Así dispuesto el escenario, hubo de ser Valeria quien viniera a rescatarme de aquel largo pasillo que me estaba desembocando hacia la aniquilación. Valeria, blanca como una lápida recién tallada, doradita igual que una manzana abierta al calor, firme y esbelta de jugar a ser martillo que golpeara el viento. Valeria, tan alejada de Hroswitha y aún de Wimdyl, serena siempre, distinta. Valeria.
Sentado en una de las mil callejas sin energía y sin vida por la parte más al sur de la ciudad, yo mendigaba estirando una mano reseca alguna moneda de cobre o cualquier pedazo de comida sobre el que poder precipitarme. Tenía todos los sentidos anulados por el frío, el hambre y la desesperación, y andaba sumergido en una especie de letargo que había experimentado ya antes, cuando la gran igualadora acarició la posibilidad de destrozarme de un picotazo. Llevaba de esta manera un tiempo que nunca he conseguido determinar, tan cruda se me tornaba la duermevela, prestando ninguna atención a los cadáveres que circulaban en masa a derecha e izquierda y me ignoraban como a un fantasma más dentro del mismo rebaño, como a un nuevo animal insociable venido de otra camada, empeñados todos ellos en no dejar otra cosa en el asfalto que su sombra. Confuso en la antesala del olvido, a punto para el festín de la muerte, no es extraño que me sobresaltara igual que un chiquillo al escuchar la voz que se dirigió a mí con tono severo, casi autoritario.
—Necesito un hombre fuerte. ¿Lo eres tú?
Levanté la cabeza de sobre mis rodillas y miré hacia lo alto, sorprendido y humillado por la luz helada del mediodía. Ante mí apareció una mujer rubia, desgarbada, no excesivamente hermosa; de eso me percaté nada más verla. Tal vez en otro tiempo hubiera sido bella, pero ahora su cuerpo dejaba translucir el paso de los años, la adolescencia y la juventud florecidas y marchitas días atrás, todas las huellas de haber soportado la existencia entera sin salir nunca de Castigo. A pesar de esto, o quizá por ser así, emanaba de su persona un aire atractivo —o mi carencia de hembra era tan grande que su apariencia incluso me resultó sensual—, una cierta atmósfera esclarecedora de ese estado de madurez física que yo mismo estaba alcanzando y que posiblemente veía reflejado en ella. Muy delgada, la desconocida vestía un saron blanco que alguna vez por fuerza tuvo que haber sido nuevo y de cuya cintura pendía una correa de cuero, un látigo. Sus dos ojos, de un color entre azul y buenas noches, me escrutaban como investigando si yo le convenía o si era desdeñable. Llevaba el pelo recogido en un moño dorado que el viento y el espíritu cambiante y caprichoso del sol de invierno se habían encargado de deshacer poco a poco, a fuerza de arañazos. Alrededor de los párpados y los labios empezaban a dibujársele unas cuantas arruguitas que cualquier hombre o mujer en otro mundo, con una operación de plástica, se habría encargado fácilmente de archivar; en otro mundo, no en Castigo. Era curioso ver a alguien envejecer de un modo natural. Miré sus manos, vueltas un nudo en torno al cinturón, blancas y heridas por cientos de trabajos crueles. No necesité preguntar su fecha de nacimiento, amaestrado como estaba por las aficiones astrológicas del capitán Wayne, para asegurarme de que era Cáncer.
—Estoy buscando un hombre que pueda ayudarme. Debe ser un hombre fuerte porque lo que ofrezco es un empleo difícil. ¿Eres fuerte tú? Contéstame, te estoy esperando. No puedo perder todo el día contigo.
—Llevo cuatro meses varado en este condenado planeta y todavía sigo con vida —expliqué, encogiéndome de hombros, sin quitar los ojos de su pecho de muchacho—. Soy más fuerte de lo que aparento a simple vista, aquí he tenido oportunidad de comprobarlo. Si no se trata de escribir versos, creo que sirvo.
La mujer me miró ceñuda, como desde lo alto de un pedestal, pues no entendió mi juego de palabras; de haberlo hecho supongo que tampoco se habría reído, tan severa pretendía aparecer. Continuó inspeccionándome, dudosa tal vez de la habilidad retórica de un simple vagabundo. Parecía la capitana de un barco ballenero reclutando marinos para su leva.
—¿Tienes experiencia como agricultor? ¿Has sembrado alguna vez? ¿Sabes hacerlo?
—Me temo que no. No, no sé sembrar.
—Lo siento, entonces.
Empezó a dar media vuelta, lista para alejarse de mí y buscar otro hombre más acorde con su requerimiento. Intuí que aquello podía ser mi salvación y me levanté de un salto tras sus pasos, hasta detenerla, maldiciéndome por ser tan sincero. No la toqué.
—Puedo aprender, señora. Soy muy receptivo, y te juro que el trabajo no me asusta.
—Este que ofrezco será duro, y si decides venir conmigo, ya no podrás volverte atrás.
—Correré ese riesgo. ¿Qué hay que hacer?
—Vamos a sembrar, ya te lo he dicho. Cereales especialmente tratados para crecer en este clima maldito de Rab. Cereales que he pagado a precio de sangre. Cultivarlos será un infierno, una prueba muy dura. Tal vez den fruto, tal vez no. Eso depende de la suerte y del esfuerzo. Tendremos que luchar contra el invierno, contra la propia tierra, contra los saqueadores. Esos bastardos acudirán a asomar la nariz en cuanto sospechen que algo nuevo se cuece en este sitio. Entonces empezará lo peor, porque habrá que pelear e incluso disparar sobre alguno de ellos para dar un escarmiento a los demás. ¿Te asusta matar?
—No. Ya no.
—Mejor. No voy a poder pagarte mucho, esa es la verdad. No voy a poder pagarte casi nada. Los siervoseñores me han exprimido tanto como a este planeta. Solamente puedo ofrecerte un techo y comida cada día, un rancho que no será ningún manjar. Pasaremos hambre y también frío; eso es seguro como que Nueva York existe y nos vigila. El trabajo será angustioso, sobre todo para un extranjero sin experiencia. Si crees que no serás capaz de soportarlo, más vale que lo confieses aquí y ahora. Después no podrás volverte atrás. Te arrancaré la piel a tiras si me dejas en la cuneta.
—Señora, nada en el mundo puede ser peor que esta esquina y esta calle. Por comida y un lugar a salvo donde dormir, iría al mismo infierno. Si te convenzo, acabas de contratar un nuevo jornalero a tu servicio.
—¿Un nuevo jornalero? —sonrió ella, haciendo brillar sus labios por primera vez, regalándome un gesto pálido, infantil y sincero—. Creo que no lo has entendido bien. Me temo que vas a ser jornalero, mayordomo y capataz, todo en uno. No tengo dinero para pagar a nadie más. Trabajaremos solos tú y yo, y te aseguro que el terreno a cultivar es grande.
—Acabas de encontrar a tu segundo de a bordo, entonces.
—Muy bien, trato hecho. Recuerda que no podrás volverte atrás hasta que la cosecha haya sido recolectada. Estarás a mi disposición hasta entonces. Ni un solo día antes.
—Lo recordaré, tengo buena memoria.
—¿Cuál es tu nombre?
—Hamlet Evans. ¿Y el tuyo?
—Valeria Stendhal.
Fue de esta manera como la conocí y empecé a trabajar bajo sus órdenes, de esta manera como me convertí en su esclavo. Sin darme cuenta y sin oponer resistencia, yo mismo me até a la rueda de su noria. ¿Acaso podía hacer otra cosa? La libertad me ofrecía el don de elegir mi propia jaula, y calculé que ninguna cárcel me sería más adecuada que Valeria.
La seguí hasta las afueras de la ciudad, sin hablar apenas, como un obediente coolie, y llegamos a nuestra meta, a su Itaca. Un vallado tosco advertía eficazmente de cuáles eran sus pertenencias, la tierra que habría de volverse nuestra enemiga y nuestra aliada a lo largo del siguiente año. Divisé una casa de madera, construida según el típico estilo colonial de la Corporación, un cobertizo en el que almacenar el grano cuando la aventura concluyera, y muchos metros de terreno que rastrillar y hacer fecundo sin descanso. Apenas contemplé por primera vez aquella masa de color marrón, supe que lo que nos esperaba iba a ser extraordinariamente duro. No me equivocaba. Tuve oportunidad de comprobarlo en propia carne al día siguiente, una vez comenzamos el trabajo.
En mi viejo y añorado Monasterio, durante una o dos ocasiones, yo había ayudado a recolectar los frutos que otros clérigos sembraban con la colaboración de las máquinas y la tecnología, pero aquella experiencia aparentaba ser nula comparada con la que me tocaba vivir ahora, una mera caricatura. No había mentido al decir que no sabía sembrar. Afirmar lo contrario hubiera supuesto una terrible aberración. Lo que yo había hecho entre risas y como esparcimiento tanto tiempo antes se parecía a aquello que requería Valeria Stendhal como un clavo a una jirafa; tal vez menos. El trabajo era angustioso, agotador, y no podíamos ni concedernos un simple día de descanso, porque la cosecha, si llegaba a haberla, y yo lo dudaba viendo con desesperación aquella llanura salpicada de piedras, debía de ofrecer una cantidad mínima a partir de la cual se comprobaría la validez del grano. Eso estipulaba nuestro contrato. Los siervoseñores del castillo, supe una vez tuve las palmas de las manos encallecidas y ásperas, una vez sentí los huesos a punto de quebrarse y desmontarme, se llevarían buena parte del negocio que mi patrón y yo estábamos explotando, pues de ellos había partido el ofrecimiento y a ellos habría de ir destinada la porción mayor del resultado final. A partir de las ganancias de la primera cosecha, Valeria podría convertirse en productor independiente, pero aquello quedaba todavía muy lejos; era mejor no soñar. Esos tipos, decididamente, sabían redactar bien sus contratos. Nosotros nos partiríamos el alma allá abajo y al final ellos arrasarían con el pez más grande. Oh, mierda, siempre la misma canción, una letra sin variantes para la misma música. Jamás podríamos tener un mínimo de independencia. No mientras Mandara siguiera siendo Castigo y la Corporación estuviera dispuesta a mantener su cerco.
Me destrocé las manos y la espalda en el esfuerzo, pero recuperé algo de peso y me volví también más fuerte, o quizás hasta entonces no había probado yo hasta dónde podría llegar controlando cuidadosamente mi cuerpo. A solas con las hormigas y las plantas, comprendía el espíritu de los poetas bucólicos que había leído en Monasterio, su inclinación a la naturaleza y a la música. Mi mente se aclaraba aunque el trabajo extenuara mi cuerpo, y durante mucho tiempo incluso olvidé las ganas que tenía de escapar de aquel planeta. Valeria, por su parte, no se quedaba atrás. Trabajaba tanto como yo, se obligaba el doble de lo que me obligaba a mí. Era una mujer que se había erigido en princesa de sí misma, y por tanto se exigía la responsabilidad propia de alguien de su rango. Había ocasiones en que yo, exhausto, suspiraba por un momento de inactividad, por que ella ordenara hacer un alto. Había otras ocasiones en que me incorporaba con el pretexto de secarme los ojos y la cara de sudor y allí la veía a ella, incansable, imbatible, doblada en dos dentro de su traje blanco, como si el frío o el viento no le importaran, como si nada de cuanto hiciera la encaminara al cansancio, inflexible igual que una máquina de bella forma, y entonces no me quedaba más remedio que volver al trabajo otra vez, molesto conmigo mismo, enfadado con ella y con el mundo porque una simple mujer demostraba ser más fuerte que yo, que estaba siendo todo un hombre.
El trabajo continuó, y de la mañana a la noche, desde el amanecer hasta el atardecer, reptamos sobre la tierra húmeda, arrancamos rastrojos que no hacían sino entorpecer la crecida del hijo predilecto, rastrillamos de rocas todos los contornos, sin más ayuda que nuestros brazos y nuestra ilusión, pues ni siquiera disponíamos de máquinas, hasta que por fin el trigo fue plantado y pudimos esperar con ojos de niño a que surgiera.
Fue naciendo de la tierra como un taladro verde. Me odié por no poder captar su color en ese instante, por divisar tan sólo una mancha de hierba gris. El trigo fue brotando poco a poco, a intervalos que se regían según la posición del sol, como si la siembra toda no le importase a nadie sino a nosotros y a la luz, con la lentitud desesperante del parto más vegetal, día tras día entre las gotas talladas por la humedad, el calor o el frío. El trigo madura del suelo despacio y perezoso, como temiendo llegar a un cuerpo adulto que le sería arrebatado apenas floreciera.
Valeria parecía feliz con su crecimiento; sonreía más que de costumbre, ilusionada ante la perspectiva de convertirse en preceptor de aquella selva. Trataba al prado como a una persona viva, como a un niñito lleno de caprichos, tan absorta estaba en los progresos de su experimento. La cosecha era su vida. Resulta absurdo sentirse celoso de una mancha de cereal todavía verde, pero en efecto trataba al trigo mejor que a mí, que permanecía a su lado, bajo su techo, percibiendo su sueldo.
No sé cuándo empecé a espiarla, en qué momento mi mirada saltó del verdegris del trigo al azul de sus ojos, a ese otro trigo ya dorado que suponía su pelo. No sé cuándo empecé a soñarla con goce estúpido, a respirarla con gestos de animal en celo, como reencontrándome a mí mismo por primera vez después de una eternidad, ya que desde Hroswitha no había tenido oportunidad de sentir amor por ninguna mujer y todos mis lances se redujeron a pasiones desbordadas en los centros de placer de la Corporación, a prostitutas de cuerpo arquitectónico a las que convencía con mi canto y mi dinero. No sé en qué momento empecé a darme cuenta de que estaba amándola, pero ella, en cualquier caso, siempre permanecía ajena a mí, desconociéndome, viva sólo por su empresa, a salvo de mi abrazo y del de otros hombres. Ignoraba si era soltera, viuda o profesaba alguna religión de lazo castrante. Ignoraba de igual forma su pasado y su futuro, temía que llegara el momento en que la cosecha estuviera cumplida y me devolviera nuevamente al arroyo, no por miedo a perder la vida en cualquier disputa sino por la ansiedad de no volver a verla recubierta de su sombrerito de paja, corriendo como una niña precoz a destiempo entre las olas que dibujaba el viento sobre el trigo.
Valeria permanecía impasible, insondable, impredecible. Nunca reaccionaba dos veces de la misma manera. Jamás se obtenía el mismo resultado al repetir un estímulo. Había días en que amanecía risueña y mágica, deseosa de conversación, a punto para ser rendida por mi acoso. Esos días yo me buscaba entre sus ojos, en la flor de su sonrisa todavía por nacer, en los pliegues de aquel cuerpo que adivinaba de muchacho, y con un leve contacto de sus manos, con el simple roce de su espalda era feliz. Pero otras veces aparecía hosca, dominante, extraña. Nadie en el mundo hubiera podido pronunciar una palabra más alta que otra en su presencia. Nadie hubiera sido capaz de proponerle amores, ni siquiera un dios perfecto como Ares Wayne. La causa de estas actitudes no estaba demasiado clara. Tal vez yo le era indiferente y su trato variable se debía a un constante freno, a una decisión de pararme los pies; no sé en qué momento pudo darse cuenta de mi inclinación. Tal vez yo la atraía y ella misma se autocensuraba esta tendencia. Varitim et mutabile semper femina. Cualquier cosa es posible dentro de la paranoia.
Nuestra relación no fue nunca más allá de una sonrisa compartida o un chiste sin revelar. Valeria me necesitaba al mismo tiempo como protegido y como protector, como guardián y como preso; quizá a esto se debe que me desconcertara tanto. Fuimos protagonistas de una extraña parodia de costumbres, de una curiosa historia de dependencia mutua, cercana y distante del puro amor. Yo jugaba a ser su esclavo y su caballero, su amo y su servidor. Ella interpretaba el papel de mi amante arrepentida, de mi hermana más grande y mi hermana pequeña, quizás de mi madre. Seguramente yo la atraía y la repelía a la par, la forzaba al goce y al autocontrol, como un imán de sentimientos licenciosos, como un volcán que atrajera su sexo, pero lo cierto es que ni una sola vez yacimos juntos. Unicamente llegué a tenerla un momento entre mis brazos, a besarla mientras las entrañas me abrasaban con fuego y hielo, pero mi loco intento terminó en fracaso, en vergüenza teñida de dolor y de asco.
Una noche Valeria estaba de espaldas a mí, recogiendo de la mesa los platos de una cena que yo mismo había cocinado, pues esa es otra de mis habilidades. Contemplé el tallo nudoso de su cuerpo y, dominado por la pasión, muerto de ganas de poseerla, me acerqué hasta ella de puntillas y la estreché contra mí, de una manera tan ruda que casi me asusté, de una forma tan bestial que me recordé a un soldado. La hice girar como a una peonza y sepulté mi boca entre sus labios, cerré mis palmas en torno a sus pechos; noté cómo se endurecían bajo mi garra. Valeria no reaccionó inmediatamente. Dejó caer la vajilla, que retumbó con un ladridito sordo, y arqueó su cuerpo sin oponer resistencia. Creí tener en los brazos un cadáver, un bloque de metal helado, uno cualquiera de los robots sexuales que en otro tiempo había habitado, sino que las máquinas ronroneaban y gemían para lograr más completa la ilusión y ella parecía tan rígida como una estatua de piedra; notaba su cuerpo duro y caliente, ávido de mi contacto. Empecé a abrir más la costura de su traje, enfermo por poseerla allí mismo, borracho de su sabor, y entonces ella separó los labios lentamente, como rendida por mi ataque, y rodeó mi boca con sus dientes. Al principio creí que aquello era una caricia, una parte más del juego, que ya estaba a punto. Luego noté sus dientes hundirse lentamente en mi labio inferior con delicadeza, procurando no hacerme daño. Esto me creció. A una pulgada del dolor, detuvo el avance de sus mandíbulas, advirtiéndome con una llamada muda. Miré uno de sus ojos, pegado al mío propio, igual que todo su cuerpo, y la pupila celeste me quemó. La figura recta y caliente se endureció y no tuve más remedio que soltarla, con sumo cuidado, con distinción, temeroso de que el mordisco se tornara más fuerte. Ella permaneció unos segundos prendida a mí, inundándome todavía de su olor a pan tierno, y abrió por fin la boca y me dejó libre.
—No vuelvas a intentarlo porque entonces juro por Rab que perderás los labios e incluso la lengua —dijo con una voz tan helada como sus ojos, pálida y rosa al mismo tiempo, temblando de cólera y de odio.
Incapaz de soportar el reproche que destilaba su mirada, salí de la habitación, de la casa. Me senté en las escalinatas de acceso y allí permanecí un siglo, una hora, avergonzado de mí mismo, angustiado de pensar que ella decidiera despedirme. Todavía no acababa de creerme lo que había hecho. Lo notaba irreal, impropio de mí, que me sabía un buen muchacho. No recuerdo si lloré, pero es seguro que nunca me he sentido más perdido que entonces, más humillado. Como todo hombre me creía un amante ideal, un copulador perfecto, y ella me había negado de una manera tajante. No comprendía por qué no me había matado allí mismo. Hubiera sido lo lógico. Estaba en su derecho.
Temeroso de entrar nuevamente en la casa, temeroso de marcharme, la madrugada me sorprendió en el porche. Entonces ella me llamó, con su voz de siempre, ordenándome que recogiera del suelo los platos rotos y me fuera a dormir, porque nos esperaba un trabajo muy duro al día siguiente.