—Perfecto, Hamlet —iba diciendo Dardo mientras me maquillaba—. Estás quedando guapísimo. Pareces Sara Bernhardt.
—¿Sara quién?
—Oh, nada. Mejor olvídalo.
En nuestro constante vagabundeo con La Oreja de Oro, no solamente representábamos juegos de contenido satírico, comedietas donde la vida se simplificaba al máximo y el objetivo propuesto era escandalizar, sorprender y divertir al mismo, tiempo, sino también dramas llenos de significación trágica, auténticos trozos de vida puestos sobre un escenario. De todos ellos, el más comprometido, el más confictivo y descarnado, el más violento, no me situaba encima de las tablas con mis dos compañeros actores; por el contrario, la más peligrosa de nuestras funciones me colocaba en el patio, mezclado entre el público.
El tema central era básicamente un canto a la solidaridad, como todo cuanto hacíamos, pero esta vez no recurríamos al chiste burdo ni al amaneramiento grotesco. En escena aparecía Dardo encarnado a la Muerte y Orión al hombre que estaba a punto de recibirla. El desarrollo de la acción era trágico, muy denso, extraordinariamente patético. No resultaba muy sencillo seguir los entresijos de la historia, ver cómo el hombre buscaba ayuda entre sus amistades y ninguna se atrevía a tenderle un brazo, cómo ante la presencia de la muerte todas las puertas se cerraban, cómo las ventanas permanecían selladas a piedra y lodo y la soledad se tornaba un paso en falso que conducía irremediablemente hacia las zarpas de la guadaña. Llena la obra de simbolismos y alegorías, a nadie escapaba la idea de que la Muerte que Dardo representaba se trataba de la propia Corporación, así como el hombre era una muestra de todas las razas que viven y carecen de sueños bajo su manto.
La función dejaba ver todavía más claramente esta idea de aislamiento a partir de la segunda mitad, cuando yo intervenía desde mi puesto en el público. Todo estaba medido, calculado al detalle, pues no en vano pasábamos cientos de horas ensayando las actitudes, los gestos que tendríamos que ejecutar, las inflexiones que nuestras voces deberían adquirir para que nadie advirtiera que yo formaba parte de la trama y cuanto iba a suceder estaba previsto dentro de un orden. Desde el comienzo de la representación me mezclaba entre los asistentes vistiendo ropas de mujer; es por eso por lo que Dardo bromeaba conmigo diciendo que me parecía a alguien, una vieja actriz de tiempos sin duda más gloriosos que entre los cómicos había adquirido tonos de leyenda.
—Bien, estás perfecto para el papel, como siempre. No te olvides de quitarte ese maldito pantalón amarillo antes de salir a escena. Ya sabes que da mala suerte.
—Descuida, me lo quitaré. Yo también me he vuelto supersticioso.
No era esta, por otra parte, la única obra en la que yo incorporaba personajes femeninos. Resultaba muy común que los tres hiciéramos varios roles en cada representación, y siempre alguno de ellos se trataba de una mujer. No teníamos doncellas en nuestra compañía, para común desgracia, pero el teatro debía fundamentalmente duplicar la vida, así que los siempre aguerridos actores habían de dejar a un lado los prejuicios y travestirse con ropas delicadas, organdillas, sedas falsas y supuestos perfumes. Bueno, al diablo, dicen que la primera Julieta no la interpretó una mujer. En las farsas, en los trucos de granguiñol, el propio Orión, con su aspecto regordete y sus negras barbas, vestía tisús de bailarina que le deban un aspecto terriblemente cómico. Dardo, tocado en suerte por el hueco en forma de mella entre sus dos dientes, servía perfectamente para los papeles de alcahueta y de ramera. Pero aquí únicamente yo podía aparecer como mujer, pintado y disfrazado como tal, sin estridencias y caricaturas, porque era primordial que nadie entre el público advirtiera hasta el final que yo era un actor, un hombre. Mi constitución, el color de mi pelo y los rasgos delicados de mi cara, todavía los de un muchacho aunque ya nunca volvería a cumplir los treinta años, me hacían idóneo para un trabajo que resultaba apasionante, divertido y también sumamente peligroso.
Se trataba de hacer creer al auditorio que el local donde representábamos la obra había sido copado por las tropas de la Corporación; simplemente de eso. En un momento determinado, una red de hilo caía sobre todo el patio y se detenía a medio metro de las cabezas de la gente. Sonaba el chirrido de unos cerrojos, las luces titilaban, Dardo y Orión quedaban clavados en el escenario, y una cinta grabada escupía un mensaje que helaba en las venas la sangre de todo el mundo.
—¡Permanezcan quietos en sus asientos! ¡Les habla el capitán Romero, al servicio de la Corporación! ¡Tenemos su guarida rodeada! ¡Doscientos soldados de choque copan en este momento su local! ¡Permanezcan todos inmóviles! ¡Un grito, un gesto, una revuelta, serán indicativos para que mis hombres empiecen a disparar! ¡Tienen cinco minutos para decidir qué es lo que hacen: se entregan pacíficamente o designan a los responsables de este acto de subversión! ¡Cumplido ese tiempo, si ninguno se pone a disposición de la Autoridad, pasaremos al asalto!
Un silencio de muerte respondía a estas palabras, grabadas con mi propia voz para que nadie las asimilara a la de los dos cómicos sobre el tablero. El local se tornaba en ese instante tan frío y mudo como una tumba. Yo aguardaba unos segundos, mientras los espectadores se buscaban unos a otros, con ojos abiertos que reflejaban claramente su estupor, y entonces comenzaba mi actuación, sollozando y gritando en mi papel de muñeca histérica.
—¡Quiero salir de aquí! ¡Quiero salir de aquí! ¡Yo no he hecho nada malo! ¡Yo no tengo la culpa si la Corporación está persiguiendo a estos malditos comediantes! ¡Quiero que me dejen en paz! ¡Quiero irme a casa! ¡Yo no he hecho nada! ¡Por favor, por favor, que alguien les haga ver que soy inocente! ¡Quiero salir de aquí! ¡Detengan a esos malditos agitadores y déjenme regresar a casa!
—¡Silencio, mujer! —aullaba Dardo, aparentemente muy nervioso, mientras calibraba las tensiones de la sala, la manera de reaccionar según ésta respondiera ante mi estímulo—. Eres tan culpable de lo que sucede como nosotros. ¿Te hemos obligado acaso a venir aquí? ¡No! ¡Has sido libre de entrar a nuestro espectáculo! ¡Tan culpa tuya como nuestra es esta situación! ¡Vuelve a tu asiento y espera pacientemente que no te toque la muerte!
—¡Tiene razón! ¡Ella tiene razón! —chillaba de un modo invariable alguien del público, alguien que no estaba ya actuando—. ¡No tenemos ninguna responsabilidad en esto! ¡Qué nos dejen salir de aquí!
—¡Eso es! ¡Castigad a quien corresponda, pero no a nosotros!
—¡Escuchad, escuchad! —trataba de apaciguar Orión, agitando mucho las manos, como un orate—. ¡No es tiempo de pelear entre nosotros! ¡Todos estamos en el mismo bando! Inocentes o culpables, ¿creéis que la Corporación va a preocuparse de averiguarlo? ¡Jamás! ¡Somos la tripulación de un mismo barco! ¡Es nuestro enemigo quien está fuera!
—¡Pérfido! —replicaba yo—. ¡Asqueroso alborotador, rebelde de mierda, tienes miedo y pretendes que todos paguemos tu culpa! ¡Ninguno estaría aquí si no fuera por ti y tu maldito espectáculo! ¡Entrégate y déjanos salir a todos!
—¡No somos nosotros a quienes tenéis que combatir! ¡La Corporación, ahí fuera, es quien nos doblega! ¡A ella es a quien tendremos que enfrentarnos!
—¿Para que nos maten? ¿Qué hemos hecho de malo? ¿Por quién vamos a jugarnos la vida? ¿Por ti? ¿Por vosotros? ¿Quiénes sois? ¿Qué te has creído que eres, saltimbanqui? ¡Entrégate y deja que los demás continuemos nuestras vidas! ¡Sal y cumple tu castigo!
—¡No! ¡Somos muchos, tal vez no se atrevan a hacernos daño! —argumentaba alguien, nervioso o calmo—. ¡No pueden matarnos, a todos simplemente por querer ver lo que hacen unos cómicos!
—¿Cómicos? ¡Buscavidas, eso es lo que son! ¡Cuándo los persiguen debe ser por algo! ¡He oído que ni siquiera los entierran como a las personas normales! ¡Asesinos, esa es su profesión! ¡La Corporación nos guía, nos preserva de esta gentuza infame, enemiga de la Conquista!
—¡Todos somos responsables! ¡Todos sabíamos que nos jugábamos el cuello al venir a este espectáculo! ¡Es lógico que paguemos en grupo y no sólo unos cuantos!
—¡Habla por ti, hijo de perra! ¡Si entregamos a esos dos insolentes a los soldados, tal vez nos dejen libres! ¡Y si tanto te convence su actitud, quédate con ellos a esperar la muerte!
—¿La muerte? ¿Quieres decir que van a matarnos por haber venido aquí? ¿Por una simple porquería mal interpretada? ¿Por una comedia sin significado? ¿Qué tiene de malo que estos desgraciados quieran ganarse la vida representando estas obras? ¿Por qué ni siquiera somos libres de venir adonde nos plazca?
—¡Son rebeldes, ya lo hemos dicho! ¡Agitadores pagados por los áscaris o los nors! ¡Quieren derrumbar las estructuras! ¡Pretenden hacernos creer que todos estamos en contra de la Corporación!
—¿Y no está la Corporación en contra nuestra? ¿Qué nos impide revolvernos y repudiar su poder? ¿Estáis ciegos o mudos que no sois capaces de ver la miseria que os rodea ni de gritar lo que os reprimen?
—¡Calla, sacrílego! ¡Abolicionista del infierno, Shaitán debe tenerte en su lista de condenados! ¡No intentes complicarnos con tus falsas verdades! ¡Todos nosotros aceptamos de grado la palabra de la Corporación!
—¡Sí!
—¡No! ¡Si vamos a morir, hagámoslo juntos! ¡Ya hemos soportado bastante tiempo sus cadenas! ¡El cómico tiene razón! ¡Nuestro adversario está fuera de este recinto!
—¡Pues enfréntate tú con él, si eres tan valiente! ¡Lo que yo pido es salir de aquí! ¡Dejad que los demás nos larguemos y empezad entonces vuestra guerra!
La actuación dejaba de serlo. Nos acusábamos unos a otros con palabras cada vez más hirientes, con nervios que crecían a cada segundo. Ya no era yo solo quien fingía llorar: muchos otros espectadores lo hacían realmente. Ninguno de los presentes quería hacerse responsable de lo que allí estaba sucediendo; todos pugnaban por salir de aquella horrible situación y conservar la vida. Y por fin, poco a poco, se iban desnudando los verdaderos sentimientos y los rostros quedaban al descubierto tras retirar las máscaras; después de cinco minutos angustiosos en los que incluso las vidas de Dardo y Orión corrían auténtico peligro, la gente se decidía a tomar posiciones, de un lado o del otro. Conocían el riesgo que comportaba desobedecer la voz de hielo que ladraba órdenes, y la miseria que implicaba ser solidario. Cuanto la obra que se desarrollaba sobre el escenario quería contar se reflejaba en los rostros del público cuando las puertas se abrían y nadie aparecía para detenernos.
—¡Amigos! —decía yo, quitándome la peluca y arrancando de golpe pestañas y cremas, hablando ya con mi voz normal—. ¡Esto ha sido todo! ¡Nuestra humilde representación ha terminado!
La vergüenza acudía a las caras, el estupor se tornaba risa nerviosa, llanto incontrolado, desconcierto ante la propia acción. Concluida la farsa, unas veces nos felicitaban por el resultado de nuestra empresa, pero otras teníamos que hacer apresuradamente el mutis, escapar a toda prisa, cuando la broma no era acatada con agrado. Cualquiera que fuese el fin de nuestro acto, quedaba claro que la idea que estábamos intentando hacer ver se clavaría en las mentes del público mejor que si los sucesos se representaban sobre la tarima, lejos de la platea, a salvo de la experiencia y el conocimiento.
Una pieza de semejantes características sólo podía ser representada en un lugar cerrado que reuniera las condiciones necesarias para crear la atmósfera de aislamiento que pretendíamos. Aunque la plaza acepta siempre lo que el templo no quiere y la mayoría de nuestras obras se hacían al aire libre, pues es misión de un trotamundos cantar allá donde el destino le permita, esta obra únicamente podía resultar efectiva en un sitio donde hubiera puertas capaces de ser selladas una vez la función estuviera en marcha y el ambiente consiguiera hacer creer al público que en realidad las fuerzas de la Corporación rodeaban el edificio y venían dispuestas a entrar a saco por nosotros. Una iglesia abandonada, un corral o un viejo granero solían ser buenos lugares. Solamente cuando encontrábamos un local con tales requisitos interpretábamos esta comedia.
Estaba escrito que nuestro final, en el momento en que llegara, habría de tomar aquella misma forma. La realidad se acercaba a grandes pasos imitando a la ficción, con el ánimo secreto de superarla. Una noche, dos años después de haberme echado a los caminos. La Oreja de Oro encontró la muerte.
Dardo y Orión declamaban su diálogo sobre el tablero esperando el instante de variar por completo el rumbo de la trama. Yo, como siempre, estaba camuflado entre el auditorio, descontando los minutos que me restaban para compartir escena. Ninguno de nosotros imaginaba que lo ficticio iba a dejar de serlo, que la farsa iba a tornarse pesadilla a partir de ahora.
Hubo de pronto un aviso, como una especie de viento gélido que surcase la cara de Orión, y hasta los candiles sobre el proscenio temblaron ante su empuje. Mi amigo detuvo a la mitad su parlamento y su mano, al descender, tocó casi por descuido el hombro de Dardo, quien tampoco reaccionó. Los dos miraban hacia la entrada con ojos vacíos, con aspecto atontado. Me sobresalté, porque todavía faltaban cinco minutos para mi intervención, pero los rostros de mis compañeros dejaban ver que habían dejado de interpretar la obra. Sabiendo que algo marchaba mal, conociendo lo que sucedía a mis espaldas aún antes de volverme, giré la cabeza. Allí los vi.
Una docena de guardias de asalto avanzaba por el pasillo central, apagando con sus pisadas todos los sonidos que pudieran producirse, salpicando las gradas enteras de confusión y de miedo. Un teniente iba al mando, enorme y poderoso, resplandeciente desde el interior de su armadura gris.
—¡Nadie haga un solo movimiento o mis hombres dispararán a matar, nadie intente huir! ¡Guardias, detened a ese par de alborotadores!
Cuatro soldados forzaron la marcha e irrumpieron en el escenario dispuestos a apresar a Orión y Dardo. Vino un confuso rugido de lucha, una brisa de cuerpos pesados golpeando otros cuerpos tal vez más ágiles, un rumor de sangre tiznando el suelo de madera y, muy lejanas, las voces vueltas gemidos de mis dos compañeros. Inconscientemente, de un modo visceral, me incorporé. A mi lado, la sombra del teniente creció hasta cubrirme.
—¿Ocurre algo, muchacha?
La voz era más calma, más profunda, más brava, pero seguía siendo la misma. El pelo rubio había sido cortado muy al ras, como de costumbre, aunque flameaba como una antorcha en aquellos lugares que no llegaba a cubrir el casco abierto. La nariz cuadrada y recta continuaba en el mismo lugar, pero un sesgo rojizo alteraba su significado y el de la cara entera, convirtiéndola en el pico de un águila. Uno de los dos pómulos, por acción de la cicatriz, había dejado de ser algo armónico, y el ojo chino, el único que mi mirada alcanzaba a ver, tan azul que parecía una mancha de ningún tono, se diferenciaba mucho de aquel otro que yo recordaba. Lo reconocí casi al momento. Era Orfeo.
Orfeo. Mucho tiempo había pasado desde nuestro último encuentro allá en la Tierra; tanto, que ni siquiera era capaz de calcularlo. Orfeo. Demasiados años y circunstancias nos habían separado para que ahora viniéramos a encontrarnos en un lugar tan remoto. Orfeo. Me quedé paralizado por la sorpresa y el temor, sin comprender muy bien por qué no reaccionaba al haberme visto; luego recordé que para él yo no era Hamlet, sino una vulgar muchacha de este mundo, y que el maquillaje y mis vestidos le impedían reconocer mi verdadera identidad. Orfeo. Tanto tiempo.
—¿Ocurre algo?
—No… Supongo que no, señor. No ocurre nada.
—Siéntate entonces, y tranquilízate. Pórtate bien y no te haremos daño, tienes mi palabra.
Se volvió hacia el escenario, verificando que los actores habían dejado de oponer resistencia; mi doble malo, mi aniquilación rescatada de un espejo, mi capitán Ahab. Mientras avanzaba hacia mis compañeros lo miré con más detenimiento, sintiendo que todavía el corazón me palpitaba por el terror. Había crecido desde la última vez; no sólo hacia arriba, sino también hacia los costados. Orfeo siempre había sido ligeramente más alto que yo, de similar envergadura, y ahora me doblaba en peso y en tamaño. Adiviné que la instrucción militar había operado sobre él hasta convertirlo en un modelo a escala de Ares Wayne.
—¡Bien, ya son nuestros! —comentó, satisfecho por la forma en que había realizado su misión—. Sacadlos de aquí, vamos. No tenemos más tiempo que perder con esta escoria.
Recorrió el pasillo a la inversa, dirigiéndose a la salida, pero en esta ocasión ni siquiera me miró. Los soldados le siguieron, arrastrando tras de sí a mis hermanos cómicos, dejando un reguero de polvo y sangre bajo su paso. Una vez en la puerta, Orfeo giró sobre sus talones con la precisión bien estudiada de un bailarín y se encaró hacia el público, que esperaba su decisión tan aterrado como yo mismo.
—Mi deber me indica que debo castigarlos por su acto de insubordinación; sin embargo, voy a pasar la mano esta vez. Ya tenemos lo que habíamos venido a buscar, y en nuestra lanzadera apenas hay espacio para uno o dos de ustedes, así que no sería justo inflingir un castigo en unos cuantos nada más. Voy a olvidar lo que ha sucedido aquí a condición de que ustedes no lo olviden, voy a concederles una nueva oportunidad. Comprendo que muchos hayan acudido a este antro deslumbrados por la verborrea de esos malditos cómicos. Esto es todo. Despejen la sala de uno en uno. Sin alborotos.
Tardamos en obedecer, pero al fin, muy lentamente, empezamos a cumplir su orden. La puerta abierta al fondo del pasillo me auguraba la libertad o la muerte; imposible hacer otra cosa sino intentar traspasarla y confiar en mi buena fortuna. Recortado contra la luz de los focos que provenían del exterior, posiblemente los de su lanzadera, Orfeo parecía un ente mitológico, una especie de guardián del infierno que velase las almas de todo un rebaño.
El trayecto hasta la puerta se me hizo inmenso, agotador, aunque no tardé en alcanzarla más de dos minutos. Estaba ya a punto de franquear la salida cuando Orfeo se reclinó contra el marco y me cortó el avance.
—¿Más calmada ya?
Hizo la pregunta contoneándose como un pavo real, muy seguro de sí mismo, escudado tras unas dotes de seducción que sin duda suponía irresistibles. Decidí regalarle la escena y adopté un tono estúpido y sumiso, pues comprendía que mi futuro dependía de la forma en que realizara aquella última interpretación.
—Sí, coronel. Un poco.
—Por el momento no soy más que un simple teniente con posibilidades de ascender —sonrió él, fatuo y halagado por mi despiste; todavía no he conocido un militar que deje de complacerse cuando se le aumenta el rango—. Teniente Orfeo Hamilton a tu servicio, muchacha. ¿Cuál es tu nombre?
Había un aire poderoso en su contorno, una seguridad fría, casi inhumana, muy propia de su estilo marcial. Más de cerca, advertí el galón rojo que indicaba que su grado era en efecto el de primer teniente de a bordo, el mismo que en la Marfil había ostentado Whynnom Salvador. Sobre su pecho, un alacrán bordado anunciaba que la nave de combate a la cual pertenecía era la Scorpion; la insignia de mi antiguo rompehielos habían sido dos colmillos entrecruzados sobre un campo de oro. El ojo derecho, como me había parecido un segundo antes, estaba seco, cortado en perpendicular por la misma cicatriz que destrozaba el pómulo y deformaba la nariz. Todo probaba que una vez más nuestras dos vidas habían corrido paralelas, incluso en las heridas comunes provocadas por la guerra. A contraluz, su figura enorme y descompuesta me recordó a la de un cíclope, a Polifemo. Y yo era un diminuto Ulises atrapado dentro de su cueva.
—Nadia, señor. Mi nombre es Nadia, y así me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos —recité casi de un modo automático, cuidando mucho de no revelar la auténtica naturaleza de mi voz, maravillado porque él no me hubiera reconocido todavía a pesar de tener la luz de frente. Dardo mostraba su maestría en las artes del maquillaje, y lo que tantas veces había engañado a nuestro público estaba también ahora engañando a Orfeo. Recé para que no se le ocurriera tocarme la cara con sus manos, porque resultaba evidente que iba a terminar manchándose. Rab, y ni siquiera era capaz de recordar si me había afeitado correctamente esa mañana.
—¿Nadia? Es un hermoso nombre, desde luego —cumplimentó él, sin entender la dualidad de mi chiste—. Dime, ¿qué hacías aquí? ¿No sabes que esos cómicos son un peligro público, indeseables proscritos por la Corporación?
—Lo ignoraba, señor. Me parecieron bastante inofensivos, puedo jurártelo. De haber sabido que hoy ibas a bajar a capturarlos, es seguro que no estaría aquí en este momento.
—Celebro tu buen juicio, Nadia. Bien, puedes marcharte ya. Espero que otra vez seas más cautelosa y no juegues a tentar a la Corporación.
—Así lo haré. Tienes mi palabra de que seré más precavida a partir de este momento.
Se hizo a un lado y me dejó el paso libre después de saludarme con fútil gallardía. Aproveché su arrebato de gentileza y no vacilé en dejar atrás aquella oscura cueva. En el exterior, los soldados estaban todavía arrastrando a mis dos amigos hacia la panza abierta de la lanzadera. Orión me reconoció, pero no hizo ningún ademán de delatarme; antes al contrario, quiso tranquilizarme guiñando un ojo. Muy despacio, guardando las distancias y sin descomponer el tipo, me alejé del lugar. Con la mirada rota por lágrimas de impotencia, mientras me preguntaba qué extraño maleficio había provocado toda aquella debacle y volvía una vez más la cabeza para cerciorarme de la realidad de la situación, atiné a ver la mancha de sangre en forma de estrella que ensuciaba el pañuelo que había anudado Dardo alrededor de su cuello; un pañuelo amarillo como un sol, como una alianza, como un pájaro.