El último carguero que habría de despegar de Mandara esperaba pacientemente su turno de marcharse posado sobre una de las pistas de aterrizaje del castillo; Dardo y Orión tenían idea de escapar en su interior. Habían llegado al planeta casi por azar tres meses antes, según propia confesión, embarcados como polizones en la bodega de una de las muchas naves de enlace que unían a su recorrido entre uno y otro mundo la posibilidad de hacer saborear a los siervoseñores lo hermosa que podía ser la vida con todos aquellos adelantos que estaban vetados a la gente de aquí. Mis amigos actores, a quienes no venía mal una temporada de descanso, juzgaron tan bueno como cualquier otro sitio el refugio que les ofrecía la situación de aislamiento de este planeta: Una simple ratonera puede volverse un palacio para un hombre perseguido, y Dardo y Orión consideraron interesante detener sus actividades teatrales durante un tiempo prudencial, ahora que la Corporación les rondaba los pasos de cerca y había estado a punto de atraparlos. Vista la situación de Castigo, comprendieron que un poco de riesgo compensaría sobradamente una mayor comodidad y decidieron alojarse en la ciudadela, junto a los siervoseñores, allá donde todo era goce, jovialidad y vicio. Maestros del escondite y del disfraz después de años de práctica, nadie había sido capaz de descubrirlos o sorprenderlos en sus correrías de silo en silo, de cama en cama o de mesa en mesa. No exageraba Dardo al decir que ningún administrador había sospechado su existencia: Mi experiencia junto a ellos, el mismo día que regalé de muerte a Mercali, me demostraba lo simple que resultaba usurpar otra personalidad, lo hábilmente que podían convertirse en un ser distinto. Con todo, una ratonera sigue siendo una cárcel, a pesar del lujo que consiga albergar dentro de sí, y Dardo y Orión habían decidido que era el momento de decir adiós y dejar a Mandara confundido en el recuerdo. El último carguero, que habría de poner epílogo al asedio económico de la Corporación, estaba ya a punto de iniciar el lento conteo gota a gota que iniciaría su momento de partir; mis nuevos amigos, experimentados polizones, tenían reservado en él un pasaje rumbo a la libertad y pretendían a toda costa que yo me escapara con ellos.
—Ven con nosotros, Hamlet —me insistían—. Anda, únete al carro de Tespis. Contigo, ampliaremos nuestro humilde ñaque y convertiremos cada representación en una enorme caja de magia. No lo pienses, muchacho. ¡Salta!
—Lo siento, Dardo —me excusaba yo, corroído por la tentación y el deseo—; pero creo que soy demasiado mayorcito para este tipo de improntación.
—¿Improntación? ¿Quién está hablando de improntación? ¡Es el teatro! Mucha hambre y mucho riesgo; mucha diversión también, y posiblemente una cuerda esperando al final del camino. Esa es la emoción que produce su llamada. Y tú la sientes, puedo leerlo en tus ojos; todavía está muy lejos el tiempo en que seas perfecto a la hora de fingir, pero con práctica podrás hacerlo. No fuerces tu destino, Hamlet. No seas caprichoso y vente con nosotros. ¿Es que no te das cuenta? ¡Son Melpómene y Talía quienes te han puesto en nuestro camino!
Dardo, largo y fino como un alambre de cobre, se empeñaba en educar mi instinto hacia aquellas cosas que amaba. Le gustaba volar a la deriva, como una nave sin patrón, según sus propias palabras, igual que una nube errante. La casualidad había querido que naciera en la Tierra, en el mismo continente en el que había nacido yo, y para convencerme de que me uniera a su proyecto, machacaba constantemente mis oídos con esta coincidencia. Parecía muy difícil que llegara a ponerse serio alguna vez, tan burlones resultaban su voz y sus movimientos, pero cuando me aleccionaba sobre las maravillas y las ventajas de ser cómico había en su voz un tono poderoso, un brillo en sus ojos salvajes que hacía comprender de qué forma estaba él unido a todo aquellos. Sus charlas en el atardecer rojiblanco de Mandara, cortejadas por los últimos resquicios del sol que caía sobre las montañas, resultaban tan interesantes que volví a sentirme clérigo otra vez, muchacho inexperto y principiante nuevamente, niño perdido de retorno a los orígenes, como en mis días de Monasterio y el volo discere.
—¿Sabías que persona es un término que significa máscara?
—Lo sabía, lo sabía. No olvides que también he estudiado lenguas clásicas.
Orión, ancho y cuadrado, como una pieza de barro puro que alguien hubiera moldeado hasta darle apariencia de hombre, era originario de uno de los planetas de la constelación cuyo nombre ostentaba, aunque él solía bromear muy seriamente diciendo que eran los astros quienes llevaban tal nombre en su honor. Amaba tanto lo que hacía como Dardo, y al igual que él cultivaba una espesa barba negra y rizada, pues según sus palabras llamar la atención es uno de los atributos imperantes de un hombre de teatro; aunque no poseía una voz tan penetrante ni tan distinguida como la del otro actor, durante las improvisadas representaciones con las que ambos me regalaron el tono se le transformaba hasta volverse en un torrente de palabras mágicas, antiguas y viscerales, que poseían el don de la catarsis y al mismo tiempo forzaban a la acción. Escudero malhablado y picaruelo, saltimbanqui de opereta y ocasión, existía para ser una prolongación de Dardo, o era Dardo un anexo de Orión, de manera que resultaba sumamente difícil establecer una dicotomía entre los dos, imaginarse el uno sin el otro, tan complementarios eran en sus momentos de vida y actuación. Y ahora cuanto pretendían aquellos fantasmas mágicos era marcharse de Castigo y llevarme con sus misterios a la aventura.
—Toda la vida es teatro, Hamlet —explicaba Dardo, asentía Orión—. Hay más teatro detrás de los muros del castillo que en una cualquiera de nuestras representaciones, te lo aseguro. Tu existencia y la nuestra son puros roles, papelitos de mayor o menor importancia que Rab o quien sea se digna en entregarnos una vez en la vida. De ti y de mí depende hacer méritos y conseguir un rol mayor, hasta convertirnos en reyes de la escena que es la vida. ¿No estás de acuerdo? Has reflexionado poco sobre quién eres, si así lo piensas. Se puede ser secundario en una pieza, como se puede ser secundario en toda una vida, pero sólo a través del propio esfuerzo puede lograrse que ese papel de mierda con que nos han marcado vaya a más, o se vuelva intenso y perfecto sin salir de sí mismo. Lo que hagas, hazlo contento y bien. Es lo que decía mi tío-abuelo, y si no lo dijo el viejo verde, debiera haberlo dicho. Murió en un escenario, ¿lo sabías? Estiró la pata en el momento justo en que tenía que salir a escena. Lo retiraron inmediatamente, claro, y la representación continuó, según su norma. Pero dejemos al viejo en paz. Se revolvería en su tumba, si la tuviera. Volvamos a hablar de ti, Hamlet. Maldito seas, cuesta muy poco engañarte y sin embargo eres muy difícil de convencer. Me gustaría decirle cuatro frescas al señor que metió esas ideas tan cerradas en tu cabezota. Hablemos de ti, sí. Tu futuro anda en juego. Hamlet, tú ya has actuado bastante en el papel que no te va, aunque fuera todo tuyo. Es hora de que des el cambio. Ven con nosotros y verás como un poeta sin trabajo puede jugar a sus anchas dentro del teatro.
—Me gustaría haceros caso. Me gustaría, de verdad. Pero he vagado demasiado desde que tenía veinte años, y ni siquiera estoy seguro de ser un buen actor.
—¿Qué no? Todos lo somos, en mayor o menor grado. Lo que no eres es un actor de profesión. Todo el mundo es actor, como todo el mundo es poeta, músico, asesino o tirano. Unicamente hace falta que te llegue la ocasión. Unicamente es necesario que te tomes el trabajo en serio y que puedas llegar a comer de él, que alguien reconozca lo que vales y se digne a alimentarte con el esfuerzo de comunicar tu arte. No hace falta nada más. ¿Nunca has mentido? ¿Nunca has fingido? ¿No has sentido ganas de aplastar una nariz y a cambio te has encogido de hombros sin dar importancia a lo que pasa? ¿No has deseado llorar y de pronto te has echado a reír?
—Sí, claro. Muchas veces.
—Eso es el teatro, amiguito. Eso es algo llamado actuación. Siempre que finjas algo y tengas un público atento a tus mojiguetas estarás haciendo teatro, mi terco amigo, estarás desarrollando el fenómeno de la ceremonia y la representación. Toda la vida es un teatro, ya lo ha dicho gente más instruida que yo, y los hombres y las mujeres somos actores, histriones que ejecutan sus entradas y salidas y pueden tener, de proponérselo, un montón de papeles en sus vidas. El panadero hace toda la vida de panadero, como el siervoseñor juega a ser siervoseñor y la niña virgen hasta se cree su fantasioso papel de niña virgen. Toda la existencia es un teatro, una representación escrita por alguien carente de imaginación… o sobrado de ella, según los casos. Todo el mundo hace de sí mismo todo el tiempo, pero sólo unos cuantos cambian de papel alguna vez. Somos nosotros, los cómicos, quienes no nos resignamos a vivir para una sola actuación, los que arrastramos el doble papel de ser actores disfrazados de otra cosas en el teatro que nosotros mismos, imitando a los dioses, disponemos. No nos agrada tener una sola entrada, no apetecemos la mierda de representación que nos han impuesto desde lo alto, y entonces decidimos cambiar los roles cada vez que nos venga en gana, porque somos unos bichos malos y al mismo tiempo somos necesarios, y así jugamos a hacer de frailes si nos pica la cabeza llegar a serlo, o simulamos matar cuando vemos que quien roba la gloria es el soldado, o imitamos los gestos del poderoso para hacerle reír sin que llegue a darse cuenta, el muy estúpido, el muy cabrón, de que estamos riéndonos a sus expensas. ¿Nunca has notado el gusanillo roerte por dentro? ¿Nunca en tu vida te has sentido actor?
—He fingido mucho, Dardo —contestaba yo, siendo sincero, irresistiblemente amarrado a aquella voz—. He llevado durante más de diez años una máscara que ocultara mi persona, hasta que decidí, si era posible, no llegar ni siquiera a ser yo. Tal como tú lo ves, eso es teatro. Estoy de acuerdo contigo. Me gustaría ser un cómico como vosotros, en serio. En otro momento intentaría rehacer mis pedazos y me convertiría en actor. Pero ahora no me encuentro con fuerzas para seguiros. Me noto cansado. Soy un cobarde.
—¿Cobarde? ¿Has oído eso, Orión? El muchacho dice que es un cobarde. ¿Qué te crees que somos nosotros? ¿Aquiles? ¿Perseo? ¿Poseidón? ¿Llamas cobarde al que tiene miedo? Entonces estás delante de los cobardes números uno y dos, y cada uno de nosotros pelearía con el otro por arrebatarle el primer puesto. No creemos en los héroes, Hamlet. No existen. En un mundo como éste es imposible, y si alguno se lo cree es que está completamente loco. Si los hay, son imbéciles desequilibrados que no funcionan bien. Vamos a ver, imagina que yo te apunto a la cabeza con un láser. ¿Captas la escena? Aquí andas tú, aquí me planto yo, Orión puede hacer de árbol. ¿Listo? Te apunto. Hago intención de disparar. ¿Qué deseas hacer tú?
—Escapar.
—Exacto. Yo haría lo mismo si me apuntaras tú. Y Orión, y todo el mundo. Oh, no venga nadie a hablarme de la hombría y el honor. Quien lo haga tendrá que reconocer primero que antes de cualquier cosa, mujer u hombre, niño o anciano, es un cobarde. Un cobarde, y no lo reprocho. Es el acto más lógico. Lo extraño sería saltar contra el arma, golpear a diestro y siniestro, intentar burlar la muerte haciéndote el héroe. Ay, los héroes. Medio universo está manchado de cadáveres que recitan largas peroratas de números y claves insistiendo como si no tuvieran bastante con ser muertos toda la maldita historia de que fueron héroes. Los compadezco. El heroísmo sí que es un acto ilógico, muchacho. Complejos infantiles, manías de inferioridad, son los que impulsan a los hombres a hacer tonterías así, y pueden contarse con los dedos de la mano los que sobreviven. Esos seres invencibles, altos, hermosos y viriles solamente existen en las novelas y el teatro. Abundan en el tipo de representaciones que recomienda la Corporación, ya tendrás ocasión de comprobarlo. Uno acaba hasta la coronilla de vencedores extraordinariamente fuertes, agraciados hasta en el momento de sacarla para mear. ¡Oh, tendrías que habernos visto cuando interpretábamos porquerías así! Yo al menos daba el papel, pero Orión…
—¡Eh! —protestaba invariablemente el otro actor—. Yo soy hermoso y viril, aunque no sea alto. Que recuerde, nadie ha venido nunca a quejarse de mi estatura, y mucho menos de mi trabajo.
—Está bien, está bien. Era una broma, hombre. ¿Has visto? Ya sabes dónde pincharle si se te antoja hacerle sufrir un rato, Hamlet. No soporta que le llamen gordo o bajo. Una vez, incluso detuvo una representación y se encaró con un tipo del público. Eso enriqueció el acto, desde luego. Cualquier cosa que sirva para sacar una pieza de la monotonía es tan bien venida como una ninfa de sexo caliente que cayera del cielo deseosa de nuestros abrazos. Como te decía, uno acaba loco de tanto interpretar personajillos de cartón, imbéciles invencibles que no son capaces de nada excepto de matar y joder, y la mayor parte de las veces ni siquiera hacen lo segundo, lo cual es grave. ¿Vencedores? Hemos interpretado cientos, cuando todavía chupábamos la teta de la Corporación y creíamos sangrarla sin advertir que era ella quien se aprovechaba de nuestra habilidad y nuestra buena fe. Oh, eran unos folletines terribles, puedes imaginártelo. Un río de lágrimas bajaba por la platea cada vez que el valeroso héroe caía en las garras del malvado invasor nor y perdía los favores de su dama.
—¿Nors? ¿Habéis interpretado obras con nors y todo?
—Nors, iths, rebeldes, áscaris… de todo, muchacho. El censo de los actores pagados por la Corporación se divide entre los papeles de teniente de crucero y los que juegan a ser crueles enemigos de la Conquista. Si tienes un físico poco agradable, ya sabes que no hay quien te salve de interpretar papeles negativos durante los veinte años de tu vida que te exige para su provecho ese cerdo de Nueva York. Quisiera que vieras alguna de las porquerías que hemos llegado a representar.
—Quisiera que leyerais alguna de las porquerías que he llegado a escribir. Continúa.
—No es demasiado difícil de imaginar. Lo que sigue es cosa simple. Llega un momento en que te das cuenta de que estás engañando con tus mentiras a la gente normal. Te das cuenta de que se están sirviendo a costa de tu forma de dar la cara para utilizar una de las facetas del teatro, el aspecto puramente de evasión. Nosotros no ayudábamos a despertar sueños: hacíamos una labor de mordaza. Y el teatro es algo más, es mucho más que eso. El teatro puede llegar a serlo todo, muchacho. Vino un momento en que las espadas de plástico nos pesaban tanto que parecían de verdad, y entonces decidimos que ya era el momento de representar gestos de seres corrientes, historias de perdedores, porque eso es lo que todos somos: Individuos vencidos y humillados desde antes de salir a escena. Cuando ves de un modo claro las tonterías que estás obligando a tu público a consumir, las patrañas que estás colocando al amparo de un montaje espectacular con los efectos luminosos de un láser o los atrezzos y los trucos y los guiños de los equipos de sonido, entonces te das cuenta de lo que se desvirtúa el arte de la representación en manos de quien lo utiliza con el fin contrario de lo que es, y decides marcharte y hacer por tu cuenta y riesgo lo que te venga en gana. Es lo que sucedió. Orión y yo nos marchamos de la compañía a la que estábamos ligados. Desde entonces, hace más tiempo del que ya pueda recordar, hemos tenido suerte buena y suerte mala, como en todo. La Corporación no nos ha dejado en paz. Cuando se da cuenta de que no le has sido fiel y andas trabajando en algo contrario a sus intereses, te pone en la lista negra y te persigue, te caza y te reeduca, y si ésto no fuera posible, no siente ningún reparo en darte muerte.
Yo comprendía todo aquello muy bien. Lo comprendía porque había pasado por lo mismo; una senda paralela había terminado por unir nuestras existencias. Mucho medité, hasta caer en la cuenta de que realmente, como decían, mi vida entera había sido una gran actuación. Durante mi estancia en la Marfil todos mis actos habían podido ser considerados teatro. Desprovistos de simbolismo y de colectividad, sin su vertiente de ceremonia mágica, y sin más público que yo mismo, los años de engalanarme para engañar a los otros y esquivarme a mí, los años de sonreír y jalear ante aquello que me hubiera hecho vomitar de asco no eran sino parte de una representación. Mis propios poemas se habían nutrido de ese afán enmascarador, estaban cubiertos de maquillaje, igual que mi presencia y mi alma. En Castigo, mi faceta de actor había llegado a hacerse casi completa. Representando placeres y fidelidades, esbozando sonrisas picaras o alegres canciones, haciéndome el borracho o intentando aparecer sereno, todos los meses de mi servicio en el castillo habían sido puramente una representación, hasta culminar en aquel sainete, remedo de mí mismo, interpretado junto con Orión, rescatador providencial, como coartada encubridora de la muerte de Mercali. Sí, yo lo llevaba en los ojos. Deseaba un cambio, anhelaba unirme a ellos, seguir el carro de Tespis, hacer alguna cosa digna por la que todavía sobrevivir. Ya era tiempo de añadir un poco de color a mi vida, pero aún quedaba algo que me amarraba con cuerdas perpetuas: Valeria.
Valeria.
—No lo comprendéis. No puedo dejarla ahora, después de todo lo que hemos padecido juntos. Ella no sabría hacer nada sin mí.
—¿Sin ti? —reía Orión, afirmaba Dardo—. Hamlet, estás jugando a ser héroe, y hemos convenido que no existen. Ella sí que puede valerse sin ti. Has matado a un hombre rubricando este hecho, ¿recuerdas? Di más bien que tú no sabrías hacer nada sin ella. ¿No es justo? Esa mujer es de hierro, lo sabes bien. La Corporación podría proporcionar un millón de asedios y no acabaría con su resistencia, puedes quedarte aquí, rezar a Rab para que envíe una nueva plaga y comprobarlo. Eres tú quien ha estado todo el tiempo bajo su protección, no le des más vueltas.
—De acuerdo. Tienes la razón, Ory. Tienes toda la maldita razón. Pero no puedo dejarla aquí. ¡Yo la quiero!
—Ya se nota. La Corporación te contrataría de inmediato para uno de los papeles melodramáticos a los que nos tiene acostumbrados. Deja de ponerte nostálgico y sé realista. Dile que se venga con nosotros. ¿Acaso no te ama ella también a ti?
Esto último ya no lo sabía yo. Tanto tiempo mirándola a los ojos y todavía no era capaz de contestar a la pregunta que me mortificaba. ¿Me amaba Valeria? Tal vez sí, tal vez no. Apreciaba a los dos actores, su participación en las conversaciones que manteníamos en su casa así lo demostraba, pero nunca accedería a venir con nosotros, de eso no me cabía duda. Valeria era una mujer de su tierra, de su mundo, como todos aquellos líderes rebeldes cuya muerte yo había presenciado a lo largo de medio centenar de planetas. Orión estaba en lo cierto; cuatro o cinco días habían bastado para que llegara a conocerla mejor que yo. Valeria sobreviviría a otros mil asedios más, aunque tuviera que alquilarse a los siervoseñores nuevamente, pues sus raíces quedaban enterradas bajo el polvo calcinado de este planeta. Me amara o no, le complaciera la idea de unirse al teatro o le repudiara, ella se negaría a dar de lado a su casa, a su mundo. Ahora existía la posibilidad de crecer y olvidar llantos, ahora la sombra del aislamiento se borraba con cada amanecer, y ella habría de estar presente si venía un nuevo renacimiento para florecer Mandara; eso era firme como la roca donde se sentaba cada tarde a tejer sus cabellos con el viento.
Una decisión. Valeria o la aventura. Desgastarme a su lado poco a poco o vivir constantemente en la emoción. La dicotomía se me presentaba terrible. Por una parte, ansiaba como un chiquillo trotar de sistema en sistema y hacer llegar allá donde pudiéramos la diversión y el mensaje de nuestro modo de sentir. Por otra, quería clavarme junto a Valeria, llevarla conmigo al fin del mundo, hacerla olvidar la historia de su vida que yo tanto amaba y encadenarla para siempre junto a mí. Una decisión. Había que elegir pronto, porque el carguero no esperaría por nadie, y menos por tres polizones, gente indeseable. Una decisión. Yo no podía soportar mucho tiempo el contacto mitad hueco y mitad lleno que estaba viviendo con Valeria ahora. Yo necesitaba una respuesta, algo que me hiciera desistir o reforzarme con nuevo ímpetu en mi loco empeño.
—La nave despega mañana —avisaron Dardo y Orión una tarde, tristes y oscuros porque comprendían la dureza de mi decisión—. Nosotros nos vamos con ella. Tienes que decidir pronto.
—No sé qué hacer, muchachos. Maldita la hora en que tuve que decidir esto.
—¿Lo has consultado con Valeria?
—No.
—¿Piensas hacerlo?
—Ya conozco la respuesta. No va a venir. Dirá que no.
—¿Aunque te ame?
—Aunque me ame, cosa que dudo. Esa mujer puede volverse a ratos un completo enigma, pero sus deseos en este sentido son muy claros. No se irá de aquí, y menos en estas circunstancias, con todo lo que ha luchado para conservar este puñado de tierra. Ella se queda.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Todavía no lo sé, Orión. Sabes que me gustaría volver a la Tierra alguna vez, esa es mi esperanza. Mandara no es mi hogar, y hay demasiados malos recuerdos acechándome desde las almenas de ese castillo. Me gustaría regresar, pero no tengo la más mínima idea de cómo hacerlo. Quizá si el planeta vuelve a ser un foco importante lo consiga algún día.
—No te engañes, Hamlet. La recuperación será larga. Pasarán muchos años hasta que todo esto quede a flote, y tú lo sabes. En este maldito mundo ya no va a resultar tan difícil vivir, pero salir de él y pretender llegar nada menos que a la Tierra es toda una quimera. Puedes trabajar hasta matarte y no conseguirás ni lo suficiente para salir de este sistema. Y no sueñes con escapar de polizón. Eso descártalo. El carguero que nos espera es el último con destino al interior del Confín. Hasta dentro de tres semanas no volverá una nave a pisar este suelo, y cuando lo haga traerá soldados, no lo dudes. Las compañías montarán sus tinglados y lo atarán todo tan sólidamente que nadie que ellos no permitan conseguirá burlar su vigilancia y escapar de aquí. Este mundo volverá a resurgir, desde luego, pero eso no puede ser catalogado como bueno ni malo. Volverá a unirse al grupo de la civilización. Ya sabes lo que significa eso.
—Sí.
Medité mi decisión durante una hora. Luego volvimos los tres a la casa, reuní mis ropas en una bolsa y lo dispuse todo en orden, porque había comprendido que era el momento de marcharme. Estábamos terminando de arreglar la que fuera mi habitación cuando la puerta se abrió y en ella se dibujó el perfil conocido de Valeria.
—Te vas —dijo, con un tono que no era pregunta y tampoco era afirmación, después de pasear la mirada sobre lo que yo estaba haciendo.
—Me voy.
La vi más pálida que nunca, más débil. Sus ojos seguían siendo dos manchas de acero, pero el brillo les devolvía un aspecto tímido. Me miró fijamente, casi con respeto, como si hubiera esperado esta decisión. Por una vez supe leer en ella y comprendí que deseaba marchar conmigo lo mismo que quería mi permanencia aquí, pero el reflejo dolorido de sus pupilas advertía que iba a negar cualquier invitación de unirse a mí, cualquier otra propuesta de quedarme.
—Bueno, era algo que tarde o temprano habría de llegar. Te contraté por un año, ¿recuerdas? Hace ya mucho que se cumplió ese plazo.
—Sí.
—Espero que tengas mucha suerte, Hamlet —susurró, con una voz que nunca había sido la suya, una voz que quizá había mantenido oculta todo el tiempo.
—Yo también espero que te vayan bien las cosas, Val. Este mundo va a volver a convertirse en algo importante, y seguro que tú formarás parte de todo lo que aquí suceda.
Ella sonrió, entre escéptica y lacerada. Se agarró el brazo izquierdo con la mano y clavó la mirada en el suelo, casi turbada, casi agradecida. Dios, era terrible tener que escoger de aquella manera las palabras. Terminé de anudar mis cosas y empuñé con gesto decidido el puñal de acero latente, el regalo sin precio de la walkiria. Dardo y Orión me contemplaron dar dos pasos en silencio.
—Toma. No, no vayas a decir que no. Tómalo. Es un regalo de despedida, considéralo de esta forma. Vale una fortuna, según parece. Ya lo ves, está hecho de metal orgánico, ¿lo sientes latir? Quédatelo. Así, si vuelven a ponerse mal las cosas en este mundo, siempre tendrás algo que pueda ayudarte.
—Está bien, lo aceptaré. Gracias por todo, Hamlet. Ten mucho cuidado, ¿eh? Prométeme que te cuidarás mucho, y abrígate. Buena suerte.
—Adiós.
Me adelanté con mucha delicadeza y la besé tímidamente en la mejilla. Ella trató de responder, pero su beso fue sólo un beso que no llegó a alcanzarme. Con el alma hecha jirones, salí de casa. En completo silencio. Dardo y Orión me siguieron. El futuro nos esperaba más allá de los muros del castillo.
Cuando ya estábamos muy lejos, volví la mirada atrás. Valeria permanecía inmóvil en el porche, como una estatua de seda blanca, aguardando con resignación el momento en que los recortes del terreno le impidieran seguir nuestro avance. Titubeé un segundo, notando un ronquido extraño crecer en mi garganta. Entonces sentí sobre mis hombros el contacto gratificante de las manos de Orión.
—Esa mujer te ama, muchacho.
—¿En serio? Sí, yo también me he dado cuenta.
—No te preocupes ahora, Hamlet. La olvidarás. Siempre se termina olvidando todo aquello que ha servido para darte vida, aunque ahora te parezca muy difícil. No hay nada que no consiga borrar la distancia y el tiempo.
—Ya lo sé, Orión. Ya lo sé. Es eso lo que me da miedo.