30

—Esto se acaba, mi pequeño semental. Dos malditos años de poderío absoluto están a punto de írsenos al carajo. ¿Te das cuenta? Al carajo.

Mercali, a quien los demás siervoseñores apodaban de manera abierta y sin ningún recato el usurero, debido, principalmente, a su insaciable afán de riqueza, lloriqueaba con voz torcida y maldecía en susurros muy bajos los efectos de su última y más terrible borrachera. Entre palabra y frase sin significado yo intentaba cargar con él e impedir que se escabullera de mis brazos; procuraba sobre todo entender la jerigonza que farfullaba, porque un sexto sentido me alertaba de que aquello era algo más que los devaneos de un borracho. No se trataba de la primera vez que yo le servía de lazarillo, por supuesto. Ya le había valido de compañía en otras muchas ocasiones, cuando sus deseos de diversión a cualquier precio le conducían a adoptar como propios los andrajos con que la gente en Castigo se cubría; y una vez camuflado y presto para la ronda le ayudaba a perderse por las calles y las plazas, lo guiaba entre los humos de los tenderetes salpicados de pobreza con el fin de hacerle oler el hambre destilada por las mercancías largo tiempo putrefactas, saborear el aguamiel de baja calidad en las tabernas y venderse por unas cuantas monedas a cualquier muchacho o alquilar con suficiencia los servicios de una mujer o un hombre. Otros siervoseñores hacían lo mismo que él; en especial las altas damas, que preferían de cuando en cuando una pizca de variedad y excitación en la monotonía rosada de sus vidas y los golpes de los seres condenados por ellas mismas a la abstinencia. A nadie engañaban con sus disfraces sino a sus propias almas.

—Se acabó, muchacho. Todo se acabó. Cumplimos el encarguito que nos encomiendan y ahora dan por concluidos nuestros privilegios. Al carajo nuestra utilidad. Hemos servido a la Corporación fielmente y la recompensa que ese malnacido de Rab nos otorga son las gracias.

Se detuvo contra la seguridad firme de un muro, orinó sobre él parte del líquido ingerido, vomitó la otra mitad, salpicando mis pies y los suyos de una mancha agria, y volvió al camino más recuperado, menos hacia los lados, luchando consigo mismo por controlar el peso de su cuerpo y mantener la correcta inclinación. Corrí a ayudarle, porque estaba claro que iba a terminar por caerse.

—Esto se acaba, oh, mi Dios. Se acaba y ni siquiera he tenido oportunidad de hacerme suficientemente rico. Una ocasión como ésta no volverá a presentárseme en muchos años. Perra suerte.

Después de un tiempo inmenso plagado de tropezones, manotazos al aire e improperios, conseguimos llegar a sus dominios, toda el ala izquierda de un edificio moderno de seis plantas. Entramos en una habitación que ya me resultaba familiar, y aunque al principio pareció difícil que pudiéramos caber ambos por la puerta, logramos hacerlo. La visión de su habitat pareció serenar un poco al siervo-señor, mejorarlo inmediatamente, como si la casa y el mal gusto que en ella imperaba le sirvieran de bálsamo y cargara sobre sus hombros un incurable complejo de nido. Se zafó de mí y caminó con paso ondulante hacia uno de los anaqueles ocultos en la penumbra; la borrachera no le impedía del todo recordar la razón de nuestra presencia allí. Se quitó la máscara de plata que cubría parcialmente la fealdad de su rostro, sirvió dos vasos con algún compuesto de fruta y alcohol, mezcló en uno de ellos la droga que serviría para despejarlo y conectó un único globo de gas con el que hacer la luz. La lámpara se desprendió de su receptáculo en el techo y descendió lentamente hasta la altura aproximada de un metro, hacia el centro de la habitación, donde permaneció gravitando. Un débil resplandor azulado cubrió veladamente la estancia, prestándonos apariencia de fantasmas.

—Esto se acaba, pequeño poeta. Toda esta maldita historia se acabó.

—Creo que no logro entenderte, mi señor —pregunté yo, tomando uno de los dos vasos y llevándomelo al borde de los labios; no bebí—. ¿Qué es lo que se acaba?

Mercali no me miró. Apuró el contenido de su copa y jadeó en la semioscuridad, sudoroso y arrepentido, más laxo que nunca. El tranquilizante comenzó a hacer efecto unos cuantos minutos después; su voz sonó menos pastosa y sus manos cesaron en sus movimientos de borracho. Se giró hacia mí, acusándome con sus ojos de confesor. Había una expresión de estupidez y orgullo en su rostro reflejado de azul pálido.

—¿Qué va a ser, idiota? El cerco. La Corporación ha decidido que los chacales de ahí abajo ya han tenido bastante.

El bastardo de Nueva York opina que ya es tiempo de que hayan aprendido la lección. Piensa que es mejor no apretar el lazo demasiado o terminaremos por ahogarlos, ¿puedes creerlo? El asedio se terminó, así que en menos de un mes este cochino planeta volverá al aburrimiento que supone la normalidad. Encantador. Un montón de compañías plantarán sus negocios ahí fuera y nosotros perderemos el monopolio, la exclusiva. ¿Lo ves claro? Dejaremos de ser los dueños absolutos de esta mierda. ¿Es justo esto? ¿Qué te parece? Soportamos pacientemente más de dos años de aislamiento en este puñado de polvo y ahora vienen a decirnos que nuestro trabajo se acabó. ¿Hay derecho? Joder, menudo asco. Un hombre ofrece los mejores años de su vida a ese cagarro de la Conquista y la Corporación, se sacrifica en un mundo muerto cuando podría vivir con todo lujo en cualquier estación orbital llena de muchachos y doncellas bonitas y luego lo retiran, le dicen que ya ha tenido su parte, le dan las gracias de la manera más cortés que saben y lo lanzan al cubo de los desperdicios de una patada. El mundo es injusto, mi pequeño poeta. ¿No lo ves tú de esta forma?

Yo no repliqué a sus palabras. No hubiera podido hacerlo. El corazón me había dado un brinco y la vida luchaba por escapárseme de la boca. El cerco estaba a punto de concluir. Castigo perdería su odioso mote y volvería a ser Mandara otra vez. Ya no viviríamos más la angustia de saber si conseguiríamos abordar el amanecer siguiente. Valeria podría volver al trabajo con la certidumbre de que nadie vendría a robarnos ni nos iba a engañar. Yo no tendría que alquilarme más; podría mandar al infierno a los siervoseñores y sus retorcidos gustos, podría volver a ser de nuevo un hombre libre, sujeto a mi propio albedrío. Quizá incluso consiguiera regresar a la Tierra, aunque apenas nadie me esperara allí. Oh, Rab, ya era hora de que las tornas dieran la vuelta. ¿El mundo era injusto tal como preguntaba el siervoseñor? Por supuesto que sí. Yo había descubierto esta faceta mucho tiempo atrás. Ya era el momento de que lo experimentaran en sus carnes los administradores. Aunque ellos se guardarían de permanecer siempre al otro lado de las reglas, esto indicaba que tal vez, después de todo, a pesar de las maldiciones y la frustración que suponía volver la vista al cielo y no encontrar un rayo por señal, existía una venganza poética, una justicia divina en esta porquería de mundo.

—Ella tuvo la culpa. Esa maldita espía resultó insobornable —continuó con los ojos entrecerrados el usurero. No sé por qué, comprendí de inmediato que se estaba refiriendo a la capitana Steranko, a la walkiria—. Hija de perra, nada de cuanto le propusimos la hizo cambiar de opinión. Cualquier precio que ofreciéramos la hacía reír. Malditos militares. Fatuos engreídos que no sirven ni para chupar de buena manera un coño o un carajo, eso es lo que son. Una pandilla de impotentes que no son capaces de comprender los sentimientos de la gente común. La muy puerca advirtió que su informe a Nueva York no iba a permitir ningún soborno. ¿Qué pretendía esa puta con galones? ¿Ascender? Maldita marimacho, todo lo que deseaba era entrar en batalla. ¿Lo oyes, Hamlet? Nos hizo la gran faena de vendernos a cambio de unos pocos planetas que saquear, de otra docena de mundos salvajes en los que poner en práctica sus enseñanzas de hombre. Y yo digo, a ver si tú me das la razón, tú, que eres un buen chico; yo digo: ¿Tanta prisa tenía? ¿Se le estaba quemando el coño ante la posibilidad de una pelea? ¿Encontraba tan urgente abrirle la cabeza a algún rebelde que no pudo aceptar nuestras propuestas de alargar el cerco seis meses más? Seis meses, con eso nos hubiéramos conformado. Tiempo de sobra para asegurarnos el futuro. Lesbiana hija de mil padres… Todo lo que hizo fue aprovecharse de nuestra confianza, de nuestra candidez. No suponíamos que venía en misión confidencial. Al principio nos hizo creer a todos que se trataba de simple rutina, de una maldita visita de inspección. Hija de perra, supo jugar bien sus cartas, y ahora Nueva York le hace caso, desde luego, y decide que es tiempo de que este mundo de mierda vuelva a producir, porque le hace falta una catapulta en el sector que refuerce la situación y neutralice todos los sentimientos segregacionistas que puedan nacer en este sistema. Sólo pensar que fuimos a ofrecerte en bandeja a esa bruja, a ti, lo mejor que tenemos, lo más delicado, lo más selecto, me revuelve el estómago. Dime, ¿te trató mal ese esperpento de mujer?

Una de sus manos, caliente y húmeda, como de cura, me acarició el pelo y terminó posándose sobre mi hombro izquierdo con evidente afán de proseguir hacia abajo su camino de seducción. Yo estaba tan excitado ante la posibilidad de escapar para siempre de aquel lugar que ni siquiera me tomé la molestia de rechazar o alentar su contacto. El siervoseñor, sin embargo, debió advertir mi pasividad, mi total falta de colaboración, porque retiró la mano al mismo tiempo que hundía la cabeza entre los hombros y gesticulaba con ademanes pretendidamente de pesar. Dios, el abatimiento de aquel mercader me resultaba ridículo.

—Oh, claro, comprendo —murmuró, haciendo rotar el vaso depositado sobre la mesa, extasiado con el tintineo del hielo contra la superficie de vidrio—. Tú te irás de aquí, ¿verdad? Ahora ya no nos necesitas; es lo lógico. Desventajas que acarrea alquilar un sentimiento. Bueno, al diablo, todo se termina alguna vez. ¿Qué vas a hacer tú, pequeño poeta? ¿Volveremos a verte por el castillo?

—No lo sé, mi señor —mentí yo, pues no deseaba otra cosa sino volar de allí y borrar de mi memoria todo aquel episodio cuanto antes—. Me gustaría regresar a la Tierra.

—¿A la Tierra? Vaya, yo creía que terminarías casándote con esa mujer a la que dices que sirves, esa que nunca has querido traer por aquí. Me complacería conocer a la elegida de tu corazón, ¿sabes? Anda, no seas tímido. Dime al menos cuál es el nombre de tu enamorada.

No me agradó el tono entre lastimero y burlón empleado en sus palabras, pero no me importaba demasiado su opinión; ya no. Me encogí de hombros y deposité el vaso en su lugar de origen, sin beberlo. No tenía ningún sentido llevarle la contraria ahora, que estaba tan cerca de la liberación, así que contesté a lo que me preguntaba. Fue un error terrible por mi parte. Olvidé que un poeta caballero no debe pronunciar jamás el nombre de su dama en vano.

—Valeria.

Mercali aspiró aire ruidosamente, con un gorgoteo donde creí escuchar el brote reprimido de su risa. Se giró hacia mí, con los ojos inundados de alcohol y la cara de Dionisos ebrio vuelta un espejo azul y blanco.

—¿Cómo? ¿Valeria? ¿No será Valeria Stendhal?

—¿Sabes quién es? —pregunté yo a mi vez, muy tembloroso, con la tormentosa sensación de que había hablado más de la cuenta. Sentí que las mejillas y las orejas me ardían de rubor.

—¿Qué si sé quién es? ¡Todos nosotros sabemos quién es aquí! —Soltó una carcajada abominable, espectral en la oscuridad teñida de azul, y su gesto sin mesura derribó el vaso sobre la mesa. Yo me mordí los labios, apreté los puños y sentí que un tornillo helado me iba subiendo por el cuerpo lentamente, con desgaste mal intencionado, cubriéndome de horror, vergüenza y odio; Mercali dominó su risa y continuó la explicación—. ¡La pequeña y frágil Valeria! ¡La flor del lupanar! ¡No me digas que es con ella con quien has estado viviendo todo este tiempo! ¿Una mujer rubia, muy delgada, de talante hosco?

—Ella es. ¿De qué la conoces tú?

—¡Por las zapatillas de Rab! ¡Seguro que has estado ayudándola con esa locura suya de la plantación, como si lo viera!

—Sí, la he ayudado. ¿Qué es lo que pasa? ¿Cómo sabes tanto de ella? ¿De qué la conoces?

—¡El poeta enamorado de Valeria! —trinó el siervoseñor, ignorando la ansiedad de mi pregunta—. ¡Muchacho, tú sí que tienes buen gusto! ¡Tú sí que sabes elegir la compañía! ¡Y pensar que hubo quien estuvo celoso de ti porque esa maldita walkiria te escogió! ¡Jo jo jo! ¡Valeria! ¡Valeria y tú! ¡Lo más divertido que ha pasado nunca por el castillo viviendo en la misma casa! ¡Es para morirse! ¡Valeria y tú metidos en la misma cama! ¡Jodiendo entre vosotros después de haber jodido hasta el cansancio aquí! Dime, ¿te ha hecho saborear alguno de sus trabajitos especiales? ¿Te ha dado a probar algo de lo que nos hizo disfrutar? Vamos, sé franco conmigo. ¿Has poseído ya su cuerpo cuando se unta de caramelo? Anda, Hamlet, contesta. No seas tímido.

—¿Qué estás diciendo? —articulé trabajosamente yo, con la mandíbula y los ojos desencajados y los puños ardiendo de deseo por borrar aquella sonrisa. Todo se hacía dolorosamente claro, eternamente sencillo. Valeria, mi pobre y solitaria Valeria.

—¡No me digas que no lo sabías! ¡Valeria ocupó el mismo lugar que tú estás ocupando ahora, mi pájaro cantor! ¿No te lo había dicho? ¿No es por deseo suyo que estás aquí, entonces? Valeria fue la diversión máxima de este lugar desde que el cerco se estableció.

—¿Ella ha estado aquí?

—Hace más de un año, muchacho. La tuvimos entre nosotros durante seis meses seguidos. Oh, es incansable esa mujer, ¿no te parece? Un volcán. Todo pasión.

—Debes estar confundido.

—¡No, es la misma! ¡Valeria Stendhal, la que decía ser campesina! ¿No acabas de reconocer que has estado ayudándola en la plantación? Cultivasteis cereales especiales, ¿no es así? Trigo capaz de reproducirse en esta tierra, ¿me equivoco?

—No.

—¿Cómo crees que consiguió la semilla y el contrato? ¿Por arte de magia? ¡Tuvo que abrirse de piernas ante todo el que se lo solicitara! ¡El castillo entero puede hablarte de ella con tanta precisión como estoy haciéndolo yo! Vino aquí una noche, a los dos meses de establecer el asedio, y dijo que estaba dispuesta a servirnos de diversión a cambio de comida y cobijo. Se lo dimos, claro. Entonces era un hermoso ejemplar de mujer. Muy delgada y muy pálida, pero también muy linda, extrañamente apetecible. Tendrías que haberla visto haciendo uso de sus piernas. Muchacho, eso era algo digno de ser sentido. No hay cúpula de placer que se iguale a los muslos de esa furcia, por no mencionar la forma que tiene de utilizar la boca. Estuvo aquí hasta que consiguió el suficiente dinero para marcharse. Consiguió sonsacar a alguien más blando que yo y obtuvo el terreno y el grano. Luego no hemos vuelto a saber de ella, aunque puedo jurarte que más de una alta dama se frota todavía pensando en sus cualidades. ¿No sabías nada de eso?

—No, no lo sabía. Valeria nunca me ha contado su vida. Tampoco me interesa.

—¡Oh, qué gentil! ¿No es gracioso? Ji ji ji. Espera que lo sepan los demás; entonces te solicitarán todos, más que ahora. ¡Rab, este rato vale por todo lo que nos queda por pasar! ¡Este maldito momento sirve para pagar la ingratitud de Nueva York y los cerdos de su carnada! ¡Deberías buscar un espejo y mirarte la cara, muchacho! ¡A pesar de la luz, estás blanco! ¡Más blanco que las tetas, de Valeria!

Casi sin darme cuenta, me encontré encima de él, golpeándole sin control con puñetazos desordenados que me lastimaban el alma y los dedos; lágrimas de coraje me impedían acertarle claramente en el rostro. Reprimí un grito de cólera y lo arañé, sentí como mis uñas abrían camino hacia sus ojos. Mercali retrocedió unos cuantos pasos, sin saber muy bien la manera de reaccionar ante mi ataque, hasta que me apartó de un manotazo, rojo y colérico. Se llevó entonces una mano a la nariz y trató de detener la cascada de sangre que desbordaba sus labios y pugnaba por meterse dentro de su boca. Avanzó hacia mí, azul oscuro a la luz del globo de gas.

—Hijo de perra, haré que te castren por esto. Aprenderás quién es el amo aquí, sucio bastardo. Tú y tu maldita prostituta vais a tener tiempo de acordaros de Mercali.

Lanzó un golpe con la mano izquierda, pero lo esquivé, sintiendo que el odio había dejado paso al miedo dentro de mí. Corrí hacia el centro de la habitación, consciente de que ninguna patrulla de reconocimiento iba a salvarme en esta ocasión. Estaba atrapado en la guarida de mi enemigo, él dictaba las leyes, y aunque pudiera reducirlo y vencerlo, cosa que no me encontraba capacitado para hacer puesto que era más grande y más fuerte que yo, terminaría por ser ejecutado a manos de los demás siervoseñores; jadeé. Un golpe en la espalda me hizo resbalar. Rodé alejándome de la masa que se me venía encima bufando y maldiciendo. Conseguí evitar una de sus patadas, la otra me alcanzó en el costado. Detuve el pie que bajaba hacia mi cabeza con ánimo de aplastármela contra el suelo y haciendo palanca con mi propia pierna rompí el equilibrio de mi agresor. Con un grito, Mercali se perdió de mi incómodo ángulo de visión. Hubo un estrépito de cristales rotos y la luz añil se apagó. Me incorporé de un salto, esperando una nueva acometida desde cualquier lugar de la oscuridad, pero nadie vino hacia mí, nadie trató de atacarme otra vez. Algo bufó en la habitación, algo similar a un ronquido o la respiración dificultosa de un asmático, y después el silencio fue completo.

Esperé inmóvil como una estatua, conteniendo el aliento para no delatar mi posición, hasta que mis ojos se acostumbraron a la ausencia de luz. Entonces anduve un par de pasitos cortos, tanteando el terreno igual que un ciego debe hacer. Mis pies chocaron con algo esponjoso y caliente. Me agaché y conseguí reprimir el murmullo de tensión que quiso escapar de mi boca cuando me di cuenta de que Mercali, el usurero, yacía muerto en el suelo. Comprendí inmediatamente lo sucedido: El globo de cristal que gravitaba en medio de la habitación había estallado al caer sobre él el cuerpo del siervoseñor; eso había producido el sonido de cristales que pude oír segundos antes. Su cara había chocado contra la superficie de la pequeña esfera y el interior de ésta, el gas azul de propiedades luminiscentes, había bastado para matar al hombre en un momento, asfixiándole. Dios santo, ahora sí que no tenía nada que hacer, ahora sí que podía considerarme muerto yo también. Los otros administradores no iban a permitir que un simple esclavo y paria como yo se tomara la venganza por su mano y asesinara a uno de ellos. No atenderían ninguna razón. Me ejecutarían lentamente, para placer y diversión de todos aquellos que habían bebido de mi cuerpo alguna vez, y mis restos serían colgados en una pica a la entrada del castillo, como el efebo que había visto en las almenas semanas atrás, para escarmiento de quien pretendiese creerse más listo que los delegados de la Corporación. Oh, madre del mundo, y no quedaba sino un mes para que pudiera escapar de aquella infamante prisión que yo mismo me había trazado. Un mes y la vida volvería a ser en Castigo algo más que una horrible maldición. Un mes y perdería de vista aquellos cuerpos pintados y lujuriosos, podría volver al sembrado con Valeria y quizá incluso lograra romper el cerco impuesto a su sonrisa, ahora que todo lo que nos mortificaba había terminado. Un mes. La libertad quedaba cerca, pero la muerte se había interpuesto en su camino, como ocurre siempre. Un mes. No sentí pesar por haber dado muerte al usurero, la potencia destructora que llevaba dentro de mí ya no me permitía asustarme de lo que un gesto mal metrado puede hacer, de lo que puede acarrear el descontrol de los músculos de un hombre, pero resultaba macabro y agridulce comprender que la vida y la muerte estaban una tan cerca de la otra, como jugando un escondite con quienes deseaban cumplir justamente su existencia. Un mes. Nada iba a impedir ya que Hamlet Evans, el poeta, terminara siendo carne de horca.

Desesperado más que nunca, sintiendo sobre mí la tenaza de la angustia y la aniquilación, intenté dar la vuelta al cuerpo de Mercali para comprobar si todavía existía posibilidad de verterlo nuevamente a la vida. Algo me lo impidió.

—No se te ocurra tocarlo.

Contuve la respiración, sobrecogido, porque hasta ese momento me había considerado único en la estancia. El sonido de la voz, poderoso, con determinación, indicaba que no era así. Me incorporé y busqué inútilmente en todas direcciones el lugar que había sido foco emisor. Nada más que oscuridad, tan densa como el vacío que tantas veces me había mostrado la garganta, se extendía ante mis ojos.

—Lo has matado —aseveró la voz, y esta vez casi pude localizar de dónde venía—. Está muerto.

Una cara blanca y espectral apareció a cuatro o cinco metros de mí, una cara perteneciente a un hombre que me miraba con ojos de azul fuego y gesticulaba a derecha e izquierda, como reconociendo el terreno que nos rodeaba a ambos en la oscuridad. Era únicamente una cabeza, sin cuerpo. Parecía flotar a dos metros de altura, subiendo y bajando como si gravitara sobre un globo de gas. Sentí un escalofrío de terror; procuré consolarme diciéndome a mí mismo que ya no tenía edad para creer en fantasmas a pesar de que la aparición refutaba palpablemente aquella tesis. El espectro abrió mucho la boca y continuó acusándome.

—¿Sabes lo que te harán por esto?

Una mano igualmente blanca apareció en el aire a una distancia desmesurada, como si el espectro estuviera descompuesto en mil pedazos. Noté que los pelos de la nuca se me erizaban.

—Te colgarán, amiguito. Te machacarán. ¿Sabes acaso lo que es el dolor?

—Lo sé —contesté yo, luchando por sobreponerme a la impresión. En aquel instante incluso olvidé que tenía a mis pies el cadáver de un hombre.

—¿Y no te da miedo lo que van a hacerte? ¿No te doy miedo yo? —preguntó la voz, con un tono tétrico que empezaba a antojárseme ficticio. Una segunda mano, igualmente sepulcral, apareció en el otro lado. La cabeza subió y bajó unos centímetros, sonriendo.

—¿Quién eres?

—¿Tengo aspecto de ser algo?

—De momento, no. Una cabeza y dos manos. Continúa recomponiéndote y tal vez entonces parezcas un hombre.

—¡Cuidado, amiguito! ¡Tal vez yo no sea un hombre, como dices! ¡Tal vez yo no sea sino un espectro! ¿Quieres que continúe componiéndome? ¿Quieres ver los secretos ocultos de mi cuerpo? Muy bien, será lo último que veas en tu vida. Luego te colgarán. Te harán pedazos. ¿Quién sabe? Puede que incluso te conviertas en un duende descuartizado como yo mismo.

Algo se agitó en la oscuridad, aleteando como un pájaro. Supuse, llevado por la magia del momento, que iba a tratarse de un pie, o algún otro trozo del cuerpo, pero me equivoqué; el fantasma se había propuesto sorprenderme. Una nueva mano apareció en el aire, de la nada, y se unió a las otras dos. Esto me desconcertó tanto que temí echarme a gritar o ponerme a reír, preso de los nervios y la excitación. La cabeza continuó la charla, acusándome con su voz penetrante.

—Ellos sabrán encontrarte dondequiera que te escondas. No habrá lugar en este mundo en el que puedas estar a salvo de su persecución. Eres un asesino. Has matado a un administrador, y esto se paga con la muerte. ¿No tienes miedo a la muerte, acaso? ¿Es que te agrada volverte un ser deforme como yo?

Una cuarta mano se materializó de la nada y fue a unirse al coro de las otras tres. Los dedos se enredaban y desenredaban en la oscuridad, como si tejieran una tela de vacío o tocasen una guitarra inexistente. La cabeza sin cuerpo me miró con expresión colérica y volvió a sonreír. Había un cierto tono de burla en sus palabras.

—Mírame, muchacho. ¿No te causa repugnancia mi aspecto? ¿No te produce pavor?

—No demasiado —mentí, dispuesto al menos a impresionar al aparecido con mi altivez—. He visto cosas peores en otros sitios.

—¡Joven insensato! ¿Sabes lo que estás diciendo? ¡Por el infierno, qué difícil resulta ser fantasma en estos días! ¿Qué se ha hecho del temor a los muertos? Dime, ¿no te parece horrible encontrar un espectro después de haber segado la vida de un hombre?

—Buen fantasma, tengo otras preocupaciones que las de asustarme en este momento. Todo lo que quisiera es desaparecer de aquí, y perdóname si es una descortesía dejarte solo. Tengo más miedo a la justicia de los siervoseñores que a tus demostraciones, espectro.

—¡Eso es porque no has visto la magnanimidad de mi horror! ¡Mira, infausto mortal! ¡Contémplame tal como soy! ¡Piensa que no todos los seres de ultratumba son tan dichosos de encontrar un cuerpo completo para poseer! ¡Observa!

Una segunda cabeza fue apareciendo justo al lado de la anterior, igual de blanca y luminiscente, sonriendo con expresión similar, y entonces ya me di cuenta de que eran dos hombres. Dejé escapar la risa y aplaudí con gesto suicida aprendido tras cientos de horas de observar al capitán Wayne. Mis palmoteos no parecieron molestar el sueño sin pesadillas de Mercali, el usurero.

—Bravo, casi me dais el susto. Muy bueno. ¿Habéis tardado mucho en conseguir ese efecto?

—Oh, no demasiado —contestó una de las dos cabezas, devolviendo a su voz un tono lógico—. Una vez lograda la sincronización, nada es difícil. ¿Te hemos asustado de verdad?

—Un poco, tengo que reconocerlo. Sobre todo al principio. Creí que estaba solo.

—¿Solo? Dardo, explícale cuánto tiempo llevamos ocultos aquí.

—Amigo mío —dijo la otra cabeza, bajando de golpe diez o doce centímetros y avanzando hacia mí. Pude apreciar entonces que se trata de un simple ser humano envuelto en una malla negra, y que la sensación de altura la había conseguido al permanecer todo el rato encaramado en una silla—, estamos en este rincón desde que entrasteis tú y… bueno, tú y ése. Ya puedes imaginar el susto que pasamos cuando encendisteis la luz.

—Menos mal que únicamente conectó una —apostilló el otro hombre, acercándose también y frotándose la cara con un pañuelo. La blancura fosforescente de su rostro desapareció.

—¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Somos… fantasmas, ya te lo hemos dicho. Fantasmas hambrientos que andan locos por comer. ¿Te apetece algo a ti también?

—No. Oíd, en serio, ¿quiénes sois? No os había visto nunca por aquí.

—¿De verdad? —se sorprendió el llamado Dardo, o tal vez fuera el otro hombre; la cabeza que primero se había aparecido en la oscuridad un rato antes, en cualquier caso. De cerca, advertí que la boca no tenía ninguna mella, sino una separación extraordinaria entre diente y diente—. Pues llevamos anclados en este horrible planeta más de tres meses.

—¿Siempre escondidos?

—Oh, no siempre. Creo que nadie soportaría estar oculto demasiado tiempo aquí, con las juerguecitas que se montan esos tipos. No somos de piedra, muchacho. ¿Quién sería capaz de abstenerse con todo el despilfarro que hay alrededor? Nosotros no, desde luego. Si tú lo haces, o estás loco o eres monje. Más de una vez nos hemos unido a sus orgías y nadie nos ha reconocido, hasta el momento.

—De acuerdo, te creo; no tengo ningún motivo para recelar de ti, pero todavía no me habéis dicho qué es lo que sois.

—¿Qué somos? ¿No queda suficientemente claro lo que somos? ¡Somos cómicos!

—¡Llegados del sur y del norte, del fuego y del hielo' —carcajeó el otro, dando volteretas en torno al cuerpo sin vida de Mercali—. ¡Saltimbanquis! Leguas y viajes a nuestras espaldas y toda el hambre del mundo escondida en el cinturón. ¿Es que no se nota?

—Ya que lo dices, sí. ¿Sois actores, entonces? ¿A sueldo de la Corporación?

—¡La Corporación! ¡Nos ahorcaría sin pensarlo dos veces si llegara a ponernos la mano encima!

—No sabía que Nueva York se dedicara ahora a perseguir a los cómicos.

—A nosotros sí. No le conviene el tipo de teatro que hacemos. Nos pasamos sus consignas por la entrepierna, y por tanto somos no gratos. Resulta divertido hacerle cosquillas o picarle donde más escuece, no creas, pero basta de charla. Los tres estamos en peligro, y ya ha pasado el tiempo de la diversión. Tenemos que movernos rápido si no quieres que te atrapen aquí. Hay que hacer algo para evitar que descubran que has sido tú quien ha matado al siervoseñor.

Volví los ojos hacia el amo muerto. Nadie atribuiría su desaparición a la casualidad; al menos media docena de personas tenían conocimiento de que yo me encontraba con él en este preciso instante y estaría en condiciones de recordar más tarde que fui el último en verlo vivo. Todas las pistas señalaban claramente en mi dirección. Meneé la cabeza con desconsuelo.

—La verdad, no veo ninguna forma de salir de eso.

—Imaginación, muchachito. Todo se resuelve con un poquitín de imaginación —advirtió el hombre llamado Dardo punteándose la sien con expresión ocurrente; otra vez había algo mezcla de realidad y ficción en su voz de barítono—. Como decía mi tío-abuelo, si no puedes al enemigo, disfrázate como él. ¿Tienes una moneda?

—No.

A una señal suya, el otro actor se adelantó hacia Mercali y, con habilidad de ladrón de guante blanco, rebuscó entre las ropas hasta encontrar una moneda de cobre en sus bolsillos. La lanzó al aire y Dardo la recogió al vuelo, para después hacerla volar levemente y posarla con una palmada sobre el dorso de su mano izquierda.

—¿Cifra o símbolo?

—Símbolo.

—¿Eso eliges? Para mí cifra, entonces. —Descubrió con gesto teatral el resultado del sorteo, chasqueó la lengua entre los dientes al no satisfacerle lo que veía y apretó los puños con fingida desesperación; el otro actor, por toda respuesta, rió—. ¡Maldición, es la primera vez que me sale mal el truco! ¡Esta moneda debe estar trucada! ¡Posiblemente incuso es falsa!

—Dardo, amigo mío, sabes que la suerte no favorece a quien la busca, sino a quien la encuentra —sentenció el otro con una carcajada de alegría—. Otra vez será. Además tienes que reconocer que yo doy el físico mejor que tú para este acto.

—De acuerdo, de acuerdo. Ha sido legal, no hay más que discutir por hoy. Corre a prepararte, anda. No tenemos mucho tiempo que perder.

El segundo cómico desapareció en la oscuridad, escaleras arriba. Mientras esperaba, Dardo miró la moneda, aparentemente falsa según acababa de comentar, la hizo subir y bajar por encima de sus dedos y terminó por guardarla en un bolsillo. Unicamente entonces se dirigió a mí.

—¿Estás dispuesto a organizar un hermoso carrusel ahí afuera?

—Estoy dispuesto a organizar cualquier cosa que me pueda salvar el cuello, pero todavía no comprendo qué es lo que vamos a hacer.

—Muy simple, amiguito. Tenemos que llamar la atención, dejarnos ver, hacernos notar. ¿Listo, Orión?

—Listo.

Mercali se materializó súbitamente en la oscuridad, saludando como si estuviera ante una gran concurrencia de público. Al mirarle, sentí un escalofrío no demasiado distinto al que habría sentido de encontrarme al siervoseñor original. Retocado con varias capas de ropa y maquillaje, vestido con un traje oscuro similar al que todavía llevaba puesto el administrador, Orión no se diferenciaba en nada del amo muerto. La ilusión llegó a hacerse completa cuando el cómico se cubrió el rostro con la máscara de plata.

—¡Hop! —anunció, practicando una última voltereta y distintas formas de caminar—. Es hora de salir. La representación está a punto de comenzar. ¿Sabes ya cómo prepáralo todo. Dardo?

—Lo sé, lo sé. Daos prisa, maldita sea, antes de que se retiren todos y no nos quede nadie que pueda servir de testigo.

—Vamos muchacho —dijo Orión, dirigiéndose a mí—. Es el momento de levantar el telón.

Salimos juntos al exterior. Lo que siguió después fue una caravana multicolor, una especie de pesadilla blanca donde la noria de la existencia se repetía con acierto inigualable. Orión, embebido en su papel de Mercali, chillaba y gesticulaba como él, se tambaleaba de igual forma, incluso parloteaba con idéntica voz. Por un momento tuve la impresión de que estaba conduciendo de regreso a la fiesta al siervoseñor. La estratagema fue genial. Aguardamos en mitad de un camino hasta que aparecieron diez o doce hombres y mujeres ya borrachos de vuelta a sus salas privadas. Entonces Orión, o Mercali, aparentando estar muy bebido, se apoyó en mí, alzó los dos brazos y llamó la atención de los caminantes.

—¡Eeeeh! ¡Venid conmigo! —chilló, y puedo jurar que, por acción de la máscara metálica y el entrenamiento, su voz sonó calcada a la del amo. Demonios, quizá fueran sus ropas, pero parecía idéntico incluso el olor—. ¡Venid! ¡Venid a mi casa! ¡Vamos a continuar la sesión allí! ¡Mierda para la Corporación! ¡Ya que no quiere dejarnos nada a cambio, divirtámonos a su costa mientras podamos!

La idea fue acogida con alborozo por los demás, pues eran famosas las salidas de Mercali y su fascinación por el desenfreno rara vez tenía límite. Aceptaron alegremente la proposición y se unieron a nosotros, siguiéndonos a diez o doce metros de distancia. Orión me azuzaba cada vez que torcía la cara y comprobaba que los teníamos más cerca.

Cuando por fin llegamos a la casa, al escenario de la tragedia, el actor se separó de mí, hizo guardar silencio a los demás y habló con voz parecida al corneteo de una trompeta.

—Esperad todos. Esperad aquí. Tengo que daros una sorpresita. Una sorpresita que os va a encantar, ji ji ji… Esperadme un segundo.

Rezongó un último cuchicheo y se perdió más allá del límite azul oscuro de la puerta, que se cerró con murmullo felino a continuación. Los demás esperamos impacientemente su sorpresa, aunque yo ya conocía por propia experiencia cuál iba a ser. Un par de minutos larguísimos se arrastraron, algún siervoseñor se preguntó sobre la idea de Mercali y propuso a los presentes marcharse con la ronda a otro lugar, y entonces oímos el sonido inconfundible de cristales rotos. No esperé más. Este era mi turno de entrar en escena.

—¡Mercali! ¡Mercali!

Hice palanca contra la puerta hasta que conseguí abrirla. Todos entramos en tromba en la habitación. Allí, cubierto por la oscuridad, no fue difícil encontrar el cuerpo del auténtico siervoseñor quien, tendido en la misma posición que yo lo había dejado, llevaba una eternidad esperando. No quedaba ya ningún rastro de Orión y Dardo.

—Ha debido resbalar —comentó una mujer ataviada de hierro y plata, casi divertida por el suceso—, y el gas de la lámpara lo ha matado. ¿No es gracioso? Mercali muerto a manos de su propia estupidez.

—Debió haber aprendido a caminar correctamente antes de dedicarse a beber. Al diablo con él, siempre he dicho que terminaría de mala manera —masculló uno de los hombres con despreocupación tras haberle dado la vuelta y comprobar que ya no vivía—. Anda, que alguno de vosotros vaya a avisar a los encargados para que lo entierren y busque de paso algo de beber. Tanto esperar para nada me ha dejado la garganta seca. Hijo de perra, si ésta era la sorpresa que nos tenía preparada, no le encuentro ninguna gracia.

Empezaron a salir de la estancia sin preocuparles en lo más mínimo la pirueta que acababan de cruzar la vida y la muerte. Con la cabeza baja, aparentando estar muy afectado, les seguí. El cuerpo de Mercali, aún caliente por acción del traje de tornasol que le había servido de abrigo, volvió a quedarse solo. Al cerrar la puerta, supe que nuestra coartada había funcionado a la perfección, porque ninguno de ellos llegó a advertir que yo todavía tenía las uñas manchadas con su sangre.