—¡Eh, Hamlet! ¿Estás despierto?
Abrí un ojo. Golpeado por la luz, afilada como la punta de una lanza, tuve que volver a cerrarlo, pero antes pude advertir en el marco de la puerta una sombra sin nariz que descubría en Whynnom Salvador la personalidad del visitante. Di media vuelta y traté de buscar nuevo refugio bajo las sábanas. Cuando creí haberlo conseguido, su voz insistió.
—¡Hamlet! ¿Estás despierto?
—Me parece que no.
—Despabila, pues. El capitán Wayne ha mandado llamarte.
—¿A mí? ¿Qué demonios quiere Papá Ganso de mí ahora?
—Venga, Hamlet, en pie. Te necesitan como intérprete.
—¿Intérprete de qué?
—Tu hablas nor, ¿cierto?
—Me defiendo, nada más. Whynnom, déjame dormir. Por el amor de Rab, ¡me estoy muriendo!
—Deja la muerte para luego. Haces falta como intérprete del capitán y no puedes negarte. Es una orden.
—¿Tan urgente es que despiertan a un pobre poeta con fiebre?
—Júzgalo tú mismo —rió la voz—. Los nors acaban de rendirse. Nos vamos de aquí.
—¿Qué? —Pegué un brinco con la revelación que había hecho desaparecer mi sueño. Ante mis ojos, todavía magullados por la luz, se cruzó la imagen de Whynnom Salvador que, cubierto por un capote de campaña y mojado de pies a cabeza, sonreía. Se le veía tan feliz que casi no tuve necesidad de preguntar otra vez.
—Los nors se han rendido. No, no me estoy burlando de ti. Se han rendido y el capitán quiere que vayas inmediatamente para cumplir los formulismos propios de situaciones así.
—Está bien, está bien. Ya me levanto. ¿Quieres alcanzarme mis botas? Deben andar por algún lugar, ahí abajo.
—Sólo veo una.
—Eso es. Llevo la otra puesta. Tenía frío en este pie.
—¿Sigue la fiebre?
—Pegada a mi como una lapa. No hay antibiótico en el campamento capaz de quitármela. Debe ser una especie de maldición local, un mal de ojo de este planeta.
—Todavía no te has muerto, ¿no?, así que deja de quejarte. La mitad de los hombres de mi compañía tienen dos veces más fiebre y más enfermedades que tú, y andan en patrullas de reconocimiento con esta maldita lluvia.
—¿Continúa lloviendo? —Aquella era una pregunta estúpida. No había más que mirar el aspecto de Salvador, que parecía recién salido de un océano. No había más que prestar atención al tartamudeo del agua sobre el techo de lona de mi tienda.
—¿Tú creías que iba a parar?
—No, claro que no. Pero imaginaba un día de rendición lleno de luz y sol.
—Pues ya lo ves. Diluviando y sin signo de que esto vaya a acabarse. Los nors sabían bien lo que hacían cuando decidieron ocultarse en este mundo.
—No se ocultaban, Salvador. Vivían aquí. Fuimos nosotros quienes les obligamos a esconderse.
—Lo sé. No hace falta que me lo recuerdes, pero prefiero decirlo de esta forma. No me gusta sentirme como el malo de la historia.
—A mí tampoco. Se siente uno menos responsable contándolo al revés, ¿verdad? Alcánzame el capote. Gracias. Vamos a ver qué quiere el capitán.
Salimos de mi tienda al mismo paso cansado, arrastrando los pies como si las suelas de nuestras botas fueran de hierro, movidos por la más genuina inercia. El aspecto del campamento era desolador. La lluvia que no cesaba de caer desde hacía seis meses lo había anegado todo de una costra de suciedad, de un velo putrefacto e incómodo. Pequeños riachuelos de aguas oscuras corrían en trombas por entre las tiendas y los caminos, erosionando los cables y los vientos con su empuje. Delante de nosotros, algunos hombres francos de servicio trotaban excitados ante la noticia de que la aventura acababa de terminar, de que los nors no volverían a cortar más cabezas, de que pronto podríamos todos volver a casa, es decir, a la Marfil, pero muchos otros se encogían de hombros y seguían lustrando inútilmente sus botas, fumando hash, jugando a los dados mientras esperaban la ocasión de hacer trampas o contemplando caer la lluvia con la expresión estúpida de quien jamás ha visto el agua. Rab vivo, qué lejos estaba aquello del rutilante campamento de los primeros días, cuando descendimos del cielo creyéndonos arcángeles capaces de resolver rápidamente el conflicto y la idea de la podredumbre, la fiebre y la muerte parecía no competernos. Rab, cómo cambiaba la campaña a los hombres.
—Todo es gris —murmuró Salvador—. Siempre se vuelve todo gris, Hamlet. Dicen que la muerte es negra. Si es así, la guerra tiene que ser por fuerza de este color.
—¿Gris como el acero?
—Como el acero mismo.
Durante unos momentos no dijimos nada más. Avanzábamos sumergidos en barro hasta los tobillos, produciendo un molesto flop flop cada vez que queríamos desenterrar una pierna y pretendíamos dar un nuevo paso. Había que andar con mucho tiento para evitar el resbalón, con mucho cuidado, pues todo el terreno estaba reblandecido por tantos días continuos de lluvia y por el paso de los hombres arrastrando municiones, carros y material, o arrastrándose simplemente a sí mismos.
—¿Un cigarro? —ofreció Salvador llevándose las manos al pecho, dentro del capote, suponiblemente a salvo de la lluvia.
—Gracias. Si no me ha matado ya el frío, no creo que lo haga el tabaco.
—Desde luego que no. ¡Vaya! —descubrió con sorpresa—. ¡No me queda más que uno!
—Fúmatelo tú, entonces.
—Me basta con la mitad —decidió, partiendo el cilindro en dos segmentos casi exactos—. Toma. Así será más difícil que se moje.
Encendió su parte y luego hizo lo mismo con la mía, la del filtro. Al aspirar el humo, contuve mis deseos de tiritar. Estaba muerto de frío, y la fiebre no ayudaba a que me sintiera mejor. Tres años viviendo con la temperatura constante de Monasterio, sumados a la experiencia en la Antorcha, en Excalibur y en la Marfil me habían hecho olvidar lo propenso que soy a los vaivenes del tiempo. Cuanto deseaba, ahora que la campaña parecía haber concluido, eran un afeitado, un baño caliente y una medicación justa que hiciera desaparecer mi fiebre. Sólo eso. Incluso podría pasar sin la compañía de una mujer.
—El nombre de este condenado planeta debiera ser Lluvia —protesté mientras me arropaba con el capote. Whynnom sonrió.
—Ya sabes. Empieza a escribir y llámalo así en tus poemas. Tal vez lo bauticen con ese nombre.
—¿Bromeas?
—¿Calado hasta los huesos? Claro que no. Créeme, tengo un montón mejor de cosas que hacer en vez de bromear. Estoy hablando en serio. Tampoco sería la primera ocasión en que un poeta pone nombre a un mundo.
—Ni la última. Está bien, seguiré tu consejo. Pero si el nombre no gusta te haré responsable.
—De acuerdo. A saber dónde estaremos tú y yo cuando suceda eso.
—Al menos no habremos muerto aquí, en el barro. Ese sería también un bonito nombre. Barro.
—Me gusta más el otro. Suena más limpio.
—Sí, pero hay que reconocer que esto está hecho un asco. ¿Dónde crees que nos mandarán ahora, Salvador? ¿A un lugar como éste?
—Espero que no. Ya he tenido bastante agua para cien años. No volveré a bañarme en lo que me resta de vida. ¿Sabes? Me apetecería ir a un planeta tropical, un planeta con vientos cálidos y arenas azules y amigables nativas que no se resistan hasta la muerte a nuestras pretensiones.
—¡Eh, se supone que el poeta a bordo soy yo!
—Y lo eres. ¿Qué pasa? ¿Es que a ti no te gustaría pasarte un año en un lugar así?
—Seguro. Pero con nuestra suerte nos comerían los mosquitos y tendríamos que pasarnos todo el día dando manotazos al aire y escondiéndonos en cada rincón por culpa de las fiebres.
—Tienes razón. Olvida el sueño. Lo más probable es que nos pasemos otros tres o cuatro meses de sano aburrimiento en la Marfil y que después nos manden fuera del Confín, hacia algún nuevo mundo.
—¿Cómo rastreadores?
—Más o menos. Claro que si aparecen nors por medio, la cosa volverá a empezar.
—Ojalá no aparezcan.
—Rab te oiga.
Llegamos al emplazamiento donde Ares Wayne y una cohorte de jefazos de las otras dos naves nos estaban esperando. No ofrecían un espectáculo demasiado impresionante, cubiertos por capotes empapados de agua sucia y hundidos en el lodo hasta la mitad de la pierna, pero eran los jefes y se les debía respeto, así que contuvimos las ganas de reír (al fin y al cabo Salvador era uno de ellos) y los saludamos marcialmente, llenándonos las botas un poco más de porquería.
—¡Hola, poeta! —saludó Wayne palmeándome la espalda con una mano abierta que levantó una catarata desde mis hombros—. ¿Cómo está tu fiebre?
—Igual, señor. No sube ni baja. Posiblemente se trate de algún virus extraño y en esta atmósfera debe costarme crear anticuerpos. Eso dijo el Doc.
—Tendrá razón, como siempre. Es un hijo de perra que no se equivoca nunca. Nos quedan pocos días aquí, poeta. Esto se acaba. Procura no morirte hasta que subamos a la nave y tal vez entonces sobrevivas.
—Lo intentaré, sire.
—Ven, acércate. Quiero que veas una cosa. Los nors se han rendido tras la batalla de anoche. Los tenemos aquí. Tú hablas su jerga, ¿no es cierto?
—Lo suficiente para entenderme, señor.
—Bien, mi horóscopo dice que hoy es mi día propicio. No me acordé de mirar el tuyo, perdóname. Creí que estabas muerto ya. Bah, es una broma. Sígueme, poeta. Síganme todos.
Chapoteamos un poco más en el limo hasta llegar al corral donde los nors habían sido enjaulados. La cerca que los contenía no estaba electrificada por causa de la lluvia y porque hacía tres semanas que no quedaba más electricidad que la indispensable en todo el campamento; además, los nors se habían entregado de una manera que podríamos llamar voluntaria. Wayne podría decir con orgullo que los había vencido aún con la oposición de los elementos, que se habían convertido en un enemigo más para nosotros. Comparada con otras campañas de las que oí hablar, campañas en mundos desérticos donde el aire era tan caliente que quemaba por dentro al ser respirado, campañas en esferas heladas donde la guerra era casi olvidada por afán de sobrevivir al resplandor blanco de la nieve, aquella no había sido una campaña especialmente dura, aunque a mí me lo pareciera, sino molesta. La lluvia había retardado muchas operaciones, hecho fracasar otras, enfurecido siempre a nuestras tropas. La lluvia había sido aliada de los nors, que podían escaparse impunemente protegidos por un telón de agua cuando arreciaba, o acercarse a pasitos tan calculados que no se distinguían entre el clip clop clip de las gotas al caer, o simulado gritos de agonía de manera que era imposible saber de dónde habían surgido. La lluvia ayudó a retrasar el momento de la victoria de la Corporación, pero no había podido hacer más. Todo había concluido ahora. Desde lo alto de las torretas de vigilancia, junto a los reflectores, soldados con armaduras de asalto vigilaban a los enemigos vencidos, como pastores embrutecidos que guardaran ganado. Una muchedumbre de curiosos, ávidos por verificar la noticia de que todo había terminado, de que ya no quedaba nada por hacer, se iba acercando al lugar. Pronto el terreno cedería y se verían hundidos en barro hasta el mismo cuello.
—Aquí los tienes, poeta. Son ellos quienes han tenido en jaque a la Corporación durante casi dos años. La espina clavada en el costado de Nueva York, la mota de polvo en su ojo. Míralos.
Me adelanté un par de pasos, con cuidado de no resbalar, y observé lo que en principio, por la lluvia, me había parecido una única mancha parda: los nors. Esforcé la vista por entre la capa de agua y entonces ya aprecié las diferencias entre los individuos. Calculé su número apresuradamente, con sorpresa, con pavor. Rab fuera bendito, los prisioneros no debían de llegar al centenar. Permanecían de pie, en círculos, soportando la lluvia estoicamente. Menos de cien. Y todos eran hombres.
—¿Nada más que éstos, señor?
—Nada más. Teniente Salvador, explíquele dónde están los otros.
—Están muertos, señor. Hace dos semanas que no hay más nors que éstos en todo el planeta.
—¿Sólo hombres? ¿Y las mujeres? ¿Qué hay de sus hembras?
—Muertas también, Hamlet.
—¿Muertas?
—Decidieron darse muerte antes de caer en nuestras manos —interrumpió Wayne—. Siempre cometen tonterías así. Su código del honor, poeta. Su forma de entender la vida. Las mujeres de estos bárbaros combaten con tanta fuerza como sus hombres y tienen la maniática costumbre de matarse antes de la batalla final, cuando saben que todo está perdido para ellos. Mejor la muerte que el deshonor.
—Espantoso.
—¿Alguien esperaba otra cosa de este puñado de salvajes? Entienden la vida así, y como no la imaginan de otra forma, para ellos es bueno. ¿Qué más da? Iban a morir antes o después, de todos modos. Yo también preferiría caer muerto antes que prisionero. El honor. Pero ven, poeta. Quiero que hables en mi nombre con ellos. Me has dicho que puedes hacerlo, ¿no? Di a su jefe que se muestre. Di que el capitán humano quiere pactar con él.
Me hizo gracia el calificativo empleado al definirse, porque los nors eran tan parecidos a nuestra raza, tan humanos, como él y como yo, pero en lugar de contestarle, obedecí. Entré en la cerca, empapado de sudor por dentro y de lluvia por fuera, y contemplé las caras borrosas de los supervivientes. Repetí la propuesta del capitán dos o tres veces, sin que ninguno de ellos se moviera ni hiciera ademán de entenderme o siquiera de haberme oído. Luego, una voz surgió del interior de la turba.
—¿De igual a igual?
Traduje al capitán, que asintió. Volví a traducir, esta vez al lenguaje nor.
—De igual a igual. El capitán humano desea proponer un pacto.
La marea de prisioneros se abrió, como debe abrirse un océano cuando escupe un velero, y uno de ellos avanzó hacía mí. No parecía importarle la lluvia ni el barro. Me miró. Era un hombre ancho, no demasiado alto, más bajo quizás que yo. Su pelo parecía una pelusa cuprosa. Llevaba un traje rojo del que pendían varios adornos de hierro no más fuertes que sus propios ojos. Sus pómulos eran casi hexagonales, muy marcados; parecían tallados en cristal. No eran en absoluto hermosos, sensuales, como habían sido los de Hroswitha o los de Orfeo.
—Yo soy el jefe. Dile a tu capitán que se adelante y venga aquí.
Lo hice. Ares Wayne dejó a un lado el capote que le daba prestancia de vieja alcahueta y avanzó hacia nosotros chapoteando pesadamente en el barro. Su signo podía ser el del león, pero en aquel momento parecía un rinoceronte. Con la cara perlada de agua, midió al cabecilla nor. El otro hizo lo mismo.
—Dile sólo esto, poeta. Dile si le gustaría luchar por su libertad.
—¿Cómo, señor?
—Díselo. Nada más que eso. Si le gustaría luchar por su libertad.
Una sacudida recorrió a los soldados más cercanos que pudieron enterase, y un murmullo nació, creció y pasó de uno a otro como una culebra mágica, hasta que todos alrededor de la cerca supieron antes que yo de qué trataba la proposición.
—¡La aguja! ¡La aguja! —gritaron algunos, pero las voces se perdieron en el torrente.
Articulé despacio el dialecto nor, procurando eliminar las inflexiones que pudieran convertir aquella propuesta en una amenaza. El jefe me observó con ojos suspicaces que anunciaban que no tenía motivos para fiarse de mí. Luego debió comprender que yo no era sino un intermediario, porque volvió a buscar la mirada de Wayne.
—¿Quieres luchar por tu libertad?
—Quiero luchar por la libertad de mi pueblo.
Wayne asintió, haciendo ver que no me hacía falta traducir, porque el gesto del nor hacia su grupo de supervivientes había quedado suficientemente explícito.
—Dile si no le asusta morir.
El nor negó, comprendiendo, igual que yo mismo, que aquello era un desafío. Estaba estipulado en la Corporación como una de las leyes más antiguas y también como una de las más extrañas y ambiguas. Los seres que se rendían ante las tropas terrestres podían poner en juego su libertad si el líder humano accedía a desafiarlos en un juicio de la razón, en un combate donde se decidiría si la Corporación había hecho buen uso de su autoridad o no. Parece absurdo, pero es verdad. Los casi dos años de lucha en aquel endiablado mundo podían ahora venirse abajo si se llegaba a un acuerdo en el desafío y el nor vencía al campeón que designara Ares Wayne. Completamente ilógico, pero ilógica es también la guerra y en ella estaba yo. Continué con mi traducción simultánea, tan asombrado que olvidé la fiebre.
—Tu pueblo será libre otra vez —decía Wayne con la calma propia de quien se reconoce vencedor— si tú, o quien te represente, vence a nuestro campeón. Te propongo un juicio de la razón, un duelo de honor. No habrá trampa. Si vences, juro por Rab que nos iremos de aquí y podréis continuar viviendo como si nada hubiera pasado.
Yo traducía al mismo tiempo que Wayne hablaba. No acertaba a comprender si la proposición se debía a la seguridad del capitán de que el duelo fuera a terminar con la muerte del nor, o si, de vencer éste, no había nada que temer de ellos. Eran menos de un centenar, sin armas, sin alimentos, sin mujeres. Aquí o en cualquier mundo-prisión no durarían mucho tiempo. Bueno, aquí al menos podrían tener el consuelo de haber acabado sus vidas con honor.
—¡La aguja! ¡La aguja! —El murmullo se había convertido en un aullido que hacía enmudecer el martilleo incesante de la lluvia. La aguja. Empecé a comprender qué tipo de duelo iban a establecer; lo traduje.
La aguja. Un hilo de metal ligeramente más delgado que un alambre, extraordinariamente resistente. La aguja. Una diminuta arma láser había sido alojada en su punta, de manera que clavarla era muy fácil; cualquier idiota podía hacerlo. Con un poco de presión, la aguja era capaz de atravesar el más duro de los huesos, toda la caja del cráneo La dificultad estaba en agarrarla con la mano, tan delgada era. Podía escurrirse con facilidad y entonces la muerte sería inevitable, porque no hay tiempo virtual de recogerla, ni habilidad suficiente, si resbala entre los dedos y cae al suelo. La aguja. Yo había presenciado varios combates ya, a nivel reducido, mientras cumplía mi servicio de prueba en la Antorcha, pero allí la cabeza del láser se había sustituido por un paralizador que dormía inmediatamente la zona que pinchaba. De esta forma también podía provocarse la muerte, si el impulso del atacante era muy grande, pero normalmente un hombre caía inmovilizado por las heridas, y además las competiciones que presencié contaban con maestros muy hábiles. La aguja. Ares Wayne ofrecía al jefe nor la posibilidad de jugarse su futuro a una carta. El nor no podía sino cumplir aquella alternativa, porque lo tenía todo perdido ya y quizá de aquella forma lograra la libertad para su grupo. De morir, al menos lo habría hecho con honra, concluyó Wayne. Siempre resultaba mejor que una rendición sin condiciones. El nor aceptó.
Había que preparar el ruedo. Había que hacerle un hueco a la tragedia. La lluvia y el barro suponían a la vez un acicate y un inconveniente, porque sería muy difícil combatir con su presencia. Se buscó un lugar donde la tierra no hubiera sido muy removida y el lodo no fuera muy profundo, y se encontró uno relativamente firme bajo el que se suponía una base de piedra. Era un sitio muy resbaladizo, de todas formas.
—Mi capitán —dijo uno de los hombres que habían estado haciendo los preparativos—. Con la lluvia es imposible trazar el círculo de tiza.
—Traed harina. Con la harina el círculo tardará más tiempo en borrarse. Harina, rápido.
—Aye aye, sire.
—¡Rápido!
Con el contenido de un saco que habría provocado una matanza en cualquier mundo relativamente próspero, se trazó una gruesa línea blanca, un círculo de unos diez metros. No quedó tan bien como de haberse utilizado un compás, pero todavía no he conocido a un hombre capaz de dibujar un círculo perfecto con sólo hacer girar el brazo.
—Ya está. Elige tu campeón, bárbaro —anunció Ares Wayne produciendo un chasquido que más pareció un escupitajo, alterado como estaba ante la próxima presencia de la sangre.
—Mi campeón seré yo mismo.
—Muy bien.
Papá Ganso se volvió escrutando el grupo de subalternos más cercano, en busca del hombre que habría de representar la causa de la Corporación, porque las leyes eran estrictas y él no podía hacerlo, dado su grado de responsabilidad al mando de la nave. Indagó a Whynnom Salvador con los ojos, pero éste dejó ver una herida en la palma de la mano, con lo que quedaba descartado. Sentí alivio de que no lo nombrara a él.
—Ornar —escogió Wayne lacónicamente.
He de reconocer que la elección no fue del todo injusta, porque Ornar Quevedo era de la misma estatura aproximada del jefe nor, y Wayne podría haber escogido a cualquiera de los gigantes de la tripulación, más grandes incluso que él mismo. El Capitán Sangre quería jugar, esta vez, un juego limpio.
—Entraréis en el círculo —terminé de explicar al jefe nor—. Combatiréis allí. Si uno de los dos se acerca demasiado al borde, si retrocede hasta pisar la línea blanca de la harina, los hombres de alrededor tienen derecho a empujarlo.
—¿Puedo fiarme de la palabra de tu capitán? —me preguntó el hombre, en un súbito arranque de confianza que me turbó.
—Creo que sí.
—¿Y de ti?
—También.
—¿Qué posibilidad hay de que yo venza?
Me miró con sus ojos de hierro al rojo vivo. No sé por qué me preguntaba aquello. No sé qué había visto en mí. Deseé decirle que yo era un humano más, que estaba del lado de la Corporación, que entender su lengua no me alineaba junto a él, que los otros eran mi bando, pero no lo dije. Me pedía conocer la posibilidad de ganar aquella lucha. A mí, a un enemigo desconocido. Miré a Ornar Quevedo, que finteaba los brazos y se movía a un lado y a otro, como una bailarina de cien kilos en medio de la lluvia. Dudé en la respuesta. Al principio quise mentirle. Luego decidí que, puesto que él había confiado en mí, yo debía decirle la verdad.
—¿Qué posibilidad hay de que yo venza? —repitió.
—Ninguna.
El nor entró en la arena y fue recibido con silbidos, naturalmente. Luego lo hizo Ornar, y todos le aplaudieron. Wayne entró después, porque era el jefe de la ceremonia, el juez natural que había elegido la Corporación. Llevaba en sus manos dos cofrecillos alargados donde las agujas dormitaban sus sueños de muerte.
—¡Atención! —anunció con su voz de uro el Capitán Sangre, y en todo el ruedo se produjo un silencio solamente entrecortado por el murmullo de la lluvia—. ¡Atención! ¡Los nors han sido buenos enemigos y se han batido bien! ¡Ahora su jefe volverá a combatir, y si vence a nuestro campeón, tiene mi palabra de que nos iremos de aquí y les dejaremos libres! ¡Es un derecho que les reconoce la Corporación y que yo ahora reclamo para ellos! ¡Decidme, tropas de la Tierra! ¿Estáis de acuerdo con que usen este derecho?
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¡La aguja!
—¡La aguja! ¡La aguja! ¡Sí!
—¡Muy bien! ¡Sabía que podía contar con vosotros! ¡Vamos a hacer este espectáculo más interesante! ¡Escuchadme! ¡Vamos a jugar con dos agujas! —Hubo un rugido de alabanza. Wayne detuvo su arenga hasta que amainó—. ¡Una de ellas tiene un láser, la otra, paraliza! ¡Así la pelea cobrará más emoción! ¿Alguien se opone? ¿Te opones tú, nor?
Yo había estado traduciendo todo el parlamento a mi protegido, que asintió. No tenía nada que oponer. Wayne le entregó sus dos armas y él las recogió, cada una en una mano. Entonces descubrí que los nors sólo tienen cuatro dedos; tres y el pulgar. Sujetar las agujas se le iba a hacer extremadamente difícil.
—La de la derecha es la muerte —expliqué al hombre—. La de la izquierda paraliza. Tienes derecho a confundir a tu enemigo y cambiarlas de mano, pero únicamente durante el combate. De salida, el láser debe ir en tu mano derecha.
—Gracias, humano. Dime una cosa.
—Lo que quieras.
—Tú pareces distinto. No eres fuerte como los otros, se te ve débil. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué estás aquí?
—No lo sé.
Wayne dio la señal de que el combate podía celebrarse. El nor alzó el brazo derecho hacia las nubes, hacia el cielo. Ornar Quevedo brindó su muerte a todos los que allí estábamos. El combate había empezado.
Al principio los dos contendientes se estudiaron uno a otro, como dudando sobre qué lado atacar. Ornar Quevedo se movía en círculo, plegado sobre sí mismo, agachado, ofreciendo la menor cantidad de su cuerpo posible al otro hombre, que maniobraba sobre el barro más graciosamente; parecía no temer resbalar.
La aguja trazó un resplandor de plata sobre la cabeza del nor, rozándole la mata de pelo mojado, luego retrocedió. Quevedo, siempre en círculos, siempre sin quitar los ojos de su contrincante, comprendió que la ventaja del otro, si la había, estaba en su mejor maniobrabilidad sobre el terreno. Las cosas tenían que igualarse para ganar así seguridad. Levantó las dos manos, como si fuera a atacar al nor desde arriba, pero cuando éste intentó parar las dos agujas con las suyas propias las bajó rápidamente, hiriendo con la aguja izquierda la pierna izquierda del enemigo, tan rápido que apenas se vio, y antes de que el otro pudiera reaccionar, hundió la aguja derecha, la del láser, en el muslo derecho del hombre. Un surtidor de sangre, no tan roja como la nuestra, siguió el curso de la aguja al ser desclavada. El nor lanzó un grito de dolor, un grito que solamente yo pude entender y que quería decir Dios.
Ornar Quevedo retrocedió dos pasos, hasta dar al otro hombre tiempo de reponerse del dolor y la sorpresa. Estaba seguro de su triunfo y había decidido ofrecer un buen espectáculo. Ahora que el nor tenía una pierna adormecida y la otra atravesada, él podía dedicarse a practicar su habilidad, a demostrarnos a todos la magnitud de su arte. Su cara esbozó una sonrisa que me resultó aborrecible.
El nor contuvo su dolor y continuó moviéndose sobre el barro que empezaba a teñirse con su sangre como si la intentona de Quevedo no hubiera tenido éxito, pero en sus ojos se leía claramente que el otro lo había tocado. Temí que, por ansia de herir al enemigo, se traicionase y llegara a descubrir su flanco. No debía hacerlo. El nor no era precisamente un niño; sabía lo que estaba haciendo. Repitió casi exactamente la maniobra de Quevedo, pero en lugar de dirigir su ánimo hacia las piernas, lanzó el láser a la cara y el adormecedor al costado. La oreja de Quevedo desprendió un hilo de sangre antes de perderse en el aire, pues el impulso del hombre había sido tan grande que había terminado por arrancarla. Las costillas recibieron un arañazo rojo que inmediatamente dejó de sangrar. Ahora Quevedo también había sentido el dolor. Ahora Quevedo también estaba saboreando su sangre. Ahora no podría encogerse al estilo de un tigre, porque toda la parte izquierda de su torso había quedado inmóvil.
—Hay que reconocer que combate bien —comentó Salvador, acurrucado a mi derecha. Parecía encontrarse a la vez dolido y satisfecho de no estar representando a la Corporación en lugar de Quevedo.
—Hay que reconocerlo.
Ornar gruñó algo que no entendí y se lanzó otra vez hacia el cuerpo del jefe nor. Le pasó muy cerca, pero no pudo hacerle daño, porque el otro rotó sobre sí mismo rápidamente y pudo esquivarlo. A punto estuvo Quevedo de tropezar y caer al suelo lleno de fango.
Un golpe de arriba a abajo, y las dos agujas contrarias entrechocaron por primera vez. Un golpe de abajo a arriba y los dos guerreros quedaron formando un aspa de metal y brazos. Jadeaban como perros, mojados por la lluvia y la sangre. Deshicieron la figura no sin antes intentar buscar los dos un nuevo blanco que ninguno consiguió.
Ornar retrocedió una vez más, el nor dio un doloroso paso hacia él. El terrestre sonrió con su sonrisa picara desdibujada por la lluvia y el dolor y de pronto, cuando todo el mundo había olvidado esta posibilidad, intercambió las agujas de mano. Ahora la aguja derecha era el sueño parcial y la izquierda el sueño eterno, el olvido, la muerte. El nor tendría que alterar su estrategia de defensa y ataque, y cuando lo hiciera, Quevedo cambiaría las agujas otra vez, cuantas fueran necesarias, hasta que el otro no supiera ya de qué lugar podía venirle la parálisis y de cuál la muerte.
Un trazo gris en el aire por dentro del gris de la lluvia, y Ornar sintió que la aguja le tocaba la nariz. Retrocedió un nuevo paso, enfurecido y sin poder cerrar los ojos, molesto porque lo cegaba la morbosa caída del agua. El nor empezaba a pisar el lodo con dificultad, pero parecía más tranquilo. Deseé que todo terminara pronto.
Quevedo intercambió las agujas de mano otra vez, mientras retrocedía, y luego una vez más, hasta que nadie estuvo seguro de dónde estaba una y dónde la otra. Se colocó escasamente a medio paso de la línea de harina, que empezaba a borrarse con la lluvia, donde los hombres lo empujarían sin distinción de causa si llegaba a pisarla. El nor quiso cambiar las agujas también y entonces él saltó. Las agujas entrechocaron con tal fuerza que los dos hombres tuvieron que separarse para evitar resbalar y caer. El nor estuvo a punto de perder su aguja de la muerte, que reptaba morosamente de entre sus manos llenas de sudor, sangre y lluvia. Intentó detener su deslizamiento ayudándose con la otra mano y para eso ofreció todo el flanco derecho a Ornar Quevedo, que no desaprovechó la ocasión. Primero el dolor del láser, luego la calma de la parálisis. El nor abrió la mano involuntariamente y la aguja se hundió, perdida en mitad del barro.
Ahora, por primera vez, el nor daba un paso atrás. Parecía muy dolorido. Rojo sobre rojo, la sangre del costado oscurecía el traje húmedo. Las piernas parecían habérsele convertido en plomo, y al mirarle a los ojos supe que él sabía que todo estaba perdido. Su probabilidad de vencer era ahora menos que nada, más escasa que nunca. Ya sólo podría retardar el fin. Al intentar dar un paso, comprobó que no podía mover las piernas, que la muerte vendría a sorprenderlo en aquel punto.
Quevedo se aproximó. La posibilidad de terminar con su enemigo estaba tan cercana que parecía absurdo no paladearla. El nor no podía defenderse ya con las dos agujas, y sería un juego de chiquillos encontrar un blanco en su estómago, en sus testículos o en su cabeza, pero Quevedo pretendía lo más arriesgado. Quevedo pretendía atravesarlo por el pecho.
Resultó muy fácil. Despistó al nor con un ademán falso y entró a matar cargando con el hombro hacia delante. La aguja cruzó por el centro mismo del pecho, atravesando el esternón y abriendo un surco afilado entre los dos omóplatos, a una distancia equidistante por la que afloró la punta. Fue tan rápido que nadie pareció darse cuenta. El nor gritó algo, un último grito rojo y negro, un grito que parecía ser un nombre de mujer, y se inclinó, cayendo por su propio peso. Ornar Quevedo desenterró la aguja tan rápidamente como la había clavado, hizo un molinete para dejar caída libre al hombre que ya estaba muerto y, con la mano izquierda, en la que empuñaba la aguja paralizadora, trazó un arco hacia el nor y la hundió también, con suprema gracia, con movimiento tan sutil que pareció femenino, en el bulbo raquídeo del enemigo que caía. La punta de la aguja salió por uno de los ojos del cadáver que se precipitaba en el barro. Hubo un chapoteo de lodo y de sangre y el nor se hundió en él, las dos manos en cruz, las piernas desencajadas, la boca abierta deseosa de tragar toda la tierra de este mundo. Luego dejé de verlo. Una multitud de espectadores rompió el círculo y corió a abrazar al líder que había certificado la verdad de la Corporación.
—Bien —dije a Salvador, mientras los dos nos retirábamos—. Esto es el final. La resistencia terminó.
—Te equivocas —negó él, meneando pensativamente la cabeza—. La resistencia jamás termina. Aparecerá otra vez, en cualquier lugar, dispuesta a ser aplastada y a levantarse de nuevo. La resistencia, Hamlet, no termina nunca. Vuelve siempre.