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Los sistemas de ventilación de un carguero no son algo que ofrezca un panorama muy seguro, ni una vivencia cómoda, pero constituyen la única forma de viajar gratis que tiene un trotamundos. Trotamundos, eso éramos. Nunca hasta entonces las palabras había adquirido su significación plural, nunca hasta nosotros podría haber parecido más exacta, porque en efecto volábamos de tierra en tierra, de colonia en colonia, de núcleo en núcleo.

En el interior de los respiraderos de la nave el tiempo se descolgaba con la pereza de un espíritu moroso y juguetón, con la parsimonia de un fantasma que quisiera antojársenos eterno, tan lentamente gateaban las horas y los días. Durante dos semanas, mientras el carguero buceaba en las entrañas del espacio, reptamos desde la bodega hasta la proa, de la cabina hasta la popa, siempre sin descanso, procurando suplir con nuestros movimientos la falta de anchura que nos rodeaba, porque el universo completo había quedado reducido a oscuridad negra y plata, a canales concéntricos y túneles sin materia ni olor, a bóvedas cilíndricas a través de las cuales, con paciencia de roedor, nos deslizábamos. Aquella fue una experiencia terrible, pero la resistí; estaba dispuesto a resistirlo todo. Dardo y Orión, pese a su entrenamiento, se sorprendieron de mi capacidad de aguante, de mi especial manera de burlar la claustrofobia. Ninguno de ellos sospechaba los conocimientos que en forma de reflejos innatos albergaba yo dentro de mí, las horas pasadas en cámaras perfectamente simuladas allá en mi hogar de la paz, en Monasterio, las idas y vueltas por conductos milimétricos en los que un clérigo aspirante a poeta se ejercitaba en los menesteres de reptil. Supuso un trabajo duro, pero con mucho tesón pude vencerlo. Y aunque conocía lo que nos esperaba si alguien llegaba a descubrirnos, si algún soldado sospechaba siquiera la existencia de las ratas que de conducto en conducto se arrastraban hacia el oxígeno y la vida, aunque frecuentemente el espectro de aquel otro polizón de nombre Ptolomei me hacía burlas desde el exterior, desde el vacío helado y remoto de la garganta invitándome a soñar con él por los ríos del tiempo, aunque a veces tuve que sufrir los arañazos del miedo y aun del pánico, pues ni siquiera teníamos certeza de que la nave se dirigiera hacia los mundos de dentro del Anillo y no hacia el exterior, me cuidé mucho de dejarlo demostrar, procuré con todas mis fuerzas arrinconar los escalofríos de pavor, porque no quería que mis amigos conocieran lo terrible que se me hacía esta experiencia.

Transcurridas dos semanas desde que nos introdujimos en ella, la nave detuvo su marcha y finalmente se posó. Ignorábamos si había llegado a su punto de destino o si, por el contrario, aquella pausa se debía a una simple escala, pero decidimos salir de allí, hartos de recorrer los interiores de aquella trampa concéntrica. No convenía abusar de nuestra suerte y además, como advirtió Orión con una mueca, había que dejar sitio a otros futuros polizones. De esta manera, ocultos bajo las sombras de la noche, abandonamos el carguero y nos perdimos entre las calles de la ciudad sobre la que habíamos aterrizado, sintiéndonos a salvo en la superficie de este nuevo planeta.

—¡Bien, un problema menos! —exclamó Dardo cuando estuvimos ya fuera de peligro, satisfecho como Orión y yo mismo por haber conservado el pellejo durante un poco más de tiempo—. Ahora todo lo que tenemos que hacer es marcharnos de aquí, alejarnos cuanto podamos de este sitio y procurar que no nos descubra ninguna patrulla de la Corporación, porque entonces no cesarían hasta capturarnos y todo el maldito ajetreo que nos ocupa no habría valido para nada. Oh, al diablo. ¿Quién se queja? ¡La vida sería aburrida si no existiera una pizca de riesgo!

—¿En serio? —gruñí yo—. Creo haber oído esas mismas palabras en algún otro sitio.

Rehuímos el contacto de las ciudades, modernos palacios en los que habían olvidado incluir gente noble, y nos perdimos hacia los lugares más ignorados del planeta. Un núcleo urbano grande y desarrollado implicaba la presencia de los técnicos de Nueva York y sus fuerzas, mientras que un ambiente rural y primitivo era el mejor seguro de vida que podíamos tener. En las ciudades, poca gente desearía asistir a nuestro teatro. Si el mundo que recorríamos era un lugar importante (circunstancia que ignorábamos en este momento), los grupos regulares de la Corporación lo visitarían con mucha frecuencia, acarreando toda su magia de cortinas de humo y colores deslumbrantes, todo el aparato de la tecnología que supone su máximo aliciente y su única defensa. Nosotros no podríamos nunca enfrentarnos a ellos, al menos en su propio campo. No pasarían dos días antes de que los guardias de asalto vinieran a capturar a los tres locos capaces de desafiar tan inconscientemente el estilo de teatro impuesto. Nada teníamos que hacer allí. En las montañas, por el contrario, en los pueblos medio colonizados donde muchas veces ni siquiera se conocían los avances más elementales, nuestra forma de interpretar era acogida con simpatía, con igualdad, y nuestras vidas quedaban relativamente a salvo. No cabía duda ninguna sobre el camino a seguir. Siempre había que colocar, en primer término, nuestra propia integridad.

—Ya puedes empezar a fabular, Hamlet. Da lo mismo que tus libretos sean malos, lo único importante es que tengan mensaje.

Vino entonces mi período de aprendizaje teatral, la época en que me inicié en los duros caminos de la interpretación. Mientras recorríamos los valles y las trochas en busca de un público al que servir a cambio de simpatía y alimento, Dardo y Orión me aleccionaban con todo aquello que conocían; yo mismo, a mi vez, proporcionaba ideas para futuros juegos de escena. Al principio, únicamente observé, como un niño mudo y obediente, los movimientos de manos y brazos que ejecutaban en los ensayos mis amigos, los gestos de la cara, las flexiones de las piernas, el aleteo de los dedos. Observé la manera de modular la voz, sobre todo, aquella voz potente y seductora, más apetecible aún que la de los monjes; aquel torrente que parecía brotar a mis amigos de no se sabe dónde, de las uñas de los pies, de otro mundo, del centro justo del alma. Luego, cuando ya creí haber asimilado suficientemente su estilo de pensar, de vivir y de actuar, me enseñaron a moverme con soltura sobre un escenario.

—Mira, tienes que repetir este fragmento igual que yo lo he declamado antes: tranquilo, con la voz lo más natural posible, sin estridencias. ¿Has observado a Dardo hace un segundo? Es imprescindible no perder el tono ni la fuerza de la voz, porque es en la palabra en lo que va a residir todo el fruto de tu esfuerzo.

—¿La palabra? Creí que el teatro era, antes que nada, movimiento.

—No, no del todo. Aunque drama significa correr, muchos movimientos, teatro viene de una raíz que es mirar. Por supuesto, es lógico que quien esté en el tablero se traslade, pero no es únicamente en esa forma de andar o de moverte en lo que va a basarse tu trabajo. Una cosa es el teatro y otra la danza. Cada pieza a interpretar es distinta a la anterior, cada nueva representación supone algo diferente, desde luego, pero piensa que lo que has de decir es primordial. Cuando no existe parlamento, entonces sí que tendrás que fiarte únicamente de tu expresión, porque sustituirás la palabra por su ausencia. Ya lo comprobarás dentro de unos cuantos días: una de nuestras obras presenta a dos tipos encerrados en cajas de metal hasta el mismo cuello. Unicamente se ven nuestras cabezas, y dentro de esas maletas comprenderás que no hay mucho movimiento.

—Lo supongo.

—Otra pieza que solíamos hacer con agrado nos metía dentro de macetas. No me burlo, estoy hablando en serio. Nos clavábamos en los recipientes y simulábamos ser flores que conversaban. Resultaba imposible andar por el escenario, y la mayoría de las veces ni siquiera podíamos mover los brazos, a riesgo de caer. Si no quieres que el público te mate a pedradas, habrás de recitar tus parlamentos muy claramente, o nadie te entenderá. Y si no te entienden, ya me dirás qué demonios estamos pretendiendo.

—Volviendo al tema de la declamación —intervenía Dardo, a medio cubrir por los afeites, siempre siguiendo muy de cerca mis avances—. Fíjate bien en lo que dices, en el sentido con que lo tienes que expresar para que uno de nosotros te responda. No te olvides que en la mayoría de las veces habrás de esperar una réplica, una contestación. Si una frase que habrás de recitar en susurros la dices a gritos, forzosamente tendremos que rebatir tus argumentos chillando también, así que figúrate las vueltas que habrá de dar la pieza hasta que llegue el momento de gritar en serio. ¿Lo vas entendiendo?

—Creo que sí. Palabra y dicción. Hasta el momento, perfecto.

—Improvisaremos sobre la marcha muchas veces, podrás darte cuenta. Hay que variar una pieza in situ según las reacciones del público, que es a fin de cuentas quien nos paga y sin el que no podríamos hacer nada. El espectador es completamente necesario allá donde vayamos. No puede existir teatro sin público, porque el nuestro es un arte que busca forzosamente la comunicación.

—De acuerdo. Voy a repetir, entonces.

Cuando repetía los pasajes, ellos me miraban, con el ceño fruncido igual que los preceptores de Monasterio. En cierto sentido, sus enseñanzas eran tan estrictas y tan interesantes como las de aquéllos. Declamar una y otra vez los parlamentos, textos que a veces ni siquiera íbamos a representar, se hacía duro e incluso aburrido, pero rara vez una nueva repetición dejaba de descubrir algo interesante. Dardo y Orión me corregían cada vez que lo hacía mal, me recordaban que el escenario tenía un número fijo de metros y que era absurdo que me desplazara más de diez pasos, me dejaban libertad de acción y me obligaban a clavar sus consejos en algún rincón todavía libre de mi memoria. Sabían muy bien lo que hacían mis compañeros cómicos.

—Esta vez ha quedado mejor. Atiende. No manotees, ni gesticules como si estuvieras dándole una paliza al aire. Modérate cuanto puedas, incluso si representamos una farsa llena de exageraciones, lo cual será lo más probable. Modérate, pero tampoco seas frío en exceso; no te conviertas en una cara de palo, en un cuerpo de mármol. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí. Ni frialdad absoluta ni demasiado apasionamiento. No tengo que sobrepasarme, ¿no es eso?

—Exacto. Cuando llores en la ficción, que no parezca que va a naufragar todo el proscenio. Ya hemos soportado bastantes lágrimas en las compañías de la Corporación. Y tampoco seas tan seco que tenga que subir alguien al escenario y cuartearte las espaldas para que te des cuenta de cómo hacerlo de verdad. El teatro es un espejo que duplica la vida. El teatro es la vida. Concentrada en una hora de representación, pero vida a fin de cuentas. Vamos a intentar reproducir la propia naturaleza, exagerando a veces sus defectos, intensificando si es posible sus virtudes, pero sin que nadie se lleve la impresión de que somos homúnculos venidos del fondo de la tierra, distanciados e ignorantes de todo lo que nos rodea. Vamos a imitar la realidad, vamos a recrearla o a deformarla, pero teniendo siempre un patrón al que seguir. ¿Entendido?

—Por supuesto. ¿Lo repito otra vez?

—Repítelo.

De esta manera, día a día, kilómetro tras kilómetro, fui afianzándome en el arte de mentir graciosamente. Mis soliloquios pronto se volvieron charlas a tres, con la variante de que yo mismo tenía que interpretar todos los interlocutores, pues eso daba soltura y ayudaba a comprender a la vez a los personajes y no a quedarme fijo en ninguno de ellos, a no encasillarme. Aprendí a llorar con lágrimas casi reales, a reír con carcajadas puramente ingenuas, a recitar tonadas picaras y hondos monólogos llenos de ternura y dramatismo. Aprendí a caminar sobre unas tablas, a morir lentamente sobre ellas, a arrodillarme de forma que siempre resultara galante y estético para con el público. Después de mucho tiempo, conseguí hacer de todo. Y, curiosamente, comprobé que lo más difícil no era el acto de declamar, sino el de guardar silencio. Las dudas me asaltaban no en aquellos movimientos que tenía marcados y aprendidos, no en los parlamentos que asimilaba palabra por palabra, sino en los momentos en que Dardo y Orión tenían que hablar, cuando discutían entre sí o me hablaban largo rato y yo esperaba mi ocasión de responder. Lo difícil no era hablar. Lo difícil era oír. Cuando esto sucedía me llenaba de temor, porque resultaba facilísimo salirse de situación, escapar al texto y maravillarme ante la magia de la convocatoria y los rostros perlados de asombro de quienes componían nuestra concurrencia.

—Hamlet —sentenció Dardo una mañana, después de que yo terminara un ensayo en el que había llorado y reído alternativamente—, tú nunca serás el actor que viva su personaje, nunca serás el actor que lo sienta. Tú lo marcarás.

Medirás cada uno de sus movimientos y no dejarás nunca de ser tú mismo.

No capté muy bien si aquello era un halago o un reproche. Entonces lo tomé por lo segundo, pues estaba convencido de que un cómico tenía, antes que nada, que sentir su papel. Aquello me hizo dudar de mis posibilidades como histrión, me hundió en los abismos de la inseguridad, porque entendí que Dardo me había dicho, literalmente que jamás conseguiría ser un buen actor, que ellos tendrían que calcular mis palabras y mis movimientos y dejarme aparte. Durante varias semanas anduve acarreando esta frustración, hasta que Orión, siempre sonriente, se encargó de liberarme de esa duda.

—No, no, Hamlet. Todavía no has entendido nada. Siempre ha existido una discusión entre lo que es sentir y lo que es parecer. Cuando Dardo te dijo que nunca sentirías un papel no te estaba regañando, todo lo contrario. Estaba haciendo un juicio sobre ti.

—¿No es tarea de un actor sentir un papel?

—¿Y acabar loco? ¡Claro que no! Lo importante no es que un cómico cojee porque lleva botas, sino que lo haga porque parezca llevarlas puestas. Si empiezas a concentrarte en cada papel, a sentir igual que el personaje que interpretas, éste se apoderará de ti y acabarás esquizofrénico. Los grandes actores se forman con el cálculo de las posibilidades de su personaje; son aquellos que parecen sentir en su propia piel todas y cada una de las influencias que adoptan, sin que en realidad acusen ninguna. Me pongo por ejemplo. ¿Me has visto interpretando a Billy, el soldado paranoico?

—Claro. Mil veces.

—¿Y crees que Billy se apodera de mí? ¿Crees que Billy se traga a Orión cuando los dos subimos a escena? ¡Claro que no! Siempre, debajo de la pintura y el uniforme, estoy yo, Philippe Orión, con todo lo bueno y todo lo malo que tengo por ofrecer. La habilidad del actor estriba en saber llorar y mutarse en un segundo hasta la risa. Cuando se siente un papel, cuando lo encaras como en la propia vida, esto normalmente no puede hacerse; es casi imposible. En cambio, aparentando tan sólo, sí se puede. El personaje que representas debe pasar a través de ti, sin mancharte. Su elaboración te agotará de un modo físico, pero no dejará en tu cerebro ninguna huella, ningún daño. Y tú no sientes los personajes que interpretas, Hamlet. No los sentirás jamás.

—¡Por supuesto que sí!

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo te explicas entonces que puedas interpretar cinco o seis papeles en la misma función? ¿Cómo te explicas entonces que la gente olvide en seguida el que eres siempre tú? Cuando estás en escena, ¿te reconoces como Hamlet o como cualquiera de esos personajes a los que manejas?

—Me siento nervioso y confundido. Noto sobre mí una terrible responsabilidad. Soy Hamlet, pero pretendo que ellos piensen que no lo soy.

—Eso es. Lo pretendes y a la vista está que lo consigues. Cuando lloras, cuando gritas, cuando se supone que andas a un paso de la aniquilación, ¿te cuestionas si eres tú mismo de verdad? ¿Tienes la sensación de que estás representándote a ti mismo?

—No.

—¿Lo ves? Es porque no pierdes las riendas del personaje que conduces. De lo contrario, acabarías mal. Dardo te hizo un cumplido y tú no supiste interpretarlo. Oh, se nota que eres un maldito novato todavía. Si quieres emocionar, es preciso que no estés emocionado, porque entonces parecerás patético. ¿Cómo te lo expresaría en palabras más justas? Déjame que recuerde alguna de las citas sobre ésto que nos enseñaron mientras estuvimos al servicio de la Corporación. Ah, sí. Más o menos era esa la forma: «Demasiada sensibilidad da actores mediocres; sensibilidad mediocre, da malos actores; y carencia de sensibilidad, actores geniales». No es que tú seas precisamente un actor genial, pero puedes ir haciéndote una idea.

—Es decir que tengo que estudiar en frío los recursos del personaje para después elaborarlo; vivir sus cualidades sin sentirlo, calculándolo.

—Más o menos, muchacho. Vas aprendiendo.

La Oreja de Oro, como habíamos dado en llamar al grupo, pronto alcanzó el momento en que la actividad escénica se hizo común, algo de todos los días. Al amparo de nuestros pobres recursos, engalanados con trajes de papel, llegábamos anunciando nuestro espectáculo allá donde vivieran más de media docena de seres. Por la noche, a la luz de las antorchas o las lámparas de aceite, reproducíamos las mojigangas, las piruetas, nuestros ataques a la Corporación, nuestras parodias. Viviendo aquello, observando cómo los espectadores, tras la función, te rehuían si interpretabas un papel negativo o se acercaban a ti si el personaje que habías sido resolvía felizmente sus problemas a base de coraje, se comprendía por qué el actor humano es indispensable, por qué nunca los sistemas holográficos ni los androides perfectamente calculados podrían desplazar al elemento aglutinante de toda escena, el cómico. Quienes contemplaban nuestros juegos creían realmente que las pasiones y los odios, las muecas y las sinrazones que representábamos eran reales; se ilusionaban con la idea de que cuanto estábamos recreando era verdad, porque la gran ventaja del teatro, de la escena viva con respecto a los productos de lata estriba en la inmediatez, en la palpabilidad. Un espectador puede cerciorarse de que los actores declaman algo que parece estar ocurriendo realmente, algo natural y vivo que se desarrolla en el tiempo y en el espacio delante de sus ojos. El teatro, comprendí y amé, es un arte que palpita, y como ente viviente se adapta a todos los momentos y todas las formas. El teatro ha existido desde que el hombre ha sido hombre, y posiblemente lo acompañará hasta que deje de serlo, porque las variantes técnicas, las innovaciones estilísticas, los juegos de luz que proporciona el láser que nosotros no disponíamos, las tramoyas circulares y desmontables, las pistas de baja gravedad, los videos incorporados, los grandes paneles para repetir escenas clave, los hologramas, la música táctil incorporada no son sino alicientes que se intentan añadir a lo que el teatro ha sido siempre de un modo básico: el hombre y la palabra.

—¡Y si la galaxia completa fuese mía, desde el centro del Anillo hasta el Confín, os juro por todo cuanto es santo que la cambiaría enterita y muy a gusto si la dueña del tugurio me mordiera esta noche entre las piernas!

El más hermoso sueño del hombre: el teatro. Engullido dentro de su abrazo aprendí a hacerme más fuerte, a convertir mi personalidad en algo definido, porque cada nuevo personaje me servía para esclarecerme ante mí mismo, para redimirme, para diferenciarme. Como actor, serví únicamente a mi deseo: Fingí amar sin saciar mi amor, interpreté roles de loco y de cuerdo, de anciano y de niño. Siempre cubierto bajo otra piel, muriendo otras muertes, dando luz a otras vidas, comprendí que un actor no puede morir, porque en su propia esencia habita un punto más allá de la muerte y la vida. El actor siente un millón de existencias, y conoce el nacimiento y el fin de cada una de ellas. El actor puede morir una noche, pero regresará a la mañana siguiente con una apariencia nueva.

—¡Muy tranquilo se sienta el rey! ¡Tenga cuidado de no caerse!

Cantando los viejos sueños y las antiguas miserias, memoricé día tras día los trucos y las coplas, los gestos para hacer burla y los pasos de baile con los que fastidiar. Fui iniciado en los entresijos de la vida del cómico, en el tabú de la palabra obscena que deseaba buena suerte sin desearlo, en la leyenda maldita del color amarillo que aleja a los espíritus protectores del lado de un actor si se atreve a vestir un atuendo de ese tono en el momento de salir a escena. Me contaron que un lejano actor-autor, casi como yo era ahora, había muerto sobre unas tablas interpretando el papel de su propia muerte, igual que había hecho el tío-abuelo de Dardo, y la leyenda se había encargado de añadir que vestía un albornoz amarillo en el que quedó estampado un último coágulo de su sangre. Aquel viejo teatrero, el primer excomulgado en dejar de serlo, había gastado su más genial broma al público y a sus compañeros cómicos, había asentado sobre las generaciones futuras el peso de la tradición supersticiosa, la presencia de su propia muerte.

—¿Vuestra hija, buen señor, no habla porque es muda?

Bufones repudiados por Nueva York, herejes malditos, convertíamos nuestra andadura en la protesta de los vagabundos. Militábamos en la causa de quienes no tienen causa, y cantábamos a la primavera y al amor, aunque ni siquiera lo más sagrado quedaba a salvo de nuestras críticas. Reviviendo las huellas de un sueño dulce, de un recuerdo amargo, interpretábamos según el estilo que el destino se había encargado de enseñarnos, pues para hacer tambalear al poderoso no quedaba otra opción sino la de unir al compás nuestros gemidos. Hojas barridas por el viento, modernos goliardos de camino en camino, miserables y orgullosos de nuestra estirpe perseguida, ningún lazo servía para atarnos, ningún castillo lograba encerrarnos en la promesa de sus muros. Buscábamos a nuestros semejantes uniéndonos al carro de la depravación, porque nuestro teatro era promiscuidad y desarraigo, fantasía desbordada y amoralidad, de forma que al teñirnos el rostro de sombras y colores pretendíamos forzar a la gente, lo quisiera o no, a divertirse sanamente y a gozar el significado de esa diversión.

—¡Amigos míos, ser un tío serio nos parece muy difícil! ¡La juerga es agradable y más dulce que la boca de una mujer! ¡Permitid que os agrademos, gente joven! ¿No compartís también nuestra soledad? ¡Andamos sedientos de placeres más que de salud, y puesto que Nueva York nos siega la vida y Rab multipoderoso nos rasga el alma, permitid al menos que disfruten esta noche nuestros cuerpos!

Anacrónicos y bohemios, las obras que representábamos eran alegorías muy directas, ataques escasamente disimulados contra todo aquello que simbolizara la intolerancia de la Corporación. Vista nuestra actividad, resultaba muy lógico que se nos persiguiera por lo que hacíamos, pues llegábamos a destrozar más condicionamientos en una sola noche que todos los que Nueva York y sus huestes habían construido en el transcurso de un año. A más teatro, menos sangre. Encarábamos nuestros problemas de un modo directo, pues la misma idea de colectividad que la Corporación había forzado a través de siglos de propaganda e imposición de cantares de gesta y comunes destinos se nos convertía en nuestra aliada. Servíamos de cauce a la expresión de todo un pueblo, tanto la gente humana y rubia de una aldea como los supervivientes esclavizados de una raza conquistada planeta por planeta.

—¡Eeeh! ¡Cuidado! ¡Esconded las gallinas, que vienen los cómicos!

Hacíamos un teatro fuerte, un humor grueso, pues agradan más al hombre sencillo las palabras directas qué las sutilezas y los refinamientos que para nadie tendrían sentido. Nuestra labor era utilitaria, de simple erosión. Sabíamos que no destruiríamos jamás la garra que simbolizaba el poder de la Conquista, pero servíamos al menos para que alguno de nuestros espectadores llegara a cuestionarse la validez moral de los argumentos que la gran segadora utiliza en su provecho. Con eso nos bastaba. Un poco de vino, una pizca de pan, cobijo y buenos brazos entre los que pasar la noche nos eran suficientes.

Vivíamos al servicio del público y le dábamos lo que quería ver, aquello que a veces no se atrevía ni siquiera a imaginar. Ofrendábamos evasión y reflexión al mismo tiempo, escapismo y convencimiento. Nuestras obras reflejaban claramente toda una manera de sentir: un soldado loco, arrepentido de tanta muerte, desertor de honores y guerras; un individuo retrasado mental a quien Nueva York concedía el don de la inteligencia y que terminaba castrándose el cerebro cuando comprendía plenamente la realidad y la podredumbre que imperaba bajo su mandato; una batalla burlesca donde los capitanes, últimos supervivientes, escapaban cobardemente hacia las faldas de Rab, encarnado por Orión de un modo sublime y grotesco; un poeta que se negaba a cantar al estilo que le habían impuesto y enmudecía para siempre su palabra y su voz; una mujer que para sobrevivir tenía que alquilar hasta su sangre.

—¡Y si es cierto que el hombre es cobarde en su invierno, y si es cierto que ruge y araña y anda alerta en la primavera de su existencia, decidme entonces, jóvenes y adultos, mujeres y viejos!: ¿Qué hacéis aquí, esperado que se os seque la vida? ¿Por qué aguardáis tan mansos la venida del vampiro que habrá de succionaros el alma?

Pero la obra más directa que representábamos, la de mayor éxito tal vez, la más divertida, disparatada y directa, me presentaba interpretando el doble papel de Nueva York y Rab, pues ya habíamos comprendido que son realmente una misma cosa, y así lo entendía el auditorio desde el primer momento. Sentado en un trono de pedrería, vistiendo una túnica blanca, la cara azul, pasaba los primeros minutos de representación contemplando abstraídamente el vuelo de las moscas, masticando bolas de pan o sacando brillo a los cuernos de cartón, imitadores de los de Moisés, que adornaban mi frente. Dardo y Orión, caracterizados de sátiros, entraban en acción increpándome descaradamente desde su papel de conciencia colectiva.

—¡Eh, Buen Padre, Rab de los cielos, Nueva York Eterno! ¿Es que no tenéis vergüenza? Vos aquí, entre nubes de algodón, dormitando como un borracho, y entretanto vuestros hijos los hombres se aniquilan y batallan. ¿No lo comprendéis, acaso? ¡Vuestra máxima creación ha muerto!

—¿Cómo? ¿Muerto?

—Quizá no os sirva para mucho, pero en todo caso contáis con nuestra palabra de honor.

—¿Muerto? ¡Lléveme el diablo si yo estaba enterado de nada de eso!

Arriba y abajo, de un pueblo hasta otro pueblo, recreábamos y dábamos constantemente forma a nuestros fantasmas, hacíamos llegar el espectáculo allá donde los únicos resplandores habían sido las hogueras de la intolerancia encendidas en nombre de la Corporación. De un camino a otro camino, nos marchábamos con la misma rapidez con que habíamos llegado, esquivando las patrullas que trataban de localizarnos una vez que la noticia de nuestra existencia corría de boca en boca, y trotábamos como pájaros errantes, como aves sin vuelo propio, de un planeta rico a un planeta viejo, siempre alrededor de los anillos intermedios del Confín, ni cerca de la Tierra ni lejos de ella, aleccionando las viejas aspiraciones de revuelta y libertad, comiendo poco y riendo mucho, sin dormir apenas nada, ansiosos de hembra y de vino, sacerdotes de un credo místico donde el único mandamiento era la tolerancia, la fraternidad. Una vuelta y otra vuelta, una huida y un ensayo, alcanzar un nuevo mundo para iniciar otra vez la ronda solía ser nuestra meta. Dos años enteros de mi vida ganados así, con perseverancia, con satisfacción, gozando la existencia cada minuto, sin pensar jamás en la amenaza que conllevaba el presente, en lo que podría sucedemos si nos atrapaban los cazadores de la Corporación. Brillábamos con luz de candilejas como mariposas excitadas por el fuego, destinando nuestra empresa únicamente al divertimiento y al sonrojo, vivos a fuerza de voluntad, manchados y rotos por barros y afeites al término de cada escena, sucios de palabras y gestos, cansados pero felices de engañar tácitamente a la multitud, antigalanes al servicio de la farsa, caras cubiertas, brazos tendidos, músculos desgastados por la fatiga, disciplina, trabajo duro, monotonía, sueño, rutina y miseria, tal era nuestro cruel oficio de luciérnagas.