El espacio. Había que definirlo porque de otra manera un hombre corría el peligro de volverse loco. Había que recortar conceptos para evitar sentirse aplastado bajo su grandilocuencia. Imagino el espacio como un cuenco sin fin, como una garganta infinita que jamás termina de tragarte, como un animal mítico que ronroneara su calma hecha de burlas y viento. Es mi manera de simplificar las cosas, la única forma de saberte íntegro en la marea de negro y luz que te sirve de espejo. Los antiguos navegantes de los océanos del agua nunca habrían sido capaces de imaginar nuestra vida de navegantes de los océanos del cielo. Ellos, como nosotros, habían aprendido a sentirse infinitésimos en la ambigüedad que les servía de lecho, pero ahí acababa cualquier otra similitud. El espacio no es el mar. El concepto estrella no es igual que en la Tierra. El espacio es metal. Es oscuridad. Es hastío. Es, a ratos, silencio. Pero el espacio es, sobre todo, soledad, la más espantosa de las situaciones por las que puede atravesar un hombre, la más paradójica, la más inverosímil. Un hombre solo en el marco infinito de los soles y los mundos; parecía absurdo, y sin embargo era real. Yo me encontraba solo en el interior de una nave donde vivían diez mil almas como la mía propia, me sentía único en un destino común que nos hermanaba más allá de los rangos y los niveles, porque mi complejo no ha sido nunca la inferioridad sino la diferencia. Me encontraba solo, y era doloroso y terrible vivir aquellos retazos de amargura, soportar las largas etapas de depresión sin tener alguien en quien confiar. En este aspecto, eché mucho de menos a Narcise. Nadie me había preparado para esto; mi aprendizaje en la Antorcha no había sido así. Experimenté en propia carne que en el espacio no significa nada la amistad. Un soldado no hace amigos, no sujeta amarras que permanezcan demasiado tiempo, no se confía a nadie, y supe la razón, por dolorosa y por simple. No era grato tener un amigo y saber que bien podría no regresar de la siguiente escaramuza; no era precisamente un espectáculo apetecido contemplar cómo los huesos y las tripas de un compañero se diseminaban sobre la hierba recién conquistada, recién abierta a la vida, cómo las escleróticas se revolvían en un vano intento de enfocar una voz de aliento cuando el láser quemaba en las entrañas y la muerte rondaba en los huesos una sintonía bárbara, a ritmo de allegro. Los soldados, la tropa, los de abajo, no eran distintos a mí. También habían tenido, eso sí lo supe, sus sentimientos. Esto los traicionaba. No causaba risa contemplar que volvían seis hombres de una expedición de cien, ver en sus ojos el espanto y el dolor por las vidas segadas en un instante, asistir al ritual de coser sus cuerpos, reparar sus almas, taponar las heridas dolorosas que engaritaban los recuerdos. No era agradable tener un amigo que quizá iba a morir antes que tú, un día o un año antes, no importaba demasiado el tiempo ni el lugar aunque se sabía que alguna vez vendría el momento cierto, no implicaba placer conectar sus ojos antes que la muerte lo arrebatase, odiado en ese justo instante por haber alcanzado la liberación, por escapar de todo el horror y dejarlo a uno tirado allí en medio, disparando sus armas y sorbiendo oxígeno en el caos de cualquier matanza con la certeza de que la mirada volvería después, mucho después, en las noches calladas y firmes de la astronave, a un millón de mundos de aquel donde las tumbas flotantes susurraban o gritaban sus nombres, a tres mil vidas de distancia de aquella muerte dolida que te impresionó una vez. No. En el espacio comprendí el sentimiento de los soldados. Su carencia de sentimientos, debiera haber dicho. Comprendí por qué eran huraños, toscos, huidizos. Comprendí por qué preferían la violencia y la risa a la meditación y el silencio. Comprendí su afán, y lo compartí también, de vivir las situaciones al límite, apurando de cada nuevo caso hasta el último momento. Comprendí y lamenté aquella horrible verdad: En el espacio no se pueden hacer amigos. Por tu bien, es mejor no tenerlos. Se soporta mejor la soledad. Es más fácil esa agonía que la muerte de alguien a quien pudiste haber querido.
El espacio. Aquella garganta infinita que me amaba y me mortificaba a la vez me condenó a una eternidad de soledad, a un segundo inmenso de silencio. Sin otra alternativa, pasaba las horas y los años rememorando viejos amigos borrados para siempre, espectros que conocí allá en la Tierra, en la ciudad. Y recordaba con delirio tonto mis amantes de ocasión, la desvergüenza tácita de las playas, los desengaños amorosos, tan frecuentes, que se me antojaban ahora, seis, siete u ocho años después, momentos inmediatos, todavía no podridos, a punto de poder ser tocados por las yemas de mis dedos, con sólo un poquitín de esfuerzo. Es curioso. Recordaba mis años de estudio, cuando aún Monasterio no era sino una palabra sin sentido ninguno, y con este recuerdo se asomaban los amigos de la infancia, cadáveres de un tiempo marchito, y al avanzar los recuerdos afloraban las mujeres, doble dolor de añorarlas y poseer el remordimiento de no haberlas nunca poseído. Las mujeres se me aparecían en las noches con tobillos y labios que yo jamás buceé, con ojos multicolores que yo en mi vida había besado, con sonrisas a las que hubiera deseado sonreír, como si nada y al mismo tiempo todo fuera cierto. Mujeres de agua y de hielo, de ceniza y tiempo: cuántas había perdido a lo largo de los años; cuantas ni siquiera habían sospechado mi existencia. Mujeres de color y de fuego, de granizo y cielo: pobres de ellas, que aún seguirían ancladas en las playas de la Tierra; pobre de mí, que un día pretendí volar lejos como un pájaro. Aplastado contra la mole negra de la Marfil, de la cucaracha, como le decía, perdido en mitad del espacio, a medio devorar por la garganta, lloraba la desesperación de la niñez y la juventud que nunca ya —nunca— podría recobrar, los contactos que jamás establecería aunque quisiera. Y es curioso, pero no recordaba en las mujeres que alguna vez amé, si es que hice eso, no recordaba los atributos que un día me habían seducido. No recordaba brazos, piernas, senos, muslos entreabiertos. No recordaba caricias, susurros, dolor compartido y gozo. Recordaba aquello que nunca había sucedido, lo que ahora más deseaba. Imaginaba largas conversaciones de tema insignificante donde yo me confesaba abiertamente en cada palabra, y discutía de música, de religión, de sexo, de aun mil otras cosas que no entiendo. No me interesaban aquellas mujeres por haber sido mujeres en sí, porque me pudieran servir de complemento, sino porque entonces, humillado y vencido contra un centenar de estrellas, sólo entonces certifiqué que ellas habían sido tan seres humanos como yo, con toda una vida que analizar, comentar y ofrecerme. Aprendí, simplificando como únicamente el espacio enseña a hacerlo, que un hombre, una mujer, me interesaban de la misma forma con que me interesaba una moneda. Aprendí que lo importante no era el valor estético, ni el número en créditos de la Corporación que se anunciaba en su estructura externa. Aprendí que me interesaban las vidas que habían quedado marcadas en ellas, las pequeñas historias que se dibujaban en sus bordes, las que habían señalado millones de diminutas huellas. Eso quería yo en una mujer, en un hombre. Eso había querido y no me había dado cuenta. Su historia interior, su sentimiento más allá de la anécdota. Rab, tardé tanto tiempo en establecerlo que ahora era infame echar de menos todo aquello. La Tierra quedaba muy atrás. Nunca volverían los amigos, las amantes, aquellas muchachas adoradas desde lejos, desnudas y limpias a fuerza de miradas. Ahora yo estaba solo allá en lo alto y no me quedaba otra opción que aceptar mi desconsuelo. Todo lo que un día amé, todo lo que rechacé a sabiendas o sin darme cuenta no volvería. Nunca. Yo estaba solo y tenía que aceptar aquel hecho.
Así pues, si el espacio era vivir independientemente del hombre que pasa por tu lado, si el espacio era ignorar el tropezón sangriento que la muerte borda en sus labios, si el espacio era esto, inútil era volver los ojos al pasado. No había momento para la añoranza. Hroswitha, Narcise, Gnel, Orfeo —mi pobre y querido Orfeo— habían sido una parte de mí, una parte que ya no permanecía ahora. Aquel Hamlet Evans elegante, culto, fanfarrón, dicharachero, escritor, nostálgico había quedado atrás. Sobrevivía simplemente Hamlet, el poeta. Todo lo anterior había sido un peldaño hasta llegar a este momento. Valió la pena entonces, pero ahora no servía más que de lastre. Suponía una forma de inadaptación, un obstáculo ante el futuro que me deparaba la garganta, y como a tal obstáculo no quedaba más remedio que abortarlo. Adiós entonces a los amigos que nunca tuve, a los enemigos a quienes nunca odié. Adiós mi amor, mis amores, adiós muchachas a quienes adoré en la distancia. Adiós Celeste, Mireia, Niebla. Adiós a todos, buena suerte. Hamlet Evans había muerto. Ya no existía el joven que un día conocí. Tenía que convertirme en un hombre duro, lo estaba consiguiendo casi. Si los soldados sobrevivían sin amigos en la Marfil yo, desde luego, no iba a ser menos. Demostraría que era capaz de tornarme tan duro como cualquiera. Más duro aún, igual que metal inflexible. Si nadie confiaba en mí, muy bien, yo no confiaría en nadie. Nuestra relación sería puramente comercial. Me andaría con cuidado de no establecer lazos demasiado sólidos. Demostraría que era capaz de conseguirlo.
Porque existía la soledad, pero no la incomunicación, lo que tal vez hubiera resultado más fácil. No había amigos, pero sí gente conocida, extraños de rostro familiar con los que conversar, seres con quienes compartir puntos de vista, enseñanzas biunívocas que enriquecían lo que no se ganaba en otros aspectos. No los llamo amigos porque dudo si realmente lo fueron, porque la norma había despojado de su semántica propia a aquella palabra proscrita. No tuve amigos en la nave, pero tampoco viví apartado. Estuve solo, pero no desolado, y así encontré muchachos a quienes hubiera sido interesante llegar a conocer en otra situación, soldados de Conquista que vivían y morían con una mueca sardónica en los labios, como pidiendo perdón, excusas ante el error terrible de ceder al empuje de la muerte. Oh, sí, de estos hubo muchos. Se reemplazaban unos a otros y yo a veces incluso confundía sus nombres. ¿Jemis? ¿Hacton? ¿Teuco? No importaban. Eran otros muchachos, desconocidos con quienes tropecé una vez, chicos que un día desembarcaron y no regresaron más, soldados que doblaron la rodilla en una batalla sin que volvieran a enderezarla nunca. Eso era todo. Ni una lágrima por nadie. Me lo había prohibido.
No tuve ningún amigo. Mi historia de entonces fue la historia de una soledad, quizá lo es todavía ahora. No tuve amigos. Llegué, claro, a conocer bastante bien a algunos de ellos, y sentí desesperación de unos más que de otros, por supuesto. El teniente Salvador, por ejemplo. Era un buen chico. Lamenté lo suyo. Fue duro, y además estuve a punto de marchar con él. Y también lo de Turin, las heridas de cuya muerte aún conservo bajo una capa de cirugía plástica. Sí, tal vez en otro lugar ellos hubieran podido ser catalogados como amigos. En otro lugar, pero no en el espacio. No en el espacio, desde luego.