18

Un día, un mes, un año después de salir de Excalibur —no importa demasiado, porque el tiempo apenas cuenta allá en lo alto—, una porción de instantes cualquiera tras dejar la estación orbital, el capitán Wayne y yo contemplábamos desde el puente de mando la oscuridad crispada de sal, el negro anillo con que alguien menos sentimental que yo había definido el espacio. Papá Ganso se divertía aleccionándome; parecía encontrarse casi feliz en mi compañía, y si tengo que ser sincero he de reconocer que yo no me sentía excesivamente mal hablando con él, en especial cuando me dejaba decir y no lo charlaba todo. Lejos, entre las espirales de luz, débiles puntitos giraban en su órbita espectral, particular, inmensa.

—¿Sabes qué son esos puntos, poeta? —preguntó señalando uno de ellos. Wayne jamás llegó a llamarme por mi nombre. Dudo incluso que lo supiera.

Miré más allá de su brazo y de su dedo, confundido por el tumulto de los soles. Titubeé antes de contestar.

—¿Satélites, señor?

El negó con un movimiento de cabeza con el que pareció querer destornillarse el cuello y retiró primero la mano y luego el índice que había extendido. Se volvió hacia mí, puso los brazos en jarras, las piernas abiertas, y me ofrecio su más lograda sonrisa de tigre.

—Observa ahora.

La pantalla acercó la imagen varias unidades, varios grados, y yo no veía más que el trazo borroso de algo que avanzaba. Por un momento los puntitos se me antojaron brazos y piernas, pero descarté aquella impresión, considerándola absurda.

—No lo distingo muy bien, sire. Se mueven muy despacio para ser satélites. Puede tratarse de pecios abandonados, o escoria de algún navío venido a menos.

—Tampoco. Voy a ayudarte, poeta. Papá Ganso te ofrecerá una pista. Escucha.

Conectó algo, moviéndose con una habilidad inconcebible en un hombre de su tamaño, y después de la llamarada de la estática una voz extraña se desenroscó por toda la sala; una voz irreal, perteneciente a un hombre muerto.

—Soldado de primera clase Travis Elwod. Nave de Combate Scorpion. Fui muerto en acción de guerra sobre Mundo Gaviota. Mi coordenada en elipse es vector seis. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. No lamentes mi muerte. Largo dominio a la Corporación. Soldado de primera clase Travis Elwod.

El epitafio se iniciaba una y otra vez, con una voz átona que por lógica no podía pertenecer al soldado muerto. Miré la mancha de luz y se me erizaron los vellos de la nuca.

—¿Un hombre?

—Un soldado, poeta. Un mártir de la Conquista, ya lo has oído. Mira más allá. Podrás ver otros.

La pantalla repitió su avance hasta que asomaron seis o siete luces más, ahora mucho menos centelleantes. Sí, eran hombres. Flotaban con brazos y piernas extendidos, giraban en éxtasis sobre sus cuerpos muertos, engullidos en sus trajes de asalto, criogénicos e incorruptos por toda una eternidad, y sus voces cacarearon sucesivamente en la consola, todas similares, todas distintas, cada una repitiendo su verborrea triunfal, anunciando nombre, rango y posición de la órbita y reiniciando la canción, ahora y siempre, como si fuera un suceso a celebrar el que alguien encontrara medio centenar de cuerpos flotando igual que seres vivos en el espacio. Contemplando aquella fiesta privada, decidí que no me agradaría participar en ella.

—¿Un cementerio, señor?

—Eso es. Un cementerio militar. Cuando un soldado muere en una misión, si es posible recuperar su cuerpo se le lanza al espacio con todos los honores, y así órbita en torno al lugar en que murió, como un faro.

La pantalla había continuado acercándose, ampliaba los pliegues petrificados de los uniformes, las condecoraciones, las insignias, las banderas, los tanques secos de oxígeno, los dedos engarfiados dentro de los guantes, las botas que reflejaban destellos metálicos y mostraba por fin una cabeza enorme parapetada por el casco y con las siglas WalterJanson fácilmente legibles que se cruzó rotando en el campo de acción de la cámara. Más allá de la celada de cristal oscuro adivinaba yo los ojos perpetuamente abiertos, los párpados imposibles de cerrar que nos miraban con agonía sin fin, la luz marchita de las pupilas que ya no se contraían con el rocío del sol, las heridas que una vez descabalgaron el cuerpo todavía sin curtir, orinadas de sangre vuelta polvo, las manos de asesino a sueldo imitando a una hidra que quisiera agitarse con mil vientos.

—Oficial de segunda clase Wilbur Salomón. Nave de Combate Scorpion. Fui muerto en acción de guerra sobre Mundo Gaviota. Mi coordenada en elipse es vector diez. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. No lamentes mi muerte. Largo dominio a la Corporación. Oficial de segunda clase Wilbur Salomón.

—Míralos, poeta —anunciaba con sus ojos pálidos el capitán—. Estarán así para siempre. No serán reciclados ni servirán para alumbrar nuevas vidas sobre los mundos de la Corporación. Los astronautas somos criaturas del aire, y por eso nada podrá impedir que en el éter transcurramos los años de nuestra muerte. Míralos bien. Tal vez tú y yo estemos ahí algún día, girando eternamente alrededor de alguna pelota roja.

La pantalla salió del campo sembrado de hombres truncados y el capitán la replegó. Nuevamente los cuerpos de los mártires, como había dicho, se convirtieron en estelas de luz, demasiado lejanas para identificarlas.

—Al principio se les dejaba allí por razones de comodidad —explicaba el Capitán Sangre—. No había tiempo de devolverlos a sus casas ni de enterrarlos en cualquiera de esos mundos. Imagínate de qué parte de la galaxia podrían venir, incluso Nueva York se volvería loco calculándolo. Después se convino que era hermoso rendirles un tributo semejante, y fue ordenado que los hombres muertos en acción que pudieran ser recuperados orbitaran allá donde les había cazado la muerte. Se rescatan muy pocos, no creas. Es difícil dar con uno después de una matanza; parece que hubieran desaparecido los cadáveres. ¿Nunca habías visto uno de estos cementerios? ¿Qué demonios estuviste haciendo en tu año de iniciación?

—Muy poco, señor. Apenas hubo bajas en la Antorcha. No recuerdo más muertes que las de Ultima Thule, y esos se quedaron allí. Desde luego no atravesamos ningún sitio como este.

—Ya. Al principio, te decía, dejaban los cadáveres sin nada. A veces con su traje espacial, cuando era imposible quitárselo sin destrozar medio cuerpo. Entonces alguien reparó en que eran caídos por la Corporación y la Conquista, y que merecían algo más que ser arrojados al basurero, que merecían tener un pequeño hueco en la historia, un hueco infinitésimo si tienes en cuenta las dimensiones del espacio. Se dotó a los trajes de un sistema capaz de capturar la energía necesaria para colocarse en órbita, y para que pudieran repetir el mensaje una y otra vez.

—¿Se recargan solos, sire?

—Así es. Aprovechan la energía de las corrientes estelares, de las erupciones magnéticas, de los campos luminosos, incluso ahora están chupando de nosotros, mientras pasamos por aquí.

Comprendí por qué al traje de asalto se le llamaba familiarmente, entre los soldados, el sarcófago. A mí ya me resultaba muy incómodo llevarlo, y eso que el mío era especial, pero pensar que calzarse una de aquellas armaduras equivalía a meterse por su propio pie en el ataúd no me facilitó mucho las cosas. Lo del cementerio espacial era decididamente romántico, pero en aquel instante no me interesaba demasiado imaginar que yo en el futuro podría encontrarme dando tumbos como uno de aquellos muertos.

—¿Las coordenadas las repiten por cuestión de seguridad?

—Ajá. Para evitar que se les confunda con chatarra, con algún meteorito, con cualquiera de esas porquerías que inundan el espacio. Así se evita también que nos acerquemos demasiado y se vengan tras nosotros, arrastrados por nuestro campo de gravedad.

—Una cola de novia poco agradable.

Papá Ganso sonrió ante mi comentario, sorprendido ante mi alarde de humor negro. De pronto, como si toda la conversación hubiera sido un presagio, como si la vista del cementerio hubiera constituido un remedo de profecía, una premonición, el teniente Salvador irrumpió en la cámara, el pelo alborotado cubriendo los ojos picaros, la nariz inexistente retraída aún más, el uniforme no demasiado bien colocado y la frente llena de gotitas de líquido blanco. Había venido corriendo.

—¡Teniente Salvador! —comentó el capitán, disfrazando su sorpresa de buen tono—. ¿Qué demonios ocurre? ¿Es que ha estado usted bebiendo?

Salvador se cuadró como pudo. Estaba, desde luego, muy nervioso. Logré apreciar un moretón creciendo desproporcionadamente en uno de sus pómulos.

—No, señor. Ojalá fuera eso. Hay problemas a bordo.

—¿Problemas? ¿Alguno de los muchachos ha iniciado otra vez una pelea? Eso significa que están ansiosos por entrar en combate. Ordene diez días de arresto y la suspensión de media paga, ya lo sabe.

Salvador negó con la cabeza.

—No es eso. No es eso, señor.

—¿No? ¿Y esa caricia del pómulo, entonces?

—Hay un polizón a bordo, sire.

La sonrisa de tigre de Ares Wayne cambió. La sonrisita de estúpido que yo había dibujado ante el azoramiento de Salvador cambió también. El propio teniente parecía haberse librado de un gran peso. Dios, todo dio la vuelta en un instante en aquella maldita nave.

—¿Un polizón? ¿Aquí?

—Sí señor. Y lo más grave es que al intentar capturarlo ha matado a dos hombres.

Wayne se puso lívido y luego toda su expresión varió. Parecía a punto de estallar dentro de su traje negro, pero pudo controlarse a tiempo y otra vez mostró su rostro en calma.

—¿Lo han atrapado ya?

—Sí, señor —dijo Salvador, señalando el golpe de su rostro—. Costó trabajo, pero lo tenemos.

—Tráiganlo.

—Aye aye, sire.

Whynnom Salvador salió de la sala. Ares Wayne se dio media vuelta, contempló su reflejo en la pantalla abierta al espacio y esperó. Había olvidado por completo que yo estaba a su lado. Una voz de ultratumba repicó su mensaje nuevamente.

—Soldado de primera clase Dallas Márquez. Nave de Combate Al-Mansur. Fui muerto en acción de guerra sobre Mundo Gaviota. Mi coordenada en elipse es vector noventa y tres. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. No lamentes mi muerte. Largo dominio a la Corporación. Soldado de primera clase Dallas Márquez.

—El polizón, señor.

Salvador regresó, y con él dos guardias uniformados de gris y un hombre emparedado entre ellos. El polizón. Lo miré, pero él no me vio. Sus ojos buscaban los del capitán, que todavía no se había girado desde su sitio. El polizón. Lo analicé, comparándolo mentalmente con los hombres que le servían de freno. Era tan alto como ellos, y posiblemente más fornido, aunque los otros abultaban más por efecto de las corazas. Su pelo era rojizo y clareaba en algunos lugares sobre las sienes. Vestía un traje corriente, no muy apropiado para el espacio, pero tampoco demasiado incómodo. De la comisura de sus labios, levemente, como con asco, manaba un hilito de sangre, y sus ojos despedían estallidos de fuego líquido. Estaba más tranquilo que las dos estatuas que le acompañaban, más seguro que Salvador e incluso que el capitán. En aquel momento, en el grupo, yo parecía ser el único nervioso.

—Soldado de segunda clase Norman von Haffe. Nave de Combate Al-Mansur. Fui muerto en acción de guerra sobre Mundo Gaviota. Mi coordenada en elipse es vector cincuenta y nueve. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. Largo dominio a la Corporación. Soldado de segunda clase Norman von Haffe.

—Así que tú eres el polizón, ¿eh? —comentó con desgana el capitán, volviéndose desde su mirador al espacio—. Es curioso. Hace casi siete años que no se nos cuela nadie aquí. ¿Cómo te llamas, intruso?

El polizón sostuvo con ojos de fuego la mirada helada del capitán, y al principio pareció que no iba a tomarse la molestia de responder, pero luego su boca se abrió y escupió un nombre junto con una débil mancha de sangre.

—Ptolomei.

—Buen nombre, vive Rab. Dime, polizón. Dime, Ptolomei, ¿cómo has entrado a bordo? ¿Cuándo lo has hecho?

El polizón se encogió de hombros. Esta vez no contestó. Era parco en palabras, pero tampoco Wayne ayudaba mucho.

—¿Callas, Ptolomei? Haces bien. Tu voz no es interesante. Y realmente poco importa cómo o cuándo te has introducido aquí. ¿Sabes cuál es el castigo para los polizones? ¿Lo sabes?

Ptolomei asintió. Creo que yo también. Todos sabíamos cuál era la sentencia.

—Dímelo pues, Ptolomei.

—Lanzarme ahí fuera —señaló con una mano el vitral—. Al espacio.

—Exacto. ¿Cómo lo sabes tú? ¿Has sido soldado acaso?

—Lo fui.

—Vaya, entonces ya sabías a qué te exponías cuando subiste aquí.

—Lo sabía.

—¿Y aun así te atreviste?

—Aun así.

—Ya. La vida sería aburrida si no existiera el riesgo, ¿no es eso? Ah, me gustaría ayudarte, Ptolomei, pero no puedo. Sabes que no puedo. La Corporación no puede permitir que sus buques de guerra se conviertan en barquitos de placer. Comprendes esto, ¿verdad? Hay cruceros regulares para llevarte donde quieras. Por unos dracmas te resuelven todos los problemas de distancia. No puedo ayudarte, Ptolomei, aunque quisiera. La Corporación ha decidido ya por mí.

—La Corporación puede… —empezó a decir el polizón, pero Wayne le interrumpió, colocando un dedo en su boca.

—Ts ts ts. No permitiré que mancilles el honor de la Corporación aquí delante. Eso sumaría cargos en tu contra, y la sentencia ya está dictada desde hace tiempo. —Se retiró, miró su dedo manchado de la sangre que corría por la boca del polizón y dio un paso adelante, hasta dejarlo limpio en su traje—. ¿Sabes, Ptolomei? Te envidio.

—No tienes más que saltar conmigo al espacio, entonces.

—No, no. No me entiendes. No envidio tu muerte, claro que no. Tarde o temprano yo también estaré ahí, pero con gloria, con honor. Te envidio la acción. Es cierto, no creas que me estoy burlando de ti. ¿Sabes? El miedo es lo que echo en falta al subir a una nave. La emoción. Te envidio, de veras. Esas horas escondido como una rata antes de decidirte a entrar, todo el tiempo dentro esperando que no te descubran. La ansiedad. El placer del riesgo. Eso es lo que te envidio. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí.

—Sabía que lo harías. Lamento tener que hacer esto, Ptolomei. Lo lamento, de veras. Un ex soldado se merece un fin mejor. Debes ser un buen guerrero. Dos soldados muertos y el moretón del teniente dicen mucho en tu favor. Me gustaría tenerte a mis órdenes, pero la ley está escrita. La ley es inexorable.

—Cumple con tu deber, si te apetece, pero no me des sermones.

—Ay, la incomprensión. Déjame hablar, Ptolomei. Hace tanto tiempo que no tenemos ningún polizón a bordo que ya casi había olvidado cómo sois. Poeta… ¿Cómo imaginabas tú a un polizón? ¿Así? ¿Con este aspecto?

Di un paso adelante, como obligaban las normas. Ptolomei me miró.

—No, sire. Siempre había pensado que los polizones serían muchachas hermosas, chiquillos harapientos. Criaturas medio vestidas con afán por la aventura.

—Ya. El molde clásico. Cuida un poco más esa imaginación, poeta. Cuídala más. ¿Sabes, Ptolomei? Yo también creí durante mucho tiempo en la descripción que nos da el poeta. Oh, sí, no dudo que algún polizón responda a esas características, pero no he encontrado ninguno en mi carrera. Entre tú y yo, Ptolomei, la ley es tajante en este aspecto, y creo que el molde al que responde la idea del polizón es una defensa contra ella. Claro, luego se comenta que no tenemos escrúpulos, ni compasión, ni miramientos de lanzar a un chiquillo al espacio, que es un crimen hacerlo. ¿Sabes, Ptolomei? Me gusta matar con honor. No por placer ni por odio. Me gusta hacerlo por honor. Ahora voy a hacerlo por obligación. Ya ves, ni siquiera te conozco. No te odio, y supongo que tampoco llegaría a amarte. No habrá ningún honor en lanzarte al espacio, como tampoco hay honor dentro de ti. Pero tengo que hacerlo, porque la nave entera peligra habiendo un polizón a bordo, y mi deber me liga por completo a ella.

—¿Yo he puesto en peligro la nave?

—Oh, sí. No de un modo directo, claro. Tal vez hubieras desembarcado en tu destino sin ningún percance. Lo dudo, porque nosotros vamos más allá del Confín, y no dentro de él, pero tal vez hubieras salido con vida de toda esta historia y la nave ni se hubiera enterado. Pero hay otras naves, y otros polizones, y otras historias. El oxígeno, por ejemplo. ¿Habías tenido en cuenta el oxígeno? Claro que no. No lo habías tenido en cuenta. Ni la provisión de alimentos, ni las circunstancias de un salto al hiperespacio, ni los mil errores que puedes cometer mientras te deslizas sin ser visto. Una nave no es un barco de madera, Ptolomei. Tú que has sido soldado deberías saberlo. Una clave equivocada en la computadora, una puerta hermética que no cierra bien, un láser que se dispara por accidente… Todo puede dar al traste con una misión, y una nave como esta cuesta más de lo que tú puedes calcular, Ptolomei. Hay muchas formas de sabotaje, amigo mío. Ya ves, no tengo más remedio que mandarte matar. No por mí, ya te lo he dicho. No por mí, sino por la Corporación, por la Conquista. Hay que manteneros a raya, Ptolomei, porque no siendo parte del espacio vivís a expensas de él. Sois parásitos, como los áscaris. Así pues, para conservar mi puesto de mando, para evitar más acciones como las que has protagonizado tú, no tengo otra opción que mandar que te arrojen al espacio. Ya ves, casualmente charlaba de eso con el poeta. Estamos cerca de un cementerio espacial. Lo que son las cosas. Ahora tú te unirás a ellos, irás a hacerles compañía. A lo mejor te transmiten un reflejo de su gloria.

—Adelante. Estoy dispuesto.

—Muy bien. Adiós, Ptolomei. No te preocupes, no dolerá. La descompresión será tan rápida que no te darás ni cuenta. Créeme, Ptolomei. Lo siento.

Wayne hizo un gesto a los dos guardianes y éstos colocaron sus manos sobre los hombros del polizón, dispuestos a llevárselo consigo, pero el hombre fue más rápido que ellos y los arrojó de su lado con sólo extender sus brazos, como un Sansón pelirrojo derribando columnas. Dio un grito inhumano y saltó hacia mí. Distinguí algo rosáceo y borroso acercándose y después, desde el suelo, mientras me deslizaba sobre mi espalda, con los ojos anegados por una niebla de extraño color y la nariz sangrando, descubrí que había sido su puño.

Desde abajo luché por incorporarme, temiendo que el gigante saltara sobre mí dispuesto a rematar su trabajo, porque yo era el blanco más fácil, y la víctima más débil de todas, pero Ares Wayne había sido su presa directa. Salvador estaba incorporándose al otro lado de la sala, llevándose las manos a la boca y recogiendo trocitos de diente blanco. Una voz largo tiempo silenciada, infinitamente muerta, replicó su consigna por la estancia.

—Oficial de primera clase Leiton Wolfe. Nave de Combate Scorpion. Fui muerto en acción de guerra sobre Mundo Gaviota. Mi coordenada en elipse es vector veintidós. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. No lamentes mi muerte. Largo dominio a la Corporación. Oficial de primera clase Leiton Wolfe.

Ptolomei era más grande y más fuerte que Wayne, pero no vivía de sus cualidades físicas, y el capitán sí. Lanzó un manotazo que no le arrancó las orejas por muy poco, y después cerró los puños y buscó su cara. Papá Ganso, que ya no era Papá Ganso sino el Capitán Sangre, retrocedió medio paso, como con miedo, flexionó una pierna y esperó. Un segundo después detenía con la mano derecha el puño del agresor, lo giraba contra su propio cuerpo y lo inmovilizaba a la espalda. Hubo un crujido de huesos reduciéndose a cenizas. El polizón gritó.

—Soldado de segunda clase Wellington Soran. Nave de Combate Al-Mansur. Fui muerto en acción de guerra sobre Mundo Gaviota. Mi coordenada en elipse es vector cien. Si me oyes, viajero, piensa que he ofrecido mi vida por la Conquista. No lamentes mi muerte. Largo dominio a la Corporación. Soldado de segunda clase Wellington Soran.

—¡Vosotros, venga, en pie! —gritó Wayne a los dos soldados que todavía estaban en el suelo—. ¡No pienso quedarme toda la vida así! ¡Venid a por él!

Los soldados se levantaron, recogieron sus armas y con ellas encañonaron a Ptolomei. Salvador pedía por el comunicador dos hombres más, un médico, pronto. Ares Wayne se balanceaba sobre sus talones, negro y hermoso como un tigre. Eso era todo. Luego no vi más. El dolor de la nariz me hizo doblar la cabeza, el aroma de la sangre el resto. Me desmayé. Wayne comentaría después que con un golpe así lo extraño era que no me hubiera partido el cráneo, que creyó que yo estaba muerto hasta que me vio patalear desde allí abajo. No dijo más, pero viniendo de sus labios aquello era un halago.

El hombre llamado Ptolomei fue lanzado al espacio a continuación, sin ningún tipo de miramiento. Su muerte, como había predicho el capitán, fue una muerte rápida y casi sin dolor, una muerte que nos anunció que súbitamente la Marfil acababa de zambullirse en el universo de la guerra. La guerra, que venía a nuestro encuentro. La guerra, que nos aguardaba como una navaja abierta.