35

La muchacha de la mirada de océano se llamaba Wimdyl Brighteyes, y he de reconocer que ningún otro nombre le podría haber venido mejor, porque en verdad sus ojos resultaban brillantes; luego, me han dicho que son lo más cercano al color verde que mis propios ojos nunca alcanzarán a ver. Wimdyl tenía una boca pequeña, fría y rosa, y una frente despejada, llena de proporción y de limpieza (ya lo he mencionado antes aquí), que indicaba inequívocamente que tras ella se albergaba un cerebro de persona inteligente. Sus cabellos no eran rubios ni morenos, sino de esa ambigua tonalidad del castaño claro que no se acerca ni a una cosa ni a la otra y cuya clasificación depende más de quien los contempla que de sus cualidades intrínsecas, y los llevaba recogidos en una trenza de barniz y de bronce que pendía graciosamente hasta su espalda. El rostro ovalado, como de almendra, parecía cincelado sobre alguna piedra noble. Al admirar aquella cabeza perfecta, un hombre obtenía la sensación de encontrarse en presencia de una estatua vuelta carne; al bucear en aquella doble laguna de líquido jade, en aquellos labios humedecidos de palabras y de savia, podía justificar completamente su existencia. Wimdyl era una ninfa, un duende, un hada escapada de la ilustración de un cuento para niños, traviesa y burlona, juvenil, y yo en seguida llegué a amarla.

Utilizaba su cuerpo como si fuera un juguete, un muñeco de hermosas proporciones en las manos del marionetista. Sin hacer ningún esfuerzo visible, no acumulando más tensión ni flexionando más músculos de los que yo emplearía para cruzarme de brazos o chasquear dos dedos, Wimdyl saltaba, giraba, rodaba, rotaba, daba vueltas sobre sí misma con igual facilidad que una peonza, volteaba su cuerpo hacia adelante y después otra vez hacia detrás, brincaba, bailaba, se dejaba caer, balanceaba piernas y brazos, incorporaba su estatura de un salto nuevamente, rebotaba, discurría, tomaba impulso y venía a posarse como el cachorro de un felino en el suelo de la pista, sonreía con aspecto de chiquillo capturado in fraganti justo en mitad de alguna trápala, no dejaba respiro a los espectadores que todavía comentaban su agilidad casi inhumana y ya entonces iniciaba la segunda parte de su número, aquello por lo que era nombrada la estrella principal de nuestra función, la muestra con la que el circo cerraba cada noche el espectáculo.

Una luz sonrosada, suave como seguramente era su piel, cubría a Wimdyl desde la cabeza hasta los pies descalzos, y un tambor entonaba una melodía cercana al llanto clamando la atención del espectador, como si todavía alguien, a estas alturas, fuera capaz de distraerse. Ella estiraba los brazos con un mohín, hacía girar delicadamente las muñecas una o dos veces, con el aspecto de concentración que parece preceder a un instante de gran esfuerzo físico, y comenzaba a elevarse lentamente de su posición en el centro de la pista. Ascendía muy despacio, ayudada por la energía del pozo de gravedad, mecida por los colores y la música que continuaba su ritmo trémulo, y entonces, siempre muy lentamente, con una manera muy sutil de retardar la escena cumbre de todo aquello, muy sibilinamente, empezaba a mutarse, música y luces y aplausos contenidos, a contorsionarse a un lado y a otro, con la cadencia tenebrosa del tambor siempre en aumento, barrenando el aire, muy ajena ya del suelo, hasta que las dos alas de seda brotaban como una flor de su espalda, agitándose igual que una telaraña translúcida sometida a ninguna gravedad o una medusa toda blanca en sus reinos de agua, en silencio, sin sonido, muerto el redoble, apagada la respiración, y lograban hacerse mayores que la muchacha misma, libres al viento una vez más, creadas a fuerza y tesón con el único deseo del pensamiento, y venía el momento en que el cono de gravedad artificial era reemplazado por el vacío simple y continuo de la pista normal, por el silencio y la oscuridad que envolvía el techo de la carpa, y las dos alas de mariposa, culminado todo su proceso de maduración, todo el magnífico ritual de su nacimiento, aleteando con desparpajo repleto de sana inocencia, y el haz de luz sonrosada era sustituido por un único foco de luz blanca, y al tiempo que Wimdyl echaba a volar no quedaba más color que el desprendido por la fantasía de sus alas, ni otra presencia que la suya en toda la superficie del circo, piruetas y garabatos a doce metros de altura, flexiones y contradanzas en su número de equilibrios, y volaba y revoloteaba por encima de las cabezas llenas de asombro de los espectadores, partiendo corazones con una sola de sus sonrisas, acunando viejos sueños marchitos, vuelta colmada de otra vuelta, con una elegancia propia de una mariposa auténtica y no de una chiquilla convertida en lepidóptero, hasta que el pozo de gravedad iniciaba su atracción y la devolvía al suelo nuevamente, posándola como un pétalo multicolor que hubiera sido arrastrado por el viento. El público aplaudía siempre unos segundos demasiado tarde, embriagado todavía por la música que irradiaba de aquella visión, y Wim saludaba con gesto de cansancio, sonreía con aplomo de muchachita precoz que reconoce la importancia de lo que está haciendo, y desaparecía de la pista en un momento.

No había ningún truco en su número; no lo había en los demás tampoco. El espectáculo era real, y las alas de Wimdyl formaban tanta parte de sí misma como sus ojos, su boca o su lengua. La primera vez que la vi en acción esforzándose al máximo de sus posibilidades, deseé caerme muerto en redondo, como Paddy había advertido con burlona premonición. Eso, o arrancarme mis ropas de payaso y correr a su encuentro allá en lo alto, en mitad del aire, convertirme como ella en una mariposa llena de luminiscencia. Pero yo era una luciérnaga apagada y triste, y las alas de mi metáfora estaban rotas desde hacía mucho tiempo.

Wimdyl era una alterada, una más de los diversos seres que a su antojo crean los técnicos de la Corporación. En los años de mi servicio como poeta, había encontrado a alguno de ellos en los núcleos como Excalibur, en los prostíbulos y estaciones orbitales desperdigadas a lo largo de la garganta infinita, y recordaba también que varios habían embestido contra nuestro destacamento el día del incidente en Alta Roca. Durante mis períodos de vagabundeo, me había cruzado ocasionalmente con alterados de cuatro brazos, con gigantes parecidos a rinocerontes capaces de soportar presiones y gravedades que aplastarían a una dotación de guerreros revestidos por trajes isobáricos al completo, con seres pequeños y eléctricos manipulados para habitar mundos acuáticos. Nunca, sin embargo, llegué a encontrarme con ninguno tan esbelto, tan armónico y perfecto como Wimdyl, pues el fin de los alterados no es servir de cauce a la belleza, sino quedar modificados de tal manera que puedan trabajar y todavía sobrevivir en aquellos planetas que ofrezcan condiciones adversas a la implantación del humano común. Quizás el técnico que la había creado decidió experimentar por un momento sus inclinaciones estéticas, o quizá la misión para la que estaba siendo elaborada resultaba diferente de la de los demás mutantes. No lo sabríamos nunca. La memoria de Wimdyl ofrecía un hueco, un pasadizo despoblado a partir del cual todo se confundía en la niebla.

—No conozco nada sobre mí, Hamlet. No recuerdo ningún detalle de mi primera niñez, si es que la he tenido. Lo único que concibo como cierto es mi nombre, y puede que éste sea una nomenclatura química, una fórmula. Ignoro si fui vendida a la Corporación, y quienes fueron mis padres. ¿Quién sabe? Tal vez yo no sea una alterada, sino la descendiente de alguna raza de humanos y mariposas que pueblan el universo. Sería gracioso, ¿no? ¡Wimdyl, la abeja reina, raptada en su propia cuna y apartada para siempre de sus hermosos dominios!

Wimdyl. Habíamos logrado recomponer su historia, siempre ayudándonos de la especulación y de sus propios recuerdos, pero todo cuanto decidiéramos estaba en el aire, sin posibilidad de ser comprobado. Paddy sostenía que probablemente había escapado de alguno de los centros de mantenimiento de la Corporación, cuando su desarrollo no había alcanzado aún su rumbo definitivo. La memoria de Wim apoyaba algunas veces esta teoría, pues nos brindaba a ratos extraños recuerdos que hablaban de salones de blanco aspecto fantasmal, voces y lecciones que repetían consignas, parpadeos y herramientas, cintas que respondían ante los estímulos aplicados por la insistencia de la luz, pesadillas que nosotros sospechábamos auténticas. En algún instante de su adoctrinamiento, Wimdyl había conseguido liberarse. No podía imaginar la situación, ni los trances por los que tendría que haber pasado hasta escapar, ni las peripecias que su mente confundida había tenido que ir asimilando. De cualquier manera, sílfide a pesar de todo, el destino la condujo a las mismas puertas del circo. Allí, la consideraron una chiquilla normal, perdida y confusa, a muchos soles de distancia de su planeta madre. Paddy accedió a admitirla en el grupo, atraído más por su simpatía hacia los demás que por sus posibles cualidades artísticas, y desde ese momento Wim encontró una casa. Al ir alcanzando la pubertad, paulatinamente, las dotes de alterada, latentes en su interior, se habían ido imponiendo, poco a poco, día tras día, hasta convertirla en el extraño ser que ahora era.

—Al principio observamos que me movía con una gran facilidad —me explicaba con la voz azul de tristeza, la cabeza apoyada en mis muslos, una brizna de pelo en la boca y los ojos clavados en el viento—. Y que era capaz de contorsionarme y de dar saltos que nadie, ni siquiera el pobre Bruno, era capaz de realizar. Ninguno suponía que iba a terminar siendo lo que soy. Paddy se quedó de una pieza el día que me vio saltando de un trapecio a otro sin apenas tomar impulso. Me riñó. Oh, Rab santo, claro que me riñó. Se puso hecho un basilisco y me prohibió tajantemente hacer locuras semejantes. Tenía un aspecto tan cómico, todo colorado, con los pelos de punta, que los dos nos echamos a reír. Pero la orden persistió. Paddy insistía en que podía hacerme daño, que únicamente un trapecista con experiencia tenía derecho a balancearse ahí arriba sin poner en vilo el corazón de los demás. Lo que Paddy no sabía era que yo había alcanzado el trapecio desde el suelo, de un solo salto. Se hubiera comido el sombrero de haberme visto entonces, porque todos creían que yo era una niñita delicada y normal. Sí, eso creían. Pero en seguida supe que aquello no era usual; no había manera de que pudiera serlo. Aunque con el paso del tiempo los demás vinieron a suponer que yo era una especie de bicho raro, una criatura compuesta en los tubos de ensayo de algún laboratorio experimental facultada para dar saltos y piruetas sin consumir energía ni precisar grandes masas de músculos, ninguno imaginaba que fuese a llegar a tanto. Y yo seguí en mis trece, vaya si seguí, porque encontraba más divertido que ninguna otra cosa bambolearme en el trapecio y soy terriblemente cabezota a la hora de poner en marcha una idea. Desobedecía las órdenes de Paddy y continué jugándome la vida ahí arriba. Y un día, como es lógico, me caí del trapecio; de cabeza, igual que se cayó Bruno, y no me pasó nada. Estaba sola en la pista, practicando mi juego favorito, y creí que aquello era mi final, que el mundo se me terminaba a medida que el suelo iba subiendo. No me pasó nada. Ni un rasguño, ni un esguince. Aterricé de pie, con facilidad. No me preguntes cómo fue; ignoro la razón. Cuando me di cuenta, estaba mirando el lugar desde donde había caído, predispuesta a llorar como una niña tonta, interrogándome si la altura había sido suficiente para matarme en la caída o no. Dios, fue demasiado para mí. Yo sabía de mi agilidad, de mis reflejos, pero aquello era sencillamente absurdo, demencial. Nadie normal podría sobrevivir a una caída como esa, Hamlet. Era imposible. Entonces empecé a tomarle miedo al trapecio, o quizá lo que tenía era miedo de mis facultades, y ni por un momento deseaba estar cerca de él. Soy una chica de pensamiento fijo. Aterrorizada y confundida, me fui separando del contacto de los demás, me recluí en mí misma, y me volví todavía más esquiva que antes.

Wimdyl, al recordar su historia, al revivir quién había llegado a ser, olvidaba su alegre talante y se arrinconaba en alguna parte de su persona, como si algo en su interior la empujara a regresar a los períodos en que había sido una muchachita errante, sin otras características que la falta de memoria y los deseos de supervivencia. Cuando esto sucedía, yo no podía hacer nada para consolarla excepto escuchar sus palabras en silencio, pues sabía que mi presencia le resultaba más consoladora que el sonido de mi voz, por mucha poesía que quisiera inyectarle a mis razones. Ella agradecía esta consideración tomando una de mis manos entre las suyas y continuaba el relato, desgranándose poco a poco a lágrimas de alegría y de amargura.

—Todos creyeron que mi actitud respondía al paso de niña a mujer, pero yo sabía que existía algo más. Me notaba diferente, como si algo aparte de mi nueva sangre me fluyera por dentro. Eran las alas, claro. Pugnaban por brotar, no importaba a qué precio. Eran las alas abriéndose paso en mi cuerpo. Una noche me desperté llena de sudor, con mucho miedo. Sabía que algo me iba a suceder. Intuía que mi condicionamiento iba a salir, tarde o temprano, y que el proceso implantado estaba culminando. Caminé hasta el centro de la pista y salté de un trapecio a otro, una y otra vez, poseída por el ritmo, una y otra vez. No conecté ninguno de los focos, porque mis ojos pueden ver perfectamente en la oscuridad; tal vez por eso brillan de esta forma. Además, tampoco quería que viniera nadie a verme. Tenía la seguridad de que aquello, lo que fuera, lo que me roía por dentro, iba a hacerme estallar; notaba como algo me vibraba en la espalda. Creo que esa noche busqué la muerte y, sin embargo, reafirmaba mis deseos de vida. Saltando en el trapecio me encontraba feliz. Oh, sí, muy feliz. No tienes idea de lo que se siente cuando estás ahí en lo alto. ¿Sabes? A veces incluso agradezco ser un monstruo deforme, de verdad. Todo lo compensa la sensación de notarte libre. Y aquella noche la sensación me inundaba por completo, anulando en su totalidad el dolor de mi espalda. Y sucedió lo que tenía que suceder, lo que había estado quince años esperando. Salté una última vez y, en mitad del camino, rehusé el contacto con la barra. No sé por qué lo hice; quizás estaba segura de que si caía no sucedería nada grave, como la otra vez. Me abandoné a mi suerte y entonces me sentí flotar, de una manera que nunca había experimentado antes, ni siquiera cuando jugueteaba en el pozo de gravedad. Ascendí, toda llena de un contacto diferente, como si estuviera sumergida en algo, no sé, algodón, seda, electricidad, y de pronto me di cuenta de que estaba volando. Duró un segundo, y me asusté; claro que lo hice. De reojo pude verlas, todavía sin control, aleteando con una total falta de sincronía. Me aterroricé. Sucedió tan rápidamente que ni siquiera me dio tiempo a reflexionar sobre el estado de mi cordura. Un segundo más tarde estaba ya en el suelo, de rodillas, llorando como una tonta. Me había lastimado al caer. Esta vez sí que me había hecho daño. La rótula me dolía una enormidad, y mi ala derecha se había doblado como una hoja de papel cuando me precipité encima. Lloré, muy asustada. Tenía la seguridad de que iba a morir allí mismo, o que al menos iba a convertirme en una mariposa completa; todavía hoy no he podido desprenderme de ese miedo. Cojeando, sollozando, incapaz de hacer desaparecer las alas, no tuve más remedio que despertar a medio circo. Tiritaba, Hamlet. No te puedes imaginar como tiritaba, y tenía la espalda llena de sangre. Nunca he vivido un terremoto, pero las manos me temblaban como si ellas solas quisieran dar comienzo a uno. Los pies no me sostenían, y me costaba trabajo caminar, porque el viento hacía revolotear las alas y éstas me impedían el avance. Oh, creo que ha sido la peor noche de mi vida. Los demás se asustaron de muerte al verme, por la cara de loca que traía, y además con semejante regalito en la espalda. Imagínate el barullo; para mí todo queda muy borroso, como una alucinación o un sueño. El Doc y Paddy se ocuparon inmediatamente de mí, esto sí lo tengo muy claro. Me atendieron como a un bebé; recuerdo la sensación de vergüenza que experimenté cuando me cuidaron las heridas y me quitaron la ropa. Después me suministraron un par de calmantes, suficientes para dormir a la Vieja Beth, y me quedé tranquila durante el resto de la noche. A la mañana siguiente, cuando desperté, lo primero que hice fue buscar mis alas. Me sorprendí mucho, bien te puedes suponer la escena, porque las muy malditas ya no estaban.

Las alas de Wimdyl aparecían casi por arte de magia, liberándose como un torrente de seda multicolor, y de la misma manera se perdían de la vista. Al principio se materializaban en cualquier momento, sin previo aviso, pero con el paso del tiempo Wim consiguió dominarlas, hacerlas suyas, de manera que las exteriorizaba cuando lo deseaba, o las borraba de su espalda con el poder del pensamiento. Ninguno conocía las razones de aquello, ni las conocería jamás, porque las respuestas que tanto ansiábamos reposaban, posiblemente, en las archivos de algún laboratorio experimental de la Corporación, perdidas a muchos soles en mitad de la garganta. Lo cierto es que, sirviéndose de su voluntad como único resorte, Wimdyl logró dominar sus extraños atributos y, a fuerza de tesón, llegó a convertirse en la estrella principal del circo. Todavía aborrecía aquella maravilla que la tornaba diferente, pero había aprendido a convivir con ella, y la sensación de poder volar a su propio antojo, de perderse en la fiebre de las alturas al ritmo de la música, la compensaba sobradamente, como ella misma reconocía, de cualquier otro tipo de sufrimiento.

Habíamos llegado a la conclusión de que las alas funcionaban en realidad como una especie de conversor, como una esponja capaz de recoger toda la energía de los alrededores para verterla directamente a su naturaleza. Resultaba evidente que el organismo de Wim no estaba relleno de aquél celofán deseoso de abrirse camino hasta el exterior, sino que algo en sus facultades inducidas la hacía poder materializar las alas directamente del aire. Quizá ésa fuera la razón de que se volviera más fuerte después del espectáculo, tras haberlas hecho volar y desaparecer, como si el manantial de energía acumulado por ellas sirviera para reanimarla, para volcarla con más ahínco a la vida, o los aplausos tuvieran una condición de bálsamo. Sus cualidades eran a la vez su felicidad y su castigo, porque únicamente la presencia de la alas, y el aliento de libertad que ellas suponían, podía rescatar a Wim de sus frecuentes etapas de depresión.

Risueña y triste, sombría y jovial, Wimdyl insistía en su temor de convertirse en un monstruo completo. Por mucho que los demás insistiéramos en su belleza, ella estaba segura de que terminaría siendo una mariposa auténtica, pues creía que su proceso mutante aún no había culminado. No le valían razones en contra. Había en su interior un sentimiento atávico, un impulso primigenio e infantil que la arrastraba cíclicamente a la autocompasión y al júbilo, a la dicha y el desasosiego. Ella se consideraba a sí misma una criatura diferente, apartada de aquellos otros seres que venían a refugiar su penuria y su miseria bajo la carpa gastada del circo. Tuve que aparecer yo y cruzarme en la escena de su vida para que ambos dejáramos de ser algo más que dos soledades frente a frente.

Estímulo y respuesta, aire y fuego, plata y hielo, pronto nos hicimos inseparables. Paddy comadreaba que nuestra relación había traído una brisa de juventud y de alegría a las viejas lonas del circo, cuando lo cierto era que el circo nos había brindado la oportunidad de integrarnos plenamente a la sabiduría. Wimdyl y Hamlet: un poeta desterrado y una muchachita cuyo origen tal vez fuera artificial; no cabía duda de que formábamos una pareja perfecta.

Extraños, ambiguos, connaturales, románticos, quizá mi amor por ella sirvió para redimirla de su frustración, porque a mi vera Wimdyl se convirtió en una alegre campanita, un nipis melódico y fugaz tejido a fuerza de dislates y razones, una melisa o una flor de lis capaz de cantar y hacer mil travesuras sin importancia. De esta manera, mientras yo aprendía que el color que mejor la respetaba era el azul, ella supo que mi punto débil está en las costillas, de modo que se dedicó a golpeármelas suavemente con un puño cerrado como el botón de una rosa, a reír abiertamente ante mi tono de turbación, a tararear con soniquete desvergonzado y ausente cancioncillas con las que ponerme nervioso cuando yo buscaba mi nariz de plástico y Paddy me advertía que faltaban segundos para entrar en escena. A mi lado, Wimdyl se hizo nácar y se hizo seda, se volvió a la infancia y a la madurez, porque con su presencia yo cumplí veintidós años nuevamente y vino el tiempo en que hube de depositar en alguien todo el aprendizaje del que me había ido nutriendo a lo largo de dos décadas. A mi lado, ella fue mujer y fue muy niña, y yo regresé a la edad anterior a Monasterio y buceé de retorno a los mundos saqueados por el ansia de conquista, pues al referirle mis historias, mis anécdotas, los encuentros que habían ido jalonando mi existencia, logré completar el adiestramiento al cual me debía, conseguí encontrar junto con Wimdyl mi existencia.

—El mundo es una porquería, Hamlet —descubría ella, haciendo tintinear su voz con la sorpresa de quien descubre algo que para los demás siempre ha sido evidente—. ¿Has visto la basura que nos rodea? Un mundo seco, un mundo muerto, eso vamos dejando detrás. Dios, qué vergüenza para el hombre. No comprendo cómo nadie puede estar orgulloso de llamarse así. No hay lluvia, no hay pájaros, no hay sol, todo por culpa de la acción del hombre. ¿Has echado un vistazo a lo que nos rodea? ¡Ya ni siquiera quedan flores!

—Bueno, tampoco hay que exagerar —carraspeaba yo, matizando un gesto seductor, conseguido después de mucha práctica—. No hemos llegado a tanto. Si no fuera algo muy cursi, te diría que justo delante de mis ojos tengo una flor muy hermosa.

—Oh, muchas gracias, caballero —replicaba ella, cubriéndose la cara con una mano vuelta abanico, fingiendo ser una criatura tímida—. Puedes anotarte seis puntos.

—Anotados. Continúa.

—Eso, que nos estamos cargando el universo, Hamlet. Entre unos y otros. Corporación y áscaris, Corporación y nors, vamos a lograr que la galaxia pegue un reventón. Oh, me horrorizan los gestos grandilocuentes y las sonrisas de metal sintético. Con palabras no vamos a evitar que nos hundamos todos en el caos; qué vergüenza. A veces desearía ser una simple mariposa y olvidarme de que he conocido al hombre. El hombre, menuda cosa. ¿Quieres saber lo que pienso? Te admiro, Hamlet, de verdad. Tú al menos has sido capaz de renunciar a la gloria y sus malditos oropeles, has ido de un extremo al otro del mundo conocido y te has enfrentado cara a cara con el mismo Nueva York. Te envidio. Si todos los hombres que sirven a la Corporación reaccionaran como tú…

—La vida sería terriblemente aburrida —cortaba yo, porque con sus halagos iba a terminar creyéndome un héroe, y ese vestido me seguía viniendo demasiado grande—. No me infles, Wim. Yo nunca he sido nada importante. ¿Enfrentarme a Nueva York, dices? ¿Yo? Vamos, no te burles de mí. El bastardo me quitó de enmedio sin darme una oportunidad de defenderme. He vagado de un lugar a otro durante un montón de años, eso sí es verdad, pero lo que he encontrado no me ha dejado satisfecho nunca. ¿Conocimiento? Sí, claro, conocimiento. Y también muerte y hambre, destrucción a cada paso. ¿Sólo por eso me vas a admirar? Te conformas con muy poco, pequeña mía. ¿Qué querías que hiciera sino largarme de allí? Toda persona en su sano juicio haría lo mismo que yo; pero si la Conquista y la Corporación siguen adelante es porque hay mayoría de locos. O quizá tú y yo y unos cuantos más seamos los dementes. Mírame. No, así no, que no me puedo concentrar en lo que digo. Así. Eso es, procura no taladrarme con la mirada, gracias. Mírame. He sido un inadaptado toda la vida. En la Tierra, mi deseo era convertirme en un escribidor, o al menos en un poeta, y toda mi vida giraba en torno a este tema. Todos me tomaban por loco, porque lo lógico era visitar los sexopubs y bailar y vegetar y drogarte hasta que fuera necesaria una cura alucinógena y te encontraran un trabajo mecánico en la Factoría. En Monasterio, el peso de la disciplina pudo sobre mis deseos de aprender. Y en mi servicio como poeta… Demonios, no comprendo cómo pude aguantar tanto. Se me revuelve el estómago cada vez que recuerdo aquello. Toda mi vida he luchado por integrarme en algún grupo, y siempre he sido rechazado, de un modo o de otro. Cuando encontré a Dardo y Orión, creí que mi suerte había cambiado por fin. Al conocerlos, supe que no estaba solo. ¿Y qué sucedió? La Corporación metió la nariz donde no la llamaban y se encargó de destrozar mis sueños. Ahora estoy aquí, formando parte de un circo, y no me importa. Es chocante pensar que llevo una fortuna en acero orgánico detrás de la nariz para mantenerla recta y que tengo que venir al camerino a deformármela cada noche con un postizo de plástico. Eso me recuerda, pequeña, que te dejes de bromas y me la devuelvas ya, pues Paddy debe estar rabiando por salir a pista. Sí, ahora estoy aquí, y casi puedo decir que he encontrado mi equilibrio. Unicamente me pregunto cuánto tiempo más esperará la Corporación antes de volver sus iras contra el circo.

—Bueno, no creo que esos rumores sobre una prohibición sean ciertos.

—¿De veras? Rab ni siquiera me concede los favores tontos que le pido, así que yo me permito dudarlo, princesa. Tendría que pensármelo mucho antes de apostar mi mano izquierda en una cuestión semejante, y aún entonces procuraría marcar las cartas. ¿Sabes una cosa? No me extrañaría nada que dentro de algunos años la Corporación decida prohibir todo tipo de relaciones entre alterados y humanos normales y se dedique a perseguirlos con afán exterminador por toda la galaxia. Sólo espero que para esa época tú y yo nos hayamos hecho ya muy viejos, porque empieza a cansarme tanto escapar de un lado a otro y no siento ni el más mínimo deseo de embarcarme en una guerra racista.

—Hamlet Evans, eres un maldito derrotista —acusaba ella, los ojos ardiendo de cólera simulada, una sonrisa bordada en su semblante—. Aunque, confidencia por confidencia, tengo que reconocer que me complace esta segunda mitad de tu pronóstico, pájaro de mal agüero. ¿Quieres oír algo que te va a sorprender? Tal vez te resulte una estupidez, pero me parece que estoy enamorándome de ti como una tonta.

—Vaya, qué gentil de tu parte. De todas maneras, no lo considero ninguna estupidez. Me resulta muy lógico que pienses así, pequeña, no cabe duda de que tienes buen gusto.

—¿Tú crees?

—Estoy completamente seguro.

La primera vez que me atreví a besarla noté sus labios fríos, como si su contacto fuera de cristal tallado o sobre mi boca se hubiera interpuesto un vaso de ámbar muy líquido. Después, derrotada ya la disonancia, vencido el temor y el ánimo, jugamos a hacernos el amor bajo el cono de luz sonrosada del pozo de gravedad y nos mecimos de un lado a otro a ritmo de compases ralentizados, todo dulzura, todo ilusión, susurros y gestos dolientes, doma y soltura, donaire y distinción, hasta que Wimdyl materializó para mi sublimidad las dos alas de fieltro transparente y me envolvió con ellas en un abrazo que sabía a pomelo. Entontes, sumergido en el peplo de su arrullo, en la ternura diluida de su aliento, comprendí que el juego debía de haberse invertido, puesto que ella se abría a mí como una flor y yo imaginaba ser una mariposa muerta de ganas de quedar consumida en su fuego.

La fatalidad que siempre se nutre de los seres que amo todavía hubo de tardar algún tiempo en aparecer, pero finalmente vino a asomar su pico desdentado. El circo saltaba en su cabalgata entre planetas cuando la devoradora quiso nuevamente saciar su hambre sobre nosotros. A mitad de camino del mundo llamado Dagharta, una tormenta magnética se materializó ante nuestro convoy, anunciando con un bramido de estática hasta dónde llegaba su erupción, qué porción de la nada era considerada su dominio.

—¡Paddy, Hamlet, venid un momento! —anunció la voz de yunque de Ismail, el piloto de nuestra nave nodriza, la Banshee—. Detecto unas perturbaciones anómalas en mi pantalla.

Wimdyl, Paddy y yo nos introdujimos en la cabina. El piloto señaló con un dedo conectado a medio centenar de cables y allí la vimos. Una mancha difusa extendiéndose a través de los cuadrantes, una llama de color de semen que indicaba que la muerte pretendía acariciarnos con su sudario blanco.

—Maldición —bufó Paddy, rascándose la nariz con dos dedos en su sempiterno gesto de preocupación—, ahora comprendo por qué los animales se mostraban tan inquietos.

—Dios mío —quiso saber Wimdyl, adelantada un paso de nosotros, con los ojos volcados sobre el resplandor de la pantalla—, ¿qué es eso?

—Lorelei —aclaré yo, pero ninguno de ellos pudo comprenderme.

La mancha giraba y crecía, en arabescos trenzados que cambiaban a cada instante de posición, simulando ser un cáncer que creciera con una inflamación incontrolable, poseída por alguna potestad más allá de la simple comprensión del hombre. Había que hacer algo de inmediato. Todavía estábamos contemplando el punto de luz cuando Paddy reaccionó con la rapidez y la serenidad de ideas que se suponen en un buen jefe.

—Es una tontería intentar retroceder. Nos alcanzará de todos modos, y será mucho más peligrosa cuanto más tarde se nos eche encima. No tenemos otra opción que tratar de atravesarla mientras todavía es débil. Ismail, dispón la maniobra. Vamos a abarloar las tres naves. Comunícalo a los otros.

—Aye aye, Paddy.

Estuvo muy claro, incluso para mí, que el payaso obraba de la manera correcta. El convoy lo formaban las tres naves de que disponíamos, volando paralelas rumbo a nuestro punto de destino. Una vez nos engullera la tormenta, el zarandeo se tornaría insoportable, y si las naves colisionaban entre sí en pleno espacio el circo encontraría sin desearlo un pasaporte al otro mundo. Unidas, soldadas como una sola, las tres naves tendrían más posibilidades de pasar a través del blanco corazón de la tormenta, y el peligro de aplastarnos unos a otros, de interrumpir los contactos radiofónicos o de desviarnos de la ruta y perdernos en el interior de la garganta podía quedar reducido al mínimo. Abarloando los tres artefactos, quizá tendríamos oportunidad de sobrevivir a aquella curiosa masa similar a una placenta.

Las tres naves retrocedieron en su avance, procurando ganar tiempo para su difícil maniobra de acople. Nosotros, en la Banshee, formábamos el nudo central, y tanto la Fergus como la Cu Chulain habrían de adosarse a nuestros flancos y convertirse en un par de dudosas alas metálicas. Esa era, al menos, la teoría. Todavía teníamos que conseguirlo en la práctica.

—Uno de los paneles de estribor no se abre, Paddy —advirtió Ismail, la cara petrificada en un gesto de miedo evidente—. Esa maldita compuerta parece atascada, y sin ella la Cu Chulain no va a tener ninguna posibilidad de lograr el contacto.

—¿Estás seguro?

—Compruébalo tú mismo. Ni el sistema de emergencia es capaz de liberar esa escotilla. Alguno de vosotros va a tener que salir ahí afuera y forzarla. Eso, o ponernos todos a rezar para que la mole de la Cu Chulain no choque contra nosotros en el baile que se avecina.

—¿No hay otra alternativa?

—No la hay, Hamlet. Si esa compuerta no se descorre, el aguijón principal de la Cu Chulain no podrá ajustarse a nuestra vagina y las tres naves estarán en peligro de colisión durante todo el trayecto. Si no conseguimos efectuar el acople en ese lugar, dará lo mismo que los otros puntos de contacto estén soldados o sean de alambre, porque a la primera sacudida todo se vendrá abajo y la explosión que indique nuestra muerte podrá verse hasta en la Tierra. Dos de vosotros vais a tener que salir y ayudar a desprenderla.

—Lindo panorama, desde luego —refunfuñó Paddy, dirigiéndose a la cámara donde reposaban pulcramente almacenadas nuestras dos docenas de trajes de superficie—. Avisa a los demás de que yo saldré.

—Voy contigo, Paddy —se ofreció Wimdyl; todo lo que puedo añadir es que aquella oferta no me gustó.

—Mejor que te quedes aquí, princesa —le ordené, o al menos creí hacerlo—. Seré yo quien salga.

—¿Cómo? Ni hablar, Hamlet. Tú eres nuevo en el negocio. Seguro que olvidarías conectar el electroimán de tus botas, o incluso serías capaz de enganchar el cordón de seguridad en un sitio poco recomendable. Anda, quédate aquí y espéranos. Yo acompañaré a Paddy. No olvides que en cierto sentido soy una criatura del aire.

—Quienquiera que vaya a salir, que lo haga pronto —restalló la voz de Ismail, rebotando como una descarga eléctrica de pasillo en pasillo—. Calculo en quince minutos el encuentro con esa cosa, y a partir de cinco el índice de radiación no podrá ser repelido por ninguno de nuestros trajes de superficie.

Inútil discutir con nadie; Wimdyl salió. Entre ella y Paddy se las arreglaron para hacer volar la compuerta obstruida y permitir el acople de los órganos de conexión de la otra nave. La espera resultó angustiosa, tanto por la proximidad de la tormenta como por el riesgo que suponía que ellos permanecieran en el exterior, sin tiempo material de ser recogidos si alguno de los cables de sujeción se desprendía de sus goznes y los dejaba flotando en mitad del espacio. Los minutos parecieron estirarse hasta ocupar el infinito, sobre todo desde nuestra enervante situación, pues ignorábamos la manera en que se estaban desarrollando las cosas allí afuera y apenas podíamos escuchar sino el clamor metálico de sus pasos corriendo arriba y abajo la superficie del casco.

—Lo han conseguido —comunicó Ismail tras verificar que el aguijón de la otra nave, aquella lanza siniestra, empezaba a penetrar en el orificio que le ofrecíamos—. Ahí vienen.

La alegría del triunfo y la promesa de vida que éste nos brindaba quedó súbitamente hecha pedazos por la terrible, mortal sorpresa que precipitó el reencuentro. Paddy regresó primero, luciendo en su rostro una sonrisa de satisfacción visible incluso a través del cristal de la escafandra; Wimdyl le siguió unos segundos después. Noté que se movía muy lentamente, con ademanes forzados que de ninguna manera podían ser fingidos, como si estuviera a punto de derrumbarse de un momento a otro, y también que gesticulaba con las dos manos extendidas para que nos mantuviéramos apartados de ella. Una luz roja, un punto luminoso cubierto de fuego escarlata centelleaba en la computadora de su pecho.

—Dios santo —murmuró el payaso, comprendiendo lo que aquella llama significaba.

—No os acerquéis —alertó Wim, con una voz que más que una orden parecía una súplica—. No os acerquéis a mí. Rab vivo, estoy ardiendo.

Intenté dar un paso hacia ella, sin llegar a creer en la realidad de la situación, impulsado por un acto reflejo, pero Paddy se interpuso en mi camino y me cortó la iniciativa con bastante brusquedad. En el exterior, cada vez más cercana, la carcajada sangrienta de Lorelei advertía que su abrazo estaba a punto de alcanzarnos.

—Ya lo has oído, muchacho. Ese traje debe haber absorbido toda la radiación en lugar de repelerla. Cualquier cosa que Wim toque se contaminará de una forma irremisible. Prohibido acercarse a ella, al menos sin la protección suficiente.

Wim permanecía de pie frente a nosotros, las piernas abiertas en un evidente esfuerzo por conservar el equilibrio, recubierta del vestido aislante que no había servido para nada. Intentó dar un paso y susurró que avisáramos al Doc; luego, tambaleándose, se llevó ambas manos a la cabeza y se desplomó en el suelo de la misma manera en que debe hacerlo una muñequita muerta.

Convenientemente equipados, corrimos a asistirla. Después de una primera cura de emergencia, comprendiendo que el único minuto que había estado expuesta a la tormenta era suficiente para arrebatárnosla, el Doc empleó a fondo todos los conocimientos adquiridos en medio centenar de planetas y con nuestra ayuda construyó el receptáculo en el cual Wim habría de consumir la mayor parte de las horas de su vida, el retículo cristalino que familiarmente bautizamos con el nombre de crisálida. Sólo cuando el trabajo estuvo terminado y ella fue instalada en su interior nos permitimos un descanso, porque existían sobradas posibilidades de que pudiera sobrevivir en semejante caparazón, ya que el ingenio renovaba periódicamente su energía vital, contenía la saturación radiactiva y era incluso capaz de reducirla, como comprobamos en seguida, pero desde el día del accidente la sonrisa infantil de Wimdyl ya nunca volvió a ser la misma.