26

Me desembarcaron en un planeta llamado Mandara, un botón sumergido en el caos civilizado cuyos habitantes conocían por el sobrenombre de Castigo; muy pronto iba yo a comprender por qué razón. En Castigo me soltaron, interrumpiendo por unos momentos la singladura de retorno a los mundos del anillo más al centro del Confín, pues al parecer no había un segundo que malgastar en un insecto como yo y mi importancia no justificaba la molestia de devolverme directamente hasta la Tierra. Fui depositado en aquel lugar con la promesa de que encontraría transporte para regresar a casa y la Marfil, tras desembarazarse de mí, volvió a zambullirse en el espacio, presta a cortarlo en dos segmentos con su quilla. Se alejaba así del planeta y de mi historia, pero ni siquiera llegué a lamentarlo.

Abandoné la lanzadera apenas estuvo posada sobre la superficie ansioso por entablar conocimiento de aquel mundo y saborear mi ya casi olvidada condición de ser humano civil y libre. Salí del artefacto esperando encontrar caras normales, gente común que pululara arriba y abajo con mil trajes variopintos, olvidados de la amorfa costura gris con que yo identificaba los uniformes, pero lo que vi me decepcionó. Lo que no vi, mejor. En los hangares, en los carriles, en el aeropuerto entero no había nada, no había nadie. Un puñado de edificios con aspecto de haber permanecido deshabitados durante años eran todo cuanto mi vista podía abarcar, el espectáculo completo que se representaba ante mis ojos haciéndome público de una nueva función. Un robot de servicio, un androide oxidado y podrido de lluvia y polvo, yacía junto a una de las puertas de entrada o de salida, como durmiendo un descanso que en una máquina se me antojó ridículo. Eso era todo. Agarré la bolsa donde guardaba mis pocos libros de siempre y la pequeña fortuna que significaba la paga casi completa de mis últimos tres años de poeta a sueldo, y caminé con paso altivo pronto mutado en paso triste hacia donde el instinto me indicaba que había vida, hacia el oeste. La lanzadera que me había transportado, cumplida su misión, activó el mecanismo de control remoto, pues ni un comandante humano habían puesto a mi disposición, y despegó en vertical loquita de ganas de volver al caparazón de su nodriza no sin ofrecerme un recital compuesto de ruido y polvo. Le dije adiós con una mueca y seguí la ruta que el destino me estaba abriendo.

Había una población seis o siete kilómetros más allá, el oeste. Se podía apreciar el resplandor de las casitas por debajo del disco blanco y rosado del sol, en un vano intento de dar su réplica al chaparrón de luz que doraba el planeta. Busqué a mi alrededor algún transporte que pudiera ahorrarme el camino pero cuanto pude ver quedaba reducido a un vehículo de tierra sin parabrisas ni neumáticos, casi sin asientos, todavía más raído y más caliente que aquello que había sido un robot en el aeropuerto. Por un momento, mientras caminaba hacia lo que quizá tan sólo fuera un espejismo, tuve la espantosa certidumbre de que en aquel condenado mundo no quedaba nadie sino yo; a fin de cuentas, absolutamente nadie.

Anduve hacia el horizonte, siguiendo un camino amarillo que tal vez en otro tiempo estuvo cubierto de asfalto o de metal y no de sucedáneos de oro. Las casas, a lo lejos, parecían fijas entre las irregularidades del terreno, clavadas siempre a la misma distancia por mucho que yo quisiera avanzar, de forma que la noche me embozó antes de que llegara a alcanzarlas. Tuve que orientarme por las señales luminosas dibujadas por los astros en el cielo, porque ninguna luz se asomó por las ventanas, circunstancia que me llenó de extrañeza y asombro. Tal vez en efecto estaba solo. Tal vez la lanzadera había marrado su destino. Tal vez me dirigía a un pueblo muerto.

Varias horas tardé en alcanzar por fin el poblado, y cuando lo hice ni una sola casa quiso abrir sus puertas para recibirme. Tuve la impresión de que el Capitán Sangre me había gastado una broma de muy mal gusto. Fastidiado, cansado, lleno de polvo y con sangre y magulladuras en los pies, lo maldije entre dientes, sin alzar la voz, temeroso de atraer sobre mí la atención de algún espectro que inundara las calles y covachas de aquel pueblo. Miré las estrellas, impelido por la necesidad de quien pregunta a un ser inexistente qué extraña jugarreta lo ha traído aquí, cuál es el resorte que menea su vida, y al hacerlo, como siempre, me sentí aplastado, infinitésimo. Una cualquiera de aquellas luces, inidentificable desde ahora, era la nave, la Marfil. Otra, todavía más lejana, la Tierra. Dormí a la intemperie aquella noche.

Con el nuevo día los fantasmas aparecieron. La ciudadela cobró vida lentamente, puntual como las saetas de un reloj de cuerda, indicándome que al menos no estaba del todo solo en aquel mundo. Deambulé por las calles, curioseando acá y allá sorprendido de ver tanto espacio vacío, tanto hueco, tanto silencio, hasta que a lo alto, sobre la cima de una colina demasiado perfecta para ser natural, distinguí una construcción moderna, un cinturón de acero plástico que trajo a mi cabeza el recuerdo de un castillo. Era lo único que indicaba la colonización del planeta, su inclusión en los designios de Nueva York, porque el resto de las casas estaban construidas de madera y piedra, maldito fuera aquel misterio.

Durante largo rato busqué un lugar donde comer, cuando mi estómago dio la alarma y me hizo recordar que tenía hambre, pero no fue hasta mediodía que localicé una taberna, un lugar oscuro y maloliente, sin ventilación, donde la luz era prendida en lámparas de aceite o sobre velas y todo lo inundaba un penetrante vahído a cera. Un hombre de barba pegajosa despertaba a ratos y atendía a los clientes, en el supuesto caso de que los hubiera habido alguna vez, porque en aquel momento, y quizá desde hacía mucho, yo era el único incauto con suficientes ganas de hacer el ridículo.

—Buenos días. Quisiera comer algo.

El hombre me buscó de arriba a abajo, con desconfianza, con despreocupación, como dudando si hacerme caso o regresar a su sueño, hasta que sus ojos se clavaron en mi bolsa y se dispuso a obedecer mi petición. Si advirtió que yo acababa de llegar, y tuvo que haberlo hecho, fue lo suficientemente educado para no dejarlo entrever, o acaso no me otorgó, él tampoco, la más mínima importancia.

—Es todo lo que hay —gruñó, colocando sobre una mesa un trozo de pan y un plato de barro con algo de verdura y un pedazo de queso. Dándolo por bueno, me senté y empecé a comer, pellizcando el alimento con dos dedos, pues no me había ofrecido cubiertos, dispuesto a conservar siempre las maneras y demostrarle al tipo aquél mi clase. El hombre, en vez de fijarse en mí, regresó a su lugar de vigilancia detrás del mostrador y un minuto más tarde ya había vuelto a volcarse en su sueño.

Por aquel desayuno hubiera sido capaz de estrangular a alguien en la Tierra, cuando fui un joven dandy deseoso de renombre y gloria, pero ahora tenía hambre y lo tragué sin protestar. El pan, al menos, sabía a plástico. Bueno, ya tendría tiempo de encontrar otro sitio más acorde con mi posición. Terminaría las verduras y buscaría un lugar donde comprar un nuevo traje con el que encender en amores a las nativas del planeta. El que llevaba, el mismo con el que había salido de casa trece años atrás, quedaba espantosamente antiguo, o eso pensaba yo. Ya elegiría más cuidadosamente una vez conociera mejor el lugar en el que me hallaba.

Acabé la comida, rescaté otra vez al hombre de su sueño y me dispuse a pagarle con un gesto de suficiencia, molesto porque una porción diminuta de aquella porquería se me había pegado en el paladar. La cuenta me pareció desorbitadamente alta, un precio abusivo incluso en cualquiera de los prostíbulos de alta graduación a los que había solido acudir en los años en que alquilé mis servicios al ejército, sobre todo por lo repugnante que la comida y el servicio habían sido. No dije nada y cumplí lo que me pedía, porque yo era un forastero en otra tierra y había que actuar según las normas. Entregué un billete de mil quinientos dracmas, liso y nuevo, que proclamaba alegremente su medida. El hombre lo recogió, lo miró con gesto entre abúlico y divertido y lo rompió en dos trozos.

—¡Eh! ¿Qué hace? —protesté, pues todavía estaba esperando el cambio—. ¿Por qué demonios rompe mi dinero? ¿Se ha creído que lo regalan? ¿Qué pasa, no tiene valor?

El hombre me miró otra vez, con los ojos más despiertos. Ofreció una sonrisa mezcla de candor y asco.

—En Castigo no, mi amigo. En Castigo su billete no vale un céntimo, ni el importe del papel en el que está impreso. En Castigo el dinero en seguida pierde su poder. Mil dracmas más, mil dracmas menos, ¿qué más da? Mañana serán basura, o pasado. No servirán ni para abonar estiércol. ¿Le pareció cara la comida? Cara y mala, ¿no es así? Imagínese, yo llevo un año sin probar otra maldita cosa, y lo que me queda todavía, sólo Rab lo sabe. Dichoso yo que todavía tengo algo que masticar. ¿Le pareció un precio abusivo? Vuelva mañana, o la semana que viene, y verá cómo ha duplicado su valor.

—¿Está usted bromeando?

—Nadie bromea en Castigo, muchacho. No hay tiempo. Es más importante apretar los dientes y sobrevivir. Dígame una cosa, si no es meterme en su vida privada. ¿Lleva usted muchos billetes como éste encima?

—Los suficientes para comprar un pasaje en una nave que se dirija a la Tierra.

—¿A la Tierra? ¿Pero existe de verdad? —borboteó él, con una risita tan divertida que me dio pena—. No, mi amigo. No encontrará pasaje en ningún lugar de aquí. No hay ninguno. ¿Ha visto el aeropuerto? ¿Ha estado allí ya? Debe haber estado, desde luego. En algún sitio deben haber debido soltarlo. ¿Me equivoco?

—No. Vengo de allí.

—Entonces ya sabe cuántos cruceros despegan cada día.

—¿No hay más aeropuertos en todo el planeta? ¿Quiere decirme que sólo tienen ese montón de polvo?

—Mandara es un mundo chico, usted me entiende. La Corporación plantó un aeropuerto y unas cuantas ciudades, chupó cuanto pudo y se largó. No hay más aeropuertos. Al menos para la gente como usted y yo.

—¿Cómo voy a salir de aquí, entonces?

—Nadie sale de Castigo. Ninguno de nosotros podrá hacerlo hasta que la Corporación lo quiera. Este mundo es en muchos aspectos una cárcel, ya lo verá. Pero contésteme, todavía estoy esperando a ver qué dice, ¿lleva usted mucho dinero encima? Soy de confianza, no tenga miedo de mí. El dinero es una cosa que aquí nunca le robarán. Nadie va a tomarse esa molestia. ¿Cuánto tiene?

—Ya le he dicho que lo suficiente.

—¿Lo suficiente? ¿Lo suficiente para qué? ¿Cuántos dracmas lleva en el bolsillo, cien mil, doscientos mil? No le servirán ni para un mes aquí. Ni para un mes. Y no tiene tantos, ya se le ve en la cara. Si quiere un consejo, amigo, y es lo único gratis que va a encontrar aquí, si quiere un consejo, quémelo. Quémelo todo y quémese usted con él. Ahorrará tiempo y sufrimientos. ¿No me cree? Se nota que acaba de llegar, ya verá dentro de quince días. Entonces sí tendrá que darme la razón. Hasta entonces, mi amigo. Buenas tardes.

Fue así como supe que Mandara estaba sufriendo un cerco económico, un asedio por parte de la Corporación. Fue así como supe que al planeta le decían Castigo, no por una broma ni por deseos de hacerse notar, sino porque en efecto vivir en él suponía alguna especie de sanción. Empecé a encajar fragmentos: el estado del aeropuerto, la falta de luz en las casas, el precio de los alimentos, la palidez en las caras de la gente habían sido pistas en las cuales debí haberme fijado nada más llegar, pero entonces estuve demasiado ocupado mirándolo todo sin analizar, creyendo que estaba siendo víctima de un error y no de una trama perfectamente estructurada por alguien conocido como correctivo a mis desplantes. Interrogué a unos y a otros, mientras tuve dinero para invitar a un trago de agua mezclada con miel, y así pude, más o menos, reconstruir lo que había sido su historia.

Mandara, nadie sabía exactamente la razón, nadie se atrevía a declararlo abiertamente, había caído en desgracia a los ojos de la Corporación, como yo mismo, quizá por cuestión de unos impuestos que sus habitantes se habían negado a entregar un año antes. Previamente, en los días en que Mandara había sido un mundo feliz, si es que eso existe, muchas naves subían y bajaban a su superficie, exprimiéndolo hasta dejarlo seco. Esto había sido diez años atrás, cuando su seno aún ofrecía energía y alimentos en cantidad suficiente para merecer el interés de Nueva York e incluso exportar su carga a otros sistemas y otros mundos. Todo quedaba tan lejano que imaginarlo parecía un sueño, una tabulación, ya que ahora no había bastante electricidad para encender una bombilla, ni una gota de carburante con el que hacer andar al más pequeño de los vehículos de tierra, ni una pieza de carne que llevarse a la boca, porque hasta los perros habían sido muertos y devorados tiempo antes. Incluso el agua resultaba tan cara como las drogas de alto placer en cualquier otro planeta.

Lo poco que en Mandara había incrementaba constantemente de precio, en una inflación delirante potenciada desde arriba por algún compinche del muy inteligente y sacrosanto Nueva York. La situación de aislamiento duraba ya casi un año, y no tenía visos de ir a parar. En la ciudadela levantada sobre la colina, en el castillo, dos centenares de privilegiados, los hombres de la Corporación que habían quedado en la superficie del planeta cuanto los cargueros lo abandonaron arrasando con todo, meses antes del bloqueo, se encargaban de dar salida lentamente a nuevas emisiones de dinero inservible una semana después, pequeñas cargas de madera o de hierro con las que encender una hoguera contra el frío o con las que forjar un cuchillo para la alimentación o la defensa, dosis de alimentos apenas suficientes con las que recargar fuerzas y volver de nuevo a la vagancia, la desesperación y el fracaso. A quienes estábamos situados por debajo, los del castillo se nos aparentaban tan extraños como demonios de los cielos, pues pocos eran los que salían de la ciudad y se internaban detrás de las almenas para unirse a su alegre cabalgata de lujo y sexo, pocos eran los que se atrevían a jugarse la vida para ofrecerla a la lascivia de los siervoseñores, ya que la muerte por tortura o la vejación acechaban tras los labios sonrientes de quienes eran idolatrados y se juzgaban a sí mismos como perfectos. Los del castillo, aquella horda de administradores sabiamente administrados a su vez por Nueva York, tenían el mundo en sus manos, a su entera disposición, y jugaban con él como con un juguete nuevo al que hay que aprovechar antes de que se le gaste la cuerda. A veces, en la soledad de las calles oscuras y desiertas, se escuchaba la música filtrada desde lo alto, las palabras obscenas, las alegres carcajadas de mujeres y hombres demasiado entretenidos en sus cuerpos para mirar siquiera alrededor, las luces de brillantes colores despilfarradas mientras los parias de abajo no disponían, no disponíamos, de la iluminación que podía ofrecernos una simple vela.

En Castigo la vida no era vida. En Castigo los hombres habían sido adiestrados para sobrevivir, y a este cruel aprendizaje hube de unirme. No podía huir a otro lugar, ni dentro ni fuera del planeta, eso quedaba claro; no era para mí. Causaba desesperación ver cómo los cargueros entraban y escapaban libremente más allá de las almenas que bordeaban la alta ciudad, y a la rabia venía a unirse el deseo de que la Corporación tuviera misericordia de nosotros y decidiera romper alguna vez el cerco. Entonces ya podría salir de allí, dejar Mandara atrás, volverme a casa si era posible. Pero tardaría media vida en reunir los dracmas necesarios para el viaje de ser así, estaba seguro.

Mi dinero de tres años se agotó en un mes, y me vi desamparado en aquel puñado de nada, sin un mendrugo que llevarme a la boca, sin trabajo. Nadie podía ofrecerme más que una ayuda coyuntural, porque ni siquiera los más desahogados sabían si podrían pagarme una moneda al día siguiente, o si tendrían comida que canjear a cambio de mis servicios. En menos de tres semanas me vi arrojado de los cielos a la tierra, de la Tercera a la Primera Edad Media, de un solo golpe, con toda la carga de frustración que esto puede arrastrar, acostumbrado como estaba al lujo de lo inservible. Si lo que Nueva York o Ares Wayne habían pretendido con esta jugada era hacer que me arrepintiera de mi actitud hacia el puesto de poeta y la Corporación, si lo que con aquello buscaban era una purga, su preocupación por mí había sido en vano, porque yo prefería acabar desnutrido o apuñalado en cualquiera de las callejas de Castigo que muerto de locura o soledad entre las paredes de un rompehielos. La soberbia no es buena ni siquiera para un rey, pero cuando pensaba en lo que era yo me hinchaba de soberbia, recargado de deseos de sobrevivir a la inmundicia que dominaba todo aquello.

Un segundo mes pasó, y durante él fui viviendo como pude, a retazos, mendigando o robando pequeños bocados acá y allá, soportando trabajos miserables, remiendos eventuales con los que a veces no tenía ni para comprar un pedazo de queso o una jarra de agua. Sufrí también más de una paliza, con la razón de parte de mis perseguidores y la culpa adjudicada a mi escasa habilidad y a la Corporación, porque a pesar de todo me dolía despojar de las migajas a quien no tenía nada tampoco y hacerlo me resultaba repugnante y trabajoso aunque fuera necesario. Perdí varios kilos de peso en este tiempo, y mis músculos se tornaron nudos semejantes a nervios, de manera que la ropa me vino grande y comencé a dibujar un perfil de cuchillo que tardaría mucho tiempo en llegar a perder, si alguna vez lo he hecho. También me dejé crecer la barba. Es una tontería reseñarlo, pero no lo hice por ninguna concesión estética al dandy que había pretendido ser, sino porque, sencillamente, el agua era demasiado preciosa para malgastarla en una labor de aseo. Tuve que vender mis libros con dolor y resignación, a muy bajo precio, pues tenía que comer y nadie iba a regalarme nada en aquel sitio. El hombre que me los compró no sabía leer, pero en Castigo era más importante poseer un artículo que tener su valor en dinero, visto lo que podía durar el poder adquisitivo de un billete. Con un libro además, como el hombre dijo, siempre se podía encender un buen fuego.

Los billetes que emitían los siervoseñores del castillo, por otra parte, tenían tan corta vida que pronto en Castigo se había iniciado el libre intercambio, valorando una jarra de agua y miel, por ejemplo, por dos hogazas de pan, o dando preferencia al pago efectivo en oro, en platino, o en acero orgánico.

Yo llevaba dentro de mi hombro una pequeña fortuna en acero orgánico, según había dicho el Doc de la Marfil, pero de cualquier forma su uso no estaba a mi alcance. La clavícula que me sujetaba podría muy bien valer por dos meses de estancia sin problemas en la superficie de Mandara, o quizá a cambio de ella alguno de los siervoseñores accediese a dejarme subir a uno de los navíos de transporte que constantemente despegaban rumbo a la libertad al otro lado de la cerca, pero prefería ser un cadáver entero que un hombre vivo por la mitad, y lo mismo podía aplicarse respecto al hueso que mantenía derecha mi nariz. Yo estaba dispuesto a morirme poquito a poco antes de dar a la Corporación el gusto de recuperar aquella parte de mí que en otro tiempo había sido suya. El canje, además, había sido justo. Mi hombro nuevo por mi hombro destrozado. Mi curación a cambio de diez años de mi vida hecha pedazos. Antes de desprenderme del metal yo prefería languidecer, consumirme en las heladas que precipitaba ya el invierno. Claro que no todo el mundo pensaba de la misma forma.

La falta de solidaridad, la delincuencia, el crimen, no falseaban su apariencia en la vida diaria de Castigo, ni mucho menos. Otro buen mote para Mandara, que según contaban había sido un paraíso, podría ser Infierno. En este aspecto salvaje, el planeta estaba inscrito plenamente en todos los convencionalismos de la civilización. Más de una vez encontré rastros de sangre todavía húmeda, senderos rojos que indicaban que las escasas propiedades de un hombre habían pasado a los bolsillos de otro con menos escrúpulos y que lo mejor para la salud era perderse en cualquier calleja contigua, alterar el rumbo hasta que la mancha se tornara seca y simulara vino. Era corriente encontrar cada mañana cadáveres sin ropa y sin los collares o pendientes que habían lucido el día anterior, incluso sin los dientes de oro o platino que habían escondido celosamente en sus dentaduras de aspirantes a muertos mientras creyeron que la existencia es una sonrisa disimulada a las encías y las caries. La vida de un hombre cuesta poco. Incluso un tonto puede convertirse en un asesino, en un héroe. La vida de un hombre no cuesta ni el esfuerzo de acercarse y trastornarlo, sobre todo en Mandara, en Castigo, donde se mataba con suma facilidad a quien llevara en el interior de su insignificante cuerpo alguna cantidad de metal latente.

Me atacaron un día, apenas dos meses desde mi llegada, en el callejón donde yo había sólido ir a dormir las últimas semanas, pues creía estar a salvo de visitantes indiscretos y del acoso helado del viento. Dos hombres, tan parecidos que se me antojaron idénticos, me rodearon mostrando la mueca característica de quien se sabe supremo, con los dientes desplegados llenos de tizne amarillo y toscos pedazos de hierro limados imitando puñales o mazas. Uno de ellos, no importa quién, no tuve tiempo de saberlo, llevaba a la cintura uno de esos aparatos que el Doc de la Marfil había usado en mi operación, una sonda trucada capaz de reaccionar con un zumbido ante el estímulo del acero latente.

—Tranquilo, muchachito —canturreaba uno de ellos, intentando calmarme y poniéndome más nervioso, la pierna derecha estirada en un paso inmenso, el cuchillo dentro del puño deslizando chispas de plata sobre su filo—. No va a doler, mi amor, te lo prometo. Sólo durará un momento. No retrocedas, hijo de puta. No tienes escapatoria. Sé buen chico y no trates de ponerlo más difícil, ¿vale? Anda, acércate. Vamos, un pasito adelante. No, no, no. Hacia mí, camina hacia mí. No va a doler. Un pinchacito y todo acabará. ¿Es que no te parece buena idea? No más frío, no más hambre, no más soledad. ¿De acuerdo, entonces? Vamos, bastardo, no retrocedas. Morirás para que nosotros podamos vivir. Deja de moverte, cabrón, no vas a atravesar la pared de cualquier forma. Anda, ven aquí. Nosotros acortaremos todo tu sufrimiento. Mi aparatito dice que vas a valemos mucho dinero, querubín. Te alegrará saber que no vas a morir para nada. ¿Quieres una confidencia? Creo que serás un muerto muy lindo, un cadáver perfecto.

—El pelo, Tuán, mira el pelo —señaló el otro, dando una zancada hacia mí, señalando con el arma o con su dedo—. Podremos sacar dinero también de ahí. Alguna de las señoras del castillo tal vez desee hacerse una peluca. ¿No te parece una suerte que nos hayamos encontrado uno rubio?

Siguieron acercándose, en derredor, con todos los ojos salpicados de miseria y fiebre. Iban a matarme con aburrimiento, contagiados de la rutina y la costumbre. Los medí con pánico creciente, intentando calcular quién iba a ser el primero en darme alcance, el primero en regalarme de muerte. Cuando quise retroceder un nuevo paso atrás, la pared del callejón se opuso, harto sin duda de haber sido mi protector. Tanteé en busca de algo que sirviera para defenderme, pero no encontré nada. Muy calmado, resignado quizá, me preparé a enfrentarme a aquella prueba, sabiendo que ningún deus ex machina iba a venir a rescatarme.

El primero de los hombres, el más alto, lanzó su puñal hacia mi pecho, de la manera directa con que suele darse un puñetazo. Vi venir la hoja hacia mí, reflejar toda la plata en su filo, y de pronto lo aprendido en Monasterio y la Marfil vino en mi ayuda. Me sorprendí esquivando la embestida y deteniéndole la mano con mi propia mano, con tanta rapidez que ni el hombre mismo se dio cuenta, y antes de que pudiera zafarse de la presa le retorcí el brazo con tanta brusquedad que mi ropa se desgarró, y golpeé la articulación con mi codo, de forma que el hueso se quebró con un sonido de guitarra mustia y el hombre dejó escapar un grito y soltó el cuchillo. El segundo asesino disparó su brazo desde abajo, presto a abrirme una franja de sangre en el abdomen, pero el otro hombre se interpuso en mi camino, o lo coloqué así yo, y la navaja se le hundió violentamente en la carne. Mientras uno caía ya muerto y el segundo intentaba desclavar la daga del interior de quien había sido su compañero, yo, perito en guerras, todavía extrañamente violento, respondiendo a resortes inculcados diez o doce años atrás, disparé mi pierna hasta encontrar hueco en sus testículos y roté mi codo en medio arco, con un golpe caliente y seco, y destrocé la mandíbula entera de mi asaltante. El impacto fue tan brutal que el hombre cayó derrumbado como un tronco hendido, golpeándose la cabeza contra la esquina dibujada por el muro dos veces seguidas. No necesité repetir mi hazaña para asegurarme de que también estaba muerto.

Retrocedí dos o tres pasos, sonámbulo y rodeado de sudor, horrorizado y contento por lo que había hecho. Media existencia malgastada viendo de lejos una batalla tras otra y nunca había tenido que matar a un hombre, jamás me había imaginado pasando por aquella situación. Era ridículo.

Tuvo que llegar Castigo y dos parias sin escrúpulos para que yo también me llenara los labios de muerte.

Me alejé del lugar, más recuperado, todavía sin creer que había reaccionado como un matador profesional hubiera hecho, consciente de que Ares Wayne aplaudiría de saberlo mi recién terminada ejecución. Lavé mis manos con mi propia orina, que sentí helada, esbozando en las paredes un río amarillo de sangre. Esto era lo que se sentía tras la muerte: la tranquilidad, la plena afirmación de la propia vida, la apreciación de la belleza. Si el oxígeno sabía menos denso, si la noche se volcaba más serena y los músculos se distendían de puro goce, entonces no resultaba extraño que los hombres hayan hecho del combate su negocio, de la sangre su más preciado deporte.

Busqué lejos un nuevo lugar donde dormir un sueño blanco, a salvo de cualquier tipo de pesadilla. Me desperté a la mañana siguiente con la sensación de que nada había ocurrido, náufrago de la catástrofe, pero mi codo empezaba a resentirse por los golpes y los harapos que adornaba ofrecían un último y más terrible desgarrón. Recordando aquello que los dos asesinos muertos habían dicho, acudí a vender mi pelo, lo único mío de lo que podía a estas alturas disponer. Más tarde, con la cabeza clara, parecido mejor que nunca a un militar, fui a comer un plato de bazofia con el que celebrar mi reencuentro con la vida, sabedor de que el invierno que corría, no había duda, se encargaría de preparar mi nueva cita con la muerte.