22

La patrulla hacía su ronda en un satélite que gravitaba alrededor de una difusa mancha azul, algo así como dos años después del incidente en Alta Roca. Ibamos a caballo. No deja de parecer un contrasentido, empapados de tanta técnica como nos encontrábamos, pero no por eso es menos cierto. En el interior de la Marfil se albergaban toda clase de sofisticadas máquinas de guerra, tanquetas y baterías de empleo terrestre, vehículos capaces de combatir en el aire y en el agua, pero transportábamos también el primero de los animales a los que el hombre aprendió a dar un uso mortífero. Transportábamos caballos clónicos, monstruos mutados con capacidad para llegar allá donde los cópteros no alcanzarían nunca, donde los carros blindados serían hechos pedazos rápidamente y las tropas de infantería descuartizadas sin el menor desconsuelo, hermosos y plenos de resistencia. La Corporación no gasta un dracma en algo inútil; los caballos clónicos, desde luego, justificaban con creces la porción del presupuesto que se les destinaba. Su eficacia era diabólica dondequiera que fuesen empleados. Sobre sus lomos, en una incursión, un buen jinete podría maniobrar más fácilmente que el más habilidoso de los pilotos, sembrar más destrucción que dos tanquetas al mismo tiempo.

El empleo de los caballos tenía otras explicaciones más allá de la simplemente logística o estética: Los caballos consumían menos. Eran capaces de cabalgar kilómetros y kilómetros, adiestrados como estaban, sin necesitar agua ni alimentos que cualquier mundo con vida no pudiera ofrecerles, y tampoco precisaban piezas de recambio ni se averiaban nunca; bastaba con rematarlos, en cualquier caso. Los caballos representaban la supremacía del mundo orgánico sobre el mundo inanimado —al menos hasta que se descubrió la existencia del acero latente—, pero tenían un uso mucho más singular, una explicación más acorde con las miras de la Corporación. Había algunos sitios donde semejantes animales no eran conocidos, donde el mamífero más grande no sobrepasaba la altura de un perro terrestre y los humanoides no habían salido aún de un período primitivo que supondría, con nuestra presencia, el punto máximo de su evolución. En estos mundos, un soldado a caballo parecía una especie de remoto semidiós, un coloso de cuatro patas y cuerpo de ser humano vestido de gala. Nos tomaban, al caballo y al jinete, como a una sola cosa. No es la primera vez que esto sucede, por otra parte. En la propia Tierra sucedió así hace muchos siglos; lo he aprendido en Monasterio. Normalmente las lenguas de aquellos seres primitivos no tenían una palabra para definirnos, pero la más cercana hubiera sido, sin ninguna duda, la de centauros. Si no existían en su mitología, tras nuestra andadura tendrían que empezar a ser creados. Si quedaba algún historiador con vida, naturalmente.

Pero el uso real de los caballos se debía, sobre todo, a una explicación egoísta, cruel. Ya queda dicho que la expansión es nuestro objetivo, que la raza humana tiene por consigna extenderse y anexionarse mil estrellas. Un planeta como Lluvia habría caído en dos semanas si las fuerzas de la Corporación se hubieran empleado a fondo en ello, y la mayor parte de los otros mundos no debían tardar mucho más tiempo en hacerlo. El caso de Ultima Thule sirve para probarlo. La razón de semejante retraso estaba muy clara: Gastar el tiempo, emplear en alguna cosa a los soldados, mantenernos en un constante estado de guerra, en una perenne transición que evitara a Nueva York perder las riendas. La Conquista, por lo que imagino, durará siempre. Si el espacio, si la garganta es realmente infinita, la guerra no terminará jamás. Si no lo es, siempre surgirá una nueva rebelión que sofocar en alguna parte, un mundo dispuesto a salirse del círculo, un grupo de esclavos presto a levantarse. Si la guerra dura siempre, ni Nueva York ni la Corporación sucumbirán jamás. Todo es perfecto. Por esto, en un mundo primitivo, las tropas emplean normalmente técnicas menos duras, más rudimentarias: Por esto, en un mundo relativamente tecnificado se cuida mucho de no emplear armas que, de caer en manos de los enemigos, incrementen su poder militar y puedan suponer un riesgo para la Corporación y toda su tramoya. Por esto, en mundos como aquella luna se usaban caballos clónicos. Un láser en manos de un grupo de salvajes podría suponer una auténtica revolución, el nacimiento de alguna secta religiosa llena de fanáticos, falsos mesías y profetas que dirigieran sus anatemas contra la civilización de la Tierra. Esto es lo que más teme la Corporación. Ya ha ocurrido un par de veces y los resultados no han sido agradables para nadie. Con los caballos no existían estos problemas. No podían destruir nada por sí mismos; necesitaban un jinete experto capaz de hacerlos avanzar por entre una cortina de fuego o sobre un campo cuajado de granadas láser. Con los caballos se jugaba limpio. Si llegaban a caer en manos de nuestros enemigos no pasaría nada grave. Todo lo más podrían ocultarse mejor, pero los efectos de una pérdida de este tipo, en cualquier caso, nunca serían iguales a los de una bomba sofisticada en poder de un puñado de fanáticos salvajes. Es por esto que las naves no utilizan atómicas, casi nunca.

A caballo uno se sentía más feliz y más libre que en el interior de un tanque lleno de luces y cables. Entre las piernas se notaba algo vivo, algo que había que tratar con cuidado sin que todo lo hiciera a la perfección el botón rojo de arranque o el azul de stop. Aprendí a montar a fuerza de moretones y pronto pude llegar a convertirme en un aceptable jinete. Nada fuera de lo común, por supuesto. A galope tendido la emoción me hacía descuidar las riendas, y en mitad de una batalla abierta —en la que, gracias a Rab, jamás me vi—, mi caballo se habría desbocado y yo habría terminado mis andanzas con el cuello roto. Es una suerte que los poetas no tengamos otra misión que la de mirar y mentir. Si la Corporación se sirviera de todos los que son como yo y formara una compañía, su poder sufriría un colapso que tardaría años en ser recuperado.

Aquella patrulla estaba resultando más una merienda de campo que una auténtica misión de rastreo. Llevábamos siete días intentando localizar una horda de rebeldes que habían desaparecido de nuestra custodia como si se los hubiera tragado el terreno o se hubieran vuelto invisibles. Hacía varios días que habíamos desistido de encontrarlos, y a partir de entonces la patrulla pasó a convertirse en una alegre cabalgada de soldados en vacaciones, aunque la disciplina no llegó a ser dejada de lado nunca. No había ni rastro de los nativos en cientos de kilómetros. Era seguro que no se ocultaban en nuestro sector; tal vez otra patrulla tuviera mejor suerte y los localizara en el suyo. Nosotros, mientras tanto, nos dedicábamos a pasear tranquilamente y reportábamos cada noche al mando único de la Marfil, suspendida en torno al gigante azul que palpitaba como si tuviera vida propia. Esto era el ejército: Algunos momentos de tensión y muchas horas de total aburrimiento.

—¿Nunca te has preguntado qué demonios haces aquí, Turin? ¿Para qué necesita la Corporación todo esto?

—No, Hamlet. Yo nunca hago preguntas.

—Es verdad. A veces olvido que eres el soldado perfecto.

Turin MacNamara era el líder de la patrulla, uno de los oficiales encargados de la caballería de la astronave; buen muchacho. Su compañía era agradable, siempre estaba bromeando, y creo que habría podido confiarle mi vida con toda seguridad de que no haría un mal uso de ella. Era un militar, por supuesto, y si tenía alguna contradicción interna, como el teniente Salvador o el capitán, no la dejaba ver en público fácilmente. No hacía preguntas. Nadie hacía preguntas en toda la nave, en toda la Corporación. Sólo yo parecía no sentirme satisfecho del rumbo de mi vida; no hay que olvidar que mi nombre es Hamlet. Había conseguido ser poeta después de tantos esfuerzos (todavía recibía cartas de Gnel o de alguno de los compañeros del Círculo alabando este hecho), y ahora no me agradaba la profesión ni lo que escribía. Me sentía invadido constantemente por la semilla de la duda, por el horror, por el remordimiento. Sí, debía ser a causa de mi nombre. De todas formas, no tenía otra cosa que hacer, ningún lugar adonde ir, nada que presagiara que el futuro iba a serme menos malo.

—Mira, Hamlet —decía Turin—. Es mejor que lo veas de esta forma. Tú has leído mucho y tal vez de esta manera me des la razón. Imagina que la Corporación no existe, que tú y yo no nos conocemos, que la Conquista no nos une. Tarde o temprano alguna raza del universo tomaría el lugar que nosotros estamos ocupando ahora. Alguien que podría ser incluso peor que nosotros. ¿Te gustaría eso? Claro que no. A nadie le encandila esta idea. Digas lo que digas, es mejor estar encima que debajo. Yo creo que lo que estamos haciendo es lo justo, aunque me guste tan poco como a ti derramar sangre. Creo que esto es lo justo para la Tierra y también lo mejor para los mundos que forman parte de la Corporación.

—Ya. Antes de morir, matar. Destruir antes de ser destruidos. Esclavizar antes de vernos convertidos en esclavos.

—Eso mismo. La consigna lo resume muy bien. No trates de comprenderlo, únicamente hazlo.

—¿Pero tú crees a pies juntillas todo lo que dice la Corporación? La mitad son tonterías. La otra mitad, mentiras. Te lo digo yo, que escribo al año diez poemas sobre estas cosas. Vamos, Turin, no tienes más que ver lo que hacemos y leer lo que se cuenta. No me parece que estemos haciendo nada bueno.

—Es tu opinión.

—¿Tú no estás de acuerdo? ¿Es que no tienes nunca ninguna duda?

—No lo sé. En cualquier caso, no me pagan por pensar. No tengo derecho a la duda. Si alguien superior a mí dice que lo que hago está bien, es que lo está. El orden natural de las cosas, Hamlet. Yo cumplo con mi trabajo, y basta.

—Te envidio, entonces.

—No, yo te envidio a ti. Tal vez tú tengas razón y yo esté equivocado. Tal vez nada de esto merezca la pena. ¿Sabes? A veces me gustaría ser como tú. Sí, no te rías. Te admiro la capacidad de pensar, de poner en duda todos los valores que a mí me alimentan. Eso significa, mi querido charlatán, que ves más lejos que yo; que a lo mejor estoy aquí perdiendo el tiempo cumpliendo algo que no significa nada. Te envidio, en serio. A veces me gustaría tener tu ángulo de visión, sólo por saber de qué color lo ves todo.

—Gris. No, no porque yo sea daltónico. Salvador dice que la muerte es negra y la guerra gris. Creo que tiene razón.

—¿Salvador piensa así?

—A ratos. Como todos, supongo. ¿Tú no?

—Ya te he dicho que no lo sé.

—Sí, tú nunca haces preguntas.

—Más o menos. Entre tú y yo, Hamlet, creo que se es más feliz así, cuando se sabe poco.

—Entre tú y yo, Turin, en esto te doy la razón. Sólo son felices los tontos.

—Hombre, muchas gracias por el piropo.

—No hay de qué. Tratándose de ti, siempre estoy dispuesto a repetirlo.

Turin me recordaba a Narcise en muchos aspectos, quizá porque físicamente guardaban cierto parecido y porque pasé con él tantas horas de charla y de discusión como con mi viejo maestro. Desde luego, Narcise era mucho más cínico, más despreocupado, más cercano a mis propias ideas sobre la Corporación. Turin no se cuestionaba si lo que hacíamos era bueno o no. Prefería creer que todo tenía un sentido lógico que estaba más allá de su capacidad de entendimiento. En este aspecto, Narcise y él eran completamente contrapuestos, pero a la hora de la diversión parecían la misma persona, hermanos gemelos, tan idénticos como los caballos que ahora montábamos. Turin no ingería drogas de un modo regular, no de la misma forma patológica con que lo hacía mi ex-preceptor, pero era único en las fanfarronadas de taberna, en los duelos de honor, un artista con la aguja y con el vaso, maestro en el juego de los dados. Sólo Dardo, que ya se acercaba a mí a través del tiempo, sería capaz de hacer más y mejores trampas, superándole. Si los cantares ensalzaran las hazañas de un héroe único y no las de una comunidad, no dudo que Turin MacNamara tendría su propia leyenda.

—Una pregunta, Hamlet: ¿Cómo sabrías que un elefante pertenece a la tripulación de la Scorpion y no a la de la Marfil?

—No lo sé.

—¡Por la letra S bordada en su camisa!

Contaba de manera casi continua chistecitos de elefantes, hipopótamos, jirafas, soldados y demás animales de zoológico, con una habilidad casi sobrenatural para sorprenderme con uno de ellos en medio de una conversación interesante, cuando lo que menos se esperaba era una salida tonta. Al principio los chistes habían sido mi calvario, y cuanto más me crispaba más contaba él, pero después llegué a acostumbrarme y reí abiertamente las variantes de cada uno de ellos, prácticamente infinitas. Yo entonces no sospechaba que muy pronto iba a echarlos de menos.

—¿A que no sabes por qué los elefantes van tan arrugados?

—Turin, por el amor de Rab.

—¿Has intentado planchar alguno?

Una de las últimas cosas que escuché de sus labios fue un chistecito de estos, tan tonto como de costumbre, que ya no recuerdo. La patrulla había remontado una colina, estirada en una doble fila de cincuenta miembros, y ahora estaba parada, concediendo a los caballos y a los jinetes unos minutos de descanso. Turin y yo marchábamos en cabeza, comentando mis habilidades de cocinero de campaña, aprendidas en Monasterio hacía ya tanto tiempo. Ante nosotros se extendía una superficie irregular, plagada de dunas blancas, y muy al fondo se dibujaba una gran montaña gris.

—Bien, parece que los rebeldes no están a la vista. Creo que ya es hora de que volvamos a la nave, Turin. Está claro que no se esconden en este sector.

El no contestó inmediatamente. Se alzó sobre los estribos, oteando el horizonte, no muy convencido de la certeza de mis palabras. Sacó los prismáticos de su funda y se los llevó a los ojos, siempre sin hacerme caso. Me hizo callar con un gesto. Ahora no era el camarada, sino el militar. El instante de diversión había terminado.

—¿Qué pasa? ¿Has visto una liebre?

Hubo un bramido, como un trueno, y uno de los focos del prismático reventó, saltando hecho pedazos. Al instante, por debajo de la luz del sol, Turin MacNamara se dobló hacia atrás, trazando un arco que por fuerza debía partirle la espalda. Por entre sus manos crispadas sobre los binoculares escapó un chaparrón de sangre.

—¡Turin!

Pedazos de cristal y plástico cruzaron el espacio existente entre él y yo. Aprecié una esquirla girando rápidamente hacia mí, irregular como la estrella de un marshall, y cuanto pude hacer fue intentar apartar la cara de su trayectoria. No lo conseguí. Algo caliente y afilado me traspasó la mejilla, subió al pómulo, continuó su camino hacia arriba y terminó por detenerse en el hueso de mi nariz. Grité. Cerré el ojo izquierdo, amenazado por la sangre que salía del surco. Justo entonces sonó otro estampido. Noté que algo había volado de mi hombro, pero no sentí el dolor. Cuando advertí qué pasaba, ya estaba en el suelo, boca arriba, mirando el azul del cielo. Me habían alcanzado.

Una amalgama de gritos, estampidos y relinchos me acompañó en mis últimos momentos de lucidez. Supe que la patrulla estaba siendo masacrada, pero ahora no me importaba ya. Intenté cerrar el ojo derecho pero no lo conseguí. Tampoco hice esfuerzo alguno por levantarme. El cielo azul empezó a tornarse blanco. Blanco, no negro. En ese instante pensé que Salvador estaba equivocado. El cielo se volvió tan blanco como la leche, como el semen, y después la transparencia fue total, hasta que ya no tuve visión. Así que esto es la muerte.

Creo que perdí el conocimiento; eso tuvo que ser. El silencio lo anegaba todo alrededor, pero supe que continuaba vivo. Hasta mí llegaba de forma nítida el olor fresco de la hierba, el aroma del bosque. No intenté levantarme. Estaba claro que no iba a poder hacerlo, y tal vez los rebeldes anduvieran todavía cerca. En aquel momento, tumbado y medio muerto, empapado en mi propia sangre, sólo me importaba respirar aquella paz. Descubrí que tenía el ojo derecho abierto. Lentamente, el color azul volvió a teñir el cielo. La situación podía parecer idílica, pero el dolor indicaba que algo iba mal. Siempre lo hace.

Tal vez pasaron horas. El sol había cambiado de posición y ya no me molestaba tanto en los ojos. Ahora debía estar detrás de mi cabeza. Posiblemente me había desmayado un par de veces más, pero el recuerdo es confuso e incómodo. Un tambor resonó en mis oídos llenos de sangre, y el silencio quedó roto. Pasos. A lo lejos, un caballo relinchó. Quizá había algún otro supervivente. Gemí, intentando dar a conocer mi posición.

Una cara hosca y barbuda apareció dentro de mi ángulo de visión. No era un soldado de la patrulla sino un rebelde, pero esto apenas me importó. La cara desapareció, restituyendo su color al cielo. Una voz, tan lejana que casi no parecía existir, dijo algo.

—¡Eh, Alyán! ¡Aquí hay uno vivo!

Reconocí las palabras, el dialecto empleado al utilizarlas. Yuetshes. En su lengua, Corporación significaba Imperio.

Una segunda cara, identificable solamente porque estaba al otro lado de la anterior, apareció en lo alto, y una mano se acercó hasta mí. Tarde en notar que me estaban izando por el cuello. No me di cuenta hasta que el rostro estuvo pegado al mío y pude olerlo.

—Sí, está vivo —gruñó la boca del hombre, salpicándome de saliva—. Basura. No parece que vaya a sobrevivir.

La mano se abrió y me soltó; la cara volvió a convertirse en una mancha borrosa. Incapaz de mantenerme erguido, empecé a caer. Tardé un siglo en alcanzar el suelo. Pienso que reboté. Un aguijón de dolor me taladró el hombro izquierdo, llegó hasta mi espalda, cruzó por mi cerebro, bombardeándome con un millón de pequeñas espadas de hielo.

—Debe ser un oficial —dijo la voz del principio—. Va vestido de forma distinta a los otros, ¿no lo ves? Lleva un uniforme muy bonito.

—Quítaselo si te gusta, pero rápido. Tenemos que reunir los animales y escapar. No tardarán en darse cuenta de que algo les ha pasado.

Unas manos me zarandearon de un lado a otro. Advertí que me habían quitado una bota, nada más. En el cielo, un pájaro volaba muy alto. Cruzó de izquierda a derecha. Dos pájaros más hicieron lo mismo, un momento después, de derecha a izquierda.

—¡En marcha! ¡Tenemos que largarnos de aquí! ¡A los caballos!

—¿Qué hacemos con éste, Alyán? —era la voz del primer hombre.

—¿Qué quieres hacer con él? Remátalo. O deja que se pudra ahí, si te parece. Decide rápido.

Durante unos segundos no escuché ninguna cosa más. Supuse que se habían ido, pero luego sentí el tamborileo de unos pasos repercutiendo en mi espalda. La cara asomó otra vez ante mi ojo abierto, y una cosa redonda y negra se adelantó bruscamente hasta mi cara; crujió. Era un arma. Mi propia pistola, regalo del capitán Wayne después de lo ocurrido en Alta Roca, adiviné instintivamente. Con tristeza, recordé que no la había disparado nunca sobre nadie. Yo sería su primera víctima. Bien, esta vez iba en serio. Ahora sí iba a morir. Adelante, pensé. Hazlo rápido, rebelde.

—¡Espera! —la voz del segundo hombre, el caracoleo de los cascos de un caballo sobre un terreno plano como una pandereta—. ¡Vamos a llevárnoslo con nosotros! Si es un oficial, tal vez estén dispuestos a negociar un rescate. Taponadle ese volcán que tiene en el hombro y montadlo en un caballo. ¡Pronto! ¡Las máquinas voladoras pueden aparecer de un momento a otro!

Unas manos, tan ásperas que podría haberse encendido una cerilla frotando sobre ellas, me alzaron desde el suelo. Recuerdo la dureza del cuerpo sobre el que fui acarreado, el mal olor de aquellos músculos, y poco más. El dolor me sacudió de nuevo y volví a perder el conocimiento.

Cuando desperté comprobé dos cosas: que no podía abrir el ojo izquierdo y que la sensación de movimiento había cesado. Me bajaron del caballo, sin demasiadas contemplaciones, y volví a probar la tierra de aquel planeta. Sentí sed. Me arrastraron hasta una estaca y en ella fui atado igual que un cerdo. Juntaron mis dos manos alrededor de mi cuello, lo que me prolujo un alarido de dolor, y el conjunto fue unido a la estaca con tiras de cuero que estuvieron a punto de ahorcarme. El dolor se hizo tan insoportable que temí no sobrevivir a él, morir en aquella incómoda posición. Los hombres que me amarraron, vestidos a medias con sus ropas de montaña y los uniformes despojados a los soldados muertos, se perdieron de mi vista. Traté de seguirles con la mirada pero las ataduras, comprobé, me impedían girar el cuello.

Se hizo de noche y me dormí, acunado por la fiebre. A intervalos despertaba, sacudido por el dolor y el entumecimiento, porque no estaba ni tendido ni encorvado. No podía abrir el ojo izquierdo. Una costra de sangre ya seca, proviniente de mi mejilla, había taponado el párpado, media cara, la parte izquierda de mi nariz. Tenía que respirar por la boca. Me dormí de nuevo. A lo lejos, en la oscuridad, los rebeldes se agrupaban junto al fuego y entonaban extraños himnos de guerra.

Desperté lleno de sudor, helado de fiebre. En mi cinturón, a salvo de las manos que habían desvalijado mis pertenencias, alejadas de mis propias manos, estaban las pildoras que podrían aliviar mi fiebre, mi sed. Tan remotas, tan cerca. Procuré no pensar en ellas, intenté no imaginarme su superficie lisa. No lo conseguí. Una o dos veces intenté sacar los dedos por entre las ligaduras y con ellos descorrer el bolsillo, pero el dolor no me lo permitió. Quise girar el cuerpo y el resultado fue una sacudida que me dejó inmóvil, sin ganas de repetir la experiencia otra vez. Oh, Rab, hubiera sido mejor la muerte.

Cuando el día llegó yo estaba aún atado al palo, tembloroso y medio muerto. Tenía consciencia de que las cosas se me iban borrando de la mente, de que la lucidez me estaba abandonando poco a poco. Ya ni siquiera contaba el dolor; no me quedaban nervios. Un rebelde cuya cara no atiné a ver me hurgó en el hombro herido, repuso algo que hacía las veces de gasa y me dio un sorbo de agua. Pudo haber sido polvo, por lo que a mí respecta. Ni siquiera la saboreé. Luego se marchó, cantando. Envidié su capacidad de moverse libremente.

Hacia mediodía el miedo se apoderó de mí. Recordé a Aramis, muerto en las mismas circunstancias en las que ahora me encontraba yo. Tal vez la Marfil poseía en efecto un maleficio. Tal vez se complaciera en repetir la historia en todos sus poetas. Recordé a Narcise. El había sido atrapado en una emboscada similar, había pasado por el mismo trance que ahora estaba viviendo yo. Narcise. Vi sus manos crispadas, su cuerpo convulsionado en sus frecuentes ataques epilépticos. Recordé que en esta misma situación había estado a punto de volverse loco, y al hacerlo el pánico se alió a la fiebre y el dolor. Ya no me importaba la muerte, la entendía como una liberación. La locura era quien amenazaba mi sufrimiento, asomándose desde los últimos resquicios de mi consciencia. Estaba claro que yo no iba a sobrevivir mucho en aquellas condiciones; no entendía cómo no estaba muerto ya. En aquella terrible postura no podía ver el auténtico estado de mi herida, su alcance real, pero el dolor y la rigidez de toda la parte izquierda de mi cuerpo no presagiaban nada bueno. Cuando los rebeldes pretendieran parlamentar con el mando de la Marfil para negociar mi libertad a cambio de la suya propia, yo ya estaría tieso. Wayne, además, no se avendría a sacrificar el honor de la Corporación por mí. No lo habría hecho por nadie. La muerte iba a venirme lentamente, la odiaba por eso. Envidié a Turin. A estas horas habría empezado a descomponerse, habría abandonado la etapa del dolor. Envidié a todos los hombres de la patrulla, tan lejanos ahora de la amenaza de la vida, tan libres. Ni siquiera sentían ya cómo el ambiente les iba fundiendo los huesos. Los odié.

La obsesión de que los rebeldes iban a torturarme acudía una y otra vez, cabalgando a lomos de la fiebre. Me imaginaba en aquel mismo lugar, encadenado a aquella maldita estaca, sin posibilidad alguna de debatirme, siendo atravesado por cuchillos ardientes, por astillas afiladas que abrirían un curso sangriento entre mis uñas. El dolor despertaría y me haría tener consciencia de lugares de mi cuerpo que yo ni siquiera había imaginado que podían existir. Tuve miedo. Narcise había sufrido un martirio similar y había estado a punto de volverse loco. Recordándolo, empecé a tenerle pánico a la idea de sobrevivir, de salvarme. Si me iban a lastimar, prefería morir antes. No quería terminar como Narcise Hall. No quería convertirme en un adicto irrecuperable, presa de la cobardía y los nervios. No quería ser él. Ni siquiera la certeza de que no saldría de allí con vida conseguía desterrar estos pensamientos.

Vino otra vez la noche. Ignoro por qué los rebeldes no se movieron durante el día. Quizá confiaban en su refugio secreto y en la ineptitud de las tropas humanas para localizarlo. Quizá. Vino otra vez la noche. La fiebre no había cesado, pero el dolor apenas contaba. Sentía todo el cuerpo lejano, como fuera de mí, y respiraba con dificultad, debido en parte al peso de la armadura, del sarcófago. Creo que es así como mueren los crucificados. Por asfixia. Miré mis dedos y, al resplandor rojizo de la luz, los vi amoratados, casi de pergamino. La sangre no circulaba por culpa de las cuerdas. A lo mejor ya ni siquiera me quedaba una gota. A lo mejor ya estaba muerto. Dormí a intervalos, consumido por los pensamientos. Más allá, los rebeldes mezclaron en el fuego alguna substancia alucinógena que sirvió para aliviarme un poco. Recordé a Ptolomei. A Hroswitha.

Unas ramas crujieron, despertándome. Un trueno bramó, muy lejos. Alguien gritó. Muchas voces pronunciaron palabras que no pude identificar, y aullidos de dolor y de pánico brotaron de todas partes. Al abrir el ojo olfateé la presencia de la muerte. Algo parecido al tableteo de un cóptero canturreó desde lo alto. Miré mis pies. Un escarabajo se paseaba entre mis dedos, ajeno a todo. No lo sentí. Es un sueño, pensé. Estoy delirando.

El sonido familiar del láser me convenció de que no era así. Sonaron más disparos y traté de doblar el cuello, quise comprender lo que pasaba. Casi no lo conseguí. Pude ver que los rebeldes corrían en todas direcciones, que algo los estaba aniquilando desde la oscuridad. Uno de ellos venía hacia donde yo estaba. Tal vez ni siquiera se dio cuenta de que yo me encontraba allí. La luz surgió de detrás de él y lo alcanzó. Algo rebotó a mi lado, cubriéndome de un líquido denso y caliente. Junto a mí, la cabeza del rebelde rodó unos cuantos metros. Sus ojos abiertos me culparon. Grité.

Luego, en unos minutos, todo terminó. Oí pisadas de botas y relinchos de caballos. Alguien se acercó hasta mí, pude ver su silueta sin nariz recortándose contra el reflejo de las hogueras que los soldados habían propiciado. El teniente Salvador hacía honor a su apellido y venía a salvarme.

—Tranquilo, soldado —dijo arrodillándose—. Somos de tu bando. ¿Quién eres?

Intenté decírselo, pero apenas llegué a emitir un gemido. Con el cuchillo de caza expropiado al cadáver de algún rebelde, el teniente cortó mis ligaduras y me ayudó a incorporarme. Fue a darme un trago de agua y entonces me reconoció.

—¡Dios mío, Hamlet! ¿Eres tú? ¡No me había dado cuenta! Muchacho, ¿cómo estás? ¿Qué es lo que te han hecho?

Quise contestarle, explicarle nada, un disparo en el hombro, gajes del oficio, ninguna cosa de particular, pero no lo conseguí. Tampoco esto logré hacerlo. Perdí el conocimiento y caí, vencido por la parálisis, loco de ganas de besar nuevamente la tumba que pudo haberme cavado en aquel suelo.