Excalibur parecía la brillante empuñadura de una espada, de un florete. Quizá por eso recibía su nombre. Jamás he sabido qué criterio sigue Nueva York para colocarlos, pero no importa. Aquél estaba bien puesto; era eufónico, y en efecto Excalibur estaba hecha de acero. Allí fui desembarcado cuando mi período de aprendizaje en la Antorcha se cumplió y perdí el rango de aspirante para ganar el de poeta auténtico. La transición entre uno y otro estado fue suave y violenta a la vez, inesperada y gozosa, porque el tiempo en el espacio pasa muy rápido. Podría comentar que en él un año pasa volando si no fuera un juego de palabras malo, muy antiguo. Los chistes gastados son uno de los mayores riesgos que comporta ser payaso.
Excalibur era —todavía debe seguir allí, así que Excalibur es— la mayor estación orbital que ha construido la Corporación; una verdadera joya de ingeniería arquitectónica, realizada con buen gusto, pese a la norma. Durante tres semanas no hice otra cosa sino vagar arriba y abajo por las avenidas de sus niveles, alegremente, gastando la paga de todo un año en artículos inservibles cada día más caros. También aproveché el tiempo y me preocupé de informarme sobre alguno de los cantares épicos más recientes, entre ellos una variante de la Batalla de Ultima Thule, como se la llamaba ya, donde los dragones, naturalmente, vomitaban fuego y estaban cubiertos de placas de hierro. La imaginación de Narcise había sido superada por la del anónimo creador de esta versión; nadie me creería aunque jurara hasta la muerte lo que había pasado realmente allí. Por referencias, supe que Hroswitha servía en un crucero al otro lado de Ofiuco y que el pelirrojo había resultado herido sin gravedad en una pierna, pero no encontré a nadie conocido. Monasterio continuaba imperturbable, tan fijo en su órbita como siempre. La única novedad la traía la muerte del padre Hurt, sin que hubiera sido sustituido todavía por nadie. Lo sentí por él. Mi temor es que llegue un día en que los monjes humanos sean relevados por máquinas especialmente dirigidas desde lejos por una legión de técnicos. Eso, si en el futuro hace alguna falta la cultura que los principales dirigentes de la Corporación empezaban ya a dudar. Sentimentalismos a un lado, la nueva remesa de novicios apuntaba un par de talento, jovencitos idealistas a quienes yo no conocería nunca. Nada más. La Tierra giraba igual. Todavía no había saltado en pedazos. Esas eran las noticias más importantes que el mundo se había encargado de crear mientras estuve ausente. Simple rutina.
Excalibur era un muy lindo lugar y en él había muchachas interesantes, quizá demasiado frivolas, muy poco constantes, pero yo ya estaba empezando a aburrirme. Tenía mi nombramiento de poeta en el bolsillo y todo lo que deseaba era hacer uso de él, colgar las blancas ropas de aspirante y vestirme como el veterano que suponía ser. Sólo me faltaba conocer cuál sería mi nave de destino, pero la resolución final se retrasaba a medida que mi paga se iba viniendo a menos cada día. Nunca he sabido administrar mi dinero, lo siento. Tengo una mano muy floja para todo lo que sea negocio. Si la orden no venía pronto, no cabía duda de que podría pasar hambre. Mierda, ahora me río. Yo entonces no sabía lo que era andar sin blanca, lo que es no comer un trozo de pan en seis días. Tuvo que llegar Castigo para hacerme conocer de cerca lo que era aquello. Mi imaginación romántica se quedó corta, espantosamente anticuada. Me veía a mí mismo, guapo y desvalido, mendigando comida en los canales de Excalibur, pero la idea de convertirme realmente en un paria se me antojaba atractiva, bañada en una neblina luminosa. Entonces no tenía idea de hasta qué punto las cosas pueden ponerse mal cuando la cuesta se dispara hacia lo alto. Tuve que esperar ocho años para experimentar de cerca mi ficción, y entonces deseé caerme muerto, que me azotaran hasta la médula por estúpido.
Yo quería ser destinado a un rompehielos, a una nave de primera línea; era una idea que me ilusionaba, y los motivos estaban muy claros. Ya había visto de cerca lo que un crucero convencional podía ofrecer, y la palabra que mejor lo resume es aburrido. Sabía que la posibilidad de ser enviado a una nave de combate era remota, y por tanto no tenía ninguna esperanza de que fuera así. Había que ser muy bueno y tener una suerte del demonio para que sucediera algo semejante. Había que jugar con el capricho y la casualidad. Había que contar con el beneplácito de alguien importante, poeta o administrador. Diablos, yo quería aventuras y emoción. No me encandilaba la idea de pasarme el resto de mi vida encerrado en una Antorcha, tan desengañado y escéptico como Narcise. Ya empezaba a hablar igual que él, e incluso tenía preparadas de antemano un par de historias para plasmar en futuros poemas, tan aburrido me hallaba. Alguien tenía que sacarme de Excalibur y llevarme al Confín otra vez. Me tornaba claustrofóbico sólo de pensar que la estación orbital se encontraba prácticamente parada, quieta. Quería salir de allí, y pronto. Un año en el espacio pasa volando. Eso había creído. Ja. Tres semanas anclado en tierra son la muerte.
Tuve la fortuna de cara, lo que los jugadores habrían llamado una buena mano, al principio. La noticia me sorprendió tanto que creo que incluso me tragué la lengua. Ya tenía mi destino. Me enviaban al Bifröst, la única nave de combate compuesta exclusivamente por soldados de sexo femenino. Mujeres guerrero a millares y yo el único hombre a bordo. Rab todopoderoso, aquello era increíble. La misoginia de Nueva York había decretado que únicamente el treinta por ciento de las tropas del espacio estuviera formado por mujeres, sin que nadie sino él sepa exactamente la razón, y no había más que un rompehielos con tripulación femenina: El Bifröst, el famoso arcoiris y su dotación de walkirias. Oh, peste, o yo estaba borracho (posibilidad descartada pues hacía tiempo que no bebía otra cosa que jugo de lima) o alguien me había gastado una broma, algo muy corriente que practican los soldados cuando están aburridos y no tienen encima a nadie con galones para ladrarles. Verifiqué el asunto y supe que tampoco se habían confundido. No había ningún error. Aquel era mi destino. Narcise se volvería amarillo cuando se enterara de la noticia, sería capaz de comerse las paredes de la Antorcha al conocer que yo estaría solito en medio de un montón de amazonas, y además en primera línea de fuego. Me las prometí muy felices, a sabiendas de que ellas serían capaces de acabar conmigo. Me consumirían. Moriría agotado pero gustoso de cumplir con mi deber. A cambio, escribiría los poemas más fieros y más hermosos de cuantos se han hecho. Poemas diferentes, con toda una gama de pequeños detalles originales por señalar. Poemas donde no faltaría la pincelada erótica. Aquella era una suerte endiablada, y me pertenecía por completo. Corrí a repasar toda la información sobre mi punto de destino y después gasté todo el resto de mis dracmas. Debí hacerlo en alguna fiesta, pero no recuerdo más que por encima los escorzos de dos cuerpos llenos de curvas.
Luego la suerte giró. Justo cuando estaba empaquetando mis cosas, dispuesto a partir al encuentro de mis walkirias, con un terrible dolor en la espalda por culpa de las malas condiciones de una esfera, llegó la contraorden. No iría al Bifröst. Alguien había encontrado algo mejor para mí, más urgente. La tripulación de bellezas podía esperar un poco sin su nuevo poeta, porque yo era necesario en otra parte. Me enviaban a la Marfil, inmediatamente y sin posibilidad de recusar el nombramiento. La Marfil. Recordé haberla visto contoneándose en la atmósfera de Ultima Thule. La Marfil.
Me derrumbé. Perdí el habla y maldije a Nueva York en los idiomas más malsonantes que conozco. Eso sí, en voz muy baja. Luego me consolé pensando que después de todo aquél no era un destino malo, y que la nave a la que me enviaban estaba perennemente en combate, o al menos eso se deducía por la gran cantidad de poemas épicos de los que era protagonista. El poeta de a bordo era Aramis, recordé. Algo debía haberle sucedido cuando llamaban a un petimetre como yo para sustituirle.
No me quedaba otra opción que ir al encuentro del destino. Mi futuro, me esperaba cerca, en un recoveco del mismo sistema donde estaba anclado Excalibur. La Marfil volvía de alguna perdida misión, y ahora descansaba en dique seco, mientras la reparaban de la última escaramuza. Yo tenía que presentarme rápidamente ante su capitán; sin pérdida de tiempo, habían dicho en tono tajante y escueto, así que cuando todo estuvo dispuesto, me vestí por primera vez con el traje celeste y plata de los poetas de la Corporación. Mentiría si dijera que sentí algo especial al calzarlo. Unicamente me encontré muy guapo. Mi pelo era largo de nuevo y los alamares y la corbatina del uniforme me daban un aspecto educado y distinguido. Me contemplé en el espejo y en él descubrí otra vez al joven Hamlet que había sido en la Tierra, al gentleman. Luego dejé de contener la respiración y hundí los hombros. Aunque aquel era el traje de gala, pesaba más de cinco kilos. Me horroricé al imaginar lo que pesaría el de combate, aún sin el yelmo y el equipo de oxígeno.
Partí inmediatamente rumbo a la Marfil, como único ocupante de una lanzadera, situación que me hizo creerme muy importante. Así que esto era la gloria: tener billete reservado en una nave de enlace, sin moscones ni tranquilizantes para evitar reacciones extrañas durante el trayecto. Yo era un veterano con un año de experiencia en el espacio abierto, allá donde la Corporación aún tiene dudas en colocar sus fronteras, y no necesitaba los molestos pinchazos de mi primera salida de la Tierra. Me sentí eufórico, aunque el recuerdo de mi inocencia perdida me hizo también notarme más viejo. Y sólo habían pasado cuatro años.
La Marfil no estaba lejos. El dique donde centenares de hombres ultimaban los detalles de su reparación se encontraba a menos de siete horas de vuelo desde Excalibur. Mi nave de destino no era tan grande como la estación orbital, pero aún así era enorme. A su lado, la Antorcha habría parecido un sapo, y la lanzadera en la que ahora viajaba, una mosca. Brillaba con resplandor opaco, enlutada y fusiforme como una siniestra cucaracha metálica. Su nombre debiera haber sido Tanathos. A medida que nos absorbía su rayo tractor, la nave cubrió toda la visión, ocupando una mancha todavía más negra que el propio espacio. Calculé en cinco mil el número de soldados que podría contener en su interior, pero me equivoqué. Diez mil guerreros armados con aparatos de lo más sofisticado que ha inventado el hombre albergaba la nave en su interior, porque la guerra es cara, y entre ellos sólo un poeta. Yo. Tuve vértigo.
La cucaracha nos devoró, y tras una sinfonía de acoples y gruñiditos metálicos un panel se descorrió y pude salir de la lanzadera y penetrar en la otra nave. Apenas cruzado el umbral, advertí que un hombre me estaba esperando. Vestía un uniforme blanco de húsar de cuya guerrera pendían a los costados cuatro mangas, lujosas e inservibles. Era alto, y en su piel oscura brillaban un par de ojos divertidos y calientes. Prácticamente no tenía nariz.
—¿Es usted Hamlet, el poeta? —preguntó dando un paso en mi dirección. Se cuadró con un taconazo y yo le imité, pero el mío no sonó de la misma forma. El jugaba con ventaja. Llevaba botas de caña y yo simplemente zapatillas.
—Soy yo, sire.
—Me alegro de conocerle. El capitán Wayne me envía a recibirle. Mi nombre es Whynnom Salvador, primer teniente de a bordo.
—Encantado. Yo soy Hamlet Evans.
—Acompáñeme, por favor. El capitán tiene deseos de verle. Quisiera charlar con usted antes de zarpar.
—Como guste.
El teniente Salvador echó a andar, y yo le seguí, observándole a hurtadillas. A pesar de su encopetada figura, no era mucho más alto que yo, y sus miembros, proporcionados y flexibles, dibujaban un ligero matiz femenino. Hablaba con un tono dulzón donde creí percibir algún sustrato latino, muy leve, pero aquella no era una gran deducción, visto cuál era su apellido. El uniforme de húsar en el que se envolvía me pareció demasiado formal para un uso corriente en la nave. Aquel era un traje de gala, de destino casi exclusivo en paradas y situaciones especiales, lo que significaba que me había reservado toda una parte del protocolo, Rab santo. Al menos era un detalle.
Mientras caminábamos por los pasillos observé que el interior de la nave no era muy distinto del de la Antorcha, aunque las paredes guardaban entre sí una distancia inusitada y el aire era más agradable. Los soldados que se cruzaban en nuestro camino se volvían un instante a mirarme, señalándome como el nuevo poeta. Todos iban vestidos con sus uniformes verdes, que yo siempre he identificado como grises. Cada vez me intrigaba más saber qué había sido de mi predecesor, el hombre llamado Aramis. Realmente no resultaba difícil suponerlo, pero quise estar seguro antes de sacar conclusiones de ninguna clase.
Llegamos al camarote del capitán. El teniente Salvador se hizo a un lado, crotaleó de nuevo los tacones de sus botas y me presentó al hombre en cuyas manos reposaba el destino de la nave, Ares Wayne.
—Bienvenido a bordo, poeta —tronó su voz a través del escritorio donde estaba sentado. Como en mi llegada a Monasterio, las luces me daban de frente y no pude distinguir más que su silueta, recortada más allá del foco de luz blanca. Un poco a la derecha, los ojos de mármol de un busto me miraban fijamente. Napoleón, me parece.
Parpadeé molesto y entonces él desconectó la lámpara. Se levantó y vino hacia mí, con pasos cortos. Un montón de papeles sobre la mesa quedaban sujetos por un yelmo de asalto, pero no sé si con aquello pretendía impresionarme.
—Bienvenido a bordo. Soy Ares Wayne, comandante de esta nave. Le estábamos esperando. —Varió la mirada y se encaró a Salvador—. Puede retirarse, teniente. Dé las órdenes necesarias para que partamos en menos treinta minutos.
—Aye aye, sire.
Whynnom Salvador desapareció de escena y me dejó solo con el capitán. Wayne era un hombre grande y fuerte. En Monasterio me enseñaron a alejarme del tópico, pero su estructura parecía la de un toro, apretado y fiero. De él destacaban su traje negro, con la hombrera de comandante a la izquierda, y las cejas tupidas que dibujaban una gaviota bajo su frente. Sé que puede parecer imposible, pero tenía los ojos tan claros que se me antojaron transparentes. Eran ojos de cadáver. Ojos de muerto. Inmediatamente lo catalogué como el hombre capaz de apretar el botón de la guerra sabiendo que él permanecería para desconectarlo de nuevo y activarlo otra vez, cuantas veces fuera necesario, interviniera en el frente de una manera directa o no. Exudaba poder por todos los rincones de su cuerpo.
—¿Cuál es tu signo astrológico, poeta? —preguntó, dando una vuelta a mi alrededor, como si pretendiera embestir un imaginario capote. Me despistó. Siempre me despisto cuando me hablan los militares. Luego supe que aquél tenía una facilidad extraordinaria para cambiar de conversación. Con él me despisté muchas veces.
—¿Cómo, señor?
—Tu signo astrológico. El mes en que naciste. Aries, Acuario, Capricornio. Ya sabes.
—Nací el 4 de octubre, señor. Soy Libra —dije, pero él ya había calculado y la palabra coincidió con la misma que pronunció.
—Libra. Sí, se te nota en la forma de vestir. Los libra sois muy elegantes. Eso dicen los expertos, y tienen razón. Una vez conocí a una chica Libra que era capaz de aparecer guapa incluso con dos pulgadas de fango encima. ¿Te interesa la astrología?
—No mucho, sire. En realidad apenas conozco nada sobre ella.
—A mí me fascina. El otro poeta que estuvo aquí antes, tu predecesor, era un experto. Calculaba cartas astrales con una velocidad increíble. Me superaba incluso a mí. Déjame pensar. Tu ascendente debe ser… —Me miró, como si tuviera marcada la definición entre las dos orejas. Traté de contener su mirada pero no pude—… Tu ascendente debe ser ¿Sagitario?
—Creo que sí, señor.
—Yo soy Leo. Nos llevaremos bien, poeta. Por un momento imaginé que serías Acuario, o Escorpión, al verte entrar. Son signos que me influyen negativamente. Con ellos no me llevo bien. ¿Conoces algún acuariano? ¿Verdad que son insoportables?
—No recuerdo ahora, señor —me excusé. Hroswitha era Acuario, pero no quise decirle nada—. No conozco mucho sobre astrología.
—Sí, ya sé. En Monasterio no os enseñan más que pamplinas. ¿Matemáticas? ¡Una computadora puede hacerlo mejor que tú, y no se equivoca nunca! La astrología es una afición entretenida, puede ayudarte a que te conozcas mejor y te hace predecir el futuro. ¿Eres supersticioso, poeta?
—Un poco, señor. Como todo el mundo, supongo.
—Bien, al menos eres sincero. No soporto a quienes dicen que no pasan por debajo de una escalera por temor a que les caiga algo desde lo alto. Esos mienten. No pasan por superstición, y basta. Personalmente, jamás me atrevería a atravesar nada que forme un triángulo. Lo reconozco. Soy sincero al confesártelo. ¿No te parece?
—Sí, señor. Supongo que yo tampoco me atrevería a hacerlo, señor.
Dio un paso atrás, las manos entrelazadas a la espalda. Parecía estar esperando un cambio de tercio o bien buscaba un nuevo tema de conversación. Napoleón seguía mirándome con sus ojos cargados de historia muerta.
—Bien. Verás como nos llevamos bien, poeta. Esta nave es una buena nave. Tenemos lo mejor de lo mejor. Hay diez mil muchachos a bordo y yo soy Papá Ganso para ellos. Así es como me dicen. Es simpático, ¿verdad?
Ese era su mote cariñoso. También tenía otro menos ideal, que no se había colocado él. A escondidas los soldados le llamaban Capitán Sangre. Los motivos eran evidentes. Ni siquiera tuve que hacer que me lo repitieran con detalle para entenderlo. Capitán Sangre.
—¿Has vivido ya tu bautismo de fuego, poeta?
—Sí, señor. Serví un año en la Antorcha, y asistí a algunas escaramuzas con contrabandistas. No sé si a eso se le puede llamar batalla. También estuve en la acción sobre Ultima Thule.
—Lo sé. Aramis se fijó en ti. Dijo que hiciste un buen trabajo en el poema épico. Creo que le gustó mucho. A mí, te seré franco, me dejó igual. Demasiado imaginativo. Aquella historia no era épica, así que no hacía falta cantarla. Ya habrá otras. Siempre las hay.
—Yo pienso lo mismo, señor. No me gustó tener que mentir sobre aquella masacre.
—¿Masacre? Sí, tal vez. Pero fue una masacre necesaria, poeta. No lo olvides.
—Por supuesto, señor.
—Fue una acción necesaria para la Conquista y la Corporación. El cantar que escribisteis tú y tu poeta instructor ha ayudado mucho a promocionar ese sitio. ¿Lo sabías? Ahora es una de las colonias prospectoras con un futuro más esperanzador.
—Me alegro, sire.
—¿Te gusta la música? —Otra vez los ojos sobre mis ojos, un nuevo giro a la conversación.
—Naturalmente, señor. Mucho. —Debiera haberle recordado que los libra tenemos, según dicen, un talento especial para la música y el baile, pero me callé también. Estaba deseando salir de aquel sitio.
—¿Qué músicos te gustan?
—Bastantes, sire. Hoff, Goodman, Williams, sobre todo. También las canciones táctiles de última moda me divertían mucho cuando estaba en la Tierra. Apenas las sigo ahora.
—¿Conoces a Custer?
—No había oído hablar de él, sire. ¿Es un músico nuevo?
—No. No es un músico. Era un militar. Un yanqui de hace muchos años. Debes conocerlo. Hay más de trescientas películas sobre él.
—¿Custer, el vaquero? ¿Se refiere a ése, señor?
—Ese mismo. George Armstrong Custer. El general Custer. Un buen militar. Un hombre de honor.
—Le conozco, señor. Creo que murió en una gran batalla. Es algún sitio llamado el horno. No estoy muy al corriente de la historia anterior a la Corporación, pero no veo qué relación pueda tener el general Custer con la música, si me permite decirlo, señor.
—Oh, la tiene. ¿Conoces Garry Owen? ¿Te gusta? —Viendo mi cara de ignorancia la tarareó, acompañándose arriba y abajo con los dedos, en un compás de dos por cuatro. Sin duda se sabía la tonadilla de memoria—. ¿Te gusta?
—Sí, claro, sire. Es una marcha muy alegre.
—¿Verdad que sí? En las películas recalcan que Custer la tocaba cuando murió. Debes haberlo visto en alguna. Yo la toco también en las batallas. Es una especie de broma, ¿sabes? Pone nerviosos a los atacantes y anima a nuestros hombres. Todas las naves de guerra tienen un himno, y en la Marfil ese himno es Garry Owen. Lo interpretamos como un homenaje a Custer. ¿Sabes? Ese tipo fue un gran militar. Uno de los mejores, pero le perdió lo mismo que perdió a Napoleón. —Recogió el busto, lo alzó en el aire, se lo pasó a la otra mano—. Conoces a Bonaparte, ¿verdad?
—Claro, sire.
—Custer y Napoleón cometieron, a su manera, el mismo error. Cuando Bonaparte gritaba «Viva Francia» estaba dándose vivas a sí mismo. Ese fue su error. Custer hizo igual. Ambos antepusieron su propia soberbia a los intereses que estaban defendiendo. Eso no sucede aquí. Cuando atacamos en formación lo hacemos sabiendo que nosotros no somos lo importante. Los muchachos comprenden que lo hacen por la Corporación, no por la gloria de un general. ¿Y sabes una cosa? Se siente uno mejor, casi con menos responsabilidad. Sabe que no cometerá ningún error histórico. Tal vez en el futuro no recuerden nuestras gestas, pero es seguro que nadie vendrá a reprocharnos nada. Por eso conservo esta cabeza del Emperador. Por eso mando ejecutar Garry Owen. Así no olvidamos que es la Corporación quien está detrás de todo esto.
—Me parece una postura muy sensata, señor.
—Claro que es sensata. En la Marfil se exige lo mismo tanto al capitán como al último de los tripulantes, aunque anden heridos de muerte y con la mitad de las piernas. Te advierto esto para que sepas que el poeta de mi nave no recibirá ningún favor.
—No esperaba ninguno, señor. Vengo únicamente a cumplir con mi deber.
—Mejor. En otras naves el poeta es un elemento decorativo, un parásito más. Aquí el poeta es tan útil como un soldado, y como tal tiene que aparecer en el campo de batalla. Esto es primera línea, no la retaguardia. Cuando haya jaleo, descenderás en una lanzadera como el último de mis hombres.
—Así lo espero, señor.
—Nada más, poeta. La Marfil debe zarpar. Recordarte que esta nave tiene una larga tradición guerrera, cuajada de gloria, y que nunca hasta ahora hemos tenido quejas de ningún poeta. Tu predecesor fue un gran hombre en el cargo. Mi aspiración era haberle convertido en un oficial y que dejara a un lado la poesía. Tenía madera de héroe, y por eso se dejó matar. Espero no perder la confianza que he depositado en ti.
—Procuraré no defraudarle, señor.
—Nada más, poeta, puedes retirarte. Nos volveremos a ver a lo largo de la travesía. Buenas tardes.
—Buenas tardes, señor.
Me cuadré, saludé y salí. En la puerta me esperaba un soldado que sin mediar palabra me condujo a lo que sería mi santuario. Yo estaba rojo de arriba a abajo y quizá por eso no abrió la boca, aunque me miraba como si quisiera hacerme mil preguntas. Me quedé solo, ordenando mis cosas, y unos minutos más tarde, solucionados los últimos problemas técnicos, la Marfil soltó amarras y por fin nos hicimos al espacio.