección, ha dicho? El y yo sabemos de qué se trata en realidad. Y tú también, aunque lo niegues. Van a detenerme; me han detenido ya, y después lo harán con todos vosotros, uno a uno. ¿Sabes lo que significa una reestructuración en este sector? Significa que harán tabla rasa, que confiscarán todos los espectáculos ambulantes, desde el titiritero hasta la compañía más grande, para convertirlos en un arma que complazca su política. Ha mencionado problemas económicos. Ya sabes lo que ha querido decir. Expurgarán la más diminuta cifra y no cesarán de molestar hasta que encuentren algo que no cuadre, aunque tengan que falsificar los papeles para ello. Si pretenden quitarse de encima a los espectáculos independientes, por Rab vivo que tienen mil formas de conseguir que esto sea así. Mal deben ir las cosas en la guerra de expansión cuando vuelven los ojos a tan poca cosa como nosotros. Esta es la pura verdad, Hamlet. Ya lo sabes: Recoge todos los bártulos y lárgate de aquí antes de que vengan los soldados y os reduzcan con sus armas.
—Paddy, tú estás loco. No voy a dejarte aquí. Ninguno de nosotros va a permitir que se te lleven. Todo esto forma parte de ti. Tú eres el circo.
—¿Serás obstinado, muchacho? Yo no soy nada, por muchas cosas en contra que le haya dicho a tu amigo el capitán. Sabréis desenvolveros solitos sin mí. Has sido un buen payaso, y podrás alternar también ese oficio con el de mandamás, aunque desde ya te advierto que no es muy agradable, ni divertido. Los espectadores jamás se darán cuenta del cambio. Hay un circo diferente por cada uno de ellos, una sensación distinta en cada individuo que lo ve. Somos lo que tú dices, Hamlet. Somos luciérnagas, como aquella que contemplaba el elefante de la historia. Igual que él, cada uno de los seres que componen nuestro público cree que brillamos en solitario, en exclusiva para sus ojos, aunque nosotros ni siquiera sospechemos su existencia.
—Sí, muy bien, muy bonito, muy poético. Tendrías que haber estado en un rompehielos componiendo versos en lugar de pretender embaucarme con tus lindas palabras, viejo malnacido. Pero escúchame: Si vamos a escapar, da lo mismo que lo hagamos ahora o dentro de nueve horas. Desembaracémonos de los soldados, recojamos todos los aparatos y larguémonos. Si vamos a pasarnos el resto de nuestra vida huyendo, ¿por qué diablos no luchar?
—Ya. Liarnos a tiros nosotros solos contra toda la Corporación, ¿no es eso? Ciento quince personas contra todo un Imperio, y seguro que piensas que tendríamos posibilidades de ganar. Vamos, Hamlet, no sueñes. Pretender acabar con la Corporación es como intentar caminar hacia el horizonte. Tú sabes lo que es la guerra mejor que nadie. Ni los nors han podido resistir por las armas a los nuestros. ¿Luchar? No, gracias. Más vale emplear la estrategia del zorro: cazar y después huir.
—Huyamos ahora y cacemos después. Si los agentes de la Corporación descubren que nos hemos escapado dejándote tirado aquí, te matarán sin contemplaciones. ¿Es que no lo comprendes?
—¡Claro que lo comprendo, maldita sea! ¡Mira que te gusta llevar la contraria, muchacho! Ahora serénate; serénate y escúchame. Los soldados saben matar, pero no entienden nada de la muerte. Eso me coloca un paso por encima de sus cabezas. Ya he estado muerto una vez, recuérdalo; no me asusta lo que puedan hacerme, y no tengo edad para corretear como un chiquillo loco. ¿Me matarán? Bueno, que me maten. No soy nadie para oponer resistencia. Le he perdido el miedo a la muerte, porque comprendo perfectamente lo que la Dama Blanca significa. Y tal vez no sea necesario ponerse tan trágico. No olvides que, payaso y todo, soy un actor. Llorarán a gritos conmigo cuando me vean maldeciros por haber escapado dejándome clavado en este sitio, ¿quieres apostar? Seguro que el viejo Paddy salva otra vez el pellejo.
Exponía estos razonamientos con gran rapidez, haciendo gesticular mucho las manos, intentando convencerme a mí y de paso se convencía también él, y mientras tanto iba despejándose la cara de las huellas del maquillaje y dejaba de ser Paddy para ir convirtiéndose en un hombrecito llamado Charles.
—Ponte en mi lugar, Paddy. Si tú fueras yo, si yo te ordenara hacer lo que tú me estás ordenando que haga, ¿lo cumplirías?
—No es cuestión de especular ahora, Hamlet. Tal ocasión no se puede cumplir; ya no. Ocurre que yo ordeno y a ti te toca obedecer, sin posibilidad ninguna de intercambiar los papeles, como hacemos en la pista. Mira, de verdad, si amas este circo, si quieres hacer algo por él, algo por mí, obedéceme. Dispón las naves y marchaos en cuanto veáis un hueco. El militar ha dicho que sólo va a dejar dos soldados de vigilancia; supongo que incluso cree que nos hemos tragado eso que dice. Bien, no será difícil libraros de ese par de perros guardianes, aunque anden con las orejas alerta y os dé la impresión de que pueden ladrar mucho. Hazme caso, Hamlet. Escapa con los demás, y conserva por mí este circo.
—Paddy, sabes que no puedo hacerlo. Este circo te pertenece. Es tu responsabilidad cuidar de él. Tienes que procurar que siga adelante, por muchos problemas que se coloquen en el camino. Es tu obligación como poseedor, Charles. Debe más el amo que el esclavo.
—El circo me pertenece, tienes razón. Y por eso mismo puedo hacer con él lo que me venga en gana, aquello que yo crea más adecuado para asegurar su supervivencia, ¿no es eso?
—Sí.
—Pues muy bien, te lo regalo. Hago público mi testamento aquí y ahora. Acabas de heredar un circo, así que haz con él lo que creas más oportuno. Ahora comprenderás lo doloroso que es tener que soportar una responsabilidad, lo difícil que resulta establecer lo que es realmente importante. No lo olvides, Hamlet: The play is the thing. Y ya está bien de frases hechas, tengo que irme. Ese capitancito amigo tuyo debe estar esperando.
Recorrimos el camino de vuelta hacia mi camerino, donde Orfeo, sumergido en una charla anodina con Wimdyl, no parecía impacientarse. El Doc, Mostachos y el resto del personal al cual yo me debía ahora estaban apiñados alrededor, esperanzados y tensos ante la solución del conflicto.
—Bien, estoy dispuesto, capitán —comunicó Paddy—. Si me permite, hay unas palabras que quiero decir a los muchachos. Son tan torpes que no sabrían qué hacer sin mí.
—Adelante.
—Chicos, me voy —anunció con su voz de falsete más conseguida, restando importancia a este hecho—. Tengo que acompañar al capitán hasta la ciudad núcleo y no regresaré hasta dentro de dos o tres días. Mientras tanto, le he dicho a Hamlet que cuide esto por mí. Hacedle caso en todo cuanto os diga, porque seguro que sabrá conducir las riendas de esta empresa como yo mismo. Nada más. No os preocupéis por mí. El capitán Hamilton dice que puedo estar tranquilo. Hasta la vista.
Una lanzadera los acogió y los condujo hacia la ciudad central inmediatamente. Con la marcha de Paddy, el circo se convirtió en una brasa gélida, como si todo el calor humano irradiado dentro de él hubiera sido detenido junto con el payaso. Comprendí que a mí me tocaba buscar una solución, que a mí me correspondía actuar a partir de este momento. Convoqué una reunión en la pista, bajo la carpa y los focos, y allí les hablé a todos, muy nervioso, muy triste, condolido por la responsabilidad que acababa de depositarse sobre mis hombros.
—Todos sabemos lo que ha sucedido aquí —dije saboreando por primera vez la amargura de verme constituido en jefe—. Todos sabemos que Paddy ha sido detenido, aunque el hecho se encubra bajo media docena de eufemismos. El circo por el que luchamos y amamos se encuentra a un paso de su extinción, al menos como nosotros lo conocemos, y esto es algo que también queda muy claro. En la ciudad núcleo puede suceder cualquier cosa: Tal vez maten a Paddy, tal vez lo reeduquen, nadie lo sabe. Lo que es seguro es que no va a regresar, a pesar de lo que digan los soldados. Escuchad, Paddy me ha dado una orden, y yo me resisto a obedecerla. Paddy pretende que huyamos esta misma noche, sin dar tiempo a la Corporación de ponernos la mano encima. A mí no me gusta la idea, porque supone dejarlo abandonado aquí, y yo preferiría esperarlo, aunque eso signifique que nos detengan a todos. Pero hay algo por encima de mí, algo más fuerte que nuestros deseos de recuperar a Paddy, y ese algo es el circo, lo que el circo significa para todos nosotros. Si nos quedamos, sabemos que el circo va a morir. Sabemos que se convertirá en un puñado de atracciones de segunda fila con el único fin de servir como cortina de humo a los abusos de la Corporación. Tal vez nosotros muramos también, no es algo definitivo. Si nos escapamos, como Paddy ordena que hagamos, el circo tendrá una oportunidad de sobrevivir, aunque ésto suponga pasarnos el resto de nuestros días huyendo. La Corporación va a venir a por nosotros, cueste lo que cueste, y nuestra única alternativa es escapar o morir, porque no hay ninguna posibilidad de luchar directamente. Además, somos artistas, no hombres de acción. Somos comediantes, no asesinos. No hay otra opción: Quedarnos y sucumbir o marcharnos y procurar conservar el circo y la vida un poco más de tiempo. Esto es demasiada responsabilidad para mí solo, y quiero que sepáis a qué nos atenemos antes de elegir. Es un riesgo, la decisión, que no pretendo correr. Vosotros tenéis la palabra. Obedecemos los deseos de Paddy y lo dejamos abandonado aquí, por mucho que nos pese, o le desobedecemos y esperamos que nos detengan también. La pregunta es: ¿Conservamos la vida de Paddy a cambio de todo aquello que sirvió para hacerlo vivir o al contrario? Ayudadme a decidir, por favor. Ayudadme a hacerlo rápido.
Con gran resignación, para bien o para mal, el circo eligió continuar con vida. Escapamos esa misma noche, después de inutilizar a los soldados (fueron cinco y no dos) como Orfeo había dicho, y desmontar la carpa y los aparatos en menos de treinta minutos. Después salimos al espacio abierto y nos perdimos entre el blanco resplandor de las estrellas, diminutos puntos de luz que ahora más que nunca parecían lágrimas.
—Hamlet —me acarició Wim cuando ya estuvimos a salvo, suficientemente alejados como para que la Corporación tardara otros seis meses en localizarnos—. Hamlet, eres un tonto entrañable.