Ya que los siervoseñores parecían ser los únicos que no encontraban dificultades para su existencia diaria en Castigo, los únicos capaces de fornicar y todavía reír en medio de aquel maldito infierno de lágrimas, quedaba claro que solamente a su encuentro podríamos acudir, solamente ante su magnanimidad estaríamos dispuestos a prestar servicio y ofrecerles diversión y goce a cambio de la seguridad que afirmara nuestra supervivencia. Los siervoseñores. Nadie sino los administradores delegados por Nueva York podrían juguetear con nuestras esperanzas y permitir que nos convirtiéramos en parásitos, encantados de que nos alimentáramos mientras fuera posible con su carne, porque en sus manos anidaba nuestra vida y la posibilidad de salir de Mandara algún día, y resultaba divertido contemplar nuestros pobres esfuerzos para satisfacerles. La evidencia del futuro, la manera de evitar su perfil de muerte nos esperaba tras los muros del castillo, y a ella decidí rendirme.
Logré reunir dos o tres viejos vestidos de Valeria y con ellos, cortando y remendando de un lado y de otro, confeccioné un traje que si bien no llegaba a aparecer demasiado deslumbrante ni original, se amoldaba perfectamente a mis propósitos. Convencí a mi señora y dueña y cambié una pequeña porción de la cosecha por un salterio casi nuevo y varios frascos de perfume y maquillaje; un negocio muy desproporcionado, pero nada sería demasiado caro si mi estrategia continuaba adelante. Con todos los ingredientes ya dispuestos, procedí a arreglarme el pelo, que había llevado durante un año en controlado desorden, y después me adorné las mejillas y los párpados con tinte azul. Al mirarme en el espejo para certificar el efecto de mi transformación, me encontré con el joven aspirante a poeta que había sido casi quince años atrás, antes de partir para siempre de la Tierra. Las capas de colorete cubrían las cicatrices del tiempo, y el espejo se empeñaba en demostrar que nada había cambiado desde entonces; me devolvía un espejismo que pretendía hacerme creer que aquella juvenil máscara tras el cristal era yo mismo. Sonreí. Resultaba curioso pensar que en otro momento no había concebido mi rostro sin la fosforescencia y la languidez que me prestaba la pintura. De cualquier manera, he de confesar que me encontré muy apuesto.
Acicalado como para una boda, con la cara bien rasurada y oliendo a jardín, tomé el salterio y me encaminé de forma decidida hacia la ciudadela. Valeria me vio partir, sorprendida de mi nuevo aspecto, pero no se echó a reír ni hizo ningún comentario. Desde el final de nuestra aventura se había plegado más que nunca en su caparazón. Ahora era un fantasma que deambulaba tristemente por los rendrijos de la casa arrastrando todo su equipo de misterio y de frustración. Agradecí su silencio tañendo un la bemol y emprendí la marcha.
Los señores del castillo me recibieron con jocosa amabilidad, pues no era corriente encontrar diversión variada cada día y mis servicios prometían ser distintos. Al principio no aceptaron mi palabra y rehusaron creer que yo podía ofrecerles más canciones que un juglar y chistes y parodias más picantes que las de cualquier alcahueta a cambio, simplemente, de alimento y protección para mí y para mi compañera. Entonces me hicieron cantar, hasta que agoté la voz y el repertorio, y se convencieron de que posiblemente no les estaba mintiendo.
—¿Dónde has aprendido esas canciones, encanto? —me preguntó una mujer vieja y lujuriosa que cubría lo que quedaba de su cuerpo con joyas vivas y aceites de colores. Tenía los ojos vidriosos y encendidos, como dos brasas de fuego negro, y bastó una mirada para que yo deseara hundirme en su regazo. Con treinta años menos no habría habido nadie más seductora. Un criado de piel oscura, remotamente humano, la acariciaba con dos dedos entre las piernas, confiriendo a su rostro un gesto ausente, reflejo de su total abulia. Una niñita vestida de oro le mordisqueaba los pechos, y de vez en cuando, agotada, le ofrecía alguna fruta que antes había restregado por su cuerpo. La mujer aceptaba estos regalos sin darles importancia, mirándome de arriba a abajo con la expresión justa de un diablo.
—He vagado hasta más lejos del Confín, mi dama —contesté, sabiendo que tenía en su lujuria mi mejor aliada—. He surcado durante diez años la garganta sin fin y he visto tantas cosas que la noche moriría mil veces y yo aún no habría terminado de contárselas.
—¿Has sido soldado?
—Más que eso, mi señora. He sido poeta.
—¿Poeta y estás aquí? ¿Mendigando por tu vida en esta basura de planeta? —preguntó un siervoseñor que ocultaba su rostro con una máscara, visiblemente escéptico y borracho. Un adolescente teñido de blanco le lamía los testículos con simulado deleite.
—Decidí que el mundo interior de un hombre merece más la pena que una aventura vivida en las estrellas, mi señor. Sobre todo si ese hombre soy yo mismo. Y también que había otros seres con derecho a conocer mis historias. Estoy aquí por eso.
—Creo que me gustas, poeta —intervino la mujer de antes, apartando a la niña de sus pechos con una mano similar a una garra y dirigiéndola hacia su vientre—. ¿Puedes probar eso que dices?
—Claro, mi dama. No osaría mentirte. Ha sido reputado por la misma Corporación. Aquí tienes mi marca.
Descubrí con un golpe de efecto mi tetilla izquierda, procurando efectuar un movimiento sensual. En ella, sobre el pezón, la mujer leyó el tatuaje que certificaba la verdad de cuanto les decía, o al menos pareció haberlo hecho. Un aval que asegure una estancia prolongada en el espacio es algo que respeta todo el mundo.
—Mmm… Decididamente me gustas, pequeño poeta. ¿Dijiste que te llamabas Hamlet? Sí, es lo que dijiste. Me complace tu presencia, ladrón de almas. Te encuentro lindo. Y tienes un cuerpo hermoso. Ven, tiéndete junto a mí. Déjame acariciar ese pelo. Quiero ver si tu sexo puede ofrecerme tanta diversión como tu charla.
De esta manera me convertí en el animador de las noches en la ciudadela, en el juglar que alegraba sus veladas con canciones y acrobacias, y durante mucho tiempo fui su bufón y su esclavo, su concubina y su ruiseñor. Si me ordenaban cantar, yo cantaba. Bebía cuando me exigían beber, y amaba con sentimiento inigualable si requerían mis abrazos o me dejaba amar con ronroneos como de gato si la posición de la danza se invertía. Utilicé sus máscaras para interpretar parodias, sus perfumes para simular bienestar. Me arrastré y me alcé cada noche sobre ellos, asqueado y satisfecho de mi capacidad histriónica, feliz de ver que ellos ni siquiera eran capaces de interpretar mis alusiones o mis ataques cuando los hacía, ajeno a sus grotescas maneras y desplantes pues oponerme a sus caprichos significaba perder de vista la seguridad de conservar mi vida y la de Valeria. Yo los odiaba, pero su existencia me era necesaria. Ellos sí podían prescindir de mí. Tuve que aprender a disimular mi horror ante la podredumbre que se albergaba en sus cuerpos y, aún peor, en sus cerebros, admirándome cada día más de que la Corporación siguiera adelante en su loca cabalgada hacia otros mundos si dejaba en la retaguardia nulidades como las que me acariciaban o poseían. Ares Wayne vomitaría conmigo si viera a dónde habían llegado sus sueños de gloria. Desertaría sin pensarlo dos veces de comprobar el albañal en el que habían caído los valores supremos que él se obstinaba en defender. Pobre Capitán Sangre. Se habría arrojado de cabeza al espacio, como Ptolomei, si hubiera visto a qué extremos de decadencia y de absurdo caían aquellos representantes que sus armas, tanto tiempo atrás, habían asegurado en el poder.
Los siervoseñores debían ser unos doscientos. Eso calculé con la mente cargada de alucinación mientras aspiraba opio o comía pasteles de fruta situados entre las piernas de alguien. Debían ser doscientos los que mantenían el asedio en nombre de Nueva York y explotaban la miseria de la ciudad inferior en su propio beneficio. Nunca establecí su número exacto porque los bailes se sucedían de sala en sala, de nivel a nivel, y constantemente se sumaban a la fiesta nuevos rostros o desaparecían otros ya familiares, pues los cargueros de la Corporación descendían a la superficie de Mandara con regularidad matemática, succionando cosechas o proporcionando a los administradores nuevos elementos de seguridad o tecnología que ahora se me antojaba magia tras haber permanecido tanto tiempo apartado del mundo moderno. Contemplando las bestias mecánicas al cargar y descargar sus tesoros sobre las pistas de aterrizaje del castillo, empecé a acariciar la posibilidad de sobornar a algún navegante o convencer a las autoridades de quienes era amante predilecto y escapar así del planeta. Sin embargo, nunca me atreví a dar el paso. No podía marcharme ahora y dejar en aquella situación a Valeria.
Ella no querría salir de Mandara. Lo sabía aunque nunca llegué a planteárselo. Lo concebía como su hogar y confiaba, como todo el mundo en el planeta, que el bloqueo económico no fuera a durar ya mucho, que muy pronto cesara el castigo impuesto por la Corporación. Todo indicaba que así iba a suceder, pero nadie conocía el momento exacto. Se especulaba constantemente con la posibilidad de volver a ser libres y la libertad, dormida en algún lugar del espacio, a medio trayecto, nunca llegaba.
Valeria no comprendía mi actitud hacia los siervoseñores, ni conocía exactamente qué clase de diversión les ofrecía yo; nunca quise explicárselo con detalle. En sus ojos podía leerse claramente el reproche y la vergüenza ante lo que estaba haciendo, pero de otra manera ninguno de nosotros podía sobrevivir. Había que dejar atrás los escrúpulos y aprovechar en lo posible la situación hasta que soplaran vientos más favorables. Ella me veía regresar a la casa exhausto y apenas me hablaba, pero mantenía mis pertenencias limpias y ordenadas y más de un amanecer me esperaba despierta. Comía lo que yo le proporcionaba, ahorraba el material que le iba robando con vistas a la siembra que haríamos una vez se levantara el cerco, y volvía a su estatismo y su frialdad, muerta en vida, sin ilusión, como si yo, con este loco paso, la hubiera desencantado de algún remoto inicio de sentimiento. Mirarla era acusar una herida, una especie de flecha envenenada con raíces amargas. Ella no quería comprender que me estaba vendiendo por amor a su sombra.
Cada noche yo acudía solícito a las murallas del castillo y una vez dentro de ellas entonaba mis himnos bélicos o amorosos, presto a complacer a mi público e interpretar cualquier cantata que prefirieran. Conocí en toda su dureza las dificultades del oficio de juglar. Los había ignorado mientras estuve a salvo y ante la consola de la Marfil, porque yo era el creador y ellos simplemente los mensajeros, pero hasta entonces no aprecié lo arrastrada que resultaba ser la existencia de un juglar, lo penosa que era. Los cantos épicos les debían tanto a ellos como a los poetas. Quizá algo más. El poeta podía resultar prescindible, como había resultado yo, pero la fase de propaganda que tenía su cabeza en el juglar era completamente necesaria. Claro que a la hora de reconocer nuestro valor, la aportación de cada cual, ninguno contaba nada. Todo por la Corporación. Los hombres sobran, las canciones bastan.
Mi repertorio prácticamente no tenía fin. En diez años de servicio había escrito muchos cantares, y aún más habían llegado hasta mí, aquellos creados por poetas similares destinados en rompehielos o cruceros regulares. La memoria, estimulada por el vino y los aceites de ambrosía, se avivaba. Nadie era entonces capaz de cantar más que yo, de recordar sagas o sonetos ya perdidos, cantares de gesta o de amor que todos los presentes, anulados por el vicio y la pasión, habían olvidado hacía ya tiempo.
Una noche, más borracho que de costumbre, feliz de un modo artificial, colocado bajo una lámpara de cristal que emitía débiles destellos azules y escarlatas y proyectaba en los salones toda una inmensa cascada de color y fantasía, tatuando por unos segundos los cuerpos desnudos barnizados de bebida y loción, entoné mi himno más querido, mi cantar más largamente apropiado, el que se ajustaba a la situación que ahora estaba viviendo desde una posición inocente, completamente antagónica. Estimulado por los susurros de los amantes en los tálamos y en los lechos, canté acompañado por el salterio mi olvidado y querido poema, La serpiente con plumas.
¡E abraçárais la su espalda Cuán fermoso el nascimiento e la serpe con las plumas Allá abrió su cuerpo al mío, de nunca olvidar suo nombre. |
commo yo se la abraçara! de su cuerpo de alborada que quisiera devorarla. prometiéndome con ansia, Ahí no pude contentarla |
que mirándole los pechos nin ganas que yo tenía Allá hendí su vientre fresco sin que muriéramos ambos de que mi sangre encendida |
no importase cosa nada sino de bordar sus nalgas. a los golpes de mi spada ni nadie se percatara e mi vida me robaran |
el tatuaje de ophydio a los dientes del dibujo ¡Bien odredes lo que dixo, la muerte pudo venir E díxome: En este instante |
que su torso redondeaba que a mi carne se volcaran. bien odredes lo que hablaba rondarme y no me importara! la storia de mi passione |
te refiero complaçida quien antes non fue complida en las leies del spacio e cortan por do yo quiero La serpe vino de noche se aparesció con la luna |
que nunca sabrá de amore de amantes de gran valore que rigen omnes de onore e combaten a mi sone. çerca ya la luz del sole, e me requirió favores. |
—¡Eeh! —interrumpió un desconocido que tenía el cuerpo manchado de vino y grasa. Un efebo pintado de rosa no tuvo tiempo de quitárselo de encima y se rompió dos dientes contra el suelo—. ¿Qué mierda estás cantando? ¿Qué carajo de aberración es esa?
—¿Aberración? Creo que no te entiendo, mi señor.
—¿Dónde has aprendido la letra de esa canción? ¿En el estercolero, mientras dabas a alguien por el culo? ¿O quizá era tú quien recibía, eh? ¿Quién te contó que la historia es así?
—Disculpa, mi señor —contesté yo cada vez más confundido, porque el hombre no tenía apariencia de estar demasiado borracho—. ¿No es así?
—¡Qué coño va a ser! ¡Estás cambiando toda la canción, pequeño bastardo! ¿Qué pasa? ¿Es que te la inventas? ¿O te crees mejor que nadie y cantas para ti solo? ¿Eh? Dime, infeliz: ¿Qué carajo te pasa?
—Debe haber un error, mi señor. La serpiente con plumas siempre ha sido así. Esas son mis noticias.
—¿Serpiente? ¿Qué serpiente? La canción explica muy claramente que era un halcón. Un halcón de plata que cubría a la fulana desde el culo hasta los hombros.
—Disculpa de nuevo, mi señor. ¿Estamos hablando del mismo cantar?
—¿De cuál si no? ¿No es ese que cuenta la historia de los tatuajes de una furcia? ¿La sucesión de leyendas que le adornaban el cuerpo?
—En efecto, ese es.
—El halcón de plata, muchacho. Ese es su título.
—¿Cómo? ¿El halcón? Siempre he creído que se llamaba La serpiente con plumas.
—Estás equivocado. Se llama El halcón de plata, te lo aseguro. Lo conozco de memoria. Lo he cantado muchas veces. Debe tener por lo menos cien años.
—Entonces me temo que estoy confundido, mi señor —cubrí mi boca con una mano para ocultar mi sonrisa—. Siempre he creído que la canción original narraba la historia de una serpiente con plumas.
—Ya te he dicho que no es así. Estás en un error. Han debido de transmitirte mal la copia. Anda, trae ese instrumento. Voy a cantarla yo. Atiende bien la letra. Quiero que la aprendas.
—Como tú digas, señor.
Cantó con voz ligeramente afeminada lo que según él era la historia original, aquella anécdota, para mí desconocida, del halcón. Una variante, tan completa que había llegado a desplazar a la original, de la que únicamente conservaba la idea núcleo y unos cuantos versos similares, con idéntica rima. Oh, me hinché de orgullo y también de cierto pesar, porque me di cuenta de que yo no servía de nada. Aunque la serpiente de la prostituta de El Gabán Amarillo fue real, la idea de suplantarla por un halcón plateado me pareció mejor, más agresiva, más bella. Con humildad, tengo que reconocer que la variante que ofrecía el siervoseñor era mejor que la mía. El poema se había enriquecido. Había ganado en picardía y al mismo tiempo en delicadeza. El padre Espligarés había tenido razón. A la luz del texto apócrifo, reconocí mis errores y supe que la conciencia colectiva se había encargado de ir puliendo mi creación hasta hacer cuajar un poema completamente nuevo, justificando en toda su plenitud el carácter funcional de la literatura, su valor de parábola. Recordé aquella charla en Monasterio con mi entrometido preceptor y reconocí que ya entonces estaba en lo cierto.
—¿Te has dado cuenta? —condescendió el siervoseñor, devolviéndome el salterio con un ademán de suficiencia—. ¿Has visto ya cómo es?
—Lo he visto, señor. Con gusto la aprenderé para complacerte.
—Muy bien. Te la haré llegar. O mejor, pásate un día por mi mansión y yo mismo me encargaré de enseñártela. Pero no hoy. No, hoy no. Refrénate todavía un poco. Estamos esperando gente importante. Me mantendrán muy ocupado. Dejaremos la lección para cuando se vayan. Y ahora sigue cantando. Quiero algo más apasionado. Mi efebo parecía ausente hoy. No sé qué le pasa. Tal vez esté enfermo, quién sabe. O enamorado. ¿No es divertido? Mi efebo enamorado.
—¿Has dicho gente importante, mi señor? —dije yo, interrumpiendo su marcha y su risita—. ¿Algún emisario de la Corporación?
—Oh, no creo. Se trata de una walkiria; es lo que me han dicho. Un capitán de navío en visita de inspección. Simple rutina. ¡Mi efebo! ¡Mi efebo! ¿Dónde estará mi efebo?
—¿Una walkiria, mi señor? Tenía entendido que la Bifröst ya no existía.
—¿La Bifröst? ¿Y qué carajo es la Bifröst? ¿También te estás inventando los nombres esta vez?
—No, mi señor. Te aseguro que no me invento nada. La Bifröst era la nave que las mujeres soldado, lo que nosotros llamamos comúnmente las walkirias, tenían a su disposición. Según mis noticias, fue destruida en un mundo más allá del Confín. Un mundo que los soldados bautizaron con el nombre de Lluvia.
—¿De verdad? No estaba enterado de ese detalle. ¿Ha visto alguien a mi efebo? No, esta walkiria pertenece a otra nave. Walhalla, creo recordar. Walhalla, sí. Hermoso nombre, desde luego. ¡Mi efebo! ¿Dónde diablos se ha metido ese insolente? ¡Haré que lo castren por esto!
Lo dejé allí, indagando con ojos llenos de codicia la desaparición de su juguete momentáneo, y me retiré en busca de un poco de aire no viciado que aliviara mi dolor de cabeza. Una vez en el jardín exterior, expulsé el alcohol que me cegaba y pensé en aquello que el hombre me había dicho, en las walkirias. Comprendí que su creación había adquirido carácter de símbolo, de leyenda, tanto como el propio Nueva York, la Conquista o la existencia de los áscaris, y que por eso los técnicos de la Corporación se habían decidido finalmente a dotar otro rompehielos con personal femenino. Las walkirias entraban ya en la tradición igual que lo habían hecho los cantos de gesta, el metal orgánico, la profesión de piloto o los mismos nors. Y ahora, tal vez, aquella nave de combate, bautizada Walhalla por seguir el juego de las nomenclaturas mitológicas, orbitaba Castigo y traía a los administradores nuevas órdenes y noticias.
Me enteré de que su representante era una capitana de nombre Darlanne Steranko; una mujer cuya belleza incluso había trastornado a algunos elementos puramente homosexuales del zoológico que constituía el castillo, pero no llegué a verla sino hasta seis o siete noches más tarde, cuando ya casi había olvidado el incidente, el pequeño revuelo que supuso su llegada. Yo estaba cantando una balada repleta de amor y sentimientos líricos sobre una burbuja de plástico en los salones más elevados de la ciudad y entonces ella se unió a la fiesta, acompañada por un séquito de siervoseñores que se desvivían por atenderla y satisfacer cualquiera de sus más tontos caprichos. Los otros administradores a quienes arrullaba con mi canto interrumpieron sus roces y caricias, se olvidaron de mi presencia y corrieron con fidelidad de perros hacia la desconocida, lanzándole sus loores en forma de pétalos de rosa.
—¡Salve, salve, capitana! ¡Únete a nuestra procesión y goza!
Darlanne Steranko, confieso con pasión, era la mujer más hermosa que jamás habían visto mis ojos. Ni siquiera las actrices de sensocine que me cautivaron allá en la Tierra podían comparársele. Todavía después no he encontrado una hembra que se le iguale. Destacaba como una antorcha entre los cuerpos cubiertos de joyas y de máscaras, grotescos ante ella, que vestía de una manera agresiva, audaz. Toda su ropa se reducía a series de tiras de cuero que le rodeaban el torso y las piernas, del grosor aproximado de un cinturón y tan apretadas que me sorprendí de que no la hicieran sangrar o jadear de puro goce allí mismo. Argollas de plata unían una tira a otra, dejando en medio la suficiente cantidad de piel para que nadie que la mirase se sintiera indiferente. Daba la impresión de ir desnuda y vestida a la vez, cubierta y sin atuendo al mismo tiempo. Un puñal quedaba sujeto al brazo izquierdo por otras tres correas, haciendo el remedo de pulsera. Una nueva tira negra le mantenía firme el pelo, dorado y resplandeciente como la explosión de una estrella, y dos franjas más delgadas le servían de enlace entre la cabeza y el cuello, surcando como una pintura o una careta sus hermosas facciones. El vestido se remataba con una capa de seda transparente que le caía desde los hombros y estaba a apunto de rozar el suelo. Supuse que tardaría horas en ajustárselo. Me la imaginé con semejante atuendo en el puente de mando de su nave, o dirigiendo operaciones militares contra los nors o los yuetshes, y me eché a reír. Bueno, no había que tomárselo en serio. Aquel ni siquiera parecía un traje de gala. Tal vez la walkiria venía con alguna misión y había decidido hacer ver a los siervoseñores que ella podía sorprenderlos con más facilidad, porque cumplía órdenes de Nueva York y su vida estaba consagrada a este servicio. Mil demonios, resultaba excitante.
Uno de los siervoseñores de más alta graduación, el encargado tal vez de darle la bienvenida en nombre del resto de los administradores o soportar sus posteriores informes, habló en nombre de todos con voz ronca, provocada por la adicción a drogas irreversibles. Al lado de semejante animal, parecía ridículo.
—Bienvenida, capitana Steranko. Los administradores de la Corporación en este remoto lugar te damos la bienvenida y te invitamos a que te unas a esta pequeña fiesta que celebramos en tu honor.
—¿En mi honor? Parece que ésto empezó mucho antes de que yo anunciara mi llegada —contestó la mujer lacónicamente, con superioridad, casi con sarcasmo. Sus ojos no cesaban de recorrer la estancia, hurgándolo todo como si fueran el filo de luz de una espada. No se detuvieron hasta que en su camino se interpusieron mis propios ojos. Fue difícil sostener su mirada.
—Ven conmigo, capitán —invitó el siervoseñor, la caricatura de un ser humano—. Supongo que estás cansada después de tantas horas y despachos, ¿no es así? Ahora no es tiempo de trabajo, sino de diversión. ¿Te apetece alguna bebida, algún alimento en especial? Tenemos cualquier cosa aquí. Mira puedes disponer de cuanto gustes. ¿No te agradaría relajar tu cuerpo de tensiones con la juventud de alguno de nuestros efebos? ¿Prefieres quizá la compañía de alguna doncella?
—¿Una mujer? No, gracias. He visto suficientes desde que me dieron el mando de la Walhalla. Basta de hembras, por el momento. No tienes idea de lo que cuesta acostumbrarse a no ver a un solo macho en la tripulación.
—Te comprendo, capitana Steranko. Aquí puedes elegir lo que prefieras. Hay materia de sobra y todos estamos pendientes de tus deseos. Queremos que des un buen informe de nosotros a Nueva York.
—Lo supongo, administrador. Bien, sírveme por el momento una copa de vino. Después meditaré mi elección. Veo muchos cuerpos interesantes a mi alrededor. Aconséjame tú, de cualquier forma. Tal vez no sepa elegir del modo adecuado.
El siervoseñor la acompañó por toda la gran sala, presentándole acá y allá a cuantos ella deseaba conocer, sin que terminara de elegir a ninguno todavía, pues demostraba ser buena comerciante. Yo ya sabía que tenía el arranque conmigo. Sus ojos me buscaban furtivamente desde cualquier lugar en el que se encontrara, como una llama; fuego de oro. El corazón, ante su insistencia, empezó a latirme muy fuerte, de la manera en que sucede cuando se está seguro de lo que va a suceder y al mismo tiempo esa certeza se torna un motivo angustioso. Preso de la excitación, agarré el salterio y entoné una canción de batalla para que se fijara más detalladamente en mí.
—¿Quién es?
—¿Ese? Uno de nuestros juglares. ¿Te interesa?
—Es posible. Háblame de él.
—Dócil y obediente como una paloma, mi señora. No has podido elegir mejor compañía. Su charla siempre resulta entretenida. Es un buen narrador, y sostiene que ha sido poeta.
—No es conversar lo que quiero hacer con él, administrador. Háblame de sus otras cualidades.
—Se deja querer, mi señora. Es un experto cuando se trata de dejar en otras manos la iniciativa.
—¿En serio? Quiero tenerlo. Tráemelo.
—Al momento, mi señora.
El siervoseñor se alejó de la walkiria, vino hacia mi y me hizo acercarme hasta ella. Obedecí, pues no esperaba otra cosa. De cerca, Darlanne Steranko resultaba todavía más bella. Su cuerpo, comprimido por las correas, parecía a punto de explotar. Dos flores oscuras pugnaban por marcarse bajo el cuero negro que medio cubría su cuerpo, revelando la excitación que experimentaban sus pezones. Había algo sensual en su ademanes de hombre.
—Me dicen que has sido poeta. ¿Es eso cierto?
—Lo es.
—¿En un crucero?
—En un rompehielos. En la Marfil.
—¿Quién era el capitán de la nave? —Comprendí que me estaba probando, midiendo. La dejé hacer. En aquel momento, en el salón, no importaba nada sino su cuerpo y mi cuerpo.
—Hasta que me marché, mi dama, el comandante Ares Wayne. Ignoro si todavía lo sigue siendo.
—Lo es aún, por si te interesa. Te creo, poeta. ¿Has dicho ya cuál es tu nombre?
—No.
—Dímelo, pues.
—Hamlet.
—Hermoso nombre. ¿De la Tierra?
—De la Tierra.
—¿Qué tal resultas como amante?
—Soy un estúpido que ni siquiera conoce el arte de alardear, sire —recalqué el nombramiento, haciendo hincapié en sus gestos masculinos y en su forma de hablar; ella acusó el golpe sin mover un músculo—. No soy yo quien mejor pueda decirlo. Tal vez alguno de los cuerpos que ves esparcidos por la sala esté en condiciones de explicarte con más razón mis aptitudes. Pero, confidencialmente, creo que no soy nada del otro mundo.
—Tienes la lengua ágil, poeta. Espero que no la uses únicamente para hablar.
—Eso es algo que sólo puedes comprobar de una manera, mi señora.
Puestos los brazos en jarras, clavó su mirada en mí, sopesando las probabilidades de elegirme. Era un animal ideal, una auténtica diosa del placer o de la guerra. Se llevó con gesto caprichoso un dedo a los labios, los inventó bajo su contacto y después se volvió hacia el siervoseñor que nos acompañaba, ningún momento mejor que éste para ejercer sus dotes de mando.
—Administrador, encárgate de que lo lleven a mi cámara y que me espere allí hasta que haya terminado la fiesta o me aburra de ella. No estoy tan ansiosa de pasión como para dejar de lado un rato de buena charla por el deseo de poseer a un hombre.
—Como tú desees, capitán. El poeta hará aquello que dictes. Vamos, Hamlet.
La estuve esperando cuatro o cinco horas, durante un lapso de tiempo que se hizo interminable porque me dividía entre el deseo y el temor de aquella confrontación, como una novia o una muchachita virgen en su noche de bodas se supone debe hacerlo. Mi mente, desmantelada, a punto para el desguace, únicamente era capaz de recordarme el encuentro en El Gabán Amarillo, la salida, la arquitectura de la prostituta de la Tierra cuyo papel yo estaba representando ahora. Así que esto significaba que mi vida se volvía del revés, a partir de los orígenes, desde el inicio, con las situaciones alteradas a través de otros puntos de vista, como si ya no me quedara nada por experimentar sino todo aquello que antes había intuido desde lejos, como si mi existencia quedara limitada a representar bajo otro prisma situaciones ya conocidas que ni siquiera iban a resultar notorias ni originales.
La puerta de la cámara se abrió, con ronroneo de felino en celo, y la walkiria asomó lentamente toda la opulencia de su perfil guerrero. No encendió ninguna luz. Me miró con sus ojos terribles y dio un paso rudo, militar, hacia mi encuentro, haciendo crujir de modo no voluntario pero insinuante el cuero que le servía de uniforme. Inmediatamente la habitación se inundó de la temperatura de su cuerpo. Alargó una de sus manos hacia mí, manos hechas para la guerra y la destrucción, manos destinadas al láser y no al amor, al golpe en vez de a la caricia, y rebuscó dentro de mi pecho hasta rasgar de punta a punta mi camisa, continuó su avance y pareció que no sólo iba a romperme la ropa sino también la piel, tan cruel era su entrada, y me besó con ansiedad mal reprimida, me regaló un beso donde importaba más la pasión que la efectividad, donde contaba su intención y no la validez del resultado, y me hizo caer contra el suelo y se despegó un paso marcial hacia atrás, se soltó la argolla de plata que sostenía su pelo y el traje de vetas de cuero empezó casi al instante a resbalar, bañando de negro y nada la carne que mi lengua más tarde iba a purificar, y en sus pechos aparecieron dos puntas de lanza rojas, tintas en sangre, capaces de arrancarme la vida a trozos con uno de sus movimientos de lado a lado, y avanzó otros dos pasos, con maniobra mal disimulada de militar, y mujer al fin se dejó llevar por la curiosidad y preguntó mientras me montaba si yo había montado a caballo alguna vez, y dijo que si lo había hecho a pelo, desnudo, notando bajo mis muslos el contacto de la piel del animal, y contesté que no, que así no lo había hecho, y ella me cubrió de energía con su abrazo de hoplita y definió que entonces no sabía lo que era montar a caballo, y no comentó ninguna otra cosa, o no la oí más, sino que me atacó de frente con caricias de pantera, del guerrero mujer que habíamos decidido le gustaba ser, y me mordió y me arañó y me besó, como si todo en ella fuera raro cauce a la pasión, como si concibiera la vida sin dulzura, sin otro tipo de ritmo que el tam-tam salvaje con que marcaba el clímax anticipo del desbordamiento en el amor, y me utilizó y la utilicé, liberó en mí sus tensiones bélicas, sus capacidades de capitán a sueldo de la Corporación, y liberé en ella mis instintos de poeta en la cuesta final, de amante ilusionado que Valeria se negaba a aceptar; Valeria, en quien ni siquiera pensaba ahora; Valeria, que seguro me esperaría a la puerta de su casa y se extrañaría de no verme llegar; Valeria, cuyo secreto estaba yo muy cerca de llegar a conocer, para mi consolación y mi desgracia, y jamás sino esa noche me he sentido más humillado y más enaltecido que en los brazos de la capitana Steranko, más humillado y más noble que bajo el control de su poder, y el mundo y la Corporación tomaron vida en aquella mujer que lo representaba todo, pues todo era, la vida y la muerte, el equilibrio y la sinrazón, y no detuvo la marcha hasta que fuimos sombras uno del otro, hasta que ya no tuvo ningún resquicio de mí por rebañar, ninguna gota de sudor por absorber, y sentirme utilizado, devorado, doblegado por su tenaza fue magistral y fue al mismo momento vergonzoso.
Después, muerta la luna, todavía espectro de su gloria el sol, ella se tornó blanda, como si la larga noche de convivencia hubiera revelado la inocencia que al fin y al cabo habitaba dentro de ella, la ternura que yo con mis servicios había ayudado a desenterrar. Me miró, con esa mirada entre maternal y cómplice que suelen ofrecer las mujeres tras hacer el amor, si es que nosotros habíamos hecho el amor, la mirada que es réplica a los ojos de niño que solemos adoptar los hombres, y desprendió de su brazo el cuchillo de pedrería que se había resistido a soltar durante todo el rato.
—Toma. Es para ti. Me has servido bien y quiero recompensarte. Consérvalo y recuerda este momento; recuérdame también a mí. Está vivo. Es un puñal fabricado con acero orgánico y vale una fortuna. Lo sentirás palpitar sobre tu piel. Quédatelo, tal vez te pueda servir de ayuda si las cosas vuelven a ponerse mal en este mundo. Ahora márchate. No vuelvas por el castillo hasta que yo me haya ido, porque un nuevo encuentro rompería la magia de esta vez. No quiero verte más. Vete.
Obedecí también su último mandato y me encaminé al exterior, al aire libre. Anduve lentamente de regreso a casa. Junto a los adarves, en la alto de la muralla, tuve la desagradable experiencia de encontrar el cadáver de un hombre joven ensartado en una pica. Lo reconocí. En cualquier parte del mundo hubiera reconocido aquel cuerpo pintado de rosa. Era el efebo desaparecido, el supuesto enamorado, ese a quien el siervoseñor había estado buscando desde hacía siete días. Encontrado al fin el muchacho, no se había contentado con castrarlo.