Seis horas antes de que hubiera de venir la muerte para romperlo, el teniente Whynnom Salvador bajó a mi santuario. Yo estaba terminando de corregir los últimos dos tercios de un poema cuya difusión estaba seguro Nueva York se encargaría de protestar, como así fue, y no me di cuenta entonces, sino mucho después, cuando ya era tarde, de que llevaba puesto su blanco uniforme de húsar, el mismo con el que había acudido a recibirme el día de mi llegada a bordo, hacía tanto tiempo. A la luz de cristal de mi dormitorio se le veía más delgado que de costumbre, muy pálido, como si fuera un cadáver y llevara largo rato muerto.
Me advirtió, tras curiosear las pruebas y hacer referencia a la colocación de la rima en mi trabajo, que el capitán Wayne nos esperaba para bajar a la superficie y la lanzadera estaba a punto de ser disparada. Yo ya sabía todo esto desde hacía muchos días, así que guardé el poema y me calcé la guerrera y los guantes de gala, porque aquella era una misión de protocolo. El teniente me ayudó a colocarme bien el pesado uniforme, con dedicación propia de un sastre, sin que ninguno de los dos sospechara que unas cuantas horas más tarde se invertiría la situación y habría de ser yo mismo quien tejiera su mortaja, el último que velara su sueño eterno. La muerte entonces quedaba lejana, porque aquella nuestra acción no era de guerra, sino de paz, y la Alianza de las Cinco Primaveras nos aguardaba en el amanecer de aquel planeta.
Una vez estuve vestido y engalanado para la representación, agarré la canana e intenté colocarme la pistola en el cinto, pero el teniente me lo impidió, chasqueando la lengua con desdén y meneando a izquierda y derecha su dedo índice.
—Nada de armas, Hamlet. La misión es de paz, muchacho. No hay por qué preocuparse. ¿Ves? —consoló dándose media vuelta, cuando hubiera debido ser yo quien le diera ánimos a él—. También voy desarmado, ¿lo notas? Ahí abajo no corremos ninguna clase de peligro.
Deposité la pistola en su lugar, receloso de que todo fuera a salir correctamente, como se suponía. En el fondo, no podía dejar de pensar que alguna clase de misterioso conjuro nos había sido impuesto, y que algo malo nos estaba aguardando. Superstición tal vez, no podía explicarlo. Quizá ni siquiera existió en ese momento. Quizá yo creía entonces que la incursión era segura, y todos los momentos después señalados como intuiciones vengan dados porque conozco el final de aquella historia. No lo sé. No puedo establecerlo. Pero la escena, de cualquier manera, me parece coreografiada paso a paso, como si fuera la representación de un ballet sangriento cuya reclusión se conoce irreversible. Sí, quizá no ocurrió nada que pudiera alertarnos, ninguna huella para ponernos sobre aviso. Es lo normal. Quizá cada uno de nuestros movimientos marcados en aquel amanecer respondiera a algún siniestro presagio. Es lo lógico.
Yo tenía miedo, de todas formas. No me duele confesarlo: estaba nervioso. En mi larga estancia en la nave, en mi extensa experiencia como comparsa junto al ejército, había llegado a aprender que las misiones aparentemente más simples suelen ser las de final más trágico. Ya me había ocurrido un par de veces. La herida de mi hombro, ya cicatrizada, era prueba de ello. Yo llamaba el maleficio de la Marfil, para simplificar, a aquella cosa inexplicable que hacía que las incursiones de paz terminaran envueltas en nubes de disparos y sangre y las patrullas se perdieran en territorios donde supuestamente no había nadie, a menos que la propia tierra estuviera también en contra nuestra. Lo confieso: tenía miedo. Bajar a aquella canica anaranjada sin más compañía que el teniente Salvador y el capitán, sin escolta, no me parecía muy seguro. Ya sabía que no iba a pasar nada, que la situación estaba controlada y el planeta era amigo, aliado de la Corporación, pero seguía sin tenerlas todas conmigo. Desde mi herida me había vuelto muy miedoso. Tenía pánico a descender a cualquier lugar donde hubieran perspectivas de batalla y alguna bala pudiera cortarme la cabeza de un tajo. Una vez conocida la mordedura del dolor, comprendía las reacciones de Narcise.
—Vamos, Hamlet, alegra esa cara —tranquilizó Salvador, sacándome de mi ensimismamiento—. No estarás pensando otra vez en esa idea tuya del maleficio, ¿no? Eso son paparruchas. Si empiezas a creer en esas cosas, acabarás queriendo leer el futuro en las tripas abiertas de un rebelde, como el capitán. Termina de vestirte y date prisa. La lanzadera nos espera.
Media hora más tarde estábamos en vuelo hacia el planeta, un mundo parecido a una burbuja de chicle que alguien había bautizado Mosaico, ignoro por qué razón. Desde arriba parecía cierto que no teníamos nada que temer, tan pacíficamente rotaba. Estaba enclavado en el anillo interior del Confín, lo que significaba que aquella misión no ofrecía ningún peligro, al menos de un modo teórico, porque la lanzadera siempre podía estrellarse, o algún virus local penetrar y agarrarse a tu interior sin que nada, excepto un cuerpo nuevo, pudiera acabar con su existencia.
—Te va a gustar, poeta. Ya lo verás —decía el capitán, hermoso y fiero en su uniforme de gala, mientras atravesábamos la atmósfera, sonrosadas nubes como algodón de caramelo—. La Ceremonia de la Alianza es un espectáculo impresionante, lleno de color. Estuve aquí cuando tenía tu edad, estrenando mi grado de teniente, y guardo un bonito recuerdo de lo que vi. Los hombres son valientes y las mujeres hermosas y amigables. Es fácil entablar relación. Te gustará.
Yo asentía a todo cuanto charlaba, con una sonrisa, como había aprendido a hacer en los años que llevaba en la Marfil, pero lo cierto es que sabía perfectamente hasta dónde decía la verdad y a partir de qué punto empezaba a burlarse de mí. A pesar de mi veteranía, había momentos en que me parecía ser un recién llegado, tantas cosas había desperdigadas en el espacio. Por eso previamente me preparaba y procuraba conocer cuanto fuera posible sobre el mundo al que nos enviaba nuestra misión. Ahora, por ejemplo, yo sabía más o menos lo que nos íbamos a encontrar, porque había pasado toda una semana leyendo informes sobre Mosaico, su cultura y su civilización, de modo que era muy difícil que el capitán pudiera embaucarme con alguna de sus salidas. Las mujeres del planeta, como había dicho, solían ser muy hermosas y complacientes. Cierto. Pero poseer una de ellas resultaba casi tan complicado como copular con tres mujeres a la vez en el interior de una esfera, y no estoy refiriéndome únicamente a cuestión de precios.
Las mujeres ith, antes de acceder a las demandas y ofrecerse a un pretendiente, entregaban la sábana que adornaba su lecho. A partir de entonces, se desarrollaba el ritual. El varón ith debía enfrentarse a un animal semejante a un toro y clavarle estiletes o estoquearlo hasta que la sangre del animal manchara el trapo; así daba muestra de su pericia y su valor. La mujer, después, era poseída gozosamente por el hombre sobre el lino lleno de sangre. Una ceremonia fascinante, llena de simbolismos, pero que estaba muy lejos de mi alcance. Tal vez Wayne o incluso Salvador se atrevieran a descabellar a un toro con el fin de habitar a una mujer, pero yo, desde luego, no sería capaz de hacerlo. En mi visita a Mosaico me limitaría a actuar en la ceremonia de la Alianza, comprobar las variantes de su idioma y estudiar los orígenes de sus cantares y leyendas, si las tenían. Ninguna mujer, por el momento. La oferta que brindaban sus cuerpos pintados de azul era tentadora, pero el precio resultaba, para mis posibilidades, demasiado alto.
Muy en nuestro papel de hermanos mayores, descendimos de la nave, rodeados de un silencio en el que se rastreaba, o fue mi impresión, el respeto y el miedo. Ares Wayne caminaba primero, y a unos dos pasos de distancia le seguíamos el teniente y yo, procurando no perder su ritmo. Varios centenares de hombres, representantes de los muchos clanes ith (tal vez por la variedad se llamaba Mosaico), nos hacían pasillo, envarados y vestidos de paños largos, mientras sus ojos nos miraban con expresión admirada, divertida o simplemente salvaje.
Wayne llegó al trono de piedra emplazado en la gran meseta para la ocasión, subió los doce peldaños tallados a mano y se sentó, matizando en su cara sin tonos medios una expresión interesante. Calmada la marea de cuerpos, y lista para iniciarse la representación, uno de los jefes ith se me acercó, y tras murmurar algo que no logré entender, me tendió un pesado cetro de metal, una vara cilíndrica y fina rematada en una talla con figura de lobo. A pesar de que no pude entender apenas el dialecto, supe lo que tenía que hacer. Subí la escalinata, aparentando distinción, y entregué la vara de mando al capitán, que la recogió inclinando la cabeza a modo de agradecimiento. Vuelto a mi puesto, me dispuse a repetir cuanto fuera necesario. Me maldije interiormente por no haber repasado mejor aquel condenado lenguaje lleno de vocales intermedias. Aún tardaría algo en lograr entender cada palabra, como ocurre siempre.
Whynnom Salvador, en su calidad de representante del hombre-símbolo de la Corporación, el propio capitán, permanecía al pie de los escalones, listo para recibir uno a uno a los casi trescientos líderes, sus ofrendas y sus peticiones, aunque no pudiera entenderlas. El cadáver que ya era me sonrió, todavía pálido, muy muerto, fantasmal, y me hizo un guiño que quería decir que me tranquilizara y que no iba a pasar nada. Le devolví la sonrisa, ya más calmado. A nuestro alrededor, los ith habían conservado su palabra, pues no había nada más importante para ellos, y habían acudido al lugar de la jura desprovistos de armas, igual que nosotros mismos. Se presentaron en mayor cantidad, pero se suponía que los de la Corporación éramos superiores.
La Ceremonia de la Alianza comenzó, con gran aspaviento de trompetas y tambores y penachos de colores y cuerpos teñidos de azul, de modo que lo único que parecía faltar en aquel sitio era un condenado elefante. Súbitamente, un escalofrío me recorrió, y pensé en Turin, muerto tan lejos de allí, de alguna manera presente. Luego he supuesto que aquello también era un presagio.
Uno a uno, los jefes de clan avanzaron hacia el trono, hicieron su reverencia particular, la que los distinguía de los otros jefes, y tras soltar una perorata extrañísima que yo intentaba en vano traducir y a la que Wayne contestaba invariablemente con una sacudida de cabeza, una grieta en forma de sonrisa o un gesto, entregaron al teniente su ofrenda única: un huevo de pájaro, una pluma, una piedra preciosa, una manzana, cada uno de los símbolos que les servían de tótem y en cuya representatividad confiaban. Salvador aceptaba el regalo que certificaba la alianza y la paz con la Corporación y los subía al capitán, que los recibía en sus manos unos segundos para pasármelos a mí. Yo los entregaba finalmente al líder ith que tenía al lado, al senescal, y a partir de él el huevo, la piedra, la pluma y la manzana desaparecían de mi vista. Estúpida ceremonia que iba a servir para conservar el acuerdo económico durante cinco primaveras más en aquel mundo y evitar que hubiera muertes, o al menos esa era la idea.
Pasó casi una hora, y un viento cálido proveniente del este me hizo desear con todo mi corazón poder desabrocharme la guerrera y beber un poco de vino que seguro nos estaba esperando en la ciudad, junto con las muchachas y su desafiante prueba, los fuegos de artificio y los tenderetes de drogas y los vendedores ambulantes de carne. Todavía faltaban casi dos horas más para que la ceremonia tocara a su fin, pero mis pies, y sobre todo mis hombros, lastimados por el peso del uniforme, no deseaban ya otra cosa que descanso. Ansiaba el final de aquel rito tanto como debían hacerlo los cargueros de la Corporación que habrían de bajar a Mosaico con su carga de transacciones económicas a la mañana siguiente, una vez el nuevo pacto estuviera sellado y nosotros nos hubiéramos retirado a descansar en el lecho de alguna doncella sugerente o al escéptico rincón con su luz falsa que nos esperaba en la astronave, en nuestra casa.
Por enésima vez, un jefe de clan se acercó a Salvador, bamboleándose a un lado y a otro, con fatua gallardía, propia de hombres de honor. Sobre los hombros llevaba una piel oscura, similar a la melena de un león, y toda su piel estaba untada de color azul. Tenía el pelo largo y plateado, igual de brillante que el fuselaje de una lanzadera. En sus manos llevaba lo que supuse sería su ofrenda, una flecha de pluma negra. Algo zumbó en mis oídos y supuse que un incidente no previsto iba a desencadenarse, porque el hombre no hincó la rodilla en tierra ni hizo cualquier otro tipo de reverencia. Por el contrario se llevó la flecha al pecho y, sin dejar de mirar fijamente al capitán, la quebró. Un murmullo de expectación recorrió a la multitud de jefes ith, y por una vez pude captar la frase en su sentido íntegro.
—¡Thy-Ulien de Abresol ha roto su juramento!
Hubo un segundo de tensión, tan largo que el infinito pudo medirse en ese momento. Una chicharra aleteó muy lejos, y la pluma de ave que tenía entre sus manos se perdió, arrebatada por la brisa.
—¡Tú, perro terrestre! —empezó a decir el jefe ith, señalando con un dedo teñido de azul el trono que ocupaba el capitán Wayne—. ¡Tú, que vives y mandas a expensas de nuestro honor, olvida que alguna vez el clan de los Abresol te prestó juramento, olvida que confiamos nuestra palabra en ti y tu símbolo, porque tus iguales han demostrado que tu lengua es de barro y tus palabras valen menos que esta flecha rota! ¡Yo digo basta!
Arrojó las dos partes de la flecha al suelo y escupió sobre ellas, sobre el polvo. A dos pasos de él, Whynnom Salvador parecía muy azorado, nervioso. En su pedestal, el capitán no movió ni un solo músculo. Yo tampoco, pero porque estaba petrificado por su acción. Advertí que ni el capitán ni Whynnom estaban entendiendo sus palabras, que respondían claramente a algún otro tipo de ritual, a alguna clase de desafío.
—¡Tú, comedor de estiércol, vete de nuestro mundo como tus antiguos vinieron una vez! En nombre de mi clan, yo te digo: Vuelve a la estrella que tienes por casa y olvida que alguna vez tuviste tu alianza aquí. No queremos más tu protección, no queremos más tus juguetes a cambio de nuestras vidas, nuestra energía, nuestros alimentos. Hemos terminado. No queremos tu negocio.
Excitado, febril, hablaba como el hombre que conoce la verdad y no tiene tiempo de explicarla. Lo miré, y vi que era viejo, conocedor de otras épocas, de otro tiempo en que su casta había sido dura y su clan poderoso, antes de que la Corporación englobara Ith y lo uniera a su círculo y cambiara su nombre y absorbiera lentamente todo lo provechoso que nacía en su seno.
—¡Hermanos, jefes de clan, miradme, a mí que fui un hombre entero! ¡Ved en lo que nos convierte el enemigo que se nos disfraza de hermano, ved como mi tierra y la vuestra propia se pudre y se seca por falta de brazos! Nuestros jóvenes se convierten en sus soldados, vuelan en sus naves y no se reconocen ya hijos de Ith. Las tradiciones que un día nos hicieron grandes se pierden, nuestra identidad es robada. ¿Qué queda de los Grandes Sabios? ¿Dónde fueron las alegres cacerías, las viejas partidas de batalla? ¿Dónde fueron los tiempos en que un hombre tenía derecho a forjarse su leyenda? ¿A la cámara de reciclaje de un mundo que no nos conoce llamado Tierra? ¿Allí? ¿Tanta historia para eso? ¿Para alimentar sus estómagos, sus museos? Tomad mi palabra, hermanos de Ith, jefes de clan. Tomadla. Yo digo basta. Lucharemos por lo que es nuestro, y dejad que los extranjeros se vuelvan a su lugar, dondequiera que esté su sucio pozo. Si hay que luchar, bueno será el camino. ¡Yo clamo guerra!
Nadie se movió un solo paso, nadie murmuró. Thy-Ulien, el jefe ith, después de su arenga, permaneció quieto, mirándonos. Sus ojos eran fríos, y en ellos reconocí a los hombres que habían muerto intentando defender lo mismo que ahora pretendía defender él. En sus ojos leí a Ptolomei, al jefe nor hundido en el barro, ahogado de lluvia, al esclavo liberto que se había llamado Ercole, a los rebeldes yuetshes que habían estado a punto de matarme. En sus ojos los reconocí porque él era todos esos y también era muchos más. Thy-Ulien era el anti-Wayne, el anti-Whynnom, el anti-yo. Era nuestro oponente, nuestro rival, y lo odié y me solidaricé con él al mismo tiempo, porque supe que posiblemente allí mismo, en aquel justo momento, iba a rondarnos muy de cerca la caricia de la muerte.
Ares Wayne no se movió. Yo no le había traducido ni una sola palabra, pero su expresión demostraba que entendía lo que estaba pasando; en sus pupilas titilaba la cólera. Salvador, por delante de mí, bajo los escalones, parecía más indefenso, más apartado, como si no supiera exactamente a qué se debían aquellos gritos, en qué pensaban los jefes ith situados delante, por qué las bocas se cerraban en un nudo y los puños rechinaban, recordando.
La luz cegaba, el viento salpicaba mi piel, y tuve deseos locos de volverme a casa, a la Tierra, alejarme de aquella escena de locos que estaba a punto de desencadenarse de un momento a otro. Pero no pude hacer nada, y a pesar de que las rodillas me temblaban y el sudor me cubría alrededor como una cubierta de plástico, permanecí allí, de pie, intentando no ceder al miedo.
—¡Despertad, hermanos! ¡Despertad! ¡Sois el auténtico hijo de este planeta! ¿Es que estáis ciegos? ¿Es que no os dais cuenta de que reaccionando de esta forma que nos dictan sólo retrasáis el fin? ¡Nos utilizan! ¡Se aprovechan de nosotros y nos hacen cada día más débiles! ¿Por que creéis que no nos han invadido militarmente todavía? ¡Decidme! ¿Por qué? Es simple, hermanos. Es sencillo. ¡Porque les somos más baratos! ¡Ni uno solo de nosotros vale para ellos como el dedo medio de cualquiera de sus hombres! ¡Todavía les resultamos útiles! ¡Aún les somos rentables, pero pronto toda la riqueza de Ith será suya, sin que tengan que disparar un solo tiro, sin que tengan que destrozar una sola cabeza, porque ya no quedará ni un solo guerrero auténtico para oponérseles! ¿No lo veis? De seguir así, moriremos de hambre, de soledad. Somos sus esclavos, sujetos a sus leyes y sus intereses. ¿Es que no está lo suficientemente claro? ¿Es que no comprendéis lo que os digo? ¡Los tratados apenas nos benefician! ¡Decidme para qué os sirven los trajes que nos venden, las armas que nos prestan, todas esas cosas que se dignan en dejarnos entrever! ¿Es que ya ni uno solo de vosotros se acuerda cómo vivía un hombre antes de que llegaran ellos? ¿Es que ya nadie recuerda el sabor de la libertad? ¡Yo os digo que vamos a sucumbir! ¡Vamos a perder nuestra identidad! ¡Levantaos conmigo! ¡Levantaos como quiere hacerlo mi clan! ¡Aplastad a la Corporación como yo aplasto a quien es su símbolo!
De alguna parte de sus ropas extrajo un arma, una pistola pequeña, desmontada en dos cilindros, desprovista de culata. Unió las dos partes, de la misma forma como se une una barra de labios al ser cerrada, y abrió fuego contra el capitán. Un murmullo comentó algo, pero no lo comprendí, borradas las palabras entre el relampagueo de gente. Posiblemente se admiraban de que el jefe de clan hubiera contravenido su juramento una vez más y hubiera venido al lugar del encuentro con un arma oculta. Aquello constituía el mayor pecado que un ith puede imaginar. Deshonrar la propia palabra es algo similar a un sacrilegio.
Todo se desarrolló muy rápidamente; la escena cumbre del juguete que estábamos representando se precipitó. Thy-Ulien de Abresol abrió fuego, pero no llegó a alcanzar al capitán. Salvador se había arrojado contra él en el justo instante en que terminaba de montar el arma y, aunque no lo derribó, sí pudo desviar con su encontronazo el primer tiro. Hubo un forcejeo donde los dos hombres se retorcieron como los tornillos de una fundición, un crujido de dientes apretados y músculos a punto de rasgar los miembros, y de pronto Whynnom Salvador se precipitó hacia atrás, con las manos crispadas sobre algo, en la imposible postura que he aprendido adoptan los muertos, mientras al mismo tiempo su cara era borrada por la detonación.
Yo chillé, y quise saltar hacia donde él había caído, pero una poderosa garra me lo impidió, aterrándome a tiempo por el brazo. Era el capitán. Parecía haber doblado de tamaño y sus músculos hervían de odio. Empuñaba el cetro de mando con una sola mano, como un mazo.
—Quieto, poeta. Tranquilo. Ya nada puedes hacer por él. Preocúpate mejor por los que quedamos vivos. Escúdate detrás de mí, y echa a correr hacia la nave cuando empiece el jaleo. ¿Sabes hacerla despegar?
—Sí, señor.
—Bien. Corre como si te persiguiera una mujer furiosa, y si alguien intenta cortarte la salida, túmbalo. No importa si lo arañas o si lo muerdes. Derríbalo.
—De acuerdo.
—Ahora vamos a ver cómo termina todo esto. Una guerra se aproxima a este mundo que Rab confunda, y espero que tú y yo podamos contarla a nuestros nietos. Si no, habremos caído en la ratonera como un par de tontos.
Thy-Ulien Abresol se había quedado sin el arma, era por eso por lo que no había vuelto a disparar. La pistola la tenía en las manos Salvador, y Salvador estaba muerto boca abajo. Quizá no quedaban en ella más municiones y el ith consideró inútil buscarla —la pistola era tan pequeña—, o tal vez juzgaba deshonroso hurgar los despojos de un muerto, o pensó que le costaría trabajo encontrar el arma en la maraña de mangas que dibujaba la guerrera de húsar en el suelo y no tenía tiempo que perder. Con los ojos vidriosos por el esfuerzo, sabiendo que con su gesto no había matado más que a un hombre y que tras él quedaban muchos más, todo el símbolo, Thy-Ulien de Abresol se volvió a los restantes jefes ith, y su boca rugió por el llanto y la exasperación.
—¡Uno ha caído! ¡Uno ha muerto! ¡Uníos a la rebelión, uníos! ¡Si no tenemos armas, hermanos de clan, usemos las manos, luchemos con piedras! ¡Ya basta! ¡Recordad vuestra libertad! ¡Combatid por ella! ¡Por Ith!
Se agachó y recogió una piedra del suelo, un cascote redondo y afilado, grande como un puño. Dio un paso hacia donde nosotros estábamos, con el brazo en alto, listo para lanzar el proyectil. Hubo una mancha de duda, un segundo de titubeo, y detrás de él uno o dos jefes más le imitaron, recogieron un par de piedras, avanzaron a pasos lentos en medio del silencio. El capitán Wayne se irguió, dispuesto a recibir los primeros golpes. Adelantó el cuerpo para cubrirme y maldijo no tener un láser a mano con el que defenderse. Preso de la emoción, extrañamente lúcido, advertí que otros muchos ith recogían nuevas municiones de aquella arma destructora y primitiva. Treinta hombres dieron treinta pasos y se encaminaron hacia donde estábamos nosotros, hacia donde estaba él.
Thy-Ulien arrojó la piedra, que golpeó en el pecho al capitán y produjo un tamborileo apagado, igual al de un huevo cuando se rompe. El resto de los hombres, vueltos un grito sin voz, dando un nuevo paso milimétrico, como movidos todos por la misma mano, hicieron lo mismo. Un torrente de piedras recorrió el aire, trazó una parábola, giró convertido en la más tosca nave espacial que haya existido en la historia, y descendió a toda velocidad hacia el blanco. Thy-Ulien de Abresol acusó los impactos en su espalda con mortal sorpresa, loco de extrañeza y de curiosidad, sin comprender muy bien lo que pasaba, por qué sus propios semejantes lo estaban matando. Dio un paso atrás, los hombros hundidos como una marioneta rota, muerto de espanto, y al querer encarar la lluvia que le venía encima una roca hizo impacto en su rodilla y lo derrumbó. El chasquido del hueso al romperse sólo pudo quedar amortiguado por el lento deslizamiento de la sangre. Yo cerré los ojos horrorizado, sin apreciar que estaba salvando nuevamente mi vida de milagro, fija la atención en el espectro que caía. Cerré los ojos y los cubrí con una mano, porque no es agradable ver morir a un hombre como muere un perro.
—Es el momento, poeta —dijo con ánimo recobrado el capitán, ajeno a la tragedia que crecía—. Vámonos.
Dio una gran zancada hacia adelante, todavía representando el papel de símbolo viviente de la Corporación, sin ocultar su cólera por lo que estaba pasando, sin dejar notar su miedo. Se marchaba tan altivo como había llegado. La experiencia le había enseñado a camuflar la ansiedad por el desprecio, y Ares Wayne no era un hombre que perdiera fácilmente las riendas. Sabía que todo su orgullo y el poder de la Corporación se verían reforzados con aquel encuentro.
—Rápido, poeta. Lo que suceda aquí ya no es asunto nuestro. Date prisa antes de que reaccionen y se vuelvan contra nosotros.
Lo seguí, a cuatro o cinco pasos por detrás, alejándome de la escena de la muerte. Los gritos de Thy-Ulien habían sido sustituidos ahora por los chasquidos que indicaban que sus huesos se quebraban bajo el tañido de las piedras. Procuré no mirar, pero me fue imposible evitar hacerlo. Una masa roja y húmeda aplastaba la cara del jefe Abresol, y en medio todavía sobresalía un ojo que no era capaz de comprender que sus propios hermanos lo estaban matando en un acto de supremo salvajismo, de infinita solidaridad. Le daban la muerte para conservar la vida, para evitar un mayor sufrimiento; para que la raza entera pudiera sobrevivir. Ellos sabían el alcance de las armas, el peligro de los hombres de la Tierra. Sus ojos hundidos en lágrimas así me lo hacían saber. Tal vez Thy-Ulien no sabía por qué moría, tal vez ni el capitán Wayne ni los propios matadores conocían plenamente por qué lo querían muerto, tal vez solamente yo, enemigo enlazado con toda su reivindicación, estaba en condiciones de saber que su sacrificio era un mal menor, la forma de evitar matanzas sin control, el aval que afirmaba que cuanto habían hablado sus labios antes de ser cerrados era cierto. Tal vez solamente pude entenderlo yo.
Espantado, asqueado, dolorido por lo que el poder de la Corporación podía hacer en todo un pueblo, manchado de bilis no tan pálida como la sangre, aparté la mirada del lugar donde los ith consumaban su masacre, la inmolación de quien quizá sería su último héroe, y al hacerlo mis ojos encontraron el cuerpo tendido y ya olvidado de Whynnom Salvador, testigo inocente que había sido el avance de aquel gran pacto con la muerte.
—¡Capitán, el teniente…!
Diez metros por delante, Ares Wayne hizo un gesto con la mano indicando que ya nada podíamos hacer por él y siguió avanzando lentamente, con seguridad, encaminando su masa hacia la lanzadera que suponía nuestro escape. Me detuve, asfixiado por el calor, la hipotonía y el remordimiento.
—¡Capitán! ¡No podemos dejarlo ahí!
—¡No hay tiempo que perder, poeta! —contestó él, sin terminar de volverse—. ¡Están a punto de destrozarse entre sí y puede que la emprendan con nosotros! ¡Ya vendremos en busca del teniente más tarde! ¡Voy a mandar que todo un batallón de cópteros borre este maldito sitio!
Me volví. No podía dejar a Salvador en aquella tierra. Sencillamente, me negaba a hacerlo. Desobedecí las órdenes del capitán y corrí hacia donde estaba. Le di media vuelta, para comprobar si todavía podía quedarle un poco de vida. Fue en vano. La bala le había perforado la nariz que nunca existió, ocultándola ahora más que nunca. No se apreciaba orificio de salida. Tampoco había apenas sangre. Las mangas de la guerrera de húsar, desperdigadas en el suelo, ofrecían el aspecto de una madeja deshilachada, de una araña blanca y oro tejiendo y destejiendo.
Hice un esfuerzo y lo cargué sobre mis hombros. Pesaba mucho más de lo que recordaba, y el traje parecía quedarle muy pequeño. Es así como supe que los hombres crecen en el momento de morir, como si una mayor proporción fuera necesaria para dar el salto a la otra vida. Lo alcé del suelo y caminé con él, lentamente, hacia la lanzadera. Un silencio horroroso, surgido de una tumba, me acompañó, porque ya Thy-Ulien de Abresol había sido muerto y los jefes ith contemplaban con ojos de luto la tragedia que habían escrito entre todos. Todavía faltaban unos minutos para que se acusaran de traición unos a otros, revistiendo de orgullo los auténticos motivos de la matanza, y la sangre corriera por la tierra nuevamente.
Alcancé la lanzadera sin contratiempos. El capitán me oteó con el ceño fruncido, dividido entre el enfado y la satisfacción, porque con mi gesto yo había demostrado, según sus palabras, ser todo un hombre, un buen sirviente de la Corporación. Tras asignarme el asiento de copiloto y despegar con pericia impresionante, emprendimos el camino de vuelta a la cucaracha: cruzamos el charco de nada y fuimos devorados por la Marfil.
Mucho rato después, en el espacio abierto, calculada la órbita precisa, procedimos a despedir el cuerpo exánime de Whynnom Salvador. Tendido en la mesa de mármol, enfundado en el sarcófago, con los ojos cerrados y la nariz que nunca fue cuidadosamente cubierta por una venda, sonrosado, parecía más vivo que unas cuantas horas antes, cuando sin saberlo bajó por última vez a recogerme. Mientras los soldados arreglaban los detalles finales para el funeral, grabé con mi propia voz la cinta que a partir de ese momento habría de repetirse hasta el infinito. Con mis ojos llorosos, hacerlo fue como grabar en vida mi propio epitafio.
—Oficial de primera clase Whynnom Salvador. Nave de Combate Marfil. Fui muerto en misión de paz sobre Mosaico. Mi coordenada en elipse es vector trece. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. Largo dominio a la Corporación. Oficial de primera clase Whynnom Salvador.
Quise añadir algo más, no sé, cualquier detalle que valiera para definirlo mejor, alguna cita original que consiguiera que quien lo encontrase imaginara cómo había sido, alguna pincelada menos fría que aquel recital que le servía de canción, pero no lo logré; no se me ocurrió ninguna cosa.