17

La sombra de Aramis flotaba por los rincones de mi santuario, impregnando con su aura de salteador de caminos todo aquello que alguna vez le había pertenecido. Su fantasma gravitaba en cada pared, en cada pantalla de tridimensión, en cada uno de los libros y películas que llenaban los estantes, en cada copa, en cada traje. Mi santuario estaba lleno de su olor, de su estampa de monje guerrero que escribiera versos. Sentado en el cubículo, mientras fumaba hashish o releía antiguos cantares o miraba los archivos de televisión, entreveía la silueta borrosa y juguetona de mi predecesor, el galón de cabello humano a manera de estandarte colgándole de la manga, el rubio bigote propio de un espadachín, del mosquetero que seguro era. Sentado allí, alejado de los soldados y las armas, como si las paredes pudieran dejar afuera el pálido resplandor de las estrellas, me interrogaba sobre aquel hombre que se había sentado donde ahora estaba sentado yo, que había compuesto poemas de la misma forma con que yo iba a componerlos, que había dejado sus huellas en los libros que yo ahora había heredado. Me preguntaba por su vida y él aparecía de pronto, sin que se le llamara, detrás de las palabras de un soneto, se materializaba sin que nadie le hubiera invitado a venir, sonaba su voz en alguna cinta donde se suponía no existía otra cosa más que música, jadeaba su respiración allá donde yo esperaba no encontrar sino poemas perdidos y libros llenos de polvo. Aramis. Su fantasma ondeaba por toda la nave. Su espectro se paseaba entre los corredores cada vez que yo lo hacía, como si me hubieran designado el papel de su reencarnación, y tuve que esperar tiempo, mucho tiempo, hasta que dejaran de llamarme el nuevo poeta, el sucesor de Aramis, Aram-perdón-Hamlet, porque ni yo mismo sabía ya a estas alturas y en semejantes circunstancias quién era, porque todo en la nave se empeñaba en recordar al hombre que un día tal vez ni siquiera fue, al poeta que yo empezaba a sospechar no había existido, que había sido una invención de diez mil soldados solitarios que bautizaron a un fantasma para librarse de la soledad y el miedo.

Pero no. Aramis había existido. Existía, estaba aún, como sus poemas, en la boca y en la mente de los hombres de a bordo, igualito que el recuerdo de una novia en alguna estación orbital, como las heridas que cicatriza el silencio, como una llaga abierta, como un recuerdo amargo y alegre de alguna batalla perdida. Aramis estaba allí, y tardé en enfrentarme con él cara a cara, tardé en luchar por hacerme mi propio hueco, apuntalar mi nombre en las bocas de quienes le habían conocido, ir dejando atrás su estilo y forjarme el mío propio, mi estilo anónimo que nadie sería capaz de diferenciar, porque parece que los poemas épicos se escribieran solos, que casi no fuera necesario un poeta que los transcriba, y sin embargo mis primeros cantares en la Marfil, y no únicamente esos, fueron recogidos con muecas de escepticismo, sobre todo por parte del capitán, porque Aramis lo hubiera compuesto de tal forma, y Aramis hubiera resuelto la batalla de tal manera, y cuando Aramis pasó por este sitio escribió tal cosa. Aramis. Su ectoplasma bigotudo manchaba los pasillos y las cornisas de mi propia alma, porque le debía el puesto, porque fue él mismo quien me recomendó como su posible sucesor. Luché con la sombra de Aramis hasta desterrarla, hasta que ya no fui su continuación, hasta que dejaron de considerarme el aprendiz, el nuevo poeta, el chico de los versos que imita el fantasma de un héroe que murió, y empecé a ser realmente yo, el poeta, yo, Hamlet, yo el que traducía al charco goteante de la tinta la sangre derramada por medio millar de muertos.

Aramis. Leí su producción entera, todos sus versos de gesta, todos sus ocultos poemas líricos, todas las batallas en las que había intervenido como cronista, como testigo, a veces como actor. Y a pesar de que soportaba sobre mis hombros forrados de celeste y plata el estigma de la comparación, a pesar de que lo aborrecía cuando atravesaba las paredes y se interponía entre la tripulación y yo, a pesar de que odiaba los ojos con que me miraban cuando lo veían en mis ojos, a pesar de todo creo que fui quien mejor llegué a conocer aquella sombra de bigote rubio, aunque no lo había visto más que una vez en Ultima Thule, porque nadie mejor que yo, su sucesor, su proyección, su continuación, nadie podía interpretar sus poemas y saber con cuánto dolor, con cuánta ira o con cuánto odio había transformado aquella metáfora en una simple comparación, aquel litotes en una burda afirmación tajante, aquel quiasmo en un par de versos paralelos, como había explicado cuatro, tres o cinco años atrás el padre Espligarés, a la sombra de la celda tranquila y añorada de Monasterio. Nadie sino yo para entender al máximo el potencial artístico de aquel hombre, de aquel muerto, nadie para comprender de qué manera la guerra lo había desaprovechado, como me estaba desaprovechando a mí, como seguro que iba a hacerlo, nadie sino yo para calificarlo como uno de los mejores poetas que he sabido, tan bueno como aquellos autores de los libros de pergamino que había tenido que leer con sumo cuidado en mis años de clérigo ejemplar, tan bueno como Narcise Hall, mi desprestigiado maestro, tan bueno como Hroswitha, el pelirrojo y quizá hasta yo mismo; condenadamente bueno. Aramis, el poeta, el bandido aparente, el ladrón, se me revelaba entonces como un hombre ejemplar, como una sensibilidad sometida al yugo estúpido e inútil de la destrucción, y en sus poemas no me era extraño detectar un ligerísimo matiz de reproche, una sutil inclinación de cabeza condenando todo aquel horror, o yo en mi ansia quise detectarlo por acercar aquel espectro un poco más a mí, y supe que si bien no había sido un cobarde, como creía serlo Narcise Hall, si bien no había sido un dandy, como parecía que estaba siendo yo, si bien no había sido un hombre íntegro en el sentido más estúpido que pueda tener esta palabra, Aramis no había sido tampoco, ni mucho menos, un héroe. El Capitán Sangre nunca lo había conocido bien, aunque alardeara constantemente de su afinidad. Tanto mirar las estrellas había impedido a Papá Ganso conocer de cerca el suelo sobre el que apoyaba sus botas. Aramis no había sido un héroe; eso estaba claro sólo con ver sus poemas. Aramis no habría llegado a ser un genio militar, por más que Wayne se empeñara en hacérmelo creer, porque su ignorancia en el tema se detectaba analizando a fondo las tácticas de guerra que narraba en sus canciones. Aramis había muerto en batalla, cierto, pero su muerte no fue la muerte de Roldán, ni la de Aquiles, ni mucho menos la de Héctor. Estudiando y preguntando a los soldados supe que Aramis había caído en una emboscada junto a la patrulla a la que acompañaba; una patrulla que a todas luces iba a resultar un paseo. Alguien atacó, y cien hombres resultaron muertos, él entre ellos. La mayoría ni siquiera había tenido tiempo de echar mano a las armas y disparar un tiro. ¿Era esto ser un héroe? ¿Morir como un estúpido bajo un cielo que no era propio? Tal vez. Entonces, no había tanta diferencia entre Aramis y Narcise Hall, único superviviente de una matanza similar, considerado un cobarde por todos, incluso por él mismo. Intuí yo entonces que si bien son los héroes quienes hacen la historia, somos los cobardes quienes nos dedicamos a contarla.

Así pues, despejada la gran incógnita de Aramis, revelada su personalidad, su fantasma dejó de aparecer, se cerraron las paredes, y hubo un momento en que no vino más. A veces, es cierto, un pálido esbozo de su sombra se asomaba en mis poemas, y entonces comprobaba yo, con dolor y con sorna, que ambos habíamos coincidido en la misma afirmación, en la misma forma de contar la historia, como si la Marfil impusiera su criterio por encima de nosotros mismos. Eso sucedió, por ejemplo, cuando atravesamos una tormenta magnética entre dos estrellas enanas. La Marfil iba de una a otra como una bolita suspendida de un hilo indefinible, y las paredes parecían cantar alegremente una canción de muerte. Aquel día todos teníamos miedo, incluso el Capitán Sangre. Una erupción más intensa de lo normal, una falsa apreciación de alguno de los pilotos, un vuelco demasiado agitado nos precipitaría a la zona de gravedad de cualquiera de las dos estrellas, caeríamos al pozo que señalaba que el infierno es amarillo y la historia de la invicta nave culminaría en chatarra. Duró un siglo tal vez aquella travesía, hasta que la tormenta magnética remitió, o hasta que los dos soles idénticos quedaron lejos, poco importa, es igual, pero juro que es la vez que más miedo he sentido en mi vida, aunque haya pasado por alguna tormenta o algún lance peor. Era terrible notar desde dentro los bandazos entre agónicos y coléricos de la Marfil, era espantoso. Imaginaba yo en la nave una ballena mecánica, una especie de Moby Dick que entre una y otra estrellas, entre uno y otro infierno, intentara deslizarse sin ser vista. Era horrible. La energía parecía fallar constantemente, y el aire se enrarecía y se tornaba viscoso, oscuro, negro, pienso, o tal vez todo fuera parte de mi imaginación lastimada por la luz, el zarandeo y el opio. Los soldados caían en redondo, como niñitos que todavía no saben muy bien tenerse en pie, pero lo más horripilante era el sonido, la canción, el chasquido interior que subía y subía desde lo más hondo de la nave estelar, el gusano de miedo que reptaba y gemía de abajo a arriba contagiando de pánico a hombres y androides, el gusano que una vez cumplida su diabólica misión reptaba de nuevo de arriba a abajo, siempre cantando, como Lorelei, como una sirena mítica: ven a la muerte, ven, canta conmigo, sueña en mi cuerpo, anda y ven, te espero en los soles, yo que soy tu ninfa, anda y ven, que te absuelvo de todos tus pecados, yo y mis brazos abiertos, anda y ven, que mi vulva te espera abierta, soldado, poeta, amante, ven, a conocer el placer de la muerte, la agonía eterna, ven, a tu suicidio, a este ritmo macabro, anda ven, quise escribir, herido de locura contra las paredes carcajeantes del barco prisión, quise cantar unido a la cantata sublime que reptaba arriba y abajo y arriba nuevamente, quise gritar con delirio de amante baldío la sonata de las sirenas vueltas estrellas, del infierno tornado placer, pero más tarde, remitido ya el cansancio, el vaivén, el sonido y el dolor, más tarde, digo, reposado y feliz, dispuesto a encontrar un rato libre para escribir aquel poema mágico dictado por la mujer de las estrellas, listo a dibujar en un pentagrama eterno aquella horrible canción lúbrica, más tarde reparé que Aramis —Aramis, sí— lo había hecho antes que yo, casi con las mismas palabras con que pretendía definirlo, casi con el mismo ritmo, como si realmente existiera una conciencia supraindividual entre él y yo, como si la Marfil pretendiera las canciones repetidas, paralelas, o Lorelei hubiera tornado a la vida nuevamente.