Apenas había amanecido un sol muy blanco cuando regresé al local donde La Oreja de Oro acababa de interpretar su canto de cisne, pues tenía la seguridad de que el peligro de ser capturado como Dardo y Orión había remitido, al menos de momento. Allí, mientras paseaba tristemente la mirada por la desolación y la tristeza que emanaban las tablas desnudas de actores, borré mi rostro del maquillaje pálido que lo había anulado y protegido la noche anterior, reuní aquellos elementos de nuestro teatro que pudieran serme útiles en un futuro inmediato y cambié mis ropas femeninas por un tabardo más acorde con mi realidad actual. Después, superviviente de un nuevo naufragio, me perdí para siempre del lugar en el que el destino me había robado dos amigos para reintegrarme un fantasma que ya creía muerto mucho tiempo antes.
Escapé caminando hacia el interior del continente, según me indicaba la experiencia y la costumbre, con todos los sentidos fijos en poner la máxima distancia entre mis perseguidores y yo. Un vehículo de tierra me hizo el honor de recogerme en el camino y me condujo a una de las ciudades núcleo que engalanaban la superficie de este planeta. Una vez allí, no me resultó difícil escabullirme rumbo a cualquier dirección. Como todavía era posible que las tropas de asalto comandadas por Orfeo o por algún otro genio militar continuaran su recolecta de hombres, procuré no llamar demasiado la atención en los lugares que estuve y desistí de correr riesgos. Nuevamente solo, la situación era similar a la que viví en Mandara, cuando sufrí incomprensión y vacío, pero ahora sabía que otros muchos seres pensaban igual que yo, y que con mis recientemente adquiridas dotes de histrión no me sería difícil sobrevivir a cualquier adversidad que pretendiera torcer mi trayectoria. De esta manera, durante varias semanas de continua andadura, logré mantenerme con el fruto de mi trabajo, cantando tonadas picaras o ambiguos cantares de gesta donde se unían indistintamente los halagos sutiles y las críticas a la Corporación, representando sencillas piezas de bululú o ayudando por uno o dos días a la recogida de grano en alguna granja no muy mecanizada, listo para ofrecer mis servicios a cambio de alimento allá donde fuera necesario. La historia de mi vida: todo me iba conduciendo hasta mi ahora. Una mañana, mientras atravesaba unas montañas tras las que me habían dicho existía una ciudad, divisé por fin la carpa gastada y multicolor que anunciaba la presencia intemporal y sólida del circo.
Me acerqué. Era casi mediodía, pero nadie apareció a la vista, como si el circo entero estuviera abandonado o muerto. Con mucha precaución, sin desdeñar nunca la posibilidad de que aquello fuera una trampa, me interné en el trazado de sus calles falsas. No se escuchaban más sonidos que mis pasos y el propio fluir del viento entre los cables y telas. Sin embargo, algo indefinible —el color, los aromas, el serrín, la madera mojada; no fui capaz de identificarlo— indicaba síntomas inequívocos de vida. Un animal rugió entonces, para dar la razón a mis pensamientos, y pude apreciar mientras temblaba de arriba a abajo que se trataba de un león de negra melena que me observaba desde dentro de una jaula. Di un paso atrás, sobrecogido, pues no estaba muy seguro de que los barrotes fueran suficientemente fuertes para contener la potencia de aquella bestia. Escasamente había conseguido efectuar un segundo paso cuando algo delgado y cilíndrico se posó en la mitad de mi espalda. No me cupo ninguna duda de que me estaban apuntando con un arma.
—No te muevas. Quieto ahí. Intenta dar un solo paso y te quemo.
Quise girar la cabeza para ver la personalidad de mi captor, pero el cañón de la escopeta punteó decididamente contra mis costillas al tiempo que la voz sonaba más autoritaria.
—No te vuelvas tampoco. Muy bien. Ahora atiéndeme. Vas a echar a andar hacia donde yo te diga, ni muy ligero ni muy despacio, porque entonces disparo y te mato, así de fácil. Mucho cuidadito con hacer tonterías. ¿Has entendido?
—Sí.
—Adelante, pues. Mantén las manos en alto.
Caminé hacia donde él me condujo, siempre autoacusándome por mi imprudencia y con la certeza de que esta vez había caído en manos de la Corporación. En un momento determinado, el hombre del rifle me ordenó levantar una puerta de lona y ambos nos introdujimos más allá de la carpa, en dirección al centro mismo de la pista. Mezclado con la escasez de luz y el olor a virutas y a madera, flotaba el latido inconfundible de la vida en todo su esplendor.
—¡Eh! —gritó la voz a mis espaldas, todavía sin cuerpo ni rostro, ahora con un tono mucho más aflautado—. ¡Mirad lo que traigo aquí!
Dos docenas de seres de curioso aspecto vinieron a rodearnos, matizando en sus caras desconocidas sonrisitas de burla o de desprecio. Alguno rió.
—¿De dónde has sacado eso, Paddy?
—¿Y qué demonios es?
Una muchachita de no más de veinte años se abrió paso entre los demás hasta quedar situada en primera fila, presta a gozar del espectáculo que ofrecía mi humilde persona. Pequeña y primorosa, menuda como un cascabel, iba vestida con una malla rosa que dejaba al descubierto sus brazos y sus piernas; bajo su frente ancha y despejada se extendían los dos ojos más maravillosos que yo haya visto nunca. Me escrutó con la mirada, con el mismo gesto que hace una niña, y se pasó una mano por los labios, como para ocultar una sonrisa mezcla de sorpresa y divertimiento.
—¿Quién eres? ¿Qué has venido a buscar aquí? —preguntó la voz a mis espaldas, devolviéndome a la realidad, y el silencio se hizo palpable en toda la pista. Unicamente un elefante pintado de naranja permaneció ajeno a mi llegada y continuó sus ensayos gimnásticos sobre un cono truncado, o tal vez no fue capaz de bajar de él sin la ayuda de un domador. Lo miré con sorpresa. Tenía dos trompas.
—Me llamo Hamlet Evans —contesté, cansado de tener las manos en alto, molesto por el revuelo que había causado mi aparición entre esa gente y preocupado, sobre todo, por lo que podría estar pensando de mí aquella muchacha—. He descubierto vuestra carpa mientras caminaba y me he acercado a echar un vistazo. No tengo intención de robar nada, aunque confieso que estoy hambriento.
—Tienes aspecto de estarlo, desde luego. Pareces un prófugo y no simplemente un vagabundo insignificante. ¿Te persigue alguien?
—La Corporación.
Hubo un pequeño revuelo, pero no supe si era de satisfacción o de condolencia, porque para ellos yo había dejado de ser un simple pasatiempo y me había convertido en una personalidad, un desconocido verdaderamente relevante. Los ojos de la muchacha se hicieron todavía más enormes. La voz a mis espaldas, siempre parapetada, a salvo tras el fusil, continuó su turno de preguntas.
—¿En serio? ¿Y cuál es tu pecado? ¿Qué es lo que has hecho para ganarte un enemigo tan importante?
—Tal como yo lo veo, nada o muy poco. Soy actor. Lo he sido hasta hace seis semanas, por lo menos. La Corporación nos sorprendió y desde entonces vengo huyendo. Antes de que esto sucediera fui campesino, me parece, y todavía mucho antes, poeta en una de las naves de la Conquista.
El hombre de la voz tuvo que hacer algún gesto que yo no pude ver, dada su posición, porque un gigante de gruesos bigotes negros y cabeza calva que estaba inmediatamente detrás de la muchacha de los ojos maravillosos se acercó a mí de dos zancadas y me arrebató la mochila que colgaba estúpidamente de mis hombros. Vació el contenido sobre el piso de arena y revolvió en su interior como si esperara encontrar una bomba de tiempo o un cofre lleno de polvo de oro.
—Son pinturas —indicó—. Afeites y maquillaje para la cara, dos títeres de guante y una peluca. No está mintiendo.
—¿Puedo bajar los brazos? —me atreví a preguntar, seguro de que iban a negármelo.
—Hazlo, si ése es tu gusto. Puedes volverte también, si así lo quieres.
Así lo quise. Para mi sorpresa, ante mis ojos apareció un hombrecillo pequeño y arrugado, casi un anciano. No iba vestido con ninguna ropa que indicara una posición determinada, pero inmediatamente supe que en aquella troupe él desempeñaba las funciones de payaso. Tenía la cara roja de un obispo y una pelusa como de recién nacido en torno al cráneo, y la combinación de ambas cosas bajo una nariz que quizá antes había estado poblada de pecas le daba un aspecto mitad inocente mitad perverso. Hizo una mueca picara y sonrió, encogiendo desmesuradamente los hombros. Al verlo, sonreí también, pues llegué a descubrir que todo el rato había estado apuntándome simplemente con un palo.
—¡Más difícil todavía! ¡El viejo Paddy captura a un joven cachorro sin más armas que su ingenio! ¿Dijiste que tu nombre es Hamlet, muchacho?
—Eso dije.
—¿Ser o no ser? Curioso nombre, jovenzuelo. Yo me llamo Charles Byron O'Shaugnessy, pero todo el mundo me conoce sencillamente como Paddy, porque mi apellido irlandés, dicen, resultaba un poco largo. Aquí me tienes: Paddy Charles, empresario y payaso, a tu servicio. Esto que ves a tu alrededor es nuestro circo, supongo que ya te habrás dado perfecta cuenta. ¿Te sorprende?
—La verdad es que sí. Ya os digo que llevo seis semanas intentando burlar las tropas de la Corporación. No suponía que nadie dedicado al espectáculo fuera capaz de instalarse tan a la vista, especialmente si a menos de un kilómetro hay una ciudad, según cuentan. ¿No está el circo perseguido también?
—Por el momento, no. La Corporación debe pensar que no hay nada más inofensivo que un payaso, y como no le falta razón, preferimos no contradecir a nadie. Sí, todavía somos gente libre.
—Es un alivio saberlo.
El círculo de personas que me rodeaba se hizo más distendido, más cordial, más laxo, tal vez porque quedaba demostrado que yo era uno de los suyos y sobre todos pesaba la acogida favorable del payaso. A su requerimiento, relaté la historia de mi vida, sin darme demasiada importancia, en parte porque no creía merecerla y en parte porque me coartaba la presencia de la niña y el hombrecillo, aunque amistoso y sincero, seguía siendo todavía un desconocido. Conté mi salida de casa, el paso por Monasterio, la Antorcha y la Marfil, mi renuncia al cargo de poeta, la atroz estancia en Mandara, el encuentro con Dardo y Orión, el tipo de teatro que habíamos hecho y la forma en que ellos habían sido capturados. Paddy escuchaba asintiendo de vez en cuando. La muchachita, por el contrario, venció cualquier concepto sobre su timidez que yo pudiera haber sospechado e interrumpió en una o dos ocasiones mi charla con sus preguntas. Bueno, al menos tenía la certeza de que no los estaba aburriendo.
—Mira, Hamlet —me dijo el payaso cuando hube terminado mi narración—. No hay mucho que ofrecer, pero puedes quedarte con nosotros. Somos una alegre compañía y para levantar todo este tinglado siempre hace falta ayuda y buenos brazos.
—Yo… —contesté con voz ahogada, verdaderamente sorprendido por su ofrecimiento—. Estoy abrumado, Paddy. No sé qué decir.
—Mejor no digas nada. No es una bicoca lo que te estoy ofreciendo, en absoluto. Hay que trabajar muy duro aquí, no sólo en la pista, sino también detrás de ella. Oh, no te preocupes demasiado por eso. Habiendo sido actor, no te costará mucho acostumbrarte a la vida del circo. ¿Qué sabes hacer?
—Me temo que muy poco.
—Ven, sígueme. Vamos a elegir papel. ¡Vosotros, de vuelta a los ensayos, rápido! ¡Enseñadle al joven Hamlet las maravillas que sabéis hacer!
El círculo se rompió, y un montón de seres adornados con trajes variopintos se dispersaron a lo largo de la arena. Una vez dispuestos, empezaron a ofrecerme una algarabía de aparatos y resplandores metálicos, un murmullo de voces que comandaban llamadas de colaboración o tarareos nerviosos con los que conseguir adaptar el ritmo de un número. Muy por encima de nuestras cabezas, los trapecios dejaron de oscilar vacíos de gente.
—Aquí los tienes, Hamlet. Cada uno de ellos es único en su especialidad. Son tan habilidosos que casi resultan irrepetibles, sólo casi. Ya los irás conociendo por sus nombres más adelante, pero vayamos ahora al lado práctico. ¿Crees, por ejemplo, que serías capaz de imitar a Mostachos?
El hombre llamado de esta forma no era otro sino el individuo bigotudo que había inspeccionado mi equipaje un rato antes. Levantaba pesas de metal con un poderoso esfuerzo que se traslucía claramente en la hinchazón de las venas de su cuello. Milímetro a milímetro, el forzudo iba alejando su carga del nivel del suelo. Una ojeada me bastó para reconocer que no sería capaz de hacer lo que él hacía; habría estallado en mil pedazos sólo de intentar sostener la más pequeña de sus pesas. Lo mismo sucedió cuando el prestidigitador demostró sus aptitudes a la hora de hacer aparecer y desaparecer en el aire pañuelos y pulseras de colores, y cuando el malabarista me ofreció con una sonrisa sus instrumentos, apenas conseguí atrapar dos de ellos al vuelo. El funámbulo, los trapecistas y el domador quedaban, de entrada, descartados.
—No soy ningún fenómeno, Paddy. Parece que no hay nada aquí que yo sea capaz de hacer.
—Tranquilo, hombre, ya encontraremos algo —decía él, divertido ante mi expectación y mi zozobra—. ¿Y un número de agilidad como los de Wim?
La muchacha de los ojos maravillosos llegó hasta nosotros luciendo una sonrisa complaciente. Sin dejar de mirarme, dio un paso atrás, saltó sobre sí misma y dio tres o cuatro volteretas con una sola mano, como si maniobrara a gravedad cero o tuviera los huesos hechos de aire. Yo jamás había creído que nadie fuera capaz de moverse con tanta soltura, aun utilizando trucos ópticos o engranajes escondidos, cosa que ella no hacía. Mientras la contemplaba fascinado, medio lelo por su habilidad y su belleza, negué cualquier posibilidad de hacerle la competencia; no me interesaba disputar nada con ella en aquel terreno. Para finalizar el número, la chiquilla dio una doble voltereta, se encaramó sin apenas tomar impulso sobre las pesas que el forzudo acababa de levantar por encima de su cabeza, permaneció allí un segundo, el tiempo suficiente para adquirir más velocidad, y terminó proyectándose hacia lo alto. El trapecio se convirtió en su última parada, y desde él, balanceándose de un extremo a otro, me lanzó una mirada de triunfo.
—¿Y tú pretendes que yo haga eso? —siseé, agitando una mano en señal de sorpresa—. Dios mío, ha saltado casi diez metros sin ningún esfuerzo. Un error de cálculo la habría hecho caer desde ahí arriba, y seguro que no estaría ahora sonriendo de haber sucedido eso. ¿De qué está hecha esa chiquilla? ¿De plástico?
—Oh, Wimdyl es nuestro número fuerte. Es bonita, ¿verdad? Si yo tuviera tu edad, o incluso el doble, ya sabría con quien relacionarme, muchacho. Sí, es una gran atracción. Y todavía no has visto nada. Desearás caerte muerto en redondo cuando la veas esforzarse al máximo.
—Estoy deseando caerme muerto ya, Paddy. Tanto mirar alrededor me hace pensar que soy un estúpido que no vale un simple dracma.
—Bueno, no quería decirlo para que nadie me tildara de aprovechado —repuso él, palmeando muy contento, con un brillo cómplice en sus ojitos grises—, pero si no sirves para nada, creo que serás un buen payaso. Acabas de convertirte en mi ayudante, Hamlet. Bienvenido al circo.
Lo miré muy despacio, con incredulidad, lo justo para darme cuenta de que no estaba bromeando.
Esa misma noche hice mi entrada como clown, mi debut a sus órdenes como payaso. Yo esperaba que me hiciera observarlo durante algún tiempo, igual que había sucedido con Dardo y Orión cuando ingresé en el teatro, pero este hombrecillo se había propuesto convertirme en un artista desde el primer instante. Lo pasé muy mal al principio, aunque después fue muy divertido. Estaba tan sorprendido por los colores y los trajes tan diversos que entraban y salían a toda carrera que ni siquiera tuve tiempo de ponerme nervioso, y mucho menos de pensar que no tenía ningún libreto que repetir. Afuera, los aplausos y el crujido de las maderas y los cables al agitarse indicaban que los otros números se desarrollaban con normalidad plena. Paddy me envolvió con sus palabras y me distrajo con tal habilidad que salí de la pista sin ningún tipo de preocupación. Sabía muy bien lo que jugaba aquel viejo zorro.
Interpreté el papel de payaso listo, con la cara maquillada de blanco y un traje plateado lleno de estrellas y lunas estancadas en cuarto menguante. Una ceja pintada de negro, arqueada hacia mi frente con estrambótica inclinación, y un sombrero en forma de cucurucho terminaban por componer mi vestuario. Paddy, a su vez, vestía una larga camiseta a rayas, pantalones bombachos engalanados con enormes botones rojos, una pelusa rizada dotada de vida propia y zapatos donde cabría la tripulación de un rompehielos. Yo hacía de patán alegre y él de tonto. Cuanto me correspondía en la función era preguntarle cosas nimias en el idioma estándar de la Corporación. El me contestaba con sus más patosas salidas, hasta que ambos terminábamos enzarzados en un combate a bofetadas que hacía mucho ruido pero que nadie tomaba en serio. Paddy y Hamlet, así nos hicimos llamar. Fuimos un éxito. Desde entonces, siguiendo el molde de esta representación, nos permitimos añadir nuevos gags y enredos a una trama que, igual que mis poemas de gesta, acabó por no parecerse a la original en absoluto. Aunque llegamos a tener muy aprendido el número, improvisábamos casi de continuo. Rab sagrado, resultaba chocante que después de tantos años hubiera gente que me pudiera considerar gracioso.
Poco a poco, función tras función, dejé a un lado mi estirado papel de noble y educado gentleman y me fui afianzando en personajes tan estúpidos y alborotadores como los del propio Charles. Salir a escena tomados de la mano, embrollar con nuestras travesuras al público o a alguno de nuestros compañeros del circo, utilizar a la Vieja Beth, el elefante, para recorrer alocadamente la pista sobre su lomo, o a Ludovico, el león manso como un poeta, se convirtió en algo sistematizado y cotidiano, algo que se tornaba cada noche diferente. Empleamos viejos chistes ya gastados que siempre adquirían una actualidad que los volvía perfectos, e interpretamos escenas que yo suponía conocidas de todo el mundo, como así era en efecto, pero que divertían igualmente, en cualquier sitio. Noche tras noche, nos partimos las narices postizas a golpes de tablón, incorporamos de vez en cuando escaleras o peldaños elásticos que hacían imposible su escalada o nos dedicamos a ensuciar la pista entera con cierta espuma química con la que, supuestamente, íbamos a lavar la ropa. Cuando el número concluía, el pozo de gravedad nos volteaba hacia el cielo entoldado y nos despedíamos desde allí llenos de espuma, sudor y arena, entre un chorro de luces láser que eran oscurecidas por una tormenta de carcajadas y aplausos mientras nos acribillaban con fuegos fatuos.
Paddy lo controlaba todo, lo permitía todo, lo asimilaba todo. Aceptaba mis propuestas de cambios en el sketch con un brillo divertido y pícaro en los ojos, pues jamás había dejado, para su fortuna, de ser un niño. Le encantaba planear travesuras e incluir en nuestra actuación variantes que la hicieran atractiva aún a costa de volverla peligrosa. Sublime y heroico, eso era Charles O'Shaugnessy. Un payaso, un paria como yo mismo, como lo era también la gente que nos rodeaba, lleno de humildad, cultura y buenos sentimientos. Vivía en el circo desde antes de haber nacido, pues éste había pertenecido durante generaciones a su familia, o su familia le había pertenecido a él, y cuanto conocía estaba mediatizado por la existencia de la carpa. Humilde e inteligente, dicharachero, presumía de su origen irlandés, a pesar de que nunca había vivido en la Tierra ni mucho menos en Irlanda, pero conocía de memoria historias de duendes y de gnomos, de reinas perdidas y gansos salvajes que retornaban siempre a casa como vuelve la primavera, de brujas de canto malévolo capaces de hechizar y ofrecer mala suerte si un hombre tenía la desdicha de cruzarse con ellas en un puente, de héroes míticos que derrotaban a otros dioses y se convertían de esta forma en la leyenda de sí mismos. Era un hombre amable, paternal, que todavía pudo enseñarme mucho.
—Una vez estuve muerto, ¿lo sabías? No, no se trata de ningún acertijo, ni de una nueva leyenda. Estuve muerto de verdad. Clínicamente muerto. Hace cosa de veinte años. Una descarga eléctrica se cebó en mí, justo cuando desmontábamos la carpa para largarnos con nuestra cabalgata a otro lugar, y durante quince días fue como si hubiera desaparecido del mundo de los vivos. Un chispazo, una conmoción, y de pronto estuve muerto. Dos semanas auténticamente fiambre.
—¿Y qué sentiste, Paddy? —interrogué yo, sorprendido por esta confesión, maravillado por la fuerza dramática de su relato. Ningún antiguo poema mío valía tanto como el conocimiento que podría arrojar este hecho.
—Nada. Al principio un fogonazo, una especie de bloff muy tenue, y que la luz se escapaba de mis ojos. Luego, una tranquilidad inmensa, extraordinaria. No era algo doloroso, sino placentero. Sí, resultó una experiencia inolvidable.
—Puedes jurarlo. ¿Qué había más allá? ¿Alcanzaste a ver algo al otro lado?
—Era un túnel, o un pozo. Es lo único que consigo recordar. Una especie de túnel sin fondo por el que yo flotaba. Y sabía que estaba muerto pero no me importaba. No me importaba lo más mínimo. Es más, me gustaba morir. Era agradable.
—Timor mortis conturbat me —recité, seguro de que él iba a comprenderme.
—¿En serio? A mí también, hasta entonces. Después, la cuestión ha dejado de parecerme interesante. Sé lo que hay al otro lado. Sé que algún día regresaré. Así que la historia queda zanjada. Un día moriré y volveré al túnel. Quizás incluso alcanzaré su fondo, y puede que entonces vuelva a subir, como en el pozo de gravedad. ¿Sabes? La sensación era muy semejante, exactamente igual que flotar y caer dentro de él. ¿No es curioso?
—Bueno, quizás recordabas algo que habías vivido. Quizás mientras tu cuerpo moría tu cerebro se recreó en aquella sensación.
—Oh, no lo creo. Hace solamente cinco años que el circo dispone del pozo de gravedad, y yo entonces no había experimentado nada parecido. Me ha sorprendido mucho ver cómo se parecen una cosa y la otra, puedes suponerlo. Y otro detallito curioso, a ti que te gustan tanto las historias de misterio: Delante de mí, dirigiéndome en la caída, iba mi esposa, Cathleen. Ya sabes quién es, debo haberte hablado de ella en algún momento; soy un charlatán incurable. Pues bien, Cathleen me consolaba diciendo que la muerte es agradable, que ella la había conocido ya y que no debía tener miedo. Lo más chocante es que entonces ella todavía estaba viva. Me conducía por unos lugares que decía conocer a la perfección y sin embargo vivía aún. ¿No te parece curioso?
—Desde luego. Es fascinante.
Formaban el circo algo más de cien personas, la mayoría relacionadas entre sí por lazos familiares, pues sólo unos locos fieles a la tradición y a sí mismos eran capaces de embarcarse en una empresa de tales características. Para un tipo como yo, que había suspirado toda su vida por un poco de compañía, su presencia constituía un paraíso, y sus habilidades y destrezas hacían que los equiparara con los propios ángeles. Ninguno estaba allí en contra de su voluntad. En un momento determinado, cualquiera podía establecerse en alguna de las ciudades que visitábamos de mundo en mundo sin que los demás se interpusieran en sus decisiones. Y todos trabajaban, desde la primera mujer hasta el último hombre. Era el circo en el fondo una inmensa familia múltiple, una colonia de hormigas que se arrastraban como podían de sitio en sitio, como ha sido siempre. No resultaba disparatado encontrar a Paddy retirando los aparatos del equilibrista, o ayudando a colocar las tramas electrónicas que dispararían los haces de luz en los que los animales quedarían a salvo de los ataques del público durante su actuación, o contemplar a Mostachos colocando con mucha delicadeza a los recién llegados en sus asientos, o ver como el Doc del grupo estaba presto a ayudar con su ciencia cuando hiciera falta y al mismo tiempo retiraba la lona en el momento en que tenían que salir a escena los protagonistas de otros números. Todos servían a una causa común: presentar sus pobres recursos como algo perfecto, algo que nadie sino ellos eran capaces de hacer y que serviría para asegurarles la vida hasta el día siguiente.
—Esto no da para vivir, Hamlet —decía Paddy, satisfecho, mientras se frotaba las manos con polvo de talco—. Pretender hacer fortuna con un circo como éste es un sueño de locos. Tal vez en uno de esos circos perennes asentados cómodamente en alguno de los grandes emporios urbanos la cosa les vaya de mejor manera, ¿pero dónde se ha visto que un circo que se precie de tal no sea ambulante? Me parece absurdo pretender lo contrario. ¡Un circo clavado al suelo, menuda tontería! No, definitivamente, esto no da para vivir; en absoluto. Mucho trabajo para vivir con lo justo. Oh, bueno, vale ya de tantos lloriqueos. ¿Conoces tú a alguien que saque algo mejor que esto? ¡Claro que no! ¡Y por lo menos estamos haciendo aquello que nos place!
El circo, para desplazarse de un lugar a otro, disponía de tres naves, tres artefactos que funcionaban de maravilla gracias a los cuidados y las atenciones que teníamos con ellos. El convoy no era nada del otro mundo, pero después de dos años de viajar como polizón, su existencia suponía un alivio. He visto lanzaderas mayores en los rompehielos de la Corporación, lo mismo que tiendas de campaña más grandes que la propia carpa, pero eran todo cuanto disponíamos, y era hermoso tenerlo. Las tres naves, amorosamente conducidas por sus pilotos, individuos remendados y faltos de brazos que en otro tiempo habían servido a la Conquista con fidelidad de perros, habían sido bautizadas con nombres que, después de oír las historias de Paddy, se me llenaron de resonancias místicas: Cu Chulain, Banshee, Fergus, y de una mezcla de los tres entes definía yo la personalidad del payaso, con su voz chillona perfectamente matizada, sus aires de gran héroe mítico y toda la sabiduría de quien deja a un lado su trono para intrincarse en los caminos de la verdad, la amargura y el conocimiento.
—Unos vendrán a ver a las chicas, otros a reírse de ti y de mí, o contigo y conmigo, o a contemplar por primera y última vez en sus vidas animales que jamás imaginaron, o para regocijarse ante las habilidades que no posee la gente común y el peligro que presenta el recrearlas. No te importe demasiado para lo que vengan, Hamlet; lo importante es que lo hagan.
Aunque se apoyaba en la técnica, el circo no se basaba exclusivamente en ella, sino en la habilidad personal de cada individuo, y eso le daba su mayor atractivo y le restaba, quizás, la brillantez de que dispone quien utiliza espectaculares trucos tecnológicos o rebuscados efectos especiales para ocultar la falta de preparación humana de sus gentes. El circo se servía de la técnica siempre y cuando ésta no fuera a devorar al hombre que demostraba cómo había doblegado su cuerpo a base de tesón y perseverancia, pero no convertía su actuación en una simple amalgama de trucajes y falsos movimientos, porque eso nos hubiera parecido un fraude y así lo habría entendido también el público. Nuestro lema era el de siempre, el clásico, el que ha blandido el circo a través de los tiempos. Lo había dicho Paddy al descubrir su treta ante mí, el día que me uní al grupo: más difícil todavía. Nada de apaños, nada de remiendos, únicamente aquello que pudiera conseguirse a través del propio esfuerzo. Cualquier idiota puede saltar de un trapecio con un impulsor magnético adosado en la espalda; lo difícil, lo excitante, es hacerlo sin él, y es por eso por lo que venían a vernos. Quien nos contemplaba comprendía lo enormemente difícil que era aquello que parecía tan sencillo, porque se representaba de verdad ante sus ojos, con toda la carga de peligro y fascinación que eso arrastraba consigo, y en cualquier momento se podía escuchar el aleteo de la muerte. Venían a ver algo que tal vez, con un poco de ayuda tecnológica, lo podía hacer cualquiera, y la comparación era algo que teníamos que evitar a toda costa. No podíamos permitir que nadie se riera de un trabajo que costaba años de entrenamiento constante. No podíamos decepcionar a un público que de vez en cuando exigía su ración de sangre.
Esa fue la causa de que no me sorprendiera demasiado el día que Bruno, el volador, calculó mal la distancia y llegó una décima de segundo tarde a los brazos del portor, el otro trapecista, para terminar rompiéndose el cuello contra la arena. Con una red, utilizando el pozo de gravedad desde la consola del técnico, su muerte se habría evitado; pero, aunque hubiésemos llegado a tiempo, no podíamos hacerlo. Era el riesgo, siempre el riesgo. El espectáculo tenía que seguir adelante.