21

Whynnom Salvador no parecía sentir ningún interés por la Astrología, al menos no de la misma manera con que lo hacía el capitán, pero aún así su predicción sobre nuestro futuro próximo se cumplió como si realmente lo hubiera leído en las estrellas o hubiera echado una ojeada al interior de alguna bolita mágica. Acertó en todo. Aquel planeta fue llamado Lluvia —con lo que me cabe el dudoso honor de haber apadrinado su nacimiento— y pasó a ser, eliminada la amenaza que suponían los nors, un bello trozo de nada que añadir a la colección. La resistencia apareció otra vez, en medio centenar de mundos, bajo la apariencia de nuevas razas que se oponían con todas sus fuerzas a nuestro avance, porque mientras el puño de la Corporación aplasta un lugar en nombre de la Conquista ya un nuevo alzamiento se está preparando en otro, y en otro más, hasta que todo el espacio estalla en un hervidero que proclama la presencia inmediata de la guerra y Nueva York no tiene más opción que emplear tácticas menos contemplativas que las de mantener una simple campaña donde entretener a los soldados durante cuarenta meses en un sector y se pasa al empleo de armas más mortíferas, más eficaces, aplastamientos todavía más masivos, estrategias de batalla que son infalibles. La Marfil, finalmente, volvió atrás, como el teniente había vaticinado, y durante muchas semanas vagamos de un lugar a otro, zarandeados por órdenes inconcretas que nos usaban a modo de parche, llevándonos de una misión pacificadora en cualquiera de los mundos ya civilizados a expediciones científicas donde la guerra se dejaba aparte pues lo importante era cartografiar las irregularidades de algún macizo montañoso, estudiar las especies animales que habían quedado con vida tras la visita de tropas de asalto antes que nosotros, o desviar el curso de los ríos para que regaran a su paso ciudades que tal vez nunca se edificarían sólo por el hecho de que muy posiblemente ocuparían un lugar estratégico en aquella explanada que los técnicos consideraban muy hermosa. Fuimos en busca de leyendas que hablaban de yacimientos de uranio inagotables donde no había sino polvo y restos de lo que en otro tiempo fue una colonia de prospección minera. Fuimos bordeando los límites del Confín, como una sierra, hasta que nadie más que la computadora supo si estábamos dentro o fuera de él. Fuimos sembrando las bajas caídas en Lluvia y en otros lugares hasta convertir nuestro camino en un nuevo cometa de brazos y piernas abiertos a la ausencia del viento. Hicimos mil cosas pero, sobre todo, descansamos, olvidamos la quemazón de la fiebre y las gotas de agua bombardeando nuestras posiciones de la misma forma con que nosotros habíamos bombardeado las posiciones nor (sino que la lluvia no arrastraba un regusto de pólvora ni sangre), y cantamos las hazañas de los bravos muchachos de a bordo en los ciento tres prostíbulos que visitamos en nuestra travesía, en los lupanares que recorrió nuestra alegre cabalgata: Bambú, Ojo Dorado, Lágrima, hasta que Nueva York decidió que habíamos tenido descanso suficiente y estableció mandarnos al lugar que nos pertenecía, hasta que nosotros mismos habíamos olvidado lo terriblemente lenta que puede hacerse una matanza, lo terriblemente angustiosa que puede ser una muerte y no recordábamos ya el insomnio, el latido de los cópteros, las explosiones de estática, los gritos, el dolor, la suciedad, el cansancio, porque todo se olvidaba con una onza de opio y un foco de luz donde brillara un tatuaje de una meretriz sobre la pista sibilina de una esfera, con un poco de aire que respirar después del oxígeno viciado y frío del interior de una nave, con un poco de libertad en la que hacer a un lado la parte agresiva del animal que somos y convertirnos a la religión del reverso amigable que todo bicho lleva dentro. Lluvia y cuanto vino después se borró, difuminado como el círculo de harina en el ruedo de fango, y sin que nos diéramos plena cuenta, sin que sintiéramos cómo iba pasando el tiempo, nos mandaron nuevamente a cumplir nuestro deber, el encargo de servir nuestra misión de muerte.

En esta segunda etapa viví enfrentamientos que se resolvían con una gran batalla donde la totalidad de la dotación de la Marfil intervenía de un modo directo y no a través de grupos parciales divididos en escaramuzas. La guerra, de esta manera, era mucho más rápida, más violenta, y también más lejana. Desde el puesto de mando yo veía a los hombres maniobrar según las órdenes que el capitán daba por radio: primero los cópteros, luego la caballería especial, si hiciera falta, por último las cargas a pie, plegándose y replegándose. Desde esta nueva perspectiva la guerra se presentaba con un puñado de soldaditos de plomo que se destrozaban allá a lo lejos, entre las montañas, con gran aparato de banderas y colorines, casi igual que en una película. Era así más inhumano pero también más cómodo, por cuanto la muerte no brincaba alrededor y uno podía sentirse casi aparte.

Viví seis o siete grandes batallas en este estilo, a salvo en el puesto de control, sintiéndome feliz de no encontrarme abajo, en la representación de aquella danza macabra. El viento, a veces, traía el olor de la sangre, de la descomposición, de los cuerpos creciendo en el interior de los uniformes, y entonces yo tenía que intentar contener el vómito —incluso lo conseguí en alguna ocasión— y continuaba escribiendo, tomando apuntes apresurados de la situación en la llanura, dibujando extraños esbozos aprendidos de Narcise que eran la delicia del capitán Wayne. Desde lo alto las bajas no contaban de la misma manera con que lo hacían desde abajo, porque no eran hombres sino figurines en los planos de la estrategia final, cifras y piezas de un tablero que la computadora utilizaba a su capricho. Y conocí que la batalla más dura, la más cruel, la que más hiere, es la simple escaramuza —aquella en la que le ves los ojos al hombre que tienes delante y sabes de qué forma vas a morir o vas a matarlo—, y no la gran batalla ejecutada con la perfección de un ballet movido a cuerda y sus miles de combates individuales, donde no distingues sino manchas parduzcas que avanzan y retroceden entre el estruendo de los morteros, el silbido de los lásers y el resplandor de las armaduras de cristalacero. Viví seis o siete grandes batallas de este estilo, cuando todo lo que hacíamos era llegar, destruir, marcharnos sin que supiéramos si la responsabilidad correspondía a Wayne o si era Nueva York quien había querido dar un escarmiento.

Las grandes batallas. Durante estos encuentros el capitán siempre se mostraba impasible, manteniendo un perfecto control de sus nervios, bromeando y charlando con los miembros de su estado mayor, incluso lamentando las pérdidas de cada uno de los dos bandos. Se comportaba como un gigante de emociones congeladas, como una máquina de mandar que nunca sufriera un cortocircuito. En realidad, sólo en dos ocasiones lo vi perder la calma.

La primera de ellas ocurrió de manera accidental, en cierto sentido lógica, con un nuevo grupo de soldados recién incorporado a la Marfil. Aunque teóricamente habían sido preparados a conciencia y su valía quedaba demostrada al ser su destino un rompehielos, Wayne sabía lo lejos que esto se encuentra de la realidad. Sostenía que el juego de la guerra sólo se aprende practicándolo, y que todas las academias —por las que él también había pasado— no servían excepto para alimentar a quienes vivían a sus expensas. Fiel a este conocimiento, se ocupaba personalmente de preparar a los nuevos soldados según su propio estilo, de la misma manera con que un mecánico no está conforme hasta conocer pieza por pieza su vehículo de tierra.

—Yo voy a responder por vosotros —decía—. Luego querréis confiar en mí. Muy bien. Tenemos que conocernos mutuamente o no podremos hacer nada juntos. Yo tengo que verificar cuánto sabéis, si lo que habéis aprendido es algo útil o si por el contrario es un montón de mierda. ¿De acuerdo? Vamos a llevarnos bien, ya lo veréis. Confiad en mí y todo será más fácil Yo pensaré. Vosotros actuaréis.

Todos los recién llegados a la nave pasaban por un período inicial de adiestramiento en el que Wayne les enseñaba a saltar cuando él silbaba, porque había que dejar bien claro quién era el jefe a bordo. Ellos iban a morir por la Corporación y la Conquista —si tenían suerte—, y lo harían bajo su responsabilidad. Hubiera sido terrible que en una batalla los hombres no respondieran como él pretendía; eso habría desencadenado una derrota tras otra, y la Marfil, pese a sus bajas, todavía no había sido vencida nunca. No pondría una mano en el fuego, pero creo que Wayne conocía hasta dónde podía llegar cada uno de los hombres, ya que los había instruido y los había moldeado según su designio. Tal vez no supiera mi nombre, pero sí era capaz de memorizar incluso la placa de identificación de cada uno de los soldados. Los conocía como si los hubiera creado con un poco de barro y un soplido, y se sentía tan orgulloso de sus tropas que, cuando éstas morían de una manera heroica, él se hinchaba como un pavo real, recibiendo de rebote toda su gloria.

—Míralos. Van a la muerte como yo les dijera que tenían que hacerlo. Mueren como a mí me gustaría morir. Los conozco bien, poeta. Como si yo los hubiera parido. ¿Los ves avanzar? Ahora son una parte mía. Ahora llevan dentro un poco de mi yo. Piensan en mí. Si caen, lo hacen sabiendo que mueren con honor. Si sobreviven, recordarán mañana que le deben la vida al capitán Wayne, al bueno de su Papá Ganso que es uno de ellos.

Fue en unos ejercicios de tiro sobre un blanco programado. El dirigía a un grupito de muchachos bisoños que estaban siendo objeto de todas las bromas imaginables desde su llegada a bordo; entonces sucedió. Yo miraba a los novatos, idealistas y estúpidos, muertos de ganas de cubrirse de sangre y de gloria, y me sentía más viejo. Sabía que no era como ellos, que no lo sería nunca, pero no dejaba de identificarme con aquel afán suyo, tan tonto. Yo divagaba a un lado, aparte, sintiéndome observador y no protagonista de mi propia historia, y mientras el capitán se movía alrededor de los soldados como una gallina clueca entre sus polluelos; exactamente como Papá Ganso.

—Ahora vais a empuñar el láser. No temáis. Pesa un poco pero en seguida os acostumbraréis a él. Eso es. Cómodo, ¿verdad? Está diseñado para serlo. Ahora vais a poner la mano derecha en el gatillo, la izquierda sosteniendo el cañón. Muy bien. Veo que sabéis hacerlo. Esta preciosidad dispara su ráfaga a intervalos de diez segundos. Si apretáis el gatillo una vez, la luz brota durante un segundo aproximadamente. No, no os asustéis. En este tiempo se pueden hacer muchas cosas. Apretad una vez. Una. Luego, debéis esperar a que se recargue. Entonces estaréis en condición de volver a disparar. Si apretáis el gatillo durante ese intervalo no sucederá nada, así que olvidadlo y prestad atención a otra cosa. Si estáis apretando continuamente tan sólo conseguiréis sorprenderos cuando se produzca la eyaculación y ya hayáis desesperado de que lo haga. Nunca tengáis las dos manos ocupadas en algo inservible. Es un consejo. No viviréis mucho si lo hacéis así.

Los muchachos asentían, con cara de tener por primera vez entre las manos algo que por lógica debían conocer perfectamente. Alguno mantenía los dedos muy alejados del gatillo y miraba la boca del arma, diminuta como un alfiler, esperando que de ella fuera a salir un relámpago o una bala de calibre adecuado a un cañón. Otros manejaban el rifle con estudiado descuido, haciendo a veces pam pam con los labios, no demasiado elevada la voz, igual que los chiquillos con un nuevo juguete de dardos, o se pasaban el arma de una mano a otra con facilidad, intentando que Wayne se fijara en su capacidad de pistoleros ambidextros.

—Ahora vamos a disparar. Si usásemos un rifle con proyectiles, un arma convencional, el retroceso sería un problema. Ya veremos eso más adelante. Hay momentos en que usar el láser es imposible y entonces, si la gravedad es baja, el retroceso se convierte en una molestia. Ya lo veremos luego. Con el fusil láser este inconveniente no existe, y cuando os acostumbréis a él ni siquiera notaréis su peso. Una cosa importante: No contéis los segundos que os harán falta para abrir fuego entre disparo y disparo. Debéis conservar la mente despejada, sin embotar con los números. Ya llegará el momento en que sepáis de manera intuitiva cuándo podéis disparar y cuándo no. Ya observaréis que la mejor manera de aprender cualquier cosa es por la intuición y no por la razón. Lo comprenderéis a través de vuestra propia experiencia, pero ahora recordad esto: No contéis. Eso únicamente servirá para que os maten antes de que se cumpla el tiempo, porque no os daréis cuenta de dónde vienen los proyectiles enemigos. Recordadlo. ¿Hay alguna duda?

—Ninguna, señor —respondieron a coro todos los reclutas. Todavía no he visto a uno de ellos que hiciera la más leve pregunta al respecto, ni tonta ni inteligente, y asistí a muchas situaciones por el estilo. Debían creerse muy sabios o tardaban en hacer articular la lengua.

—Espero que lo hayáis entendido. Ahora vamos a practicar. Mirad el blanco. Visto desde aquí parece muy sencillo, pero os aseguro que costará trabajo alcanzarle. Ni la mitad de los que estáis aquí le daría. Observad.

Se dio media vuelta, casi sin apuntar, y abrió fuego. El blanco programado, una chapa imitando la silueta de un hombre que se movía a una velocidad endiablada, recibió un dardo luminoso en el lugar señalado como su pecho. Hubo un oh de admiración que escapó de la boca de todos cuantos estaban allí y no sospechaban las habilidades del capitán Ares Wayne.

Los reclutas empezaron a disparar, silbidos intermitentes que no llegaron a rozar el objetivo ni de lejos. Uno de los hombres, el más inmediato al capitán, disparó tres o cuatro veces, pareció encontrar problemas con su arma y se volvió hacia Wayne, apuntándole justo en la boca del estómago, su índice crispado en el gatillo.

—Mi capitán, este rifle no dispara.

Lo dijo haciendo ademán de abrir fuego, con cara entre estúpida e irritada porque había tenido que ser precisamente su rifle el que estaba en mal estado. Ares Wayne se puso lívido, sus ojos despidieron fuego helado, y de un manotazo arrancó el fusil de los dedos del hombre. Con el reverso de la otra mano le dio tal bofetada que el muchacho cayó hacia atrás una docena de pasos, con la nariz y la mandíbula rotas por el golpe. Todo sucedió tan rápido que el chorro de luz no tuvo ni siquiera tiempo de brotar del láser.

—¡Estúpido! —bramó, pasando del color blanco al rojo más absoluto—. ¡Estúpido bastardo hijo de cien padres! ¿No oyes lo que acabo de decir? ¡Espera diez segundos entre disparo y disparo! ¡Diez segundos y no aprietes el condenado gatillo ni apuntes a un superior con tu arma! ¿Qué querías, hijo de puta, matarme? ¡Espera diez segundos y luego dispara! ¡Así!

Disparó una vez. El láser hizo impacto a pocos centímetros de la cabeza del soldado, levantando una oleada de polvo. Hubo un nuevo oh, ahora de miedo, y Wayne disparó una segunda vez, consumidos los diez segundos del intervalo. El muchacho en el suelo aulló, de puro pánico, pues el impacto había estallado entre sus piernas. Sus pantalones se ensombrecieron con una mancha húmeda. Recargado el láser para un tercer disparo, Wayne, recuperando sus nervios, optó por contenerse.

—Estúpido —masculló, ahora normal—. No vuelvas a hacer una cosa así o juro por el mismo Rab que entonces no dispararé al suelo. No vuelvas a hacerlo. ¡Teniente Salvador!

—¿Sí, señor?

—Llévese a este hombre. Diez días de arresto. Hágase cargo de él y que el Doc le arregle esa nariz y le reponga los dientes.

—Aye aye, sire.

—En cuanto a vosotros, puñado de tarados, ¿en qué andáis pensando? ¡El blanco está ahí, y no tiene más agujeros que el que yo le he hecho! ¡Nuestro poeta sería capaz de acertarle con los ojos cerrados y vosotros ni siquiera le habéis rozado! ¡Venga, a disparar! ¡Y ya sabéis dónde no hay que apuntar para otra ocasión! ¡Rápido! ¡La Corporación está perdiendo su dinero con vosotros!

Esta fue la primera vez que vi a Ares Wayne fuera de sí. El caso sólo tuvo una importancia momentánea y todos lo olvidamos rápidamente, excepto, quizás, el muchacho de la nariz rota. No tuvo más trascendencia que la anécdota. Una, supongo, de las muchas que pueden suceder a diario en cualquiera de las naves de la Corporación. Esa fue la primera vez que le vi dejarse arrastrar por la ira, volverse un manojo irracional de músculos. La segunda no tuvo un resultado tan feliz. Su descuido hizo que el encuentro terminara en catástrofe.

Desembarcamos en un asteroide irregular, muy lejos más allá de la muralla del Confín. La Marfil permaneció anclada en una órbita de tres días, y doscientos hombres descendimos al lugar, apiñados en la panza de tres lanzaderas. Whynnom Salvador se hacía cargo de la dirección de la cucaracha mientras el capitán Wayne bajaba con nosotros a la superficie, encantado con la idea de hacer ejercicio y anexionar un nuevo puñado de polvo.

El asteroide no tenía ningún valor sino el puramente estratégico, ninguna otra riqueza que la de su emplazamiento. Nuestra misión consistía esta vez en colocar un puñado de rastreadores espías y los suficientes proyectiles nucleares para desanimar a quien pretendiera introducirse en los dominios de la Corporación, si es que había alguien que temer del otro lado. La riqueza minera que la roca pudiera encerrar no resultaba interesante, porque su tamaño era tan insignificante que los técnicos de la Corporación la ahogarían en un par de semanas, y había mejores perspectivas en otros sitios. Por lo demás, no esperábamos que habitara nadie allí, ningún organismo medianamente civilizado. El oxígeno era tan puro que un hombre acabaría borracho de respirarlo unos segundos y loco de remate de hacerlo un poco más de tiempo. Teníamos que llevar máscaras faciales que lo filtraran al mezclarlo con nitrógeno.

Fijadas en tierra y abiertas las tres lanzaderas, fuimos saliendo de su interior con mucho recelo, pues nunca se sabe qué puede suceder en un mundo extraño. Ante nuestros ojos el paisaje apareció gris, con brotes reprimidos de vida vegetal; tal vez en otra parte hubiera árboles. Una cadena de montañas picudas se proyectaban hacia el norte, produciendo un curioso efecto óptico que engañaba los ojos y hacía pensar que podía alcanzarse con los dedos. No había más. Eso aparentaba ser todo.

Avanzamos cien o doscientos metros, con mucho crujido metálico, desordenados igual que hormigas sin reina. Entonces el capitán Wayne nos hizo formar en tres columnas, con órdenes secas que casi no reflejaban su buen humor, y lo dispuso todo para la pantomima, su soliloquio tanto tiempo reprimido, la gran escena de la ceremonia.

—Yo, Ares Wayne, capitán en activo de la nave de combate Marfil, tomo este mundo en nombre de la Corporación —recitó con voz ahogada por la máscara mientras ponía una rodilla en tierra y clavaba el estandarte negro y oro. Los sintetizadores de los tres músicos de la expedición arrancaron con los compases del himno que nos alineaba a todos en aquel lugar, y los soldados presentaron armas. Un remedo bastante aceptable del primer desembarco en América, con un nuevo y fortalecido Cristóbal Colón; vida monótona que ya empezaba a cansarme.

—Tomo este mundo en nombre de la Corporación, y a partir de este momento será conocido como Alta Roca, porque así me lo concede mi grado de capitán y así queda estipulado en las leyes de la Conquista.

—¡Marchaos!

La voz nos sobresaltó. El capitán dio un respingo y buscó con la mirada alrededor, molesto porque le habían interrumpido su escena. Dos centenares de rifles produjeron su peculiar tonada al descerrajarse, como si no hubieran acusado la sorpresa.

—¡Hombres de la Corporación, marcháos!

La voz parecía venir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, casi de dentro de la roca, envolviéndonos en una telaraña de palabras. Sonaba clara, rotunda. Quienquiera que fuese su poseedor no llevaba máscara facial para ayudar la respiración; de eso me di cuenta justo entonces. Esperamos una continuación del mensaje pero durante algunos segundos apenas flotó el silencio. La bandera negro y oro se mecía inofensivamente de un lugar a otro.

—¿Quién habla? —gruñó el capitán, incorporándose desde el suelo y caminando un par de pasos, hasta despegarse del grupo que formábamos los demás—. ¿Quién habla? ¡Por Rab, muéstrate!

Nada cambió. Nadie hizo caso. Unicamente la voz manó de nuevo del círculo de piedras.

—¡Marchaos!

—¿Quién eres? ¡Déjate ver!

Sobre una roca floreció un hombre. Se irguió desde su posición y, por un nuevo efecto óptico, pareció cubrir todo el cielo. Permaneció de pie, con las piernas abiertas, mirándonos. Debía estar a unos cincuenta metros encima de nosotros, pero al mismo tiempo aparentaba estar más cerca y más lejos. Era un hombre. Quiero decir que no pertenecía a ninguna raza humanoide y que su fisonomía era de lo más común. Era un hombre como nosotros, un humano que hablaba fluidamente el idioma estándar de la Corporación, el mismo en que yo escribía mis versos. Miré por los binoculares y lo observé. Era un negro de cabeza rapada y hombros prominentes. En su nariz tenía adosado un filtro para la respiración parecido a un hueso en la nariz de un aborigen; por eso su voz sonaba normal. Entre sus brazos colgaba un arma. Inmediatamente, no logro explicarlo, supe que era un liberto.

—Aquí estoy.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó Wayne dando un nuevo paso hacia la aparición. El otro se encogió de hombros, iniciando el más terrible diálogo de sordos al que he asistido nunca.

—Un hombre libre.

—Todos lo somos. Nadie te niega ese derecho.

—No me entiendes, militar. Estoy diciéndote que soy auténticamente libre. Tal vez esta sea una palabra vacía para ti, pero para nosotros está llena de significado.

—¿Nosotros? ¿No estás solo, entonces?

—Eso es. No estoy solo.

—Como ves, yo tampoco —sonrió señalándonos con un brazo—. Di a tu gente que se deje ver. Yo no oculto a mis hombres. Puedes contarlos aquí a todos.

—Ya sé cuántos sois. Y sería estúpido por mi parte mostrarte nuestro número.

—Cierto. Me gustas, hombre libre. Quiero saber tu nombre.

—Mi nombre no te dirá nada, militar.

—Quizá. Pero me gusta saber con quién hablo.

—A mí también. ¿Quién eres tú?

—Un militar de la Corporación, ya lo sabes. Capitán Ares Wayne.

—Yo soy Ercole Tagaro, y este asteroide es nuestro. Déjate de presentaciones, militar. Márchate.

—Temo que no he entendido bien, Ercole. ¿Quieres repetirme eso último?

—Es lo mismo que dije al principio: Marchaos.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Este asteroide es nuestro. No os necesitamos aquí. No os queremos. Y no hay suficiente para que vivamos juntos.

—¿Juntos? Vaya, no me había planteado esta cuestión. ¿Dices que es vuestro? ¿Desde cuándo? Enséñame la escritura de la Corporación. Quiero ver el sello de Nueva York. ¿Lo tienes? Quiero verlo.

—No te burles de mí, militar. Sabes que no tengo nada de eso.

—¿No?

—No. La Corporación no ha llegado nunca hasta tan lejos. Estamos en el espacio libre. Esto es la tierra de nadie.

—¿No dices que este trozo de polvo es vuestro?

—Ahora sí. Hemos luchado muy duro para sobrevivir en él. Hemos trabajado fuerte y no vamos a permitir que la Corporación nos lo robe ahora.

—Me gustaría saber con qué vais a impedirlo.

—Con esto.

Se llevó un dedo a la boca y silbó. A su sonido, una muchedumbre brotó de entre las piedras, junto a él, por detrás, alrededor de nosotros. Muchas cabezas, blancas y negras, de mujeres y hombres. Pude apreciar claramente un par de alterados, uno de ellos con cuatro brazos.

—Ah, veo por fin quiénes sois. ¿Mineros?

—Ya te lo he dicho. Hombres libres.

—Mineros. ¿Sabes? Tu nombre me suena, Ercole Tagaro. Creo haberlo oído hace mucho tiempo.

—Tal vez.

—Si. Creo que hace años se habló de ti. Y no siempre bien.

—No importa lo que pasó entonces. A nosotros nos interesa el ahora. Os pedimos que os marchéis.

—No puedo hacerlo, Ercole. No está en mi mano. La Corporación decide por mí.

—Ya. Vosotros los militares siempre os escudáis en lo que está por encima, siempre encontráis a alguien en quien descargar vuestra responsabilidad, arriba o abajo. Escúchame, militar. No sé qué pretendéis. No sé qué hacéis aquí. Pero os da lo mismo ocupar otro mundo cualquiera. A tus superiores y a ti. Hay mil asteroides aquí cerca, en esta misma región. Escoge uno de ellos y plántate en él. Déjanos vivir con lo que es nuestro.

—Se diría que aprecias este montón de rocas, Tagaro.

—Nos pertenece. Hemos trabajado aquí veinte años y no vamos a permitir que la Corporación nos lo robe. Escapamos de ella y vinimos aquí para ser libres, para no tener que depender de los caprichos de Nueva York. Pasad de largo y olvidaos de este mundo. Créeme, no merece el esfuerzo. Apenas produce lo suficiente para que podamos vivir.

—¿Lleváis veinte años clavados en esta roca? Me sorprendes, Tagaro.

—Veinte años, militar. Desde que compramos nuestra libertad a la Corporación.

—¿Comprasteis? Ahora ya estoy seguro de quién eres, Ercole Tagaro. Ya conozco la moneda con la que pagaste. La sangre.

—Tu moneda, militar. Y mi propia sangre, en cualquier caso.

—Sois expatriados. Sí, ya recuerdo el incidente. Tú… ¿cómo lo llamaste?… tu revolución. Todos te han olvidado, Tagaro. ¿Lo sabes?

—Lo supongo.

—Nadie ha intentado sublevarse desde entonces, Tagaro. Puedes creerme —obviamente estaba mintiendo; él y yo vivíamos de aplastar una a una cada rebelión—. Aunque tú escaparas, nadie es más listo que la Corporación. Es demasiado grande y poderosa para preocuparse por el destino de un insecto como tú. Fuiste una diversión interesante, y por eso te dejó marchar.

—Quizá. Pero prefiero creer que al menos unos pocos hemos escapado de tu dueña. Y nunca ha podido encontrarnos, pese a lo que digas.

—Hasta hoy.

—Por accidente, militar. Nueva York no es tan listo como supones. Estás engañado. Nos habéis descubierto por casualidad, y este hecho no tendrá ninguna trascendencia.

—¿No? Oh, claro. Vosotros vais a impedirlo.

—Vamos a intentarlo. Con todas nuestras fuerzas.

—Escucha, Tagaro. Coge la nave en la que huiste y lárgate más al interior, donde la Corporación tarde otros veinte años en encontrarte. Así no te pasará nada. Te estoy dando un consejo. Acéptalo.

—No. No puedo. Este lugar es nuestro. Hemos sangrado por él. Hemos huido demasiado tiempo. Si hay que volver a pelear, lo haremos.

—Tagaro, hazme caso ahora. Después no vais a poder salir de aquí. Este mundo pertenece a la Corporación. Entrad en vuestra nave y perdeos.

—Nunca.

—Escucha, no seas obtuso. Atiéndeme. Te estoy ofreciendo la libertad. La vida.

—Mi vida y mi libertad están aquí.

—Y también tu muerte, si te quedas. Tagaro, por el amor de Rab, deja de contradecirme. ¡Entra en tu maldita nave y huye!

—¡No! ¡Entra tú en la tuya y déjanos en paz, militar! ¡Nadie os ha llamado aquí! ¡Marchaos!

—Tagaro, eres un valiente. Tienes agallas, lo reconozco. Te enfrentaste a la Corporación y saliste con bien. No todo el mundo puede decir eso. Ahora, presta atención. No tientes a tu suerte. El diablo es caprichoso, y le gusta divertirse. Ahora escucha, ¿eh? Escúchame. Si quieres que tu gente sobreviva, acepta esta posibilidad que te ofrezco. Vuelve a tu nave. Salid de aquí mientras mi propuesta sigue en pie.

—Nunca. No podemos tampoco hacerlo, militar. ¿Por qué crees que estamos aquí? ¿Por qué te figuras que no hemos alcanzado un mundo más habitable? Aterrizamos porque la nave no podía llegar a otra parte. Estaba tocada. La hemos desmontado pieza a pieza para acondicionar el interior de las rocas.

—¿No tenéis nave? Lo siento, Tagaro. Eso cambia las cosas.

—Eso no cambia nada, militar. Estamos aquí y aquí seguiremos.

—Porque no podéis marcharos. Muy bien. ¿Y si nosotros tampoco pudiéramos salir de aquí? ¿Qué pasaría entonces? No te quedes mudo, Tagaro. Di lo que piensas.

—No te entiendo.

—Ahora vas a comprender. Ahora mismo te enterarás de lo que pretendo. ¡Hacton, Tennyson, Dumbridge! ¡Volad las naves!

El expatriado permaneció inmóvil; únicamente un músculo de su mejilla pegó un tirón, o quizás sus hombros dejaron de mantenerse rectos. Es imposible, pero recuerdo la escena con Ares Wayne encendiendo un cigarro allí mismo, con todo descaro. No puede ser, desde luego. No podía hacerlo con la máscara puesta, aunque el efecto fue el mismo. Aquella boutade desconcertó a Tagaro, a pesar de que no tenía ninguna validez. Aún sin las lanzaderas, la Marfil vendría a por nosotros cuando quisiéramos. No estábamos en absoluto incomunicados. Podríamos salir de la roca en cualquier momento. Tal vez el expatriado no lo sabía. Tal vez por esto mismo se desazonó.

—¿Y ahora? —preguntó Wayne socarronamente cuando las tres lanzaderas saltaron hechas pedazos—. ¿Qué te parece, Tagaro? Ya no podemos salir de aquí. Ya no podemos volver atrás. No nos queda más camino que el de delante. El que tú nos cierras, Ercole Tagaro. ¿Me oyes? Déjame paso.

—Estás loco, militar. Acabas de condenarte a la muerte.

—¿Seguro? Mi horóscopo no señala este día como el más idóneo para morir. Comprenderás que no voy a defraudarlo.

—Estás loco.

—No, Tagaro. lo estás. Este pedazo de roca es necesario para la Corporación. Mientras ella ha querido tú has vivido aquí, has llegado a creer que era tuya. Ahora la Corporación la reclama. Viene a ocupar lo que es suyo, y nosotros somos su brazo. Somos la razón porque tenemos el poder. ¿Captas lo que digo? Puedo volver a repetírtelo. Es muy fácil. Creo que ya lo entiendes. Esto va a ser nuestro. Si queréis, negaros con cuanto tengáis a mano. Con las piedras, si fuera necesario. Si lo que pretendéis es guerra, puñado de escoria, por mi alma que vais a tenerla.

Los rifles de los expatriados crujieron tras las rocas, con los seguros quitados. Un número indeterminado de armas asomó entre los promontorios, en lo alto, apuntándonos. Tagaro subió la suya hasta el estómago, listo para encañonar al capitán. Al verlo, Wayne sonrió.

—¡Música! —pidió, chasqueando un par de dedos—. ¡Muchachos, vamos con Garry Owen!

Los sintetizadores esbozaron las primeras notas de la marcha militar. Los acordes sonaron desafinados al principio, pero en un momento la estereofonía llegó a todos los lugares del desfiladero, salpicándolo de una alegría extraña. Wayne, de espaldas a los músicos, movía la mano izquierda, conduciendo la orquesta con su manido compás de dos por cuatro.

—¿Te gusta, hombre libre? Buena música, ¿verdad? Un espíritu tan refinado como el tuyo debía ser capaz de apreciarla.

—¡Fuera, militar! ¡Estás loco! ¡Márchate de este lugar o te mato! —alzó el rifle hasta sus ojos y apuntó con él.

Todas las estrellas del cielo se reflejaron en el sudor que corría por su cara. Supe que estaba dispuesto a disparar, pero ya había perdido la decisión y la confianza de ganar aquella batalla.

Wayne sonrió, dando media vuelta. Pareció que estaba buscando una salida ingeniosa y, cuando menos lo esperábamos, empuñó el rifle láser, se agachó, y disparó. Un trazo rojo surgió de la punta de su arma y alcanzó al líder entre las piernas, en los testículos. Tagaro saltó hacia atrás un par de metros, impelido por el dolor. Todavía estaba en el aire cuando un nuevo impacto le abrió una grieta sobre los ojos.

Un aullido, que tal vez fuera su propio grito de muerte, resonó por todo el lugar, cubriendo incluso las notas de Garry Owen. No había acabado de perderse cuando los expatriados se abalanzaron colina abajo, gritando y haciendo fuego sobre nosotros. Una lluvia de balas de grueso calibre picoteó alrededor de mis pies. Advertí que alguna iba a terminar atravesando mi coraza, que la muerte venía en mi busca, cuando alguien me dio un empujón y caí al suelo. Levanté la cabeza al mismo tiempo que bajaba el cristal de mi celada. Había sido Wayne.

—¡Formación en círculo, rápido! —gritó, recogiendo la bandera y clavándola donde yo estaba. Aparecía muy pálido, con los ojos más claros y más muertos que nunca, preso de la excitación y el pánico—. ¡Rab santo, son más de los que yo creía! ¡Debe haber casi quinientos!

Un proyectil rebotó en su armadura, haciéndolo tambalear un momento. Un borbotón de sangre, oscuro como el metal fundido, salió de su costado. Wayne apretó los dientes, maldijo alguna cosa que no entendí, y abatió con suma pericia a los primeros atacantes, no más lejanos ya que una docena de metros. Garry Owen había concluido y empezaba a ser ejecutada otra vez, con su tarará monótono, desde el principio.

Los expatriados venían en oleadas, saltando por encima de la muralla de sus propios muertos. Cortarles el paso parecía tan sencillo como tirar piedras a un charco. Creí que estábamos ganando la batalla, que los enemigos no tenían nada que hacer contra nosotros, como siempre, cuando uno de los músicos fue alcanzado y cayó sobre mis brazos, perdiendo el ritmo de la canción en un manojo de notas sin sentido. Entonces miré alrededor, como si alguno de mis defensores pudiera hacer algo para devolverle la vida a aquel hombre. Quise lanzar un grito de espanto pero mi garganta se quebró. De nuestra patrulla de doscientos no debían quedar ya más de cincuenta hombres. Todo el círculo estaba sembrado de cadáveres de uniforme.

—¡Poeta! —aulló el capitán, blanco como un puñado de opio. Disparaba con dos armas a un tiempo—. ¡Toma un fusil y dispara!

—¿Cómo?

—¡Dispara, hombre! ¡Agarra un láser y quémalos! ¡No te quedes ahí mirando, obedece! ¡Abrele la cabeza a uno de esos! ¡Rápido, por Dios! ¡Van a romper nuestro cerco!

Obedecí. Me arrastré por debajo de la bandera que ondeaba hecha pedazos y busqué un arma, casi a tientas. Tardé en encontrarla, nervioso y atemorizado como estaba. Una batalla no es algo glorioso, pero todo se ve aún más ridículo desde el suelo. Encima de mi posición el estruendo continuaba, pero Garry Owen se escuchaba cada vez más débilmente. Sólo debía quedar un músico. Arranqué de las manos de un soldado un fusil láser y lo miré, preguntándome si iba a ser capaz de dispararlo. Temblé. Me estaba poniendo de rodillas cuando comprobé súbitamente que todo había cesado. Levanté los ojos. No más lásers, no más disparos, no más Garry Owen. Silencio. Con el fusil en las manos, pensando un millón de cosas, me incorporé. Rab santo, tuve miedo de estar yo solo, de haber sido el único sobreviviente.

Ares Wayne, sucio de guerra hasta en el nombre, se volvió a mí, hacia los otros siete hombres que quedábamos. Ya no estaba tan pálido. Poco a poco sus nervios iban escapando a la tensión. Agitó el láser con la mano izquierda, se contuvo la herida con la derecha, henchido de triunfo, y sonrió.

—¡Hemos vencido! ¡Hemos vencido! ¡Este condenado asteroide es nuestro!