14

A media tarde, una vez el peligro hubo pasado, cuando los saurios de aspecto monstruoso dejaron de ser una molestia en la zona y sus alrededores y el continente sobre el que nos habían hecho desembarcar estuvo completamente limpio, el centro de mando de toda la maniobra dio la orden y los cargueros de la Corporación descendieron a la superficie acarreando miles de técnicos y toneladas de material de trabajo. Inmediatamente los hombres empezaron su labor de tala, enloquecidos en su prisa, como si el planeta azul entero fuera a quebrarse de un momento a otro bajo sus plantas, como si toda la aventura fuera la incursión de un raterillo que se ve sorprendido y tiene que salir huyendo. No comprendo a qué se debía aquella rapidez. El planeta estaba enteramente en nuestras manos. No quedaba con vida nada que pudiera oponerse a la fuerza disuasoria de las armas.

Los bosques que perlaban la superficie fueron podados a conciencia, hasta que no quedó un solo árbol que pudiera dar testimonio de cómo había sido el planeta unas cuantas horas antes. Si hubiéramos intentado convencer a un recién llegado del aspecto original del terreno en el momento de nuestro desembarco, no nos habría creído una palabra, nos habría tomado por locos. Las sierras eléctricas, los rayos láser, las dos cuadrillas de autómatas y la maestría de los técnicos en su trabajo se encargaban segundo a segundo de despojar de argumentos nuestra tesis. Limpiaron una zona de mil kilómetros cuadrados en el transcurso de aquella tarde, en una incesante actividad contra reloj donde el único fin parecía la erosión. El planeta aceptaba impasible, muerto de antemano, toda la labor de evolución que estábamos creando, y se me antojó que los árboles desarraigados lo tomaban como un castigo justo y que por eso ni siquiera protestaban ni alzaban la voz cuando eran cortados en otro lugar con práctica eficiencia y cintas corredizas los transportaban al interior de las naves sin tiempo que perder, pues había que partir rápidamente hacia el Confín apenas estuviera terminada la operación, porque no había un momento que malgastar y eran muchos los planetas que esperaban su turno de ser expoliados, todavía. Hasta el viento aceptó silencioso la labor de saqueo. Todo el planeta orbitaba a su ritmo normal, conservando una calma antinatural que sólo podía ser un presagio, heraldo de la guadaña.

Los saurios muertos, bestias inocentes que ni imaginaban su destino, produjeron una matanza fructífera, tanto más horrorosa porque nosotros (soldados, poetas, hombres) ni siquiera habíamos sentido por ellos odio, al menos no a priori, no al principio. Todo el resentimiento vino después, con la caza ya muerta bajo el talón de nuestras botas, en la pose para la posteridad, cuando tuvimos que concienciarnos de que con aquello habíamos hecho un acto justo, porque es mucho más sencillo aplastar sin piedad a un enemigo al que se define maligno. Se evita así pensar que lo que se hace es un mal acto. La disonancia interior se reduce y la conclusión es que nosotros somos gente educada y razonable, reconforta saberse seguro de la culpabilidad de una víctima que se merece todo el castigo, ya que la hemos prejuzgado despreciable.

No todos los soldados habían sido tan desconsiderados como nuestro piloto accidental (aquel individuo anónimo llamado Moscho Tazieff, cuyo nombre se ha clavado para siempre en un rincón de mi memoria), y la carne de la mayoría de los monstruos pudo aprovecharse y ser salvada. La piel correosa les era arrancada con habilidad y luego la carne se cortaba en gruesas rodajas sanguinolentas que se introducían en las cámaras de las naves frigoríficas, listas para ser comerciadas en otro lugar de la Corporación a precios dignos de un príncipe, aunque a nosotros su captura no nos hubiera costado apenas nada. Muchos soldados, sirviéndose de su derecho a los trofeos de aquellos cientos de lagartos que habían derribado, conservaban con fetichismo que entonces me pareció lógico piezas óseas de los animales, sobre todo aquellas pertenecientes a la dentadura. Con ellas colgando del cuello, o atravesándoles los lóbulos de las orejas, cantarían borrachos junto a alegres prostitutas en cualquiera de los lupanares que la Corporación sembraba en los mil puntos estratégicos de la galaxia. Pero la mayoría de los hombres se apiñaban junto a hogueras donde se asaban con gran regocijo trozos de carne del tamaño de muslos de un hombre, mientras las baladas épicas corrían de garganta en garganta y la memoria era avivada con tragos del mejor vino. Los oficiales compartían alegremente este instante de diversión, considerando con alegría el haber cumplido satisfactoriamente su deber, orgullosos de su dominio y estima entre la tropa. Los gritos y las órdenes quedaban ahora olvidados, como si nunca hubieran existido, listos para reproducirse apenas transcurrieran estos minutos.

Narcise Hall, mientras tomaba notas sobre las dimensiones de los árboles y los saurios y consultaba a los soldados su parecer sobre la operación, de qué manera habían actuado, cómo se habían sentido en su transcurso, se acercó a uno de los corros, sin que le costara ningún trabajo abrirse paso, y emergió un instante después con dos platos servidos con carne asada, en filetes ligeramente más pequeños que mi cuerpo.

—Prueba esto, chico —me ofreció, la boca abierta, las orejas separadas, los ojillos bizcos—. Es un manjar digno de un rey. No me pongas cara de asco e híncale el diente. Después me dirás si está bueno o no.

Acepté su regalo, rojizo y goteante. No sentí ningún recato en consumirlo, si es que Narcise estaba esperando eso, ningún escrúpulo. De las hogueras emanaba un olor cautivador, y hacía años que yo no comía carne auténtica, fuera del animal que fuese. Desde mi salida de la Tierra, cuatro años atrás, no probaba nada parecido: En Monasterio todo aquello que no cultivábamos o pescábamos era sintético, con un amorfo sabor a plástico, fruto de incontables reciclajes y síntesis de materiales semiorgánicos. En la Antorcha la comida era enlatada, imposible distinguir su naturaleza animal o vegetal; tal vez sólo comíamos piedras. La carne del lagarto, por el contrario, era sabrosa, muy blanda. Me gustó, aunque el trozo ofrecido fue demasiado grande para mí, todavía no acostumbrado a aquellas libaciones pantagruélicas.

—¿No quieres más? —reprochó Narcise con gesto contrito—. ¿Ya tienes bastante? ¡Esto vale un montón de dracmas, Hamlet! ¡En medio millar de mundos te matarían sólo por poder lamer tu plato! ¡Y es gratis para los que estamos aquí!

—Lo sé. Lo sé. Es delicioso, pero no puedo más —intenté apaciguar mientras me reclinaba perezosamente sobre lo que creía una gran roca: el cráneo de un lagarto, todavía adornado con jirones de carne; me incorporé—. Estoy roto. Ahora todo lo que quiero es dormir, Narcise. El día ha sido agitado. Despiértame cuando amanezca, ¿de acuerdo?

—¿Despertarte? Chico, tú estás completamente loco. El jodido lagarto ha debido sentarte mal. ¡Tenemos que movernos!

—¿Regresamos ya?

—¡Claro que no! ¿Dónde quieres ir? ¡La caza continúa! ¡El norte es la próxima etapa! Más árboles que talar y más lagartijas que mandar al infierno. Este planeta quedará más liso que mi pecho, Hamlet. ¡Prepárate porque salimos dentro de media hora!

—Oh, Narcise, nosotros ni siquiera somos necesarios en todo este jaleo. ¿Por qué no nos dejan dormir?

—Dudo que pudieras dormir con tanto ruido. Escucha —dijo, llamando mi atención sobre el soniquete infernal, parecido al canto de un grillo cuyas alas fueran metálicas—. No. Ni muerto conseguirías hacerlo. Tenemos que escribir un poema épico sobre lo que pasa aquí, ¿lo recuerdas? Es nuestro oficio. Nos pagan para eso.

—Narcise, no veo nada hermoso ni épico en esta matanza. ¿Escribir? No creo que pudiera contar más de diez líneas seguidas de todo esto, y me dormiría mucho antes, lleno de aburrimiento. Aquí no hay ninguna batalla, ninguna emoción.

—Pero la habrá. La habrá, muchachito. —Guiñó un ojo que me hizo saber que estaba tramando algo; otro de sus mágicos retoques, hop—. Despéjate y empieza a tomar notas de cuanto oigas y veas. Las acciones nocturnas suelen ser terriblemente plásticas.

Se fue, en busca de un poco más de carne, vino, diversión y compañía. Lo vi marcharse tambaleándose, con unos ojos cuyo único afán era permanecer cerrados y tranquilos por unas cuantas horas. Había visto demasiadas cosas durante el día. Todas fatigosas. Luché por espantar el sueño y me levanté, acompañado por una sinfonía de huesos como protesta. Tomé dos cápsulas de cafeína que me reanimaron casi al instante, llenándome de una nueva y falsa energía. Eructé, y una sensación de asco me invadió al recordar que aquel sabor agridulce de detrás de mis labios era lagarto.

Una hora después, tres docenas de cópteros volaban hacia el norte, como una escuadrilla de ángeles oscuros que portasen muerte en el filo de sus alas. Muy arriba, sobre el cielo, puntos de luz, mayores que las estrellas, pregonaban la órbita de las naves de Conquista. Se podían apreciar de manera muy clara a través de las nubes, ahora casi inexistentes por obra de la mano del hombre. Abajo, la superficie se advertía sensiblemente diferente del trozo de vida en explosión que habíamos encontrado al llegar. Por todas partes, la vista aérea lo mostraba perfectamente, humanos y androides de la Corporación cumplían su labor de siega, derribando árboles que habían vivido cientos de años sin nuestra ayuda. Máquinas de hierro, como siniestras hormigas negras, se movían aquí y allá transportando todo aquello que unas horas antes había sido libre, salvaje y bello.

El norte era una zona pantanosa donde los árboles crecían oscuros como el corazón de un simio. En la pegajosa maleza, ahora que volábamos sobre las copas, se apreciaban formas borrosas al deslizarse: lagartos. Más horroroso que los que los soldados habían matado a la luz del día; cubiertos de limo y tan malolientes que el filtro de mi mascarilla no bastó para impedirme una sensación de náusea. Sólo recordar que yo había comido algo parecido, algún pariente quizá, unos minutos antes, me hacía sentirme enfermo. Mi estómago no era tan duro como yo había creído. El balanceo del cóptero, arriba y abajo, avanzando en plena digestión, contribuía a incrementar mi malestar, y ni siquiera podía tomarme un tranquilizante; los había perdido en algún lugar entre la Antorcha y el cóptero. Juré solemnemente no volver a comer carne en todo lo mucho o poco que me quedara de vida. Fue algo que no cumplí. Era un juramento estúpido.

—Atención. Líder a todos. Desciendan a ras de tierra. Repito. Desciendan a ras de tierra. Preparen los petardos y estén dispuestos para una buena siembra. Buena suerte.

Media docena de cópteros, aquellos que transportaban poetas como nosotros en su interior, ascendieron; pero el resto de la escuadrilla descendió en picado hacia la mancha oscura de debajo. Pasaron rozando los picos de los árboles y antes de modificar su rumbo empezaron a soltar bombas sin productos flamígeros en su interior. Nubarrones de color rojizo crecieron en forma de hongos sobre las nudosas raíces impregnadas de tinieblas.

—Es gas —explicó el piloto, sustituto de Moscho Tazieff, que esta vez había quedado a cargo del más divertido transporte de tropas. Pertenecía a un crucero similar al nuestro, el Wotan—. Gas altamente tóxico. No es incendiario; en este pantano no haría efecto, pero acabará el solo con la mayoría de los bichos de este planeta. Estas acciones cada vez se vuelven más sencillas.

—Ya. El romanticismo se está perdiendo —contesté con sorna yo, pero él no pudo entenderme—. Dentro de poco no quedarán más bestias que derribar en toda la galaxia, ¿eh?

—Oh, no creas, chico. Hay miles de planetas en esta misma situación, sólo que un poco más lejos, con mucha materia prima por ofrecernos todavía. ¿Nunca habías estado antes en una de estas incursiones evolutivas?

—El muchacho es aspirante —intervino Narcise, considerando que ya había estado callado mucho rato—. ¿Es que no ves su uniforme? Está sucio, pero es blanco. Esta es la primera vez que ve una matanza de este tipo.

—Sí. Pero ya he visto antes un par de cosas por el estilo, no tan importantes. Escaramuzas con contrabandistas.

—¿De veras? Hace al menos cinco años que no encontramos ningún contrabandista en la zona que patrullamos. Parece que los hemos expulsado de nuestro distrito, o han aprendido a esconderse condenadamente bien. ¡La vida se vuelve aburrida!

El cóptero descendió un poco, para que pudiéramos apreciar mejor cómo actuaba el gas anaranjado en las criaturas del pantano. Los demás aparatos de la escuadrilla habían remontado el vuelo y bombardeaban tan lejos que ni siquiera los veíamos. Se habían convertido en un punto en la pantalla del radar.

—Mirad —señaló el piloto, mostrando un saurio amarillento dando agónicos coletazos cada vez más débiles contra el barro—. El gas actúa rápidamente. ¡Ni lo sienten!

—¿No es tóxico para el hombre? —preguntó Narcise husmeando a través de su mascarilla de oxígeno, que apenas bastaba para cubrirle la nariz.

—Si lo respiras directamente te dejará listo, eso sí, pero no es algo contagioso. No envenena. Puedes bajar ahí y morder al animal en su sucia cola, que no te pasará nada. Oh, bueno, tal vez te magulles la lengua.

—¿Narcise? —bromeé yo—. Antes despellejaría todo el animal. Años de alcohol deben haberle aclimatado una lengua rasposa como papel de lija.

—Muy gracioso —refunfuñó mi poeta instructor—. Me parto de risa con tu sentido del humor.

—Eh, vale, chicos —apaciguó el piloto—. Mirad ahí abajo. Parece un cementerio de elefantes.

Tenía razón. Entre los charcos de barro y los árboles retorcidos, las bestias se alineaban, medio a flote medio hundidas, formando islitas de cuerpos inmóviles.

—Fascinante.

—¿Tú crees? Dentro de poco estas operaciones ni siquiera precisarán de tipos como nosotros. Dispararán cremalleras por control remoto llenas de petardos con gas y luego los cargueros bajarán a por sus cosas, sin más preocupación. ¡Ah, el espacio ya no es lo que era! Si no vives en una nave de guerra, en un rompehielos de primera línea, no sientes lo que es auténticamente la emoción. Estamos matando la aventura. Algún día los soldados no seremos necesarios. Ya veréis.

—Seguro —dije yo, sonriendo de lado a lado, con un escepticismo nervioso que me produjo ganas de reír—. Seguro.

La automatización de que hablaba el piloto no había llegado todavía, pero la operación fue terriblemente poco costosa, tan sencilla como abrir y cerrar los ojos. El planeta fue ayudado a evolucionar no en un día, como Narcise había exagerado, sino en algo más de dos semanas, al precio de unas pocas vidas humanas: Algunos soldados habían muerto aplastados o devorados por los saurios, al ser sorprendidos en mitad de una avanzadilla o molestarlos con sus lásers y haber fallado el primer tiro. Otros muchos habían perdido la vida en los pantanos; las ondas de radio que emitían sus trajes señalaban claramente que el equipo estaba bien, sumergido en una piscina de lodo de veinte metros, sin signos de actividad biológica en sus portadores. Dos cópteros habían chocado entre sí en pleno vuelo nocturno, con la lógica llamarada y explosión; quince soldados menos. Un par de hombres habían quedado sepultados bajo los árboles talados, otros perecieron por fallo del equipo de oxígeno de sus mascarillas, aislados en mitad de los incendios, y algunos habían respirado más gas del que sus pulmones fueron capaces de resistir. Nada más. Medio centenar de bajas a cambio de todo un mundo. Buen negocio.

Varias naves no regresaron. Permanecieron en el planeta, bautizado con toda pompa como Nueva Ultima Thule, dispuestas a establecer una cabeza de puente mientras el Confín se acercaba a él para abarcarlo y succionar minuciosamente cuantos recursos contuviera. No sólo toneladas de carne y madera podía ofrecer el nuevo mundo a la Corporación. Había materiales mineros muy ricos: oro, plata, hierro, carbón. Un buen número de metales radiactivos a los que no se perdió el tiempo en explotar. Energía geotérmica. Grandes manchas de petróleo todavía en formación. Bóvedas de gases aprovechables. El único problema molesto eran las nubes, y el calor infernal que éstas producían, pero un poco de lluvia artificial acabó con ellas, disolviéndolas. El planeta, por fin, había evolucionado. Era un globo moderno listo para entrar en el refinado círculo de la civilización. Bienvenido al club, pequeño.

Antes de partir de Ultima Thule (la palabra «Nueva» se iba quedando rápidamente atrás, aunque ya había otro planeta llamado por el mismo nombre), Narcise se reunió con algunos poetas de las otras dotaciones, pues estaba muy interesado en hacer prevalecer su criterio sobre la manera en que habrían de ser escritos los poemas épicos. De entre todos los otros poetas, quien más llamó mi atención, aparte de una chica no muy desagradable que servía en un crucero, fue Aramis, destinado a bordo de la Marfil, a quien todos los compañeros daban un trato preferente; no en vano se jugaba la vida en primera línea. Aramis era un hombre alto y fuerte, con una constitución más propicia a un pirata que a un poeta. Me resultó chocante el amuleto que llevaba colgando en la hombrera izquierda, como un estrafalario galón. Parecía un mechón de pelo humano. Lo era.

El viejo Narcise se salió con su capricho. Los poetas aplaudieron su inventiva y prometieron no escribir nada hasta que nosotros (¡nosotros!) hubiéramos presentado el borrador, las primeras pruebas. Ya en el interior de la Antorcha, me enteré de cuál era su propósito. Jamás la fantasía de Narcise había llegado a tanto: Pretendía hacer creer que los saurios que habíamos exterminado estaban provistos de inteligencia, que eran una raza malvada e inicua. Era un idea tan descabellada que me hubiera parecido tonta si no fuera ya en sí misma pavorosa, maligna. Saurios provistos de inteligencia. Saurios con una vida consagrada al mal. Rab me asista, era darle toda la vuelta a la historia. Podíamos haberla escrito sin haber venido jamás aquí. Deduje que, puesto que los demás poetas habían estado de acuerdo en falsear de aquella manera los hechos, no debía ser la primera vez que se escribían cosas semejantes.

—Muchacho, quienes no hayan estado aquí se creerán todo lo que cantemos. Absolutamente todo. ¡Se tragarían incluso la idea de un cangrejo capaz de resolver problemas topológicos!

—¡Pero no es justo! ¡Nada de lo que tú propones sucedió! ¡No es real!

—¿Y qué? ¿A quién le importa eso? ¿Crees que alguno va a darse cuenta? No va a hacer ningún daño a los lagartos. Ya no puede. Ahora es imposible. Anda, déjame embellecer esta masacre y luego tú continuarás el relato, ¿de acuerdo?

Estaba bien. Ya no podía hacer daño a nadie, en eso tenía razón. La recreación literaria quedaría más hermosa que el frío enumerar de los hechos auténticos. Mentir no podía ya hacer daño. Los lagartos reposaban dispuestos en lonchas, a miles de kilómetros del lugar que habíamos llamado Ultima Thule. La verdad no era interesante. No había sido hermosa. La verdad no merecía la pena ser cantada. La fantasía, en cambio, alumbraría un poema épico magistral, barrocamente guerrero, similar al de las leyendas de los áscaris, los gusanos de la mente que habían combatido los soldados en otro sitio que yo ahora comprendía ficticio. Laverdad era horrorosa. La ficción del relato superaría y haría hermosa aquella cruel masacre.

Narcise se enfrascó en su trabajo cuando el nuevo mundo quedó muy lejos de la Antorcha, perdido entre las estrellas, liso y pálido como una bola de mármol. Escribió la cantinela del poema en pocas horas, y después inició la redacción de los primeros versos, sin consumir cápsulas ni opio durante ese tiempo. Jamás se drogaba cuando escribía.

—Toma —dijo cuando hubo considerado su trabajo suficiente, cumpliendo su promesa—. Continúalo. A ver cómo lo haces. ¿Dónde demonios has metido ese jodido polvo de ángel?

Localizó el frasco y se entregó rápidamente a sus placeres oníricos, acunándose con gemidos en los que se rastreaba la satisfacción de haber esbozado el poema. Recogí las páginas y leí el trabajo. Era éste:

¡E hubiérais de verlos así

¡Monstruos lagartos

criaturas con seso

el male anidando

e dicen que odiaban

así que los vi yo!

de infame color

e faltos de honor

en el su coraçón

la Corporación!

¡Atacaron por la espalda

heladores del coraje

Por la espalda y a traicione

pretendiendo conquistarnos

con sus fauces amarillas

con rugidos de batalla

del guerrero de más fama!

las suyas hordas canallas

e matar a nuestras damas

solo quieren devorarlas.

¡Allí viérais morir omnes

¡Allí viérais morir bestias

¡Allí viérais morir huestes

Atacáronnos sin tregua

Non dan tregua ni sosiego,

con la espada e con la daga!

traicioneras, embrujadas!

de la Conquista galana!

pretendiendo no dar cara.

non dan calma, non dan nada,

que sólo pretenden muerte.

¡E sus dientes se los tiñen

¡Ya sus armas tienen prestas

de conquistar miles mundos

¡Nuestra sangre por probarla!

con nuestras heridas bravas!

ya están buscando la hora

con su rabia pecadora

e someter cien estrellas

E matáron sin dar tregua

las nuestras heridas bravas

con sus hordas peleadoras!

sorprendiéndonos la aurora,

se van tiñendo con honra.

Hasta aquí llegaba su elaboración del poema. Lo leí un par de veces, establecí cuál habría de ser la siguiente rima, lo continué y lo completé. No quedó mal. Hoy todavía se canta.