12

La Antorcha, donde serví, no era una nave de guerra, sino un crucero regular en patrulla constante por los alrededores del Confín, por mundos donde era inminente la llegada de la civilización. Estuve en ella un año, actuando como auxiliar de poeta junto a un veterano de nombre Narcise Hall. En todo ese tiempo no presencié ni una sola batalla auténtica, y por tanto, no tuve oportunidad de componer buenos cantares dedicados a la lucha. Cuanto vi no fueron más que escaramuzas sin valor contra insignificantes grupos de insurrectos o épicas competiciones deportivas, casi mortales, entre soldados de astronaves distintas que pretendían a golpes demostrar la superioridad de su escuadrón, en lizas cuyo origen solían ser las piernas abiertas de una mujer descaradamente ofrecida, el alcohol mal digerido o las apuestas hechas sin conciencia clara a la luz mezclada con opio de una taberna. Eran lances divertidos, pero no ofrecían mucho valor poético. Me limité a beber, inhalar, copular y cantar con los soldados, olvidando a veces mi juvenil desesperación de escribir poemas épicos. Un año de supuesto aprendizaje práctico, y durante él no viví ni una sola batalla real. Decepcionante.

—Desengáñate, chico —me decía Narcise mientras vaciaba copa tras copa de vino—. La vida de un poeta no ofrece mucha emoción. No te creas que hay una batalla gloriosa todos los días. Ja. Eso quisieran muchos. No te quejes de tener que quedarte anclado aquí conmigo. ¿Qué preferirías, andar con la barriga abierta por un cuchillo enemigo? Olvida esos sueños y brinda conmigo. ¡Por el culo de vieja puta del capitán Narcise!

Mi poeta instructor siempre se llamaba a sí mismo «capitán», con soniquete burlón donde yo creía ver un leve tinte de pena. Narcise era un buen tipo, o hubiera podido serlo de no beber tanto; estaba muy desengañado de la fama y la gloria que yo, indocumentado y vanidoso petimetre, tenía pretensiones de alcanzar. Llevaba once años sirviendo a la Corporación como poeta y sólo tres de ellos los había pasado fuera de la Antorcha, viviendo el peligro y la aventura de verdad. Nunca perdía ocasión de aconsejarme. Yo estaba allí para eso. En un momento dado un hombre puede necesitar un discípulo más que un maestro. Narcise había alcanzado ese momento.

—Hijos de puta, me hacen gracia. Te amarran conmigo un año estándar, como si fuera a servirte una puñetera mierda negra. Como si te fueras a encontrar con un grabador metido en medio de un bombardeo en una incursión. Te lo hacen creer todo, chico, Hamlet. ¿Un año en servicio? ¿Un año viviendo experiencias de cerca? Carajo para quien te lo hizo pensar, chaval. Carajo para ese hijo de puta. ¡Un año de vacaciones, te lo digo yo! ¡Un año enterito sin ver otros disparos que los pedos de tu instructor! ¿Experiencia real? Una mierda. Es tan absurdo como si te creyeras marino después de un año de prácticas y no haber vivido en ese tiempo ni una sola tempestad. Estás perdiendo tu vida conmigo. En todo este jodido año no vas a ver nada interesante. Nada en absoluto. ¡Brindo por eso!

Narcise había servido dos años en una astronave de combate auténtica, en primera línea, en lo que las falanges del espacio llaman «Un rompehielos». Tuvo la inmensa suerte de participar en un par de combates de la Mäelstrom, la nave que más gloria ha acaparado desde que la invicta Phoenix fue destruida en la última batalla de Pollux, y había podido escribir buenos poemas sobre su propia experiencia de batalla. Algunas veces, para animarlo, yo le recordaba este hecho, porque era además la única manera de conocer verdaderamente cómo se desarrollaba una guerra de expansión a la que teóricamente estábamos cantando, la única manera de conocer cómo se presentaba una batalla ante los ojos anotadores de un poeta.

—Sangre, muchacho. Sangre por todos lados —contestaba Narcise invariablemente—. A chorros. No es una experiencia agradable, aunque el rojo te parezca un bonito color.

Sangre a borbotones. Y el ruido infernal de los disparos, de los lásers, de la puñetera estática que te vuelve loco. Oh, la estática. Es lo peor. Y la algarabía de la muerte, chico. Los chillidos y la sangre. Mucha sangre. No te gustará cuando te veas allí, si te ves alguna vez. Te lo aseguro. Te entrarán ganas de quitarse de en medio a poco que puedas. Te cagarás. Allí disparan de veras y les importa un bendito coño si eres poeta o si las municiones se acabaron. Sangre. Mucha sangre.

Narcise solía entonar entonces una canción, un viejo poema bélico que nunca quiso reconocer como suyo, aunque yo sospechara que sí lo era:

¡Hild! ¡Hild! ¡Hild!

¡La muerte y la sangre trovemos aquí!

¡Hild!

¡Salve, cadáveres de cuerpos henchidos,

despojos marchitos que con mi mano herí!

¡Maldita la hora en que hube de oír

el nombre del hombre que os hizo vivir!

¡Hild!

¡Secad vuestras lenguas, los ojos hendidos,

con esta espada habré de tañir

los huesos mohosos que otra vez rompí!

¡Maldita la hora en que os vi morir!

¡Hildegicel! ¡Hildegicel! ¡Hild!

Cantaba constantemente esta canción, haciendo morboso hincapié en las hildegicel, gotas de sangre, y en la palabra alusiva a la matanza, hild. Aquel no era un poema estructurado según las leyes poéticas que yo había aprendido en Monasterio, sino según el estilo de las gestas que coreaban e incluso componían los guerreros borrachos en las casas de placer que la Corporación desperdigaba por los mundos colonizados. La insistencia necrófaga de la canción, su complacencia por el mal gusto y por la sangre, siempre me ha resultado fascinante.

—Hamlet —musitaba Narcise, con los ojos en blanco, completamente ebrio—. La Conquista no es algo hermoso. El resplandor de la batalla no tiene un regusto grácil.

—Estás borracho, Narcise. No tienes idea de lo que dices.

—¿Borracho yo? ¿Borracho? ¿Pues qué te creías? ¡Claro que estoy borracho! ¡Borracho y drogado hasta el culo! ¿No te jode el pisaverde? ¿Qué te esperabas encontrar aquí?

¿Un santurrón como los de Monasterio? ¿Un poeta… sublime? ¡Claro que estoy borracho! Completamente saturado de alcohol. El Doc dice que soy capaz de orinar vino. Y no exagera. Tú también deberías beber. Es… lindo. Se te ve la cara muy divertida, toda llena de bruma, muy borrosa. Se te ve incluso guapo, joven Hamlet.

—Yo soy guapo, viejo pellejo. No olvides eso. Y ya estoy bebiendo. Desde que estoy contigo no he hecho otra cosa. ¡Ni siquiera hay escaramuzas que cantar!

—¿Escaramuzas? ¿Quieres ver alguna escaramuza? Le diré al capitán que nos prepare la próxima. ¿De verdad que quieres ver una?

—¿Por qué no? Se supone que estoy aquí para eso. No comprendo tu maldito afán de faltar a la regla e inventarte los poemas. Algún día te atraparán.

—¿Y qué pueden hacerme? ¿Expulsarme? ¿Me volverán a la Tierra? Oh, bueno, soy demasiado viejo para eso. Antes pediré a los chicos —se refería a los soldados; siempre los llamaba así— que me lancen en cueros al espacio. ¡Boum! ¡Un hijo de puta menos! ¡Toda la eternidad erecto! «Me alegra vivir, me alegra morir y yaceré inmóvil, tendido, con mi última voluntad». Stevenson. Eso haré. Pero antes esperaré a que te muestren una escaramuza. Muy bien, te la enseñaré. La próxima será la tuya. Y podrás cantarla y todo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—No vayas a echarte atrás.

—No lo haré. No vayas a echarte atrás tú.

—Descuida. Así que el niño bonito quiere ver una escaramuza real. Pues vas a tenerla, muñequito. Por Rab vivo que vas a tenerla. Brindo por eso.

Normalmente, Narcise ni siquiera bajaba a la superficie cuando los soldados desembarcaban, aunque fuera su misión. Se quedaba en la nave nodriza, y yo con él, escribiendo notas apresuradas sin dejar de masticar píldoras estimulantes. Luego se inventaba los poemas, tras preguntar a los soldados de vuelta cómo había ido todo. Su teoría era que no merecía la pena bajar a los planetas y ver cómo aplastaban a «esos insurrectos infelices», porque una vez has visto una batalla ya tienes idea de cómo son todas. Los poemas que después escribía no eran distintos de los demás. Nunca supe si el resto de los poetas en servicio utilizaban su mismo método o si su maestría era realmente tan grande.

—No te creas que el capitán Narcise es un cobarde, muchacho —se excusaba, se acusaba—. No lo soy. Deberías haberme visto allá en el Mäelstrom. Eso era una nave y no esta mierda. El Mäelstrom. Siempre en primera fila, chico, allí estaba yo. Como un siamés pegado al costado del líder en las incursiones. No te creas que soy un cobarde.

—Nunca he dicho que lo fueras, Narcise. No que yo recuerde.

—No lo has dicho, pero lo has pensado, chico. Tu cabecita rubia ha pensado: «Narcise tiene miedo» «Narcise es un jodido cobarde de culo temblón».

—No seas absurdo. Yo nunca pienso en esos términos. Soy más refinado que tú.

—Y una m… Veremos cómo te expresas dentro de dos años, cuando ya no estés aquí. A tu lado pareceré una niña virgen. Ya verás.

—De acuerdo. Seré al menos tan malhablado como tú. No creo que pueda superarte nadie. Pero no he pensado que fueras un cobarde —mentía—. ¡Yo ni siquiera pienso! —mentía otra vez.

—Sí que lo has pensado. Todos en la maldita nave piensan que un poeta es un gallina, una nena asustada. ¿Y sabes lo que te digo? ¿Lo sabes?

—No. No lo sé. Lo único que sé es que deberías de beber menos y dejar alguna temporada el opio y las píldoras.

—Como tú digas, doctor. Siempre como tú digas. ¡Vete a la mierda, chaval! Llevo ocho años tomando estas porquerías y todavía no he hecho crack. Aunque tenga este aspecto, el viejo capitán Narcise está completamente en forma.

—Muy bien. Muy bien, estás completamente en forma. Ahora vayamos a dormir.

—No quiero dormir. No me da la gana. Quiero explicártelo, querubín. No soy un cobarde. Nunca he sido un cobarde.

—No eres un cobarde. No lo eres. ¿Estás de acuerdo? ¿Vas a callarte ahora o voy a tener que inyectarte un sedante?

—No serías capaz. Soy más fuerte, más hábil y más listo que tú. Y más valiente. Tendrías que haberme visto en plena juerga. Tendrías que haberme visto en primera línea mentando las madres de los rebeldes. Ja. Aquellos eran tiempos. La Mäelstrom sí que era una nave, no esta basura de Antorcha mojada. Esto es un cagarro. Tendrías que haberme visto componiendo cantares bajo los disparos de los nors hijos de puta. Tendrías…

Narcise, supe después, había sido el único superviviente de una matanza terrible. Los rebeldes, unos semisalvajes que ni siquiera poseían armas modernas, lo habían sometido a tortura y sus nervios quedaron rotos, de forma que entre los médicos se temió no tanto por su vida como por su salud mental. Cuando lo encontraron estaba cubierto de sangre de pies a cabeza, despellejado, hecho un guiñapo. Nada que la cirugía no pudiera reparar. Pero su estado psíquico era distinto. Lo encontraron clavado a un poste, boca abajo, cantando rondas infantiles. Ding, dong, ding, dong, dicen las campanas de la catedral. Ese tipo de cosas. Sus manos recompuestas a veces todavía se atrofiaban cuando la droga ingerida constantemente le provocaba accesos epilépticos. La Corporación había recompensado sus desvelos retirándolo del servicio en primera línea y destinándolo a naves relativamente más seguras, como la Antorcha. Narcise escapó de la locura por muy poco. La droga que lo socavaba había sido su refugio.

—Mira, Hamlet. Los muchachos bajan a ese enano color verde. Bueno, ya sé que no captas el color. Tú y tu maldita insuficiencia. Los muchachos bajan ahí abajo a implantar justicia, ¿y qué hacen?

—No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa si jamás bajamos a verlo?

—Yo te lo voy a decir. Yo te lo diré en cuanto me pases un poco de polvo de ángel.

—Ni hablar. Ya es suficiente. Te has frotado dos veces esta mañana. Sigue así y acabarás mal.

—Y una mierda. Pásame el polvo de ángel o lo sentirás.

—Está bien. Maldita sea, está bien. Pero deberías ir al Doc y pedirle que te desintoxique.

—Deja al marica del Doc y pásamelo de una vez, Hamlet. Lo necesito.

Le tendí el frasco y él lo recogió con las manos temblando. Aún no se había tumbado en la cama y ya tenía fuera los pantalones. Por si no tuviera bastante con el opio y las cápsulas estimulantes, Narcise había empezado a hacerse adicto al polvo de ángel. Se lo untó afanosamente en los genitales, provocándose una erección con el masaje. Después, pegajoso y mal calmado, como si estuviera flotando en un universo donde únicamente existieran él y el placer, continuó su repetida charla. Estoy seguro de que ya ni siquiera me veía.

—Mmmira. Te lo explicaré. Es… muy simple. Los muchachos bajan ahí. ¿De a…cuerdo? El líder de la patrulla y sus dos docenas de muchachos. Pásame un poco de vino. Los rebeldes se esconden… se camuflan… intentan escaparse hasta que los atacan. Eeeso es… Mmm… O nuestros chicos les sorprenden. ¿Qué crees que pasa? ¿Qué te imaginas?

—Supongo que lucharán. Disparo, fuego, muertos. Todo eso.

—Supongo que lucharán. —Me remedaba, los ojos cerrados, la boca abierta, el falo chorreante—. A veces no. No hay tiempo para la lucha. Disparos, fuego y muerte, si. Claro que hay.

—¿Sin luchar?

—No la mayoría de las veces. ¿Cuánto crees que dura una escaramuza en las montañas?

—¿Una hora?

—A veces ni eso. Los muchachos llegan, desenfundan, disparan. Se acabó. Los rebeldes ni se enteran. ¡La batalla no dura veinte minutos!

—¿Entonces por qué tardan días y días en volver a la nave?

—Chico, sí que tienes poca imaginación. A veces se tarda en encontrarlos. A veces la batida es larga. A veces las mujeres de los rebeldes son aprovechables, cuando son humanoides. Aunque sean horribles, hay razas que pueden albergar a tres soldados a la vez, mal que les pese. Chico, no sólo de prostitutas en los puestos destacados vive un guerrero. Deberías saberlo, tú que preguntas constantemente por una mujer. En los planetas de ahí abajo las hay, y no cuestan más que unos cuantos arañazos al principio y un par de disparos al final. Ya me entiendes. —Me miraba por encima de su gusano erecto y me guiñaba un ojo.

—¿Quieres decir que las violan y las matan?

—¡Oh, Rab, debiste advertirme de que me enviabas un ingenuo! ¡Claro que las matan! ¿Qué querrías que hicieran? ¿Recompensarlas?

—No sé. No esperaba que nuestros soldados actuaran así.

—Mira, Hamlet, escucha esto. El mundo no es bonito. El universo no es justo. Nada está bien hecho.

—Ya lo sabía. No creas que me chupo el dedo.

—Esas mujeres son enemigos. Tan peligrosas o más que sus machos. Se nota que no las has visto empuñando las armas. Son peores que los hombres. ¿Y sabes por qué? No, claro que no lo sabes. No hay más que mirarte la cara. Porque pueden reproducirse.

—¡No me digas!

—No te burles de mí. Ahora verás como tengo razón. Los soldados degollan a todo ser vivo inteligente que encuentran allí abajo, y lo hacen por una razón. Si dejaran a las mujeres libres, el problema se reproduciría al cabo de unos años. Hay razas hermafroditas por toda esta parte del Confín. Otras son hábiles para la partenogénesis. ¿Te parece divertido que nuestros guerreros preñen a las hembras y luego sus propios bastardos combatan por su independencia contra la Corporación? ¿Te lo parece? Para prevenir esto, acaban con todas las criaturas que encuentran.

—Debe ser espantoso.

—Lo es. Esa es otra de las razones por las que no me gusta bajar con ellos. Las escaramuzas son terriblemente vulgares, y un poeta pinta muy poco allí, sobre todo si es un tipo sensible. Ni siquiera se puede meter mano decentemente. Los chicos incluso pelean entre ellos por un buen nido caliente. Uno no puede sino mirar y esperar que le dejen los restos, si condescienden.

—No me refería a eso.

—Sé a qué te referías. Déjame continuar. Las escaramuzas son tan poca cosa que hay que enmendarlas de punta a punta si las quieres cantar. Hay que meter mucha fantasía a la hora de escribir los poemas. Y si hay que inventar algo, ya da lo mismo inventarlo todo, ¿no? Por eso me quedo en órbita y me dedico a imaginar que los soldados hacen actos gloriosos. Es más hermoso, menos repugnante y más seguro.

—Creo que la guerra no es tan deslumbrante como yo pensaba.

—Ya te lo había dicho.

Se reclinaba contra la almohada, siempre con las piernas abiertas, y dejaba de hablar durante un rato, algo inusitado en su carácter, para dedicarse a las fantasías oníricas inducidas por la droga. Narcise estaba realmente sonado, lelo. No tomaba ninguno de los reactivos para evitar la dependencia, y las inhalaciones hacían fácilmente presa en él, lo carcomían. Era un drogadicto auténtico, con su organismo completamente ligado a los estimulantes para vivir. No lo he dicho, pero estaba tan delgado como un cuchillo y su piel parecía un nudo, tan áspera era. Narcise no guardaba relación con el anciano que pretendía ser. Sólo tenía treinta y cinco años.

Su otra habilidad, aparte de la dependencia, y su innato hábito a hablar de la guerra y su valor, eran las mujeres.

Estaba realmente obsesionado con ellas, como cualquier buen veterano del espacio, a pesar de que era poli y copulaba sin ningún trauma con cualquier raza o sexo, con suma facilidad, o tal vez por eso. Narcise se jactaba de su virilidad constantemente, y de conocer a tantas mujeres, hombres y humanoides como estrellas hay en el cielo. Alardeaba de tener influencia en medio centenar de planetas, de saberse como la palma de su mano los recovecos de la gigantesca astronave.

—Puedes pedirme lo que quieras, chico, que yo te lo daré. Lo que quieras. Puedo conseguirte cualquier cosa en esta nave. Cualquiera. Todo cuanto desees menos una mujer. Ojalá pudiera yo tener una maldita mujer a bordo. Oh, bueno, hay tres, que yo sepa. Tres pilotos. ¡Tienen muchos agujeros pero ninguno es el adecuado! ¿No es gracioso? Pásame el polvo de ángel, muchacho. Eso es. Esta es vida. Auténtico placer. ¡Brindo por eso!

Narcise cumplió su promesa y me llevó consigo en la siguiente batida. Un grupo de contrabandistas que traficaban en especias. Casi un centenar, armados hasta los dientes. Tuvo razón. No me gustó.