¡Hild! ¡Hild! ¡Hild!
¡La guerra y la muerte trovemos aquí!
¡Hild!
¡Salve, guadaña, señora del sueño,
dama incorrupta que jamás pretendí!
¡Maldita la hora en que hube de abrir
la senda de gloria que me haces seguir!
¡Hild!
¡Extiende los brazos, no me vuelvas tu dueño,
la guerra es mi amante y me quiere advertir
del riesgo de amarte los labios carmín!
¡Maldita la hora en que has de venir!
¡Hildegicel! ¡Hildegicel! ¡Hild!
La guerra, llegué a establecer, era un costado abierto donde el infierno abrasaba, una llaga purulenta surcada por mil demonios. La guerra era un incendio de sangre que crecía hasta lo más hondo, una mujer con los pechos cortados sobre una bandeja de plata plañendo en un idioma que nos sonaba extraño, un niño sin manos ahogado en un charco de napalm y barro, una adolescente que se abría bruscamente al camino de la corrupción y de la muerte. La guerra era acero templado y polvo y suciedad clavada en los pulmones, en el corazón, en la mente. Ruido contra ruido, ansia de matar y carne. Todo esto era la guerra, y todavía el horror llegaba a más. La agonía, la destrucción, la sangre. Esto era, y yo estaba allí para cantarla.
No recuerdo plenamente en cuántas batallas tomé parte, los mundos que observé saquear, las muertes que desfilaron ante mis labios. Gracias a Rab, ya no lo recuerdo. Volver a asistir mentalmente a todo aquel horror me arrebata la lucidez, me convierte de nuevo en la bestia en que supongo llegué a convertirme, por cuanto contemplé con los ojos fríos y calculadores de un notario aquello que la Corporación había estimado como no bueno. Creo que la impasibilidad ante el horror fue el último bastión de mi cordura, que echar el cerrojo, impedir que lo que veían mis ojos llegara hasta mi cerebro fue lo que me salvó, pues de otra manera me hubiera vuelto loco fácilmente. Aprendí muchas cosas sobre la guerra a fuerza de vivir inmerso en ella. Aprendí que la guerra es siempre una, en singular. Aunque fueran distintos los escenarios y las razas a someter y los soldados de asalto se turnaran unos a otros, aprendí que la guerra es sólo una. Una y nada más; una víbora que se extiende desde más allá del tiempo, una serpiente inmortal que arrastra consigo la maldición del hombre. Oh, sí, supe que el capitán del aeropuerto que había encontrado allá en la Tierra, aquél que conocí justo antes de volar a Monasterio, había tenido razón. La guerra ha existido siempre, y se perpetuará cada vez más, aun cuando el corazón de acero orgánico de Nueva York deje de latir y la Corporación ya no pese sobre la mente de los hombres.
—Sangre, muchacho. Sangre por todos lados —había sintetizado Narcise Hall, una eternidad de tiempo antes—. A borbotones. Mucha sangre.
Aquel planeta a lo mejor ni siquiera tenía nombre. Al menos, ninguno de los que estábamos allí llegamos nunca a saberlo. Lo conocíamos, simplemente, igual que a muchos otros, como el frente, y en estas palabras se resumían todas las demás posibles. El frente. Aún tardaríamos en colocarle un mote que pasara a convertirse en su denominación futura y sustituyera a la auténtica, si la había. Por el momento era eso, un planeta más, una parada forzosa en el camino de la Marfil, un mundo similar a cualquier otro que Nueva York había decidido eliminar. Hay que acabar con los nors, había dicho, los nors que pueblan ese planeta que a lo mejor ni siquiera tiene nombre. Hay que acabar con ellos; en marcha, chicos.
Nueva York ordenaba y nosotros obedecíamos, porqué a fin de cuentas él tiene siempre la razón. Si los nors, como decía, ocupaban aquel mundo, eso significaba que, tarde o temprano, iban a crear problemas, lo que parece ser su afición predilecta. La táctica más elemental enseñaba que lo mejor para la Corporación era atacar ahora, sorprenderlos antes de que tuvieran tiempo de organizarse y hacer alguna incursión en los terrenos colonizados por la Tierra, someterlos mientras se enzarzaban en sus rencillas internas. Si Nueva York advertía el peligro latente que suponían los nors, nosotros no podíamos dudar de su palabra; por supuesto que no. El dictaba la ley. El velaba por un futuro mejor. Si la orden de Nueva York era pasar al ataque, mil falanges del espacio obedecerían aquel mandato no con dudas ni recelos, sino con fe cargada de fanatismo, con auténticos deseos de derramar sangre.
Los nors, enemigos del momento, eran una raza guerrera, eso se decía, se ha dicho siempre. Habían vivido asentados en una docena de mundos varios siglos atrás, antes que la Corporación explotara impunemente aquellos sectores del espacio donde habían florecido sus imperios. La existencia de otra raza de niveles parecidos a los nuestros no suponía ninguna promesa de paz, ninguna posibilidad de alianza, porque los nors regían sus vidas por una serie de extraños rituales que ni siquiera Nueva York era capaz de entender; eso nos hacía creer. Se advirtió que los nors, temprano o tarde, podrían suplir a la Corporación en su avance hacia las estrellas, porque su raza estaba hecha para destruir, para mandar; a fin de cuentas, como nuestra propia raza. Así pues, alguien tenía que pararlos. Estas eran las órdenes de la Corporación: Antes de morir, matar. Destruir antes de ser destruidos. Esclavizar antes de vernos convertidos en esclavos. Muy simple. Cuesta trabajo imaginar que Nueva York parpadeara siquiera mientras tomaba la decisión de manchar de muerte el espacio declarándoles la guerra.
Los nors. El primero de los conflictos, el más grave, había estallado tres o cuatro siglos atrás. La Corporación venció, naturalmente, pues de otro modo nunca se hubiera lanzado a la guerra. Derrotados, los nors se convirtieron desde entonces en una raza vagabunda condenada a errar por un centenar de mundos, esparcida entre soles como puñados de arena, en plena decadencia de una evolución que el hombre había decidido abortarles. Corrían rumores de que grupos de nors vivían como salvajes primitivos en el interior de cavernas, allá en planetas todavía no sometidos a los deseos de Nueva York, sin ningún conocimiento de las herramientas más esenciales, el fuego o incluso las artes de la guerra. Se decía que en algunos lugares todavía no clarificados ignoraban el significado de un simple láser, y que adoraban a los soldados de la Corporación como si del mismísimo Rab se tratase, que les salían al encuentro aclamándolos como sus hermanos en los soles, y que hasta sonreían muy perplejos cuando las luces de fuego los comían por dentro, la sangre les tiznaba las entrañas y las tropas terrestres invadían sus lugares santos imponiendo entre carcajadas la ley y el poder de la fuerza sumada a la inteligencia. Yo no creía esto ni dejaba de creerlo, porque conocía las muchas mentiras que circulaban de boca en boca, puesto que era autor de alguna de ellas, y además no había visto de cerca un nor entonces. Por esto, los imaginaba de mil formas, la más piadosa de las cuales los retrataba como sedientos bebedores de sangre. Después, al conocerlos, he sabido que no son demasiado distintos al hombre. Supongo que ambas razas tienen un pasado común, que somos seres de igual origen, troncos de un mismo árbol, polos semejantes a los dos sexos de la mantis. Uno tenía que comerse al otro, y ya se había decidido quién era el más fuerte.
Nueva York nos envió a aquel planeta sin nombre, el primero —supongo— de todos los que después viví. Es difícil establecer una sucesión cronológica, porque los recuerdos no vienen ordenados, sino simultáneos, y es confuso desgranarlos coherentemente. De cualquier manera, allí iríamos, donde había querido Nueva York. Cuando se detectan colonias de nors en alguna parte, por insignificantes y lejanas que éstas sean, toda la misión de Conquista es detenida, toda la expasión se coagula y lo primordial pasa a ser darles caza cuanto antes. Simplifico la historia imaginándome a mí mismo como la Corporación aquella vez que fui perseguido casi a muerte por las lesbianas feministas en la ciudad de la Tierra. Luego pienso si no sería más exacto un intercambio de papeles. No sé qué va a ser de la Corporación cuando ya no quede ningún nor, sobre qué raza de infelices recaerá la maldición de ser declarado bestia negra. Siempre habrá otras razas, claro. Siempre las hay en el espacio.
Los nors, aunque perseguidos y acorralados sin apenas tregua, no se quedaban cruzados de brazos ante nuestro acoso. Ya he dicho antes que parecían vivir para la guerra, que la vida se establecía para ellos como una suerte de enigmático ritual. Los nors sabían hacerse valer, su resistencia era pareja a la caza que sobre ellos tenía lugar. Aquel afán suyo por la supervivencia me parecía admirable. Peleaban siempre duramente, y los militares como el capitán Wayne apreciaban agradecidos este gesto. A fin de cuentas, su oposición les daba de comer.
—Son buenos guerreros, poeta. Lo mejor que un militar podría desear. Son grandes enemigos. Venden cara su piel. Saben combatir hasta la muerte y no se quejan. De estar a nuestro lado, poeta, escucha esto, de estar a nuestro lado la labor de Conquista sería imparable.
Sí, tal vez de estar con nosotros los nors podrían haber sido unos buenos aliados. Sí, quizá. Pero nunca podríamos saberlo, por la sencilla razón de que nadie se lo había propuesto. Si ves a un nor, dispara primero y charla después.
El planeta al que descendimos se presentaba conflictivo. Tres naves de combate llevaban intentando conquistarlo desde hacía casi un año, sin someterlo. Los nors que se escondían en él (primero habían vivido, luego se habían ocultado) estaban bien organizados y disponían de un discreto adelanto tecnológico. Al menos, habían tenido la suficiente habilidad para destruir por completo, desde la superficie, uno de los tres rompehielos. Ningún tripulante se había escabullido de la muerte, ni un solo guerrero. Desde entonces, las otras dos naves cercaban el planeta en una órbita lo suficientemente alejada como para escapar de otros hipotéticos cohetes, escrutando la superficie día y noche pues un segundo derribo hubiera sido un duro golpe para la propaganda de la Corporación, algo bochornoso. Luego, al desembarcar allí, supe que el rompehielos aniquilado había sido el Bifröst. Lamenté la pérdida de las walkirias pero no pude dejar de alegrarme por mí. De haberme encontrado a bordo, de no haberse interpuesto la Marfil en mi destino, mis huesos circunvalarían también la atmósfera de aquel mundo.
Nos unimos a las otras dos naves supervivientes y continuamos la guerra, que se anunciaba todavía larga. Casi un año más tardó el planeta en ceder y los nors en entregarse. Un año duro y difícil donde descubrí que los militares de la Corporación, a partir del grado de sargento, empiezan a hacerse más y más estúpidos, como si los galones no hicieran sino secarles el escaso cerebro que pudieran tener. Realmente, el nivel de incompetencia era espantoso. Los abusos de autoridad se repetían cada día ante mis ojos, sin que nadie de más alta graduación pareciera enterarse de todo aquello. Los soldados que se mataban allí eran hombres, protestaba yo en mi interior, y se merecían algo más que ser enviados a la batalla en manos de un inepto que iba a conducirlos a la muerte. Los nors eran unos enemigos formidables, de acuerdo, el sueño dorado de cualquier militar, pero aquello no justificaba los continuos descalabros de las patrullas de reconocimiento. Sólo una de cada tres volvía, y de ésta, la mitad de sus hombres estaban heridos o muertos. ¿La culpa? No lo sé. Mía, desde luego, no. Yo era un extraño en aquella inmensa parafernalia de correajes y uniformes. Yo no era nadie. ¿La culpa? A pesar de lo que había dicho Ares Wayne el día de mi llegada a bordo, la culpa la tenía el afán de protagonismo, la visión particular de los conceptos de hombría y honor, los deseos de añadir un galón rojo o amarillo a una manga sin que importase cuántas vidas, amigas o enemigas, había costado aquel ascenso. El honor se incrementaba si tus hombres morían berreando en un charco de fango.
Estábamos emplazando tres baterías en una colina. Un reducto de rebeldes nors se escondía en el interior de cuevas al otro lado del valle. No tardarían en sucumbir con una ofensiva medianamente inteligente. Esto aparecía claro incluso para un tipo como yo, que no entiendo nada de los planteamientos de la guerra. El capitán Wayne podía ser un golfo de uniforme, un asesino con galones, pero sabía lo que hacía cuando llevaba las cosas a su propio terreno. El me había enviado en busca de un poco de acción junto a las tres baterías, porque yo le hablaba constantemente de mi aburrimiento. Sin otra posibilidad de diversión, y con muy pocas ganas de quedarme en el campamento base, me dispuse a conocer un poco más de cerca aquel mundo. Volamos en varios cópteros a cinco días al este del cuartel general, sobre territorios calcinados donde no parecía habitar ya nadie. Los cópteros de la Marfil estaban pintados a franjas de amarillo y negro que les prestaban un aspecto siniestro. Ahora, más que nunca, parecían insectos. Insectos metálicos que portaban en sus alas la intolerancia y la muerte.
La división la comandaba un alférez, un individuo seco y pálido de mi misma edad llamado Roldán Bantham. El muy iluso pretendía hacer carrera en el ejército. Su única preocupación era ascender. En un segundo plano colocaba el mantener su uniforme liso y dar cera a sus bigotes. Ahí acababa todo. Dudo que por su cerebro pasara alguna vez otra cosa. Aspiraba a dirigir un rompehielos como la Marfil. Por suerte para la Corporación, no llegó a hacerlo. Una bala perdida le cercenó la cabeza el mismo día del armisticio. Confundió una patrulla de regreso con un grupo de nors que huían.
Las baterías que llevábamos fueron emplazadas en una colina en forma de escalón que dominaba todo el valle. Desde allí, el paisaje era muy hermoso. Amarillento y rojo, pedregoso, así que no me perdí ningún tono intermedio. Colocamos una batería en la mesa de la colina y las otras dos en el llano. El ángulo de inclinación de cada una de ellas dependía, naturalmente, de la posición y de la altura. Hasta yo me daba cuenta. Roldán Bantham no. La batería que teníamos diez o doce metros detrás parecía estar apuntándonos a nosotros y no al blanco. Por un momento tuve la impresión de que querían liquidarnos. Roldán Bantham ni se enteró.
—¡Listos para abrir fuego! —aullaba el cretino, haciendo mucho despliegue de ademanes y chasqueando constantemente las botas. Saludaba al enemigo caído antes de tiempo, como si estuviera ansioso por acabar con ellos y volverse rápidamente a la base.
—Roldán —le dije—. La batería número dos no está en buena posición. Mira su ángulo de tiro. No alcanzará el blanco.
Roldán Bantham se giró hacia mí sin mover los pies del sitio, enarcó una ceja con aire mefistofélico y se atusó el bigote. Se preparó para saludar otra vez.
—Limítate a tu trabajo, poeta. Observa, escribe y déjanos a nosotros jugar a la guerra. ¡Listos para abrir fuego!
—Roldán —le repetí—. La parábola llevará al proyectil a caer delante de nosotros, si no lo hace encima. Abre ese maldito comunicador y diles que rectifiquen la inclinación de la boca.
Roldán Bantham se giró otra vez, ahora con las dos cejas arqueadas y una expresión de cólera casi cómica. No había dejado de saludar.
—Poeta, soy yo quien da las órdenes. ¿Está claro? No quisiera tener que repetírtelo una tercera vez.
—«Vuélvete a tus asuntos», sí, ya lo sé. Pero si hicieras el favor de mirar atrás y calcular sólo por un momento la trayectoria, te darías cuenta de que el alcance de ese jodido cañón no llegará nunca al objetivo. ¡Nos va a caer encima!
—Poeta, voy a tener que dar al capitán Wayne un mal informe de ti. El grado de inclinación es correcto. Los proyectiles alcanzarán el blanco. Deja de molestar y cállate.
—Está bien, al infierno con todo. Si nos matan que nos maten. Luego dirás que no te avisé.
Yo no podía hacer otra cosa. Mis galones eran puro adorno, y aún con ellos él estaba por encima de mí. Me tapé los oídos y abrí la boca, listo para recibir en la espalda el primer tiro.
—¡Atención! ¡Listos para disparar! ¡Abran fuego!
Las tres baterías vomitaron su ración de muerte. Hubo un silbido chirriante por encima de nuestras cabezas, una polvareda infernal, y luego la temperatura aumentó. El aire se tornó espeso y caliente. Mi nariz, todavía no repuesta del puñetazo de Ptolomei, acusó el repentino cambio de presión y empezó a gotear sangre, mis oídos se taponaron. Caí de rodillas al suelo en un acto reflejo, y entonces vino la explosión.
Diez o doce metros por delante de nosotros, el proyectil hizo blanco. Una lluvia de arena y rocas se unió al ligero chaparrón que estaba cayendo. A mi lado, todavía de pie, Roldán Bantham continuaba saludando, pero su sonrisa había cambiado notablemente. El proyectil había pasado sobre nosotros, a un par de metros de altura, y poco había faltado para que nos alcanzase.
—Roldán, Roldán… —murmuré mientras me ponía en pie y trataba de detener la hemorragia—. No me gusta complacerme con aquello de «te lo advertí», pero, demonios, te lo advertí.
—Ocúpate de tus propios asuntos, poeta. Y haz que esa nariz tuya deje de sangrar, me horroriza la sangre. Esto es un incidente menor. Un incidente menor, recuérdalo. ¡Y vosotros, estúpidos! —gritó, volviéndose a los sorprendidos muchachos del otro cañón—. ¿Qué demonios os creéis que estáis haciendo? ¡Ya me estáis corrigiendo esa trayectoria ahora mismo! ¡Pandilla de inútiles! ¿Quién coño os paga elsueldo? ¿Los nors o la Corporación? ¡Venga, a la batería, estúpidos!
Lo vi avanzar hacia los soldados, reprenderlos con mucho ímpetu, atusarse nerviosamente el bigote. Miré las cuevas nors, al otro lado del valle. Estaban intactas. Ninguno de los otros dos proyectiles había alcanzado el blanco. Me encogí de hombros. Ah, el ejército.