13

—¿Quieres ver cómo evoluciona un planeta un millón de años en un día?

—Si es gratis, sí.

—Lo es. El capitán dice que en una semana estaremos a punto para el milagro, así que prepara tu pluma porque habrá que escribir sobre ello.

—Parece un buen tema.

—Ya veremos.

Con esa conversación, el viejo Narcise me informó que la Antorcha iba por fin a salirse de la patrulla de siempre. Justo cuando yo empezaba a desesperar. Nueva York, o su equivalente de la Corporación en este lugar, ahora que estábamos tan lejos, había decidido que era tiempo de ampliar nuevamente los límites del mundo explorado. La garganta infinita se hacía cada vez más pequeña. Escaparíamos del Confín y durante días andaríamos libres por los caminos del espacio inexplorado, expuestos a cualquier peligro desconocido que no estuviera tabulado en las cartas de navegación. Maravilloso. Y Narcise y yo lo veríamos en primera fila, con la misión de cantarlo. Parecía un buen tema. Al menos se salía de la rutina a la que estábamos habituados. Aunque no sucediera nada de importancia, aquel viajecito sería una experiencia.

Una semana después, como había anunciado el capitán sin equivocarse (es difícil hacerlo cuando quien predice es una computadora), avistamos el planeta de destino: una pelota deforme, de un azul similar al de la Tierra, que giraba candorosamente sobre su lado. Todo él estaba cubierto de nubes, formas volátiles de color marrón que jamás estaban quietas. Parecían el humo invocado por el conjuro de una bruja, y así lo definiríamos luego, en la canción. Nos acercamos al planeta y vimos con gran desilusión, o al menos yo la experimenté, que no habíamos sido los únicos en venir hasta tan lejos. Casi dos docenas de naves nos acompañaban, y aún faltaban por incorporarse un par de ellas.

—¡Eh! ¿Quiénes son esos? —pregunté a Narcise, un poco molesto. Creo que temía que nos quitaran la exclusiva.

—Oh, son cruceros, muchacho. Todo el sector Plus Ultra del Confín está aquí hoy. La nave más grande es la Marfil, un buque de guerra, de los de primera línea. Aquellas más pequeñas son naves regulares, como la nuestra. Los demás son cargueros.

—Creí que esta iba a ser una operación militar.

—¿Creías? Esta es una operación militar. ¿Qué imaginas, que los cargueros son material civil? Están aquí por lo mismo que nosotros. Vamos a organizar un carnaval allí abajo. ¿Te dan asco los lagartos?

—No los he visto más que en fotografía, ¿por qué?

—Oh, por nada. Ya lo verás. Por nada.

Las naves flotaban en el espacio abierto, alineadas como cintas de Moebius en sus órbitas elípticas, muy hermosas. En la distancia las veíamos tan pequeñas como mi puño, pero todos sabíamos que eran todavía más enormes que la propia Antorcha. Las naves subían y bajaban, como un carrusel metálico que se balanceara sin hilos, siempre guardando la misma milimétrica formación, sin desviarse de la órbita fuera de la atmósfera. Parecía que gozaran de aquel viaje plácido. El espectáculo, en el amanecer del planeta azul, se ofrecía magnífico. Sólo faltaba una música apropiada para mecer sus sueños de hierro. Pensé en Wagner.

Esperamos una hora. Al cumplirse ese tiempo, de la nave de guerra, la Marfil, salieron despedidas varias cremalleras que se zambulleron rápidamente en la capa de nubes, hasta perderse dentro de ella. Las naves regulares, incluida la nuestra, hicieron lo mismo unos pocos minutos después, cuando del centro de mando se vomitó la orden. En una de las últimas lanzaderas iba yo, acompañado de Narcise, extrañamente. Sólo los cargueros permanecieron estáticos, perdidos allá en lo alto, esperando pacientes que los kamikazes limpiáramos el terreno.

Nuestra lanzadera entró en contacto con la atmósfera, atravesándola como un cuchillo al cortar el aire. Eché un vistazo al indicador térmico y pude ver que la temperatura era alarmantemente alta. La fricción, teóricamente, hacía rato que debía haber quedado atrás. Tal vez algo iba mal. Lo hice notar en voz alta, controlando cuidadosamente el tono que utilizaba.

—Tranquilízate —me dijo el piloto, un sargento—. No ocurre nada anormal. Este condenado globo tiene un efecto invernadero, es todo. Las capas de nubes actúan como refractante y generan calor. Sudaremos lo nuestro, pero no nos vamos a asar. Estáte tranquilo. No pasa nada.

Seguimos descendiendo y aterrizamos sin novedad en un claro enorme en lo alto de un promontorio que humeaba incesantemente, como un volcán. No hizo falta que ninguno de los soldados me advirtiera de lo que pasaba; no soy ningún tonto. Estábamos desabrojando el sitio, nada más. El calor y el tupido humo gris que se elevaba en serpientes fantasmagóricas provenía, sin duda, de bombas incendiarias que las primeras naves cremallera, las lanzadas desde la Marfil, habían arrojado minutos antes de nuestra llegada. Empecé a darme cuenta que Narcise no había bromeado cuando dijo que el planeta evolucionaría un millón de años con nuestra intervención. Era lo que estábamos haciendo. Ayudarlo a evolucionar. Devastarlo.

Salimos de la lanzadera, asfixiados por el humo y el calor. A nuestro alrededor sólo se veía una gruesa pantalla gris. Pronto todos empezamos a lagrimear y toser y el sargento, que parecía no sentirse afectado por nada, nos ordenó bajar los yelmos y respirar por el filtro de la máscara. Obedecimos. Ningún hombre tosió más.

—Atención —crepitó el comunicador, alterado por el chirrido de las explosiones de estática—. Atención. A todas las unidades. Preparen los cópteros y estén dispuestos para una batida. Signos de vida hacia oriente. Repito. Signos de vida hacia oriente. Armas preparadas.

Roger. Roger. De acuerdo, de acuerdo. Listo y cambio.

El sargento hizo montar inmediatamente dos cópteros, desguazados y acarreados como simple material dentro de la nave. Estimulados por sus gritos, en dos minutos los soldados los tuvieron dispuestos: dos cópteros de mediano tamaño, uno mayor que el otro, espantosamente anacrónicos en aquel caluroso ambiente primitivo.

—Todos al primer cóptero —ladró el sargento—. Vosotros, poetas, al segundo. Cabo, quédate con ellos. Llévalos a ver qué pasa cuando ya no haya peligro. No olvides esto. Cuando no haya peligro. Manténte lo suficientemente elevado para que ningún bicho intente morderlos.

—Aye aye, sire.

—¡Vosotros, cabezas de mono, lásers cargados y pelotas en su sitio! ¡Vamos a tener toda una condenada diversión! ¡En marcha!

Los soldados trotaron hacia el aparato y el cóptero, guiado por las manos de acero del sargento, despegó, poniendo nuestros radiantes uniformes de poeta perdidos de arena y ceniza, de arriba a abajo excepto el casco. A Narcise no le importó, pero a mí sí. Mi hermoso traje de aspirante, completamente blanco, había quedado hecho una porquería. Parecía que me hubiera bañado en un charco de barro. Oh, mierda.

El pájaro se perdió en lo alto, y nosotros nos quedamos plantados allí, sudando como gusanos. De lejos podíamos oír estampidos de explosiones, bombas flamígeras posiblemente, y atinábamos a ver los engendros mecánicos escapando de su pavorosa siembra de trenzas negras. No escuchábamos nada más, a excepción del tableteo intermitente de las alas de los cópteros que no podíamos ver y, muy de cuando en cuando, el silbido de los lásers. Me moría de ganas por saber qué estaba pensando.

—Muy bien —dijo el cabo, que ahora parecía un calco exacto de los modales del sargento, tics incluidos—. Ahora nos toca a nosotros. Entrad en la nave, chicos. Vais a asistir a un auténtico espectáculo.

Saltamos rápidamente al interior y el cóptero se lanzó hacia arriba, feliz como un saltamontes. Remontamos la altiplanicie donde habíamos estado posados y tras los nubarrones artificiales vimos aparecer el paisaje original en todo su esplendor. Había vegetación por todas partes. Vegetación alta y desbordante, crecida según ideales barrocos. Todo era verde, supongo, aunque yo captaba los tonos en amarillos y grises, lo cual sentí. Los árboles eran gigantescos, de un colosalismo aún mayor que los esbeltos hemlocks que habían custodiado nuestros cuerpos ardientes de pasión en Arcada, y parecían no tener fin. Realmente, aquel era un mundo joven, en plena iniciación de su desarrollo, en plena evolución.

—¡Eh, desciende más! —amonestó Narcise, que masticaba sus pildoras sin dejar de tomar notas—. Desde aquí arriba no se puede apreciar nada.

—El sarge ha dicho que me mantuviera elevado —se excusó el cabo—. Lo siento.

—Oye, tenemos un trabajito que hacer. ¿Lo sabías? Tenemos que cantar lo que demonios está pasando aquí, y desde esta posición el paisaje es muy bonito pero no se aprecia nada, ¿de acuerdo? No querrás que cantemos todo el rato describiendo una mancha verde, ¿verdad? Bueno, pues baja a ras de tierra y no te preocupes por nuestra seguridad. No hay fuerzas rebeldes con pistolas de largo alcance, ¿no? Baja y deja de parecerte a nuestra madre.

El cabo intentó protestar, pero Narcise se lo impidió vehementemente. Yo miré por la ventana intentando no echarme a reír.

—No hay peros. Tú baja.

—Muy bien, pero la responsabilidad es tuya, Narcise.

—La asumo. Dirígete a poniente, donde hay cosas que se mueven.

—Aye aye —contestó el cabo maquinalmente.

No hizo falta insistir más. Narcise y yo teníamos el cargo de suboficiales, aunque no nos sirviera más que para casos como este. El piloto maniobró y el cóptero descendió. Conforme volábamos más bajo pudimos apreciar mejor la desbandada de algunas formas primitivas de vida, muy insignificantes. Vaporosas criaturas de alas flexibles y transparentes como el plástico se cruzaron en nuestro camino, espantadas de nuestra velocidad y nuestra forma. Narcise sonrió, haciendo un rápido esbozo de sus figuras. Aquel poema parecía sugerirle muchas cosas.

En algunos puntos, los soldados habían descendido de los aparatos y caminaban ahora en formación, a través de los bosques y los pantanos, disparando aquí y allá contra todo lo que se moviera. Volamos por encima de sus cabezas, haciendo suficiente ruido para llamar su atención. Algunos saludaron con gestos obscenos.

Nuestro piloto quiso darnos un poco de diversión y empezó a zigzaguear como un condenado, sorteando árboles cuyo nombre intenté recordar, sin conseguirlo. Nuevamente Monasterio no me servía para nada. Otra vez Narcise tenía razón. Tanto ajetreo hizo que mi interior diera la vuelta, pero no me quejé. Tampoco Narcise dijo nada. El cabo parecía muy divertido y era cruel matarle la ilusión.

—¡Animo, cantores! —chilló, pues había sido imposible engañarle—. ¡Cuatro o cinco árboles más y viene un claro! ¡Las sacudidas están tocando a su fin!

Las sacudidas terminaron, efectivamente, pero con un movimiento más brusco todavía. Apenas llegar al claro, una cabeza enorme y horripilante apareció bajo nosotros, cortándonos el paso, con una boca grande completamente abierta, oscura como el espacio y saturada de dientes. Era un monstruo. Y rugió. La parte delantera del cristal protector saltó hecha pedazos. El piloto evitó bravamente que nos introdujéramos en la negra cueva que eran sus fauces y el cóptero, por su acción, salió despedido hacia arriba, carente de cualquier tipo de control durante unos segundos.

—¡Un dragón! —aulló el cabo, y yo hice lo mismo, sólo que no recuerdo qué grité. Unicamente Narcise pareció no haberse dado cuenta de la aparición: la droga—. ¡Un hijo de puta de dragón que por poco se nos come! ¡Un dragón!

Así que Narcise tampoco se había burlado de mí al preguntar con aquella sonrisita si me daban asco los lagartos. Así que yo había sido un idiota al responder que no lo sabía. Oh, Rab, claro que me daban asco. Claro que los aborrecía. Eran espantosos. Y habíamos estado a punto de matarnos.

—¡Bastardo hijo de puta! —gesticulaba el piloto, intentando hacerse de nuevo con el control del aparato—. ¡Hijo de puta! ¡Ahora vas a ver!

El cóptero se enderezó en su caída hacia arriba, y las cosas volvieron a su normalidad. El monstruo se veía como una gigantesca mancha parda espolvoreada entre los árboles. Una mezcla de sapo y serpiente. Abominable. El piloto hizo evolucionar el aparato y enfiló otra vez hacia abajo.

—Ven, dragoncito, ven —canturreaba con musiquilla familiar—. Ven que te voy a dar una pildora. Ven, ven, hijo de puta.

Nuevamente la enorme cabeza surgió de la espesura, dos veces más grande que el diminuto cóptero, rugiendo algo incomprensible que a lo mejor ni siquiera tenía significado. Esta vez el cristal supletorio estaba preparado para la vibración y no se quebró. Las pupilas amarillas del animal nos seguían en todas direcciones, acompañadas de cerca por los afilados dientes. El monstruo carecía de manos, por fortuna, así que difícilmente podía alcanzarnos.

—Anotad esto, poetas. Moscho Tazieff cobra su primera pieza del día. Anotadlo. Es mi nombre.

Tres cohetes saltaron de la panza del cóptero, dejando un reguero de humo sulfuroso, barriendo el aire hasta alcanzar la cabeza del saurio en tres puntos distintos. Se clavaron allí, abriendo enormes cráteres en la piel parda y escamosa. Lo que vino a continuación fue algo que no duró más de un segundo: todo el monstruo reventó con un bramido interno, descomponiéndose en toneladas de blanda carne sangrante. Curiosamente, me sorprendí pensando en Moby Dick. En Orfeo.

—Lo has destrozado, Moscho Tazieff, como te llames, hijo de puta —setenció Narcise, y no estaba bromeando—. No servirá ni para picadillo. ¿Qué quieres, que la Corporación nos haga pagarlo? Con tres tipos como tú, estas acciones no servirían para nada. Ten más cuidado.

—¿Cuidado? ¡El bastardo casi nos come! ¿Cuidado? ¡Por poco me mata! ¡Y el imbécil éste me dice que tenga cuidado! ¿Qué pasa, es que tú no te has cagado de miedo igual que yo? ¿Es que te crees que los tienes mejor puestos? ¡Ese bastardo casi nos mata! ¡Hijo de puta!

No dijo nada más. Lo miré sin que se diera cuenta, y a través de la máscara de oxígeno advertí que estaba blanco, como nosotros. Todavía Narcise rezongaba algo sobre el dragón cuando el piloto buscó un lugar para aterrizar, un claro a salvo de horrores en el que reponernos. Teníamos que arrinconar el miedo, porque ahora habíamos aprendido que la puerta del infierno no podía ser distinta de aquella garganta abierta.