23

—Tranquilo, no te muevas. Quieto.

La voz era desconocida. Los dedos que me acariciaban la cara, también. No sabia dónde estaba, pero el lecho sobre el que reposaba no era de hierba, ni hacía sol, ni soplaba el viento. Dispuesto a salir de dudas, abrí el ojo derecho, con recelo, procurando no moverme. Todo amaneció blanco a mi alrededor. La figura de un hombre vestido de médico se dibujó ante mí. Sonreía.

—Quieto un momento. Así. Muy bien. No te preocupes, poeta. Estás en casa.

¿En la Marfil?

—Eso es. Atento ahora. Mira mi dedo. ¿Puedes verlo?

—Sí.

—Perfecto. Síguelo con la mirada. Procura no perderlo. Síguelo. Otra vez. ¿Te marea?

—Un poco. Me siento aturdido.

—Es natural después da las operaciones que hemos tenido que hacerte. Son los efectos de la anestesia. Nada anormal. ¿Sientes dolor?

—Creo que no.

—Abre el ojo izquierdo. Puedes hacerlo, no tengas miedo. Abrelo.

Lo abrí, con tanta facilidad como si nunca hubiera hecho otra cosa. Parecía extraño recordar que antes, en el satélite, se me había ido la vida intentando hacer aquello, tan simple. Parpadeé. El Doc hizo un gesto con las manos indicando que mis guiños estaban resultando perfectos.

—Ahora cierra el ojo derecho y mírame. ¿Qué tal?

—Veo turbio.

—Lógico. Lo has tenido cerrado durante tres días. No te preocupes, ya se te pasará. No te quedarás ciego ni nada de eso. Los efectos del shock han sido muy fuertes, poeta. Has tenido una suerte del infierno. Shaitán debe protegerte, amigo. Si es así, no cabe duda de que sabes elegir las compañías.

—No le entiendo.

—Oh, perdona. Olvidaba que no sabes nada, que ignoras lo que hemos sudado por ti. Has salvado el ojo de milagro, amiguito. Si ese trozo de metal hubiera empezado su ascensión un centímetro más arriba, habría terminado por rasgar el párpado y el interior de tu ojo se habría vaciado allá abajo. Eso se llama suerte, sí señor. Tranquilo ahora. Voy a colocarte una lente. Así impediremos que te ciegue demasiado la luz. Ya está. ¿Alguna molestia?

—Ninguna, señor.

—Eso está bien. ¿Trastornos en la percepción del color? ¿Ves mi uniforme rosa o algo por el estilo?

—Creo que no. Pero soy daltónico, doctor.

—Lo sé. He leído tu historial, por eso lo pregunto. Bien, ahora cierra el ojo, si así te sientes más cómodo. Vamos a ver ese hombro tuyo. ¿Duele?

—No.

—Intenta moverlo. Sin miedo.

Giré la cabeza hacia la herida, pero en ella no aprecié más que un vendaje, blanco y liso. Ninguna pista que anunciara cómo había sido anteriormente, cuál había sido la gravedad del disparo. Obedecí al Doc y levanté el brazo, sin ninguna dificultad.

—Bien. Muy bien. Hemos hecho un buen trabajo contigo, de eso no cabe duda. ¿Te he dicho ya que eres un tipo con suerte?

—Refiriéndose al ojo. Sí, ya lo ha dicho.

—No, no por el ojo solamente, muchacho. Por la herida. Un buen disparo, ¿sabes? Te destrozó todo el hombro. No quedó ni rastro del hueso. Todo voló por los aires.

—¿Se está burlando? Yo estaría muerto de ser así.

—Por eso te digo que tienes suerte, amigo. Una suerte del diablo. El tiro debía ir dirigido a tu cabeza. Tal vez la moviste y falló. ¿Me equivoco?

—Supongo que no. Al recibir la metralla en la cara, recuerdo que me giré. Justo entonces el hombro empezó a arderme.

—Exacto. ¿Ves? Yo nunca me equivoco, ya lo notas tú también. Para ser médico en una nave hay que acertar siempre a la primera. Si no, se acabaron los síntomas. Un nuevo enfermo que toma pista. La coraza te ha salvado la vida. La hombrera y los alamares de tu uniforme te han servido para algo esta vez, poeta. Sin ellos, el disparo te habría reducido a pedazos en un momento. Oh, el parche que te pusieron los rebeldes también contribuyó, claro. Fueron los rebeldes, ¿no? Sin él, habrías perdido hasta la última gota de tu sangre.

—Lo celebro. Usted ha dicho antes que me destrozó el hueso del hombro, y sin embargo yo me lo veo aquí, bajo la venda, sin signos de haber sido alterado.

—Oh, eso tiene una explicación muy simple. Te he sustituido los pedazos que restaban por un hueso artificial, un sucedáneo de acero orgánico. Todo el hombro, clavícula incluida. No debes preocuparte por nada ahora. Te podrías colocar en la boca de una batería en el momento de hacer fuego y lo que quedaría de ti sería precisamente eso: tu esqueleto de acero latente. Llevas una fortuna en el cuerpo, muchacho. Tranquilo, paga la Corporación.

Acero orgánico. Metal latente. Eso significaba que yo era ahora una especie de cyborg, más o menos como todo el mundo que ha servido en el espacio. Miré mi hombro otra vez, sin llegar a creérmelo. No, no se notaba nada. Ningún indicio que advirtiera el tipo de hueso que se ocultaba en el interior. Bueno, parecía que después de todo resultaba cierta aquella historia de mi suerte.

—Ten, mírate. Tu cara no ha quedado como antes, pero todavía tiene solución.

Me tendió un espejo plateado que hubiera hecho las delicias de cualquier mujer, coqueta o no. Me asomé a su interior y contemplé la cara que me espiaba desde el otro lado. Al principio no me reconocí, no me di cuenta de que era yo. El ojo izquierdo aparecía amoratado, y la lentilla correctora lo había vuelto marrón; el derecho continuaba normal. La boca, curvada en una O de asombro, seguía siendo mi boca. Pero la cicatriz… nunca hasta entonces había sido mía. Era un regalo. Toda la mitad de mi cara se veía surcada por un arañazo rojo del grosor de un dedo. Empezaba junto a la oreja y continuaba su camino hacia lo alto, parecía rozar el párpado inferior y seguía su surco hasta cortarse bruscamente en el promontorio de la nariz. No me extrañaba que Salvador no me hubiera reconocido al encontrarme, sobre todo si estaba cubierto de sangre.

—¿Te gusta? Puedes conservarla o hacerla desaparecer, según te plazca. No hay prisa en la elección. Hasta una semana puedes esperar para vez si te conviene. Después, no operaré. Al menos gratis. Decide. Los soldados siempre se las quedan. Adoran sus cicatrices de batallas. Las consideran sus fetiches; eso dicen.

—¿Puede quitármela?

—Claro. Estoy aquí para eso. Tienes siete días para decidir. Es lo acordado. Después, tendrás que buscarte otro médico. Y tu cara, desde luego, puede no volver a quedar igual si tardas mucho en decidirte. La nariz, por ejemplo, puede empezar a deformarse. ¿Has tenido algún problema con ella en el pasado?

—No… Bueno, sí. Hace unos cinco años, con un polizón a bordo. Un tipo llamado Ptolomei, o algo así. Me golpeó la nariz y estuvo a punto de rompérmela. Me atendió otro Doc. Dijo que no hacía falta operar, que me quedaría bien.

—Ya. Tenías el hueso muy débil. Seguro que desde entonces te ha sangrado de vez en cuando.

—Puede usted apostar.

—Bueno, a partir de ahora no tendrás ese problema. He sustituido también el nasal. Lo que te digo, muchacho. Te llevas una fortuna en acero latente. Pero todavía hay quien tiene más a bordo. ¿Sabías que media pierna del capitán Wayne es de metal orgánico?

—No. No lo sabía. La verdad es que no se le nota en absoluto. ¿Qué pierna es, la derecha?

—Creo que sí. ¿Cómo lo sabes?

—He observado que descansa todo el peso de su cuerpo en la otra pierna.

—¿De veras? Bueno, ese no es un buen razonamiento, poeta. Puede tratarse de un simple tic. El metal orgánico no deja secuelas. ¿Qué decides? ¿Te quedas con la cicatriz o no?

—¿Hay alguna ventaja si me la quedo?

—Creo que aumentan el sueldo. Diez o doce dracmas en concepto de mutilación de guerra. Y las prostitutas, desde luego, se volverán locas por ti con ese aspecto. Delicado y duro al mismo tiempo. Serás un éxito.

—Ya he decidido.

—¿Te la quedas? —Parecía tener pocas ganas de operar. Esa fue la impresión que me produjo.

—Bórrela.

—De acuerdo, tú decides. Túmbate. Voy a acercar el equipo. ¿Es la primera vez que te hacen la estética?

—Descontando el pedazo de piel sintética que debe recubrirme el hombro, si. La primera.

—No te preocupes, no duele. ¿Te duermo o prefieres seguir consciente?

—He dormido bastante en los últimos días, gracias. Tengo ganas de charlar. Si no le importa que lo haga mientras trabaja, quiero estar despierto.

—Bueno. Si me tiembla el pulso será por culpa tuya, estás advertido. Es tu cara, de todas formas.

—No va a quedar peor que ahora, ¿no? Quiero permanecer consciente.

—Aye aye, sire. El cliente siempre tiene la razón. Es lo que dicen.

Cerré los ojos y lo dejé hacer. Ignoro cuánto tiempo duró la operación. Yo notaba sus dedos maniobrar en mi pómulo, saltar a mi nariz, luego otra vez hacia la oreja, pero no sentía ningún dolor. De vez en cuando él canturreaba algo, como un barbero al cumplir su tarea. Tardé en reconocer qué era.

¿La serpiente con plumas? ¿Es eso lo que canta?

—¿La conoces, poeta? Sí, la serpiente es. Simpática canción.

—Me alegra oír eso. La escribí yo.

—¿Bromeas?

—Claro que no. Soy el poeta de esta nave, ¿no? Es uno de mis trabajos. La escribí antes de venir a bordo, claro. Debe tener, si no me equivoco, casi nueve años. Nueve o diez.

—¡Vaya, así que tú eres el autor! No imaginaba que quien la escribió estuviera en la Marfil. Hay tanta gente aquí que es difícil conocer a todo el mundo. Quieto ahora. Eso es. No hables.

Continuó su labor, sin dejar de tararear la balada. En realidad, aquel no era mi poema, el que yo escribí. La música era completamente distinta a la que yo había sugerido, y la rima no coincidía exactamente con la original. Eso me parecía, porque no recordaba ya cómo lo había escrito. Así que aquello era una variante. Sonreí, redondo de orgullo, y el médico chasqueó la lengua advirtiendo que dejara de hacer muecas. Sonreí para mis adentros, reconociendo que el padre Espligarés había tenido razón. Esta sí era la gloria y no la muerte estúpida que devoraba a los soldados. Aquí sí que se justificaba mi labor.

—¿Sobrevivió alguien más?

—¿Cómo dices?

—Si sobrevivió alguno más. De los hombres de mi patrulla, me refiero.

—¿Esos? No. Todos murieron ahí abajo. La emboscada que os tendieron fue perfecta. Incluso el capitán Wayne se sorprendió de su habilidad. Su condenada eficiencia, eso fue lo que dijo. Cuando la patrulla de enlace llegó al sitio donde os atacaron, no quedaban más que cuerpos a medio fundir, la mayoría inidentificables.

—Vaya, esperaba que hubieran salvado a alguno más. ¿Cómo siguieron la pista? ¿Cómo se las arreglaron para saber que yo estaba allí, para rescatarme? ¿Algún cóptero los divisó desde lo alto?

—No, nada de eso. Seguían el rastro marcado por los caballos, la sonda que trazan las emisoras que llevan en su interior. Ni siquiera sabían que tú estabas allí.

—¿Quiere decir que llegaron hasta el campamento y los mataron a todos únicamente para rescatar un centenar de animales?

—¿Te parecen pocos? El capitán no quería verse metido en jaleos con el mando superior. Decidió que ya había jugado bastante con ese grupo de rebeldes y que no iba a permitir que se escaparan con el botín. ¿Qué creías? ¿Qué estaban buscándote para rescatarte?

—A mí en concreto no. Recuerdo que el teniente Salvador no me reconoció hasta después de terminado todo; así supe que no me creían con vida. Pero imaginé que estaba allí para rescatar a los prisioneros.

—Te equivocaste, muchacho. Fueron por los caballos, y de paso te recogieron a ti. ¿Te extraña? No tienes por qué. Hoy por hoy, son mucho más útiles que un hombre. Y no digamos que un poeta.

—Ya. Así que estoy vivo de milagro.

—Tienes una suerte del infierno, ya te lo he dicho.

No charlamos más, y la operación terminó envuelta en una nube de algodón y de silencio. Con la cara cubierta parcialmente por una venda, salí del quirófano y me dirigí a mi cubículo. Todavía me sentía mareado, zumbón, en parte por la acción de los sedantes y la debilidad y en parte por el agobio que había supuesto conocer que debía mi vida a un puñado de seres irracionales más importantes para la Corporación que yo mismo. Bueno, mejor aquello que nada. No serviría quejarme. Turin y los otros soldados habían tenido un destino más malo que el mío, sin posibilidad de elegir, y ninguno protestaba. Casualidad o no, la patrulla me había rescatado y yo conservaba todavía mi cabeza sobre los hombros, aunque uno de ellos resultara falso.

Llegué a mi habitación. Allí, solo, me cambié de ropas, inspeccioné con dedos profanos el vendaje que me cubría todo alrededor de mi clavícula y me dispuse a escribir; se suponía que me pagaban para eso. Quise crear una obra magistral, ahora que ya conocía de cerca lo que sienten los soldados y llevaba también las rozaduras de mi encuentro con la muerte. Por una vez había dejado de ser espectador y me había convertido en protagonista, por una vez podría escribir una historia sin sentirme algo de fuera. Me dediqué al trabajo, sin descanso, como hacía tiempo no lo hacía. El resultado fue un largo poema, mucho más lírico que épico, donde pasaba revista a cada uno de los momentos que sigue un soldado desde que se coloca el sarcófago hasta que muere, todos los pasos del ritual. Canté con la amargura del conocimiento la sensación que un hombre experimenta cuando se ve impotente bajo el zarpazo que sabe habrá de llevarlo. Canté al dolor, a la pérdida de la sangre, yo, que ahora conocía como nadie esta situación. Canté a la juventud perdida, marchitada mientras se agoniza boca arriba, todos los ojos inundados de estrellas, los sueños de infancia abortados que ya nunca crecerán, la impotencia. El protagonista era Turin MacNamara, aunque su nombre no se mencionaba nunca, enriquecido con el trance autobiográfico que yo había vivido y por el que él había pasado en unos pocos segundos; la línea entre la consciencia y la muerte. Creo que aquel fue un buen poema. Lo mejor que yo he escrito en mi vida, tal vez. Tabulé desde mi consola y lo transmití a Nueva York, para que lo enviara a su vez al centenar de juglares que aguardaban su turno de cantarlo. La rutina de siempre, la que afloraba detrás de cada acto de creación, la que en cierta manera me la arrebataba. Luego me fui a la cama, satisfecho.

Una semana más tarde, Nueva York respondió. No consideraba mi poema conveniente, no lo juzgaba válido. Una historia como aquella podía minar la moral de la tropa. No era bueno, no era aleccionador; eso dijo. Había que contar las hazañas de siempre, había que ensalzarlo todo de igual manera: la sangre, la guerra, la muerte. Nueva York había leído el poema y no lo aprobó. Con su poder sobre la tierra y el aire, decidió descartarlo.

Aquel fue el primero de mis trabajos que llegó a censurar. Todavía habría de hacerlo otras tres veces a lo largo de aquel mismo año.