Con la llegada del tiempo de la recolección, el trabajo se nos hizo todavía mucho más duro y los problemas se multiplicaron, pues aún no había terminado de fructificar el grano cuando ya sentimos cerca el acecho de los saqueadores. Varias veces tuvimos que alejarlos de nuestros dominios con algo más que palabras y buenas intenciones, pero la confrontación mayor hubo de venir cuando la cosecha empezó a ser recolectada y todo estuvo a punto para que culmináramos felizmente nuestro negocio.
Un tercio de la producción total había sido ya segado y aguardaba su destino embalado en un nudo de gavillas, dispuesto para recorrer el camino que conducía a los mercados del interior del castillo. Con buena parte del trabajo todavía por terminar, nos sentíamos moderadamente contentos, porque el grano no se había desarrollado tan grande y la cosecha no había sido tan numerosa como Valeria había previsto. Un tercio de la producción estaba almacenado pacíficamente en el cobertizo cuando tuvimos que enfrentarnos a la adversidad y manchar el campo con sangre.
Aquella mañana me levanté el primero, como casi siempre, pues mi habitación estaba enclavada hacia oriente y no hay máquina de despertar más práctica que el propio sol. Me vestí, me calcé las botas, despejé mi cara de legañas, ahuyenté los últimos resquicios del sueño y salí de la casa. Entonces los vi. Seis o siete hombres segaban parte del grano con silenciosa habilidad, no provocando más ruido que el mismo viento al filtrarse entre los tallos. Petrificado por su osadía, casi no me dio tiempo de advertir que el cobertizo estaba abierto y una de sus puertas bamboleaba a un lado y a otro, como una hoja mustia, rotas las cerraduras que la sujetaban firme. Corrí hacia el interior de la casa, gritando como un loco.
—¡Valeria! ¡Valeria!
Ella se asomó desde lo alto de la escalera del primer piso, donde tenía su habitación. Se estaba vistiendo todavía y no apreció que podía vérsele un pecho muy blanco, aunque eso no importaba nada ahora. Terminó de abotonarse el saron, pálida y nerviosa ya antes de la noticia.
—Rab santo, ¿qué pasa?
—¡Saqueadores!
La expresión se le quebró en un momento, los labios le desaparecieron de la cara, solamente los ojos resplandecieron con furia, como el día que intenté besarla. Bajó corriendo las escaleras y cuando llegó adonde yo estaba traía ya el pelo anudado en torno al cuello. Pasó junto a mí sin detenerse, como un volcán, dispuesta a no perder más tiempo.
—¿Cuántos?
—Seis o siete, tal vez alguno más. Han roto la puerta del granero.
—¡Vamos!
Recogió una espingarda de su estante, una reliquia que supe no dudaría en disparar sin compasión, si el estado del arma lo permitía, y salió corriendo de la casa, lista a enfrentarse con el propio Nueva York si fuera necesario y defender lo que era suyo. No pareció preocuparle si yo la seguía o no. Agarré una guadaña y un martillo de madera y corrí junto a ella entre los altos brotes ya amarillos.
Los incursores advirtieron que los habíamos descubierto cuando el primer disparo de Valeria le destrozó a uno las piernas. Su grito fue de dolor y de alerta al mismo tiempo. Sus compañeros quisieron huir entonces, prestos a dejar atrás el fruto de su rapiña, pero ya nosotros estábamos encima.
—¡El granero, Hamlet! —ordenó ella, golpeando con la culata de la escopeta el estómago de un hombre—. ¡Ve al granero y ciérralo!
La idea que proponía era lógica; se suponía que así les impediríamos entrar y saquearlo, o cortarles la huida a los que hubiera dentro. Ignorábamos que no iba a servir de nada. Un segundo disparo sonó a mis espaldas cuando corrí a obedecer su orden. Me volví a tiempo para ver a un nuevo ladrón torcerse en dos, con un manantial de sangre brotando descontroladamente desde su abdomen. Entré en el granero y lo que vi me llenó de odio y de dolor: la alegre montaña que habíamos alzado días atrás ya no estaba, la cosecha almacenada había desaparecido casi en su totalidad. Oh, Dios, aquellos cerdos habían aprovechado bien la noche. Volví sobre mis pasos, sin cerrar la puerta que ya no servía para nada.
—¡Han arrasado con todo! ¡No han dejado nada!
Valeria no me respondió. Su acción fue apretar los labios y disparar un tercer tiro contra la cabeza de uno de los hombres que huían. Falló el blanco por unos centímetros, pero el saqueador tuvo bastante y cambió estúpidamente de dirección, dirigiéndose hacia donde yo corría. Lo agarré al vuelo por la camisa y le hice dar media vuelta. Descargué toda mi furia contra él, de la misma forma con que el capitán Wayne lo había hecho con el recluta durante los ejercicios de adiestramiento, e imitando su gesto alcé el martillo y dibujé con él una curva en el aire. La punta de madera alcanzó al hombre en la nariz, que voló hacia arriba igual que la oreja de Omar Quevedo en el duelo a muerte en Lluvia. Sin más tiempo que perder, reemprendí la carrera y volví junto a Valeria.
Cuatro cuerpos sangrantes indicaban el camino hacia sus pies. Más allá, entre los trigos, ella pugnaba por desprender las manos de un hombre de la espingarda que ambos compartían. Una sola mirada me hizo saber que no iba a conseguirlo. Salté sobre el saqueador y lo obligué a rodar por el suelo, estampé su cara contra la tierra, contra los haces dorados que él mismo había desprestigiado. Un nuevo tiro me taponó los oídos, y advertí que el hombre dejaba de oponer resistencia.
El último de los incursores que pude contar saltó sobre mí, blandiendo en su mano una hoz que podía segarme el cuello en dos partes. Esquivé la acometida a tiempo de notar que algo helado y puntiagudo me surcaba el pelo, y entonces, mientras caía, disparé hacia lo alto mi propia guadaña. El hombre se desplomó sobre mí y durante una eternidad me impidió ver el color del cielo.
Otra vez llovió silencio. Me recordé a mí mismo, tendido igual que ahora en el satélite de los yuetshes. Noté que tenía la cara cubierta de sangre, aunque apenas sentía dolor. El cuerpo del saqueador, placando mi propio cuerpo, empezó a agitarse, y comprendí que estaba todavía vivo, o eso me pareció. Rebusqué con agonía mi arma, pero no pude encontrarla. Tuve frío.
—¡Deja de ofrecer resistencia y colabora, maldito bastardo! —ordenó una voz familiar—. ¡Es demasiado pesado para mí!
Impulsé las dos manos hacia arriba y conseguí quitarme de encima el cuerpo muerto. A medida que el cadáver caía y se retiraba, Valeria fue apareciendo ante mis ojos, arrodillada muy cerca, con una mano sobre la pierna izquierda y la otra sosteniendo el peso y la seguridad de una escopeta.
—¿Estás bien? —preguntó con tono amable en el que creí notar un atisbo de preocupación.
—Creo que sí.
—Esa herida no tiene buen aspecto. Sangra mucho.
Me llevé la mano que encontré más cerca a la cabeza, la retiré llena de sangre y, de un modo intuitivo, la olí, como para cerciorarme de su auténtica naturaleza. No quise parecer heroico, pero inevitablemente tendí a tranquilizarla con la frase de siempre.
—Es sólo un rasguño.
—No te muevas de aquí —sentenció mientras se incorporaba—. Voy a buscar un poco de agua. Quédate quieto.
—Los saqueadores…
—Tranquilo. Ya no son problema. Los que no están adornando la tierra han conseguido huir.
—Volverán.
—Seguramente, pero no ahora. Quédate aquí y procura no moverte. En seguida vuelvo.
—Está bien. Tú eres el jefe.
Regresó unos minutos después, portando una toalla empapada en agua. Con gesto solícito, maternal, acompañándose de una sonrisa que pretendía inyectarme valor, me limpió la herida, que en efecto resultó no ser más que un arañazo, un adorno en las entradas de mi pelo. Procedió a vendarme la cabeza y, al no encontrar nada con que hacerlo, se arrancó de una manera decidida la manga izquierda del vestido, mostrándome sin pudor toda la tersura de su brazo. Supe así que yo era para ella más importante que su ropa y que la rigidez moral con la que protegía su cuerpo; saberlo constituyó un alivio. Fui a agradecerle tanto desvelo y entonces descubrí que también estaba herida. Una raja abría el traje por el costado, ensuciándolo de sangre, y ascendía unos centímetros hacia la espalda. Llamé su atención sobre el suceso.
—No tiene importancia. Casi no duele.
—Más vale que te lo cuides ahora. Déjame ver, tal vez sea un tajo profundo.
—Es sólo un roce.
—De acuerdo, será lo que tú digas que es. Mira, no soy ningún médico, y he olvidado toda la instrucción que me dieron sobre cómo remendar heridas, pero es seguro que habrá que taponar esa hemorragia. Pásame la toalla, gracias. Aprieta fuerte los labios porque va a doler.
—Está doliendo ya. Escuece.
—No te quejes. Mi cabeza también escocía hace un segundo y no me lamenté.
—Lo tuyo no era más que un rasguño. Eso dijiste.
—¿De veras? Esto también lo es. Lo siento, pero vas a tener que romper la otra manga. No estés tan tensa, mujer. Eso te hace sangrar más aprisa.
Obviamente ella estaba nerviosa, intranquila de que mis dedos hurgaran su cuerpo. Yo casi no reparé en lo que estaba haciendo, porque estaba más interesado en detener el escape de sangre que en acariciar su espalda. La herida no tenía importancia, pero juro por Rab que me intranquilizaba verla sufrir.
—Hamlet… —Me levantó suavemente la cabeza colocando dos dedos bajo mi barbilla. Se la veía tan indefensa, tan solícita y vulnerable que sentí deseos de besarla, pero me contuve. Tenía la lección bien aprendida.
—Hamlet…
—¿Sí?
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Ahora? ¡Por el infierno! ¿Qué crees que vamos a hacer? Enterrar esa carroña, reparar la puerta del granero y volver a recoger el grano. ¿Te parece bien? ¿Tienes alguna idea mejor?
—No.
—Habrá que colocar alarmas por todas partes. Un simple hilo de metal y una campanita pueden servir. También podemos sembrar unas cuantas trampas para cazar topos alrededor. Y tendremos que dormir menos y vigilar más, desde luego, montar turnos. No vamos a permitirles el lujo de que nos roben otra vez.
—Hamlet…
—¿Sí?
—Me has convencido. Volvamos al trabajo.
Así lo hicimos. Nos incorporamos y empezamos a husmear los restos de la hecatombe, dispuestos a iniciar otra vez la batalla si fuera necesario. Cinco de los incursores habían sido muertos en el enfrentamiento, pero los restantes consiguieron huir, arrastrándose sobre las heridas y marcando un sendero de sangre. La cosecha almacenada en el barracón no pudimos encontrarla. Tal vez los hombres que sorprendimos habían quedado rezagados de una horda más numerosa y mejor organizada, o tal vez ni siquiera tenían otra relación con los que robaron la mayor cantidad de grano que la casualidad de saquear el mismo sitio en momentos casi simultáneos. No nos importaba tampoco. Teníamos la ley de nuestra mano y bebimos de ella. Era una suerte que no existieran jueces en Castigo.
Los enterramos en un agujero común y los borramos de nuestra memoria. Mientras cavaba silbando una canción que alejara de mí el espanto, hice la cuenta. Había matado a dos hombres desde que estaba allí, y otros varios habían muerto a mi alrededor, con o sin mi intervención directa. Ignoraba que aún habría de hacerlo por tercera vez antes de escapar de aquella trampa, y de saberlo no es inconcebible que me hubiera encogido de hombros. No tenía remordimientos. No cabían dentro de mí. Ellos o nosotros. Ellos o yo. Era algo que entendía. No habíamos trabajado como esclavos para que otros vinieran, como la Corporación, a despojarnos de lo que era nuestro. Matarlos había sido un intercambio lógico; tal vez un acto justo. Mi sangre a cambio de sus vidas. Nada que lamentar. No quedaba tiempo. Siempre es mejor ser un mal vivo que un buen muerto, es lo que decía el capitán. Lo tuve muy presente a la hora de justificarme.
No sé cómo reaccionó Valeria después de interpretar con tanta precisión su papel de némesis. No sé tampoco si segar vidas era para ella un acto habitual, como rehusar amantes o amasar trigo. Quizá su reacción se ajustó a la mía; no sentíamos haberlos matado, sino que su sangre no nos restituyera el grano perdido.
Terminamos la recogida sin más problemas que la falta de sueño y la tensión constante ante el miedo a un nuevo ataque. Cuando estos se produjeron, bastó disparar al aire para que los desconocidos desistieran de tentar su fortuna. Una o dos trampas para topos aparecieron manchadas de sangre, sujetando entre sus dientes pedazos de tejido y de carne, pero el trigo no fue robado más, al menos en cantidades tan grandes como la de aquel día. Concluimos el terrible trabajo de recolección y después llevamos todo el fruto de nuestro empeño hasta el castillo, para que los siervoseñores distrajeran momentáneamente sus eternidades de ocio y condescendieran a repartir con nosotros su ganancia. Lo hicieron con rutina, entre bostezo y bostezo.
La mayor parte de lo recolectado fue a parar a las arcas de la Corporación; era una cláusula primordial en el contrato. El tercio robado no les interesaba en absoluto. Ellos percibirían su fracción y nosotros habríamos de acatar las leyes sin abrir la boca, así que la parte perdida pasó a convertirse en la gran tajada que hubiéramos ganado de conservar la cosecha intacta. Nos habían robado de nuestra parte, no de la de ellos. La ganancia perdida se descontaba de nuestro lote, no del fondo común. Era lo acordado y nosotros habíamos estado de acuerdo desde el principio con este axioma. Había caído sobre nuestras cabezas aquello que tanto habíamos temido. Oh, Rab, los siervoseñores conocían bien la forma de redondear sus negocios; en un mundo como Mandara siempre podrían tender su red a nuevos incautos. Y ni siquiera teníamos la seguridad de que los ladrones no hubieran sido pobres ilusos pagados por ellos mismos.
Empezó a caer la noche y volvimos a casa en silencio, calculando el beneficio limpio que obteníamos de todos aquellos meses de trabajo. Descontando deudas que Valeria debía por la compra de arreos y el sistema de riego, descontando también la porción que habría de ser almacenada para intentar la aventura el próximo año y lo que tendríamos que consumir e intercambiar por otros productos, nos quedaba lo suficiente para vivir con comodidad otros cuatro o cinco meses. Cinco meses, nada más. Después vendría otra vez la nada. Unicamente habíamos retardado el vacío que tarde o temprano habría de precipitarse. Tanto trabajo y tanta sangre y ahora nos encontrábamos en la entrada del desfiladero, a las puertas del laberinto, igual que antes.
Nos sentamos en el porche, agotados más que ningún otro día por el esfuerzo. Miré de reojo a Valeria. Todavía más blanca que de ordinario, con las pupilas más azules y más pensativas que nunca, noté que había perdido las ganas de luchar, que había olvidado toda el ansia de sobrevivir. Ni ella ni yo soportaríamos otro trabajo como éste sin tener garantías de que no nos fuera a suceder lo mismo, de que el asunto terminara bien. Mientras Castigo no saliera del bloqueo no teníamos ninguna oportunidad. Miré las luces celestes y rosas brillando en medio de la mancha de oscuro, pude oír las risas y la música que destilaban las almenas del castillo, y supe que era a mí a quien correspondía esta vez hacer algo.