Yo había sido una llamita roja brillando sola en la oscuridad, una cerilla, una luciérnaga, y como tal habría de terminar consumiéndome temprano o tarde. Durante mucho tiempo me había alimentado de una energía viciada, de un oxígeno falso, pero mi resplandor —esto lo sabía— no habría de arder de un modo eterno. La antorcha que estaba siendo se apagaba, mi aventura en el espacio tocaba a su fin. Aquella situación por la que atravesaba no podría alargarse demasiado; ni yo mismo era capaz de soportarla y soportarme. Ahora, para hacerlo todo aún más difícil, mi utilidad a la Corporación y la Conquista había quedado puesta en entredicho porque Nueva York ya no aceptaba mis poemas.
Nueva York ya no aceptaba mis poemas. La realidad había venido a imponerse día a día, carcomiéndolo todo alrededor de una manera lenta e irreversible, sin que yo ni nadie en la Marfil entera se diera cuenta apenas del giro paulatino que iba adquiriendo la situación. Al primero de mis poemas censurados, postergados sine die, siguió un segundo, y un tercero, y muchos poemas más, siempre en crescendo, de manera que hubo un momento en que ya no escribía pensando en los juglares que habrían de transmitirlo, en el público y su aceptación, sino en mi propio placer, según mi propio criterio de autor y crítico. Desde esta nueva situación, costaba mucho esfuerzo recordar que nada antes había sido así, que hubo un día en que mis trabajos se transmitieron alegremente de trovador en trovador, de mundo en mundo, de ciudad en ciudad, que hubo una época en que fueron miles las personas que tomaban mis mentiras como cantos propios y Nueva York me hacía ver de vez en cuando que se encontraba satisfecho de mi labor. Sí, era duro recordar, imaginarlo, pero aquellos habían sido otros momentos, perdidos y lejanos, muertos desde el instante en que empecé a cubrirme de excrementos y de sangre. Yo nunca podría volver a escribir mis poemas como antes, aunque quisiera, nunca más. Había perdido la capacidad, la alegría de escribir sin acusar la destrucción en mi conciencia, el remordimiento transformado en una mujer sin rostro que atacaba cada noche portando la cuchilla del horror. No podía. Había sido tocado por la muerte y me era del todo punto imposible desarrollar mis trabajos de otra manera. No lo pretendía tampoco. Me negaba en redondo a claudicar, me negaba a cantar al gusto de Nueva York y sus consignas y olvidar mi propio espíritu. No quería hacerlo. Había visto demasiadas veces la misma escena, había mentido la misma historia demasiado tiempo. Ya estaba harto de contarlo todo al revés, según conviniera. Ya no podía soportar un minuto más aquella horrible presencia de mis versos adornados de sangre. Estaba acabado. Mi vida como poeta a sueldo concluía; no me dejaban nada para decir, no me lo permitían. Estaba terminado, pero ni Nueva York ni sus amenazas, ni Ares Wayne ni nadie me harían cambiar de opinión. Yo era una llama y prefería apagarme antes de respirar un aire envenenado, ennegrecido por los conceptos de la gloria y de la sangre. Yo era una luciérnaga y prefería morir aplastado por una bota antes de omitir mi canto. Yo era nada, y era mejor ser nada que mirarme en un espejo y no reconocerme sino a ráfagas, saber que bajo toda aquella capa de alegría que en otro tiempo habían transpirado mis poemas se escondía un regusto ácido y amargo de desesperación y de llanto; mejor no ser que ser aquello. Mi paciencia había llegado a su final, mis nervios se negaban a mentir de nuevo. Si lo que yo veía no era amable, si lo que mis labios sentían no era bueno, mis dedos estaban obligados a teclear la muerte y el dolor en su sentido exacto, en toda su espantosa ceremonia, sin ningún tipo de trucajes ni de arreglos. Hacía mucho tiempo que deseaba ser testigo fiel de la anécdota a la que pertenecía; un impulso vital me empujaba a tomar nota veraz de todo lo que acontecía a mi alrededor, todo lo que era ruido y era sangre, porque había venido hasta tan lejos para dejar conciencia de mi entorno, porque necesitaba ser coherente con la Historia. Durante demasiado tiempo me había quedado atrás, camuflada toda mi apariencia debajo del tizne rojo del alcohol y la alegría, debajo de poemas ilusos que eran del agrado de todos cuantos los oían menos de mí. Durante demasiado tiempo me había doblado como una palmera frente a un huracán, había permitido que el viento chasqueara sus garras a mi alrededor sin derribarme, había apoyado con mi actitud las matanzas que me revolvían el estómago. Luego, lentamente, casi sin darme cuenta, las ideas de mi dentro se impusieron y llegué a contarlo todo en su magno horror, con la penuria del acontecimiento inútil que sólo cuesta ríos de sangre, y al hacerlo supongo que encontré la paz que iba buscando, porque así al menos tenía certeza de que mi trabajo era justo, y aunque con todo aquello no remendaba nada de la destrucción que mis iguales iban acarreando, me sentía mejor de escribir y hacerlo según lo deseaba, según juzgaba necesario. Estos poemas me gustaban, no porque fueran hermosos en sí, sino porque me brotaban directamente de las vísceras, porque eran tan directos como la misma experiencia que estaban relatando. Sin embargo, únicamente los escribía para mí. Nueva York no estaba conforme con ellos; los rechazaba uno tras otro. El capitán Sangre me miraba ceñudo cuando los horrores de las letras le salpicaban, hiriéndole más que los horrores auténticos que él derramaba sin desconsuelo. Aquellos poemas, paradójicamente, mis mejores poemas porque eran a la vez espontáneos y trabajados, irreductibles y matemáticos (toda la literatura es música), no resultaban del agrado de nadie. Como una palmera frente a un huracán, yo habría de plegarme nuevamente al acoso de Nueva York o el viento que encarnaba me arrancaría de un manotazo y me desintegraría desde el tronco a la raíz.
Se imponía una decisión. Quedaba claro que Nueva York no iba a concederme ninguna oportunidad; ya había esperado demasiado tiempo, y un inmortal no tiene un solo minuto que perder. Ares Wayne quería un poeta a bordo, alguien que ensalzara sus acciones y glorificara su maldita aflicción de hemoglobina, un bardo épico y no un patán de sentimientos y rostro aniñado capaz de lagrimear páginas enteras porque no soportaba la vista o el contacto de un cadáver. Si la soledad en la Marfil ya me era familiar, aún hubo de hacerse mayor en mi último año de estancia a bordo. El capitán, tan cerrado en su actitud como yo mismo, replegado en su coraza con disgusto, apenas me hablaba. Los soldados, ignorándome ahora más que nunca, rehuían mi contacto porque yo era el leproso de la nave, el contaminado, el extraño. Ahora que Turin MacNamara ya no estaba, ahora que ya no estaba Whynnom Salvador, nadie venía a ofrecerme un poco de charla, ninguno de la tripulación desperdiciaba las horas de descanso en mi compañía. Ahora sí que me encontraba realmente solo. Solo, y no me importaba.
Comprendí que un cambio se avecinaba en mi vida. Lo estaban recitando las estrellas. Ares Wayne pediría mi relevo, argumentaría mil pretextos, todos aceptables, porque Nueva York daba signos de encontrarse también harto de mí, que no hacía lo suficiente para justificar la paga. Con un poco de suerte, me destinarían a un crucero regular donde pasaría el resto de mis días enclaustrado y dolido como Narcise Hall, entregado al placer del polvo de ángel y el alcohol y los muchachos por no tener ninguna otra cosa a mano. Tuve una visión de mi futuro, de lo que sería el mejor de mis mañanas desde el momento en que me trasladaran hasta mi propia muerte, y lo que vi no me gustó. Cualquier cosa que ellos decidieran sería infinitamente peor que la Marfil. Dios, la Marfil. Nueve años viviendo en su interior y todavía no era capaz de llamarla mi casa.
Tiépolo siempre lo había sabido. Tiépolo lo había dicho hacía tanto tiempo que casi no lo recordaba ya. Había tenido la razón; lo había predicho. Mi viejo, querido Tiépolo. Lo había sabido todo el tiempo y tuvieron que pasar casi trece años para que yo llegara a comprenderlo. Trece años, tanto tiempo. Y parecía ayer cuando lo vi, ayer cuando nos despedimos. En la soledad de la astronave, en los eones previos a mi decisión me miraba la mano y sentía el contacto de su palma, las palabras tanto rato retenidas, el olor de sus cigarros a cacao, el momento supremo de nuestra despedida última en la estación del suburbus, allá en la Tierra. El velo se descubrió, y lo recordé, y por fin pude comprenderlo.
—Hamlet, no me importa si no logras ser un buen poeta, pero procura mantenerte siempre íntegro. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, padre. Escribiré a menudo.
De acuerdo. El lo había sabido antes que yo. El conocía mi destino. Yo ahora, allá en lo alto, prendido entre las estrellas, no estaba siendo un hombre íntegro, no estaba manteniendo mi promesa, había olvidado las palabras que formaron el último consejo, el mensaje de aquel viejo muerto. Certifiqué que no sólo estaba prostituyendo mi trabajo sino también mi vida, que aquél no era mi oficio, que aceptar las bases que Nueva York había impuesto no encuadraba dentro de mis normas, que ya no era quien era. No, yo no servía para el puesto. No le servía a la Corporación como poeta. Lo sabía desde siempre y lo había descubierto justo ahora. El precio que pagaba a cambio de mi sueldo era demasiado alto: mi propia estabilidad, mi cordura. Yo no pertenecía a aquel horror. Mi causa no era la causa que masacraba a tantos hombres. No, yo no podía ser uno de allí. Por muchos años y muchos poemas que pasaran y compusiera, siempre sería un extraño, jamás estaría ligado a esa intención. Yo había querido ser autóctono, libre de mí mismo, pájaro, y en vez de esto estaba a sueldo de quien no me comprendía, de quien me obligaba a rebajar el nivel de mis escritos, de quien siempre ponía por delante los abstractos intereses de una labor de masacre que había definido como Conquista. Yo había querido ser mío propio y ahora ni a mí mismo me pertenecía. Estaba manchado. Estaba roto. Tanta sangre y tanta muerte me habían secado de por dentro, tanta ilusión y tanta esperanza me habían humedecido de por fuera. Y ahora ya nada tenía que hacer. Ahora ya ninguna cinta me ataba a aquello que nunca me agradó. Si no querían mis poemas, si Nueva York prescindía de mí porque yo para él nada represento, Nueva York podía meterse la Conquista entre las cejas, los oropeles, los penachos, las guirnaldas. Nueva York podía escarbar en sangre hasta anegarse, escribí y nadie me leyó, podía mecerse con los gemidos, masturbarse al sonido de una carga, desperdiciar su semen putrefacto al son de una corneta, vaciar mil mundos, absorber cien estrellas, que yo volvía al sol de donde era, eso dije, yo me tornaba al mar que fue mi casa.
Fue la hora de la decisión y decidí, antes de que alguien ajeno lo hiciera en mi lugar. Oh, claro, otro lo hubiera hecho a su manera, se habría inmolado volando la Marfil entera, o se habría unido a la guerrilla, como muchos soldados hacen, prestos a dar su vida por una causa, confiados en que su gesto acabaría con la Corporación como la noche acaba con el día. Otro, tal vez, pero no yo. No me consideraba un héroe, sino un chico inteligente, y ya sabía que de aquella forma tampoco iba a conseguir nada. Otro lo hubiera hecho, pero yo no, porque más humilde, más cobarde, más sincero, sencillamente, dimití.